—¿Y tú adónde vas? —preguntó Simon, plantándose en medio del pequeño recibidor.
La puerta de la calle estaba abierta y el intenso sol de la mañana del sábado entraba por el porche acristalado a espaldas de Simon, lleno de zapatos y abrigos, reduciéndolo a una silueta. Su sombra, ondulada, se extendía por la escalera justo hasta el peldaño en que se encontraba Andrew.
—A la ciudad. Con Fats.
—¿Has terminado todos los deberes?
—Sí. —Era mentira, pero Simon no se molestaría en comprobarlo.
—¿Ruth? ¡Ruth!
Ruth se asomó por la puerta de la cocina, con el delantal puesto, las mejillas coloradas y las manos manchadas de harina.
—¿Qué?
—¿Necesitamos algo de la ciudad?
—¿Cómo? No, creo que no.
—¿Coges mi bicicleta? —le preguntó Simon a Andrew.
—Sí, pensaba…
—¿Vas a dejarla en casa de Fats?
—Sí.
—¿A qué hora queremos que vuelva? —preguntó Simon mirando a su mujer.
—Ay, no lo sé, Simon —contestó ella, impaciente.
Su marido le resultaba más irritante aún cuando, incluso de buen humor, empezaba a dar órdenes sólo por gusto. Andrew y Fats iban a menudo juntos a la ciudad, y se daba por supuesto que Andrew volvería antes del anochecer.
—Entonces, a las cinco en punto —impuso arbitrariamente—. Si te retrasas, te quedas sin salir.
—Vale —dijo Andrew.
Tenía la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta y, en el puño, un papel doblado que sujetaba con ansia, como si se tratara de una granada activada. El miedo a perder ese papel, donde había anotado meticulosamente cifras, letras y símbolos, así como varias frases con tachaduras, corregidas una y otra vez, lo había atormentado toda una semana. Lo llevaba siempre encima, y dormía con él metido en la funda de la almohada.
Simon apenas se apartó y Andrew tuvo que pasar de lado para salir al porche, sin soltar el papel. Temía que le exigiera vaciar los bolsillos para comprobar si llevaba cigarrillos.
—Bueno, adiós.
Su padre no contestó. Andrew se dirigió al garaje y, una vez allí, sacó la nota, la desdobló y la leyó. Sabía que no estaba siendo racional, que lo que había anotado allí no podía modificarse por arte de magia a causa de la mera proximidad de Simon, pero aun así, quiso asegurarse. Tras comprobar que todo estaba bien, volvió a doblarla y se la metió en el fondo del bolsillo, que se cerraba con un corchete; entonces sacó la bicicleta de carreras del garaje y salió por la cancela hasta el camino. Sabía que su padre lo observaba a través de la puerta de cristal del recibidor, y estaba seguro de que le habría encantado verlo caerse o causarle algún desperfecto a la bicicleta.
Pagford se extendía allá abajo, algo neblinoso al débil sol primaveral; se respiraba un aire frío y penetrante. Andrew supo que había llegado al sitio donde Simon ya no podía verlo desde la casa porque sintió como si le quitaran un peso de los hombros.
Bajó como un rayo por la colina hasta Pagford, sin tocar los frenos, y torció por Church Row. Cuando llegó hacia la mitad de la calle, redujo la velocidad y entró pedaleando con decoro en el sendero de la casa de los Wall, esquivando con cuidado el coche de Cuby.
—Hola, Andy —lo saludó Tessa al abrirle la puerta.
—Hola, señora Wall.
Andrew aceptaba la opinión generalizada de que los padres de Fats eran ridículos. Tessa era regordeta y sin encanto, llevaba un peinado extraño y su forma de vestir daba vergüenza ajena, mientras que Cuby era ansioso hasta un extremo cómico; sin embargo, Andrew sospechaba que, si los Wall hubieran sido sus padres, seguramente no se habría llevado demasiado mal con ellos. Eran tan civilizados, tan cordiales… En su casa nunca tenía la sensación de que el suelo podía ceder en el momento menos pensado y sumergirlo en el caos.
Fats estaba sentado en el primer peldaño de la escalera, poniéndose las zapatillas de deporte. Del bolsillo de la pechera de su chaqueta asomaba un paquete de tabaco de liar.
—Arf.
—Fats.
—¿Quieres dejar la bicicleta de tu padre en el garaje, Andy?
—Sí, gracias, señora Wall.
(Tessa siempre pronunciaba aquel «tu padre» con cierta formalidad. Andrew sabía que ella detestaba a Simon, y ésa era una de las razones por las que a él no le importaba pasar por alto aquella ropa holgada y horrible que llevaba, ni aquel flequillo tan poco favorecedor.
La antipatía de Tessa se remontaba a un horroroso incidente ocurrido años atrás, cuando Fats, a la sazón de seis años, fue a pasar la tarde del sábado a Hilltop House por primera vez. Intentando coger unas raquetas de bádminton guardadas en el garaje, ambos amigos se encaramaron a una caja y, sin querer, tiraron el contenido de un estante desvencijado.
Andrew todavía recordaba el instante en que la lata de creosota se estrelló contra el capó del coche y se abrió; y el terror que sintió y su incapacidad para hacerle entender a su risueño amigo la que se habían buscado.
Simon oyó el ruido e irrumpió en el garaje con su mentón por delante y emitiendo aquel gruñido animal; a continuación, se puso a gritarles y amenazarlos con terribles castigos físicos, con los puños apretados a escasos centímetros de sus caritas, mientras ellos lo miraban con los ojos como platos.
Fats se orinó encima. El chorro resbaló por sus piernas y formó un charquito en el suelo del garaje. Ruth, que había oído los gritos desde la cocina, salió corriendo para intervenir: «No, Simon… Simon, no… Ha sido sin querer.» Fats estaba pálido y temblaba; quería marcharse a su casa, quería a su mamá.
Cuando llegó Tessa, Fats corrió hacia ella con los pantalones empapados, sollozando. Fue la única vez en su vida que Andrew vio a su padre quedarse sin saber qué decir, echarse atrás. Tessa se las ingenió para transmitir una rabia intensa sin levantar la voz, sin amenazar, sin golpear. Extendió un cheque y se lo puso a Simon en la mano, mientras Ruth repetía: «No, por favor, no hace falta, no hace falta.» Simon la siguió hasta el coche tratando de quitarle importancia a lo ocurrido, pero Tessa lo miró con desprecio mientras ponía a Fats, aún sollozante, en el asiento del pasajero, y luego cerró la puerta del conductor en la cara todavía sonriente de Simon. Andrew se fijó en la expresión de sus padres: además de llevarse a Fats, Tessa se llevaba consigo, colina abajo, un secreto que solía permanecer oculto en la casa de la cima de la colina.)
Ahora, Fats intentaba complacer a Simon. Cuando subía a Hilltop House, se tomaba la molestia de hacerlo reír; y a cambio, Simon lo recibía bien, disfrutaba con sus chistes más groseros, le pedía que le contara sus últimas travesuras. Sin embargo, a solas con Andrew, se mostraba completamente de acuerdo en que Simon era un hijoputa de 24 quilates categoría A.
—Yo creo que es tortillera —dijo Fats cuando pasaron por delante de la antigua vicaría, oscura bajo la sombra del pino escocés y con la fachada recubierta de hiedra.
—¿Quién, tu madre? —preguntó Andrew, que iba ensimismado en sus pensamientos y no le hacía mucho caso.
—Pero ¿qué dices, tío? —saltó Fats, profundamente ofendido—. ¡No, imbécil! ¡Sukhvinder Jawanda!
—Ah, sí. Ya.
Andrew rió, y Fats también, aunque un momento más tarde.
El autobús de Yarvil iba muy lleno; Andrew y Fats tuvieron que sentarse uno al lado del otro y no ocupando dos asientos dobles, como les gustaba. Al pasar por el final de Hope Street, Andrew echó un vistazo a la calle, pero estaba desierta. No se había encontrado a Gaia fuera del instituto desde la tarde en que ambos habían conseguido el empleo en La Tetera de Cobre. La cafetería abriría el fin de semana siguiente; Andrew se ponía eufórico cada vez que lo pensaba.
—Simoncete ya ha puesto en marcha la campaña electoral, ¿no? —preguntó Fats mientras liaba un cigarrillo. Tenía una de sus largas piernas cruzada en el pasillo, y la gente pasaba por encima en lugar de pedirle que se moviera—. Cuby ya está cagado, y eso que sólo ha empezado a redactar el panfleto.
—Sí, anda muy ocupado —dijo Andrew, y soportó sin pestañear una oleada de pánico en la boca del estómago.
Pensó en sus padres sentados a la mesa de la cocina, como habían hecho todas las noches de la semana anterior; en la caja de panfletos estúpidos que Simon había encargado en la imprenta; en la lista de puntos clave que Ruth lo había ayudado a recopilar y que él utilizaba en sus llamadas telefónicas, cada noche, a todas las personas que conocía en el distrito electoral. Simon hacía todo eso como si le costara un esfuerzo tremendo. En casa se mostraba muy nervioso, y mostraba una creciente agresividad hacia sus hijos, como si llevara sobre los hombros una pesada carga que ellos hubieran eludido. En las comidas, el único tema de conversación eran las elecciones, y ambos adultos especulaban sobre las fuerzas contrarias a Simon. Se tomaban muy a pecho que hubiera otros aspirantes a la plaza de Barry Fairbrother, y se imaginaban a Colin Wall y Miles Mollison pasándose todo el día conspirando, mirando hacia Hilltop House, concentrados en derrotar al hombre que vivía allí.
Andrew volvió a palparse el bolsillo donde llevaba el papel doblado. No le había contado a Fats lo que pensaba hacer: temía que lo divulgara. No sabía cómo hacerle entender a su amigo que era necesario guardar un secreto absoluto, cómo recordarle que aquel psicópata capaz de hacer que un crío se orinara encima estaba vivito y coleando en su propia casa.
—A Cuby no le preocupa mucho Simoncete —dijo Fats—. Cree que su gran competidor es Miles Mollison.
—Ya.
Andrew había oído a sus padres hablar de eso. Ambos pensaban que Shirley los había traicionado; que ella debería haber impedido a su hijo desafiar a Simon.
—Para Cuby esto es una puta cruzada —continuó Fats, liando un cigarrillo entre el índice y el pulgar—. Ha recogido la bandera del regimiento de su camarada caído. El bueno de Barry Fairbrother.
Con una cerilla, metió hacia dentro unas hebras de tabaco que sobresalían por el extremo del cigarrillo.
—La mujer de Miles Mollison tiene unas tetas gigantescas —comentó luego.
La anciana que iba sentada en el asiento de delante volvió la cabeza y miró a Fats con desaprobación. Andrew volvió a reír.
—Enormes mamas bamboleantes —añadió Fats en voz alta, sin apartar la vista del arrugado y ceñudo rostro—. Grandes y suculentos pechos de talla 120 G.
La anciana, sonrojada, giró lentamente la cabeza y volvió a mirar al frente. Andrew apenas podía respirar.
Bajaron del autobús en el centro de Yarvil, cerca de la zona comercial, de la vía peatonal donde estaban todas las tiendas, y se abrieron paso entre los compradores, fumando los cigarrillos que había liado Fats. A Andrew no le quedaba ni un céntimo: el sueldo que iba a pagarle Howard Mollison le vendría muy bien.
El letrero naranja chillón del cibercafé parecía llamarlo desde lejos, hacerle señas para que se acercara. No conseguía concentrarse en lo que le estaba diciendo Fats. «¿Te atreverás? —se preguntaba—. ¿Te atreverás?»
No lo sabía. Sus pies seguían moviéndose, y el letrero iba haciéndose más y más grande, atrayéndolo, seduciéndolo.
«Si me entero de que le has contado a alguien una sola palabra de lo que hablamos en esta casa, te despellejo vivo.»
Pero la alternativa era la humillación de Simon al mostrarse ante el mundo tal como era, y el efecto que tendría sobre la familia el hecho de que lo derrotaran, como sin duda sucedería, tras semanas de expectación e imbecilidad. Entonces vendrían la rabia y el rencor, y el empeño en que los demás pagaran por su descabellada decisión. La noche anterior Ruth había comentado alegremente: «Los chicos pueden ir a colgar tus panfletos por Pagford.» Andrew había visto con el rabillo del ojo la mirada de horror de Paul y cómo intentaba atraer su atención.
—Quiero entrar ahí —masculló Andrew, y torció a la derecha.
Pagaron los tíquets y se sentaron cada uno ante un ordenador, separados por dos asientos ocupados. El hombre de mediana edad que Andrew tenía a su derecha apestaba a sudor y tabaco, y no cesaba de sorber por la nariz.
Andrew entró en internet y tecleó el nombre de la página web: «concejo… parroquial… de… Pagford… punto… com… punto… uk».
La página de inicio mostraba el escudo de Pagford en azul y blanco, y una fotografía del pueblo tomada desde algún punto no muy lejano de Hilltop House, con la silueta de la abadía de Pargetter recortada contra el cielo. Era una página anticuada, obra de aficionados, como Andrew ya sabía porque la había visto en el ordenador del instituto. No se había atrevido a abrirla desde su portátil; su padre quizá fuera un completo ignorante en lo referente a internet, pero no cabía descartar que encontrara a alguien en el trabajo que lo ayudara a investigar, una vez que estuviera todo hecho…
Aunque Andrew lo hiciera desde aquel local tan anónimo y concurrido, no había forma de evitar que apareciera la fecha de ese día en el mensaje; tampoco podría decir que él no había estado en Yarvil cuando sucedió; pero Simon jamás había entrado en un cibercafé, y quizá ni siquiera sabía de su existencia.
El corazón le latía tan deprisa que le dolía. Rápidamente se desplazó por el foro, donde no parecía haber mucha actividad. Había temas titulados: recogida de residuos - una pregunta, y ¿alcance de zona escolar de los colegios de Crampton y Little Manning? Aproximadamente cada diez entradas había una publicación del administrador, que adjuntaba las actas de la última reunión del concejo parroquial. Había un tema titulado fallecimiento del concejal Barry Fairbrother. Éste había recibido ciento cincuenta y dos visitas y tenía cuarenta y tres comentarios. En la segunda página del foro encontró lo que buscaba: un post del difunto.
Un día, hacía un par de meses, un joven profesor suplente había vigilado la clase de informática de Andrew. Se las daba de enrollado para despertar el interés de los alumnos, pero no debería haber mencionado las inyecciones SQL. Andrew estaba seguro de que él no había sido el único que había ido derecho a casa a investigar qué eran. Sacó el papel en que había anotado el código conseguido en las horas muertas en el instituto, y entró en la página web del concejo. Todo se basaba en la premisa de que la página la había hecho un aficionado hacía mucho tiempo, y que nunca la habían protegido ni de los más sencillos ataques de piratas informáticos.
Con sumo cuidado, utilizando sólo el dedo índice, introdujo la línea de caracteres mágica.
Los leyó dos veces para asegurarse de que todos los acentos estaban donde debían, titubeó un segundo, casi jadeando, y entonces pulsó la tecla enter.
Dio un grito ahogado de júbilo, como un niño pequeño, y tuvo que contener el impulso de gritar o levantar un puño triunfal. Había conseguido penetrar en aquella web de pacotilla al primer intento. En la pantalla aparecieron los datos de usuario de Barry Fairbrother: su nombre, su contraseña y su perfil completo.
Andrew alisó el mágico papel que había guardado en la almohada toda la semana y puso manos a la obra. Teclear aquel párrafo lleno de tachaduras y correcciones iba a ser un proceso más laborioso.
Había buscado un estilo lo más impersonal posible; el tono desapasionado de un cronista de periódico serio:
Simon Price, aspirante a concejal parroquial, piensa poner en marcha un programa para reducir el despilfarro del concejo. Al señor Price no le son desconocidas las medidas para abaratar los costes, y seguramente podrá poner sus numerosos y útiles contactos a disposición del concejo. En el ámbito doméstico, ahorra dinero equipando su casa con artículos robados —el más reciente, un ordenador personal—, y es el contacto para cualquier trabajo de imprenta a precio rebajado que se pueda pagar en negro, de los que se ocupa cuando el director de la imprenta Harcourt-Walsh se marcha a su casa.
Leyó dos veces el mensaje de principio a fin. Ya lo había repasado mentalmente infinidad de veces. Podría haber acusado a Simon de muchas cosas, pero no existía ningún tribunal ante el que Andrew pudiera presentar las verdaderas acusaciones que tenía contra su padre, ni aportar como pruebas sus recuerdos de terror físico y humillaciones rituales. Lo único que tenía eran pequeñas infracciones de la ley de las que lo había oído jactarse, y había escogido esos dos ejemplos concretos —el ordenador robado y los trabajos de imprenta hechos a escondidas fuera del horario laboral— porque ambos se relacionaban directamente con su trabajo. Los empleados de la imprenta sabían que Simon hacía esas cosas, y podían haberlo comentado con cualquiera: sus amigos, sus familiares.
Tenía el estómago encogido, como cuando Simon perdía los estribos de verdad y la emprendía con el primero que se le cruzaba. Ver su traición plasmada en la pantalla, negro sobre blanco, era aterrador.
—¿Qué coño haces? —le susurró Fats al oído.
Aquel individuo apestoso ya se había marchado; Fats se había cambiado de asiento, y estaba leyendo lo escrito por Andrew.
—Hostia puta —dijo Fats.
Andrew tenía la boca seca y la mano quieta sobre el ratón.
—¿Cómo has entrado? —musitó Fats.
—Inyección SQL. Está todo en internet. Tienen una protección de mierda.
Fats se mostró entusiasmado y muy impresionado; Andrew, entre complacido y asustado por la reacción de su amigo.
—Esto tiene que quedar entre…
—¡Déjame escribir uno sobre Cuby!
—¡No!
Andrew apartó el ratón rápidamente para evitar que Fats se lo arrebatara. Aquel horrible acto de deslealtad filial había surgido del primigenio caldo de rabia, frustración y miedo que se removía en su interior desde que tenía uso de razón, pero lo único que se le ocurrió decir para transmitirle eso a Fats fue:
—No lo hago sólo para divertirme.
Leyó el mensaje de cabo a rabo por tercera vez y entonces le añadió un título. Notaba la excitación de Fats a su lado, como si estuvieran viendo otra sesión de porno. El deseo de impresionar un poco más a su amigo se apoderó de Andrew.
—Mira —dijo, y cambió el nombre de usuario de Barry por «El Fantasma de Barry Fairbrother».
Fats soltó una carcajada. A Andrew le temblaban los dedos sobre el ratón. Lo deslizó hacia un lado. Nunca sabría si habría llegado hasta el final si Fats no hubiera estado mirando. Con un solo clic, apareció un nuevo tema en la parte superior del foro del Concejo Parroquial de Pagford: Simon Price, no apto para presentarse al concejo.
Fuera, en la acera, se quedaron mirándose, muertos de risa y un poco sobrecogidos por lo que acababa de pasar. Entonces Andrew le pidió las cerillas a Fats, prendió fuego al trozo de papel en que había escrito el borrador del mensaje y vio cómo se desintegraba en frágiles copos negros que descendieron flotando hasta la sucia acera y desaparecieron bajo los pies de los transeúntes.