VII

Cuando remitió aquel primer impulso de maldad, Samantha lamentó amargamente haber invitado a Gavin y Kay a cenar. Se pasó la mañana del viernes bromeando con su ayudante sobre la espantosa velada que la esperaba, pero su humor cayó en picado cuando se fue y dejó a Carly al frente de El Do de Pecho (un nombre que había hecho reír tanto a Howard la primera vez que lo oyó que le había provocado un ataque de asma; Shirley, en cambio, fruncía el entrecejo siempre que alguien lo pronunciaba en su presencia). Mientras volvía en coche a Pagford antes de la hora punta, para comprar los ingredientes que necesitaba y empezar a cocinar, Samantha intentó animarse pensando qué preguntas desagradables podía hacerle a Gavin. Podía sacar el tema, por ejemplo, de por qué Kay no se había ido a vivir con él. No estaría nada mal.

Cuando iba a pie hacia su casa desde la plaza, con varias bolsas de Mollison y Lowe en cada mano, se encontró a Mary Fairbrother junto al cajero automático de la oficina bancaria de Barry.

—Hola, Mary. ¿Cómo estás?

Estaba pálida, delgada y ojerosa. Mantuvieron una conversación extraña y forzada. No habían vuelto a hablar desde el trayecto en la ambulancia, salvo en el funeral, para intercambiar un pésame breve y circunspecto.

—Quería pasar a verte —dijo Mary—. Fuiste tan amable conmigo… y quería darle las gracias a Miles…

—No tienes nada que agradecernos —repuso Samantha con poca naturalidad.

—Ya, pero me gustaría…

—Pues ven cuando quieras, por supuesto…

Cada una siguió su camino, y Samantha tuvo la desagradable sensación de que quizá Mary interpretara que esa noche sería una ocasión perfecta para pasar a verlos un rato.

Ya en casa, dejó las bolsas en el recibidor y llamó a Miles al trabajo para explicarle lo sucedido, pero él mostró una exasperante ecuanimidad ante la perspectiva de que a la cena de cuatro se añadiera una mujer que acababa de enviudar.

—No veo qué problema hay, la verdad —dijo—. A Mary le sentará bien salir un poco.

—Pero es que no le he dicho que venían Gavin y Kay.

—A Mary le cae bien Gav. Yo no me preocuparía mucho.

Samantha pensó que su marido estaba siendo deliberadamente obtuso, sin duda como represalia por su negativa a ir a la mansión Sweetlove. Después de colgar, se planteó llamar a Mary para decirle que no fuera esa noche, pero temió parecer grosera y decidió confiar en que, a la hora de la verdad, no se sintiera con ánimo.

Aún exasperada, fue a la sala y puso el DVD de Libby a todo volumen para oírlo desde la cocina. Luego recogió las bolsas y empezó a preparar un guiso de carne y su postre de emergencia, pastel de chocolate de Misisipi. Habría preferido comprar una de aquellas tartas enormes en Mollison y Lowe, para ahorrarse trabajo, pero así se lo habría puesto en bandeja a Shirley, quien a menudo insinuaba que recurría demasiado a los congelados y la comida preparada.

A esas alturas, Samantha ya se sabía de memoria aquel DVD, de modo que podía visualizar las imágenes que acompañaban la música que oía desde la cocina. Lo había puesto varias veces esa semana, mientras Miles estaba arriba, en su estudio, o hablando por teléfono con Howard. Cuando oyó los primeros compases de la canción en la que salía aquel chico tan musculoso andando con la camisa abierta por la playa, fue a la sala para verlo, sin quitarse el delantal y chupándose distraídamente los dedos pringados de chocolate.

Había pensado darse una larga ducha mientras Miles ponía la mesa, pero había olvidado que él llegaría tarde a casa porque iría a Yarvil a recoger a las niñas en el St. Anne. Cuando cayó en la cuenta de por qué su marido no había vuelto todavía, y de que sus hijas llegarían con él, tuvo que apresurarse para organizar el comedor ella sola, y luego buscar algo que darles de cenar a Lexie y Libby antes de que se presentaran los invitados. A las siete y media llegó Miles y encontró a su mujer aún con la ropa de ir a trabajar, sudorosa, malhumorada y dispuesta a culparlo a él por lo que en realidad había sido idea suya.

Libby, su hija de catorce años, entró en la sala sin saludar a su madre y sacó el disco del reproductor de DVD.

—Uf, menos mal. No sabía dónde lo había metido —dijo—. ¿Por qué está encendida la tele? Mamá, no estarías viendo este DVD

A veces Samantha pensaba que su hija pequeña se parecía un poco a Shirley.

—Estaba viendo las noticias, Libby. No tengo tiempo para ver DVD. Ven, tu pizza ya está lista. Vienen unos amigos a cenar.

—¿Otra vez pizza congelada?

—¡Miles! Tengo que subir a cambiarme. ¿Puedes preparar el puré de patatas? ¿Miles?

Pero él ya estaba arriba, así que Samantha tuvo que triturar las patatas mientras sus hijas comían en la isla del centro de la cocina. Libby había apoyado el estuche del DVD contra su vaso de Pepsi light y devoraba con los ojos a uno de los miembros del grupo.

—Mikey es supersexy —dijo con un gemido libidinoso que sorprendió a Samantha; pero el chico musculoso se llamaba Jack.

Samantha se alegró de que no les gustara el mismo.

Lexie, en voz alta y segura de sí misma, no paraba de hablar del colegio; vertía un inagotable torrente de información sobre compañeras a las que Samantha no conocía, sobre travesuras, enemistades y reagrupamientos de los que no podía mantenerse al día.

—Bueno, niñas, tengo que ir a cambiarme. Cuando hayáis terminado, recogedlo todo, ¿de acuerdo?

Bajó el fuego del guiso y subió presurosa. En el dormitorio, Miles se estaba abrochando la camisa ante el espejo del armario. La habitación olía a jabón y loción para después del afeitado.

—¿Todo controlado, cariño?

—Sí, gracias. Qué bien que hayas tenido tiempo de ducharte —le soltó Samantha, al tiempo que sacaba del armario su falda larga y su blusa favoritas y cerraba de un portazo.

—Podrías ducharte ahora.

—Llegarán dentro de diez minutos. No me da tiempo a secarme el pelo y maquillarme. —Se descalzó lanzando sendas patadas al aire; un zapato golpeó el radiador produciendo un fuerte ruido—. Cuando hayas acabado de acicalarte, ¿podrías bajar y ocuparte de las bebidas?

Una vez que Miles salió del dormitorio, Samantha intentó desenredarse el pelo y retocarse el maquillaje. No estaba nada contenta con su aspecto. Tras cambiarse, se dio cuenta de que no llevaba el sujetador adecuado para aquella blusa tan ceñida. Se puso a buscar, frenética, el que quería, hasta que recordó que estaba secándose en el lavadero; salió presurosa al rellano, pero entonces sonó el timbre de la puerta. Maldiciendo por lo bajo, volvió al dormitorio. En la habitación de Libby sonaba la música a todo volumen.

Gavin y Kay habían llegado a las ocho en punto porque él temía los comentarios de Samantha si se retrasaban; no lo habría sorprendido que ella hubiera insinuado que habían perdido la noción del tiempo porque estaban echando un polvo o se habían peleado. Por lo visto, Samantha consideraba que una de las ventajas del matrimonio era que te daba derecho a comentar y entrometerte en la vida amorosa de los solteros. También creía que su forma de hablar, necia y desinhibida, sobre todo cuando estaba achispada, denotaba un sentido del humor incisivo.

—¡Hola, hola! —dijo Miles, retrocediendo para que entraran—. Bienvenidos al humilde hogar de los Mollison.

Besó a Kay en las mejillas y le cogió la caja de bombones que llevaba.

—¿Esto es para nosotros? Muchas gracias. Me alegro de conocerte por fin. Gav te ha mantenido en secreto demasiado tiempo.

Miles cogió la botella de vino que Gavin había traído y le dio unas palmadas en la espalda que a éste le molestaron.

—Pasad, pasad. Sam bajará enseguida. ¿Qué os apetece beber?

En circunstancias normales, Kay habría hallado a Miles falsamente amable y demasiado informal, pero se había propuesto suspender el juicio. Cada miembro de una pareja tenía que relacionarse con los amigos del otro y hacer lo posible para llevarse bien con ellos. Esa noche representaba un avance considerable en su campaña para infiltrarse en zonas de la vida de Gavin en las que él nunca la había admitido, y quería demostrarle que se sentía a sus anchas en casa de los Mollison, tan grande y presuntuosa, y que ya no había ningún motivo para excluirla. Así pues, sonrió a Miles, le pidió una copa de vino tinto y admiró el amplio salón con parquet de madera de pino sin barnizar, el sofá con mullidos cojines y las láminas enmarcadas.

—Ya llevamos… hum, creo que catorce años aquí —comentó Miles, ocupado con el sacacorchos—. Tú vives en Hope Street, ¿verdad? Por allí hay casas bonitas, buenas oportunidades para arreglarlas y mejorarlas.

En ese momento apareció Samantha con una sonrisa más bien fría. Kay, que antes sólo la había visto con abrigo, se fijó en su ceñida blusa naranja, bajo la que se apreciaba con detalle el sujetador de blonda. Tenía la cara aún más oscura que el curtido escote; llevaba una gruesa capa de sombra de ojos, lo que no la favorecía nada, y los tintineantes pendientes de oro y las chinelas doradas de tacón alto eran, en opinión de Kay, de pésimo gusto. Le dio la impresión de que Samantha era de esas mujeres que salían de juerga con sus amigas, encontraban divertidísimos los strip-tease a domicilio y, borrachas, coqueteaban con las parejas ajenas en las fiestas.

—Hola —saludó Samantha. Besó a Gavin y sonrió a Kay—. Veo que ya tenéis algo de beber. Miles, yo tomaré lo mismo que Kay.

Se dio la vuelta para sentarse, pues ya había podido evaluar el aspecto de aquella mujer: Kay tenía poco pecho y caderas anchas, y seguramente había escogido aquellos pantalones negros para disimular el tamaño de su trasero. En su opinión, debería haber calzado zapatos de tacón, dado lo cortas que tenía las piernas. De cara era bastante guapa: cutis aceitunado y uniforme, grandes ojos oscuros y una boca generosa; sin embargo, el pelo muy corto, a lo chico, y los zapatos planos apuntaban sin duda a ciertos dogmas sagrados. Gavin había vuelto a caer en lo mismo: había escogido a otra mujer dominante y sin sentido del humor que le haría la vida imposible.

—¡Bueno! —dijo alegremente, alzando su copa—. ¡Por Gavin y Kay!

Con satisfacción, vio la mueca de bochorno de Gavin; pero antes de que pudiera avergonzarlo aún más o sonsacarle información personal que luego podría exhibir ante Shirley y Maureen, volvió a sonar el timbre de la puerta.

Mary entró en la sala seguida de Miles; a su lado se la veía frágil y demacrada. La camiseta le colgaba de las prominentes clavículas.

—¡Oh! —exclamó sorprendida, y se detuvo—. No sabía que…

—Gavin y Kay acaban de llegar de visita —explicó Samantha un poco a la desesperada—. Pasa, Mary, por favor. ¿Qué quieres beber?

—Mary, te presento a Kay —dijo Miles—. Kay, ésta es Mary Fairbrother.

—Ah —dijo Kay, desconcertada; creía que en la cena sólo iban a estar ellos cuatro—. Hola, Mary.

Gavin, al darse cuenta de que Mary no había acudido con intención de apuntarse a la cena y se disponía a marcharse por donde había venido, dio unas palmadas en el asiento del sofá; Mary se sentó y esbozó una endeble sonrisa. Él estaba encantado de verla: ya estaba salvado. Hasta Samantha comprendería que su proverbial tendencia a la indiscreción resultaría inadecuada ante una mujer tan desconsolada; además, se había roto la restrictiva simetría del grupo de cuatro.

—¿Cómo estás? —le preguntó en voz baja—. Precisamente pensaba llamarte, porque tengo noticias respecto al seguro…

—¿No tenemos nada para picar, Sam? —preguntó Miles.

Samantha salió de la sala, furiosa con su marido. Nada más abrir la puerta de la cocina, olió a carne quemada.

—¡Oh, no! ¡Mierda, mierda, mierda!

Se había olvidado por completo del guiso y todo el jugo se había consumido. Unos trozos de carne y hortalizas desecados, tristes supervivientes de la catástrofe, reposaban en el chamuscado fondo de la cazuela. Samantha echó más vino y caldo de pollo, desincrustó con una cuchara los trozos adheridos a la cazuela y se puso a remover enérgicamente, acalorada y sudorosa. De la sala de estar le llegó la aguda risa de Miles. Puso un poco de brécol a cocer al vapor, se bebió la copa de vino de un trago, abrió una bolsa de nachos y un tarro de hummus y vació las dos cosas en sendos cuencos.

Cuando volvió a la sala de estar, Mary y Gavin seguían conversando en voz baja en el sofá, mientras Miles le mostraba a Kay una fotografía aérea de Pagford enmarcada y le daba un discurso sobre la historia del pueblo. Dejó los cuencos en la mesa de centro, se sirvió otra copa de vino y se sentó en la butaca sin hacer ningún esfuerzo por participar en una u otra conversación. Era muy violento tener a Mary allí; su dolor era tan palpable que se diría que había entrado arrastrando una mortaja. De todas formas, seguramente se marcharía antes de cenar.

Sin embargo, Gavin estaba decidido a que Mary se quedara. Se pusieron a hablar de los últimos avances en su batalla con la compañía de seguros, y él se sintió más relajado y seguro de sí mismo de lo que normalmente se sentía en presencia de Miles y Samantha. Nadie lo importunaba ni lo trataba con prepotencia, y Miles lo eximía temporalmente de toda responsabilidad respecto a Kay.

—… y justo aquí, justo fuera del encuadre —estaba diciendo Miles, señalando un punto situado unos cinco centímetros fuera del marco de la fotografía—, está la mansión Sweetlove, donde viven los Fawley. Es una gran casa solariega de estilo Reina Ana, con buhardillas, sillares de esquina… Vamos, asombrosa. Deberías visitarla. En verano está abierta al público los domingos. Los Fawley son una familia importante a nivel local.

«¿Sillares de esquina? ¿Una familia importante a nivel local? Por amor de Dios, Miles, mira que eres gilipollas.»

Samantha se levantó de la butaca y regresó a la cocina. El guiso volvía a tener jugo, pero el olor a quemado no había desaparecido. El brécol estaba flácido e insípido; el puré de patatas, frío y reseco. Pero nada de eso le importaba ya; lo pasó todo a unos platos, que colocó bruscamente sobre la mesa redonda del comedor.

—¡La cena está lista! —anunció, asomándose a la sala.

—Ay, tengo que irme —dijo Mary, y se levantó de un brinco—. Yo no…

—¡No, no, no! —saltó Gavin con un tono amable y zalamero que Kay nunca le había oído—. Te sentará bien comer un poco. A los niños no les pasará nada por estar solos una hora.

Miles se mostró de acuerdo, y Mary miró indecisa a Samantha, que no tuvo más remedio que unirse a la opinión de los otros, y acto seguido regresar deprisa al comedor para añadir un cubierto a la mesa.

A continuación, invitó a la reciente viuda a sentarse entre Gavin y Miles, porque ponerla al lado de otra mujer habría subrayado la ausencia de su marido. Kay y Miles habían empezado a hablar de la asistencia social.

—No te envidio —dijo él, mientras le servía un gran cucharón de guiso; Samantha vio cómo la salsa, llena de partículas calcinadas, se extendía por el plato blanco—. Tiene que ser un trabajo muy difícil.

—Bueno, la verdad es que siempre andamos cortos de recursos —expuso Kay—, pero puede llegar a ser gratificante, sobre todo cuando notas que tu intervención sirve de algo.

Y entonces se acordó de los Weedon. La muestra de orina de Terri había dado negativo el día anterior, y Robbie llevaba una semana asistiendo a la guardería. Ese pensamiento la animó y contrarrestó la irritación que le provocaba ver que Gavin seguía dedicándole toda su atención a Mary y no hacía nada por ayudarla a mantener una conversación distendida con sus amigos.

—Tienes una hija, ¿verdad, Kay?

—Sí, se llama Gaia. Tiene dieciséis años.

—La misma que Lexie. Deberían conocerse —comentó Miles.

—¿Estás divorciada? —preguntó Samantha con delicadeza.

—No. El padre de mi hija y yo nunca nos casamos. Éramos novios en la universidad, y rompimos poco después de que naciera la niña.

—Ya. Miles y yo también acabábamos de salir de la universidad —dijo Samantha.

Kay no supo si pretendía establecer una distinción entre ella, una mujer que se había casado con el petulante padre de sus hijas, y Kay, a la que habían dejado. Aunque Samantha no podía saber que Brendan la había abandonado.

—No sé si lo sabes: Gaia va a trabajar para tu padre los fines de semana —le dijo Kay a Miles—. En la nueva cafetería.

A Miles le encantó oír eso. Le producía un enorme placer pensar que Howard y él formaban parte del tejido de aquel lugar hasta tal punto que en Pagford no había nadie que no estuviera conectado con ellos, ya fuera como amigo, cliente o empleado. Gavin, que mascaba con insistencia un trozo de carne correosa que se resistía a la acción de sus dientes, notó un desánimo aún mayor. No se había enterado de que Gaia iba a trabajar para el padre de Miles. Había olvidado que Kay poseía en Gaia otra poderosa arma para anclarse en Pagford. Cuando no estaba a tiro de sus portazos, sus miradas de odio y sus cáusticos comentarios, Gavin casi olvidaba que Gaia tenía una existencia independiente; que no era simplemente un elemento más del incómodo telón de fondo de las sábanas usadas, la comida penosa y las enconadas rencillas, pese a las cuales su relación con Kay avanzaba a trompicones.

—¿Y a Gaia le gusta Pagford? —preguntó Samantha.

—Bueno, es bastante tranquilo comparado con Hackney —admitió Kay—, pero se está adaptando bien.

Tomó un trago de vino para limpiarse la boca después de haber soltado esa descarada mentira. Esa misma noche, antes de salir de casa, habían vuelto a discutir.

(—¿Qué te pasa? —le había preguntado Kay a su hija, que estaba sentada a la mesa de la cocina, encorvada sobre el portátil, con una bata encima de la ropa.

En la pantalla había abiertas cuatro o cinco ventanas de diálogo. Kay sabía que se comunicaba on-line con los amigos que había dejado en Hackney, chicos y chicas a los que, en muchos casos, conocía desde la escuela primaria.

—¡Gaia!

Aquello de negarse a contestar era nuevo y amenazador. Kay estaba acostumbrada a violentas explosiones contra ella y, sobre todo, contra Gavin.

—Estoy hablando contigo, Gaia.

—Ya lo sé. Te oigo.

—Pues, en ese caso, ten la amabilidad de contestarme.

En las ventanas de la pantalla iban apareciendo diálogos impenetrables, salpicados de graciosos iconos que se estremecían y parpadeaban.

—Gaia, ¿quieres hacer el favor de contestarme?

—¿Qué pasa? ¿Qué quieres?

—Te estoy preguntando qué tal día has tenido.

—He tenido un día de mierda. Ayer tuve un día de mierda. Y mañana tendré otro día de mierda.

—¿A qué hora has llegado a casa?

—A la misma de todos los días.

A veces, pese a la edad que tenía, Gaia todavía se mostraba resentida por encontrar la casa vacía cuando volvía del instituto, como si le reprochara a Kay que no estuviera allí para recibirla como una madre perfecta.

—¿Te importaría explicarme por qué te ha ido tan mal?

—Porque me has obligado a vivir en un pueblo de mierda.

Kay se controló para no gritar. Últimamente habían tenido discusiones a gritos que seguramente se habían oído en toda la calle.

—¿Sabes que esta noche salgo con Gavin?

Gaia murmuró algo inaudible.

—¿Cómo dices?

—Digo que no sabía que le gustara invitarte a salir.

—¿Y eso qué se supone que significa?

Pero su hija no contestó; con toda la calma del mundo, tecleó una respuesta en una de las conversaciones que aparecían en la pantalla. Kay vaciló: quería obligarla a hablar y al mismo tiempo le daba miedo lo que pudiera oír.

—Supongo que volveremos hacia medianoche.

Gaia no dijo nada más, y Kay fue al recibidor a esperar a Gavin.)

—Gaia se ha hecho amiga de una chica que también vive en esta calle —le contó Kay a Miles—. ¿Cómo se llama? ¿Narinder?

—Sukhvinder —contestaron Miles y Samantha a la vez.

—Es muy buena niña —terció Mary.

—¿Conoces a su padre? —le preguntó Samantha a Kay.

—No.

—Es cirujano cardiovascular —la informó Samantha, que ya iba por la cuarta copa de vino—. Y está como un tren.

—Ah —dijo Kay.

—Parece una estrella de Hollywood.

A continuación, Samantha se dio cuenta de que ninguno de los presentes se había molestado en decirle que la cena estaba muy rica, que era lo mínimo que exigía la buena educación, aunque estuviera todo incomestible. Ya que no le estaba permitido atormentar a Gavin, decidió fastidiar un poco a Miles.

—Vikram es lo único bueno que tiene vivir en este pueblo de mala muerte, créeme —añadió—. Es el sexo personificado.

—Y su mujer es nuestra médica de cabecera —aportó Miles—, y miembro del concejo parroquial. A ti debe de contratarte la Junta Comarcal de Yarvil, ¿no, Kay?

—Sí —confirmó—. Pero paso la mayor parte del tiempo en los Prados. Técnicamente pertenecen a Pagford, ¿no es así?

«Los Prados no —pensó Samantha—. Por lo que más quieras, no menciones los malditos Prados.»

—¡Ah! —dijo Miles, y esbozó una sonrisa cargada de sarcasmo—. Sí, bueno, técnicamente los Prados pertenecen a Pagford. Técnicamente. Es un tema delicado, Kay.

—¿En serio? ¿Por qué? —se interesó ella con la esperanza de que todos participaran en la conversación, porque Gavin seguía hablando en voz baja con la viuda.

—Verás, es una historia que se remonta a los años cincuenta. —Todo indicaba que Miles iba a embarcarse en un discurso muy bien ensayado—. Yarvil quería extender la urbanización de Cantermill y, en vez de construir hacia el oeste, donde ahora está la autovía…

—¿Gavin? ¿Mary? ¿Otra copa de vino? —terció Samantha interrumpiendo a Miles.

—… fueron muy astutos; compraron los terrenos sin aclarar qué uso iban a darles, y entonces fueron y expandieron la urbanización más allá de su límite territorial, invadiendo el de Pagford.

—¿Cómo es que no mencionas al viejo Aubrey Fawley, Miles? —preguntó Samantha. Por fin había alcanzado ese delicioso grado de embriaguez en que su lengua se volvía malévola, en que perdía el miedo a las consecuencias y se dejaba llevar por las ganas de provocar y fastidiar, sin buscar más que su propia diversión—. La verdad es que el viejo Aubrey Fawley, que era el dueño de todos esos maravillosos pilares de esquina, o lo que fuera que te ha contado mi marido, cerró un trato sin consultar con nadie…

—Sam, eso no es justo —intervino Miles, pero ella no se arredró.

—… vendió los terrenos donde se construyeron los Prados y se embolsó… no sé, creo que cerca de un cuarto de millón…

—No digas tonterías, Sam. ¿En los años cincuenta?

—… pero entonces, al darse cuenta de que todos estaban muy enfadados con él, hizo como si no supiera que aquello podía causar problemas. Un imbécil de clase alta. Y un borracho —añadió Samantha.

—Eso no es verdad —declaró su marido con firmeza—. Para entender bien el problema, Kay, necesitas saber un poco de historia local.

Samantha, con la barbilla apoyada en una mano, fingió que de puro aburrimiento se le resbalaba el codo de la mesa. Kay rió, por mucho que Samantha no le cayera bien, y Gavin y Mary interrumpieron su tranquila conversación.

—Estamos hablando de los Prados —informó Kay con el tono adecuado para recordarle a Gavin que estaba allí y que debería ofrecerle apoyo moral.

Miles, Samantha y Gavin se dieron cuenta a la vez de que era muy poco diplomático sacar a colación el tema de los Prados delante de Mary, ya que ésa había sido la manzana de la discordia entre Barry y Howard.

—Por lo visto es un tema delicado en este pueblo —dijo Kay, decidida a que Gavin expresara su opinión, a obligarlo a comprometerse.

—Hum —dijo él, y se volvió hacia Mary—: ¿Cómo le va a Declan con el fútbol?

La cólera de Kay se avivó: quizá Mary hubiera enviudado recientemente, pero el interés de Gavin parecía desproporcionado. La velada no estaba transcurriendo como había imaginado: una reunión amistosa de cuatro personas, en la que Gavin iba a admitir que ellos dos eran una pareja en toda regla; sin embargo, nadie que los hubiera visto allí habría pensado que entre los dos existiera algo más que una amistad superficial. Además, la comida estaba malísima. Kay dejó los cubiertos en el plato, donde tres cuartas partes de su ración permanecían intactas (un detalle que a Samantha no le pasó por alto), y volvió a dirigirse a Miles.

—¿Tú te criaste en Pagford?

—Me temo que sí —contestó, y sonrió con suficiencia—. Nací en el viejo hospital Kelland, al final de la calle. Lo cerraron en los años ochenta.

—¿Y tú, Saman…?

La interpelada contestó antes de que hubiera terminado la pregunta:

—No, por Dios. Yo estoy aquí por accidente.

—Perdona, pero no sé a qué te dedicas.

—Tengo un negocio de…

—Vende sujetadores de talla gigante —se le adelantó Miles.

Samantha se levantó bruscamente y fue a buscar otra botella de vino. Cuando volvió a la mesa, Miles estaba contándole a Kay la graciosa anécdota, sin duda destinada a ilustrar que en Pagford todo el mundo se conocía, de aquella noche en que iba conduciendo y lo paró un policía que resultó ser un viejo amigo de la escuela primaria. Samantha encontró tremendamente aburrida la representación detallada de las bromitas que se habían gastado Steve Edwards y él. Mientras se desplazaba alrededor de la mesa para rellenar las copas, observó la adusta expresión de Kay; era evidente que la asistente social no consideraba que conducir bajo los efectos del alcohol fuera cosa de risa.

—… Steve sujetaba el alcoholímetro y yo estaba a punto de soplar, y de repente nos echamos a reír a carcajadas. Su compañero no tenía ni idea de qué estaba pasando; hacía así —Miles imitó a un hombre que vuelve la cabeza a uno y otro lado, perplejo—, y Steve se desternillaba, se meaba encima, porque recordaba muy bien la última vez que había sujetado algo para que yo soplara, veinte años atrás, y…

—Era una muñeca hinchable —aclaró Samantha sin sonreír, y se dejó caer en la silla al lado de su marido—. Miles y Steve la metieron en la cama de los padres de su amigo Ian en la fiesta de su decimoctavo cumpleaños. Total, al final a Miles le pusieron una multa de mil libras y le quitaron tres puntos del carnet, porque era la segunda vez que lo pillaban conduciendo por encima del límite permitido. Es para morirse de risa.

La sonrisa de Miles se le quedó en suspenso, como un triste globo olvidado después de una fiesta. Fue como si una fría brisa atravesara el comedor, que quedó transitoriamente en silencio. Pese a que Miles parecía un pelmazo, Kay estaba de su parte: era el único de los comensales que se mostraba remotamente dispuesto a facilitarle la entrada en la vida social de Pagford. Así pues, optó por volver al tema con que Miles parecía sentirse más cómodo, sin sospechar que fuera inapropiado hablar de él en presencia de Mary.

—La verdad es que los Prados es un barrio duro —dijo—. He trabajado en zonas urbanas deprimidas; no esperaba encontrar esa clase de privaciones en una zona rural, pero los Prados no es muy distinto de lo que se ve en Londres. Bueno, hay menos diversidad étnica, por supuesto.

—Sí, desde luego, aquí también tenemos adictos y maleantes —replicó Miles—. Me parece que no puedo más, Sam —añadió, y apartó su plato, en el que todavía había una cantidad considerable de comida.

La anfitriona empezó a recoger la mesa, y Mary se levantó para ayudarla.

—No, no te muevas, Mary. Tú relájate —dijo Samantha.

Gavin también se levantó e insistió caballerosamente en que Mary volviera a sentarse, lo que a Kay le dio mucha rabia; pero Mary se obstinó igualmente.

—Estaba todo muy bueno, Sam —dijo Mary en la cocina mientras tiraban casi toda la comida al cubo de la basura.

—Qué va, estaba asqueroso —replicó Samantha. Al levantarse se había dado cuenta de lo borracha que estaba—. ¿Qué opinas de Kay?

—No lo sé. No es como yo esperaba.

—Pues es exactamente como yo esperaba. —Cogió los platos de postre—. Si quieres que te diga la verdad, a mí me parece otra Lisa.

—Ay, no, no digas eso. Gavin se merece algo mejor.

Ése era un punto de vista novedoso para Samantha, quien opinaba que la blandura de Gavin merecía un castigo permanente.

Volvieron al comedor y encontraron a Kay y Miles enfrascados en una animada conversación, y a Gavin sentado en silencio.

—… descargarse de la responsabilidad, lo que a mí me parece bastante egocéntrico y autocomplaciente…

—Mira, qué interesante que utilices la palabra «responsabilidad» —dijo Miles—, porque creo que ése es el meollo del asunto, ¿no te parece? La cuestión es: ¿dónde exactamente trazamos la línea divisoria?

—Más allá de los Prados, por lo visto. —Kay rió, condescendiente—. Lo que tú propones es trazar una línea divisoria bien clara entre las clases medias de propietarios y las clases trabajadoras…

—Pagford está lleno de trabajadores, Kay; la diferencia es que la mayoría trabaja. ¿Sabes qué proporción de habitantes de los Prados vive a costa de las prestaciones sociales? Hablas de responsabilidad, pero ¿qué ha pasado con la responsabilidad individual? Hace años que los admitimos en la escuela del pueblo: son niños en cuyas familias no hay ni un solo miembro que trabaje; el concepto de ganarse el sustento les resulta completamente ajeno; hay generaciones enteras de gente que no trabaja, y se supone que tenemos que costeárselo todo…

—Y la solución que propones tú consiste en trasladarle el problema a Yarvil, sin analizar la coyuntura subyacente…

—¿Pastel de chocolate de Misisipi? —preguntó Samantha.

Gavin y Mary recibieron sus porciones y dieron las gracias; Kay, para irritación de Samantha, se limitó a levantar su plato como si ésta fuera una camarera; toda su atención estaba concentrada en Miles.

—… la clínica para toxicómanos, que es absolutamente imprescindible, aunque por lo visto hay un grupo de gente presionando para que la cierren…

—Ah, bueno, si te refieres a Bellchapel —Miles negó con la cabeza con una sonrisita de suficiencia—, espero que te hayas estudiado bien el porcentaje de éxitos, Kay. Patético, la verdad. Francamente patético. He visto las cifras, precisamente estaba repasándolas esta mañana, y no te voy a mentir: cuanto antes la cierren…

—¿Y a qué te refieres en concreto?

—Al porcentaje de éxitos, Kay, ya te lo he dicho: el número de personas que han dejado de consumir drogas, que se han rehabilitado…

—Lo siento, pero ése es un punto de vista muy ingenuo. Si pretendes juzgar el éxito sólo por…

—Pero ¿me quieres explicar de qué otra manera tenemos que juzgar el éxito de una clínica para drogodependientes? —la interrumpió Miles con tono de incredulidad—. Que yo sepa, lo único que hacen en Bellchapel es repartir metadona, que la mitad de sus pacientes, además, consumen combinada con heroína.

—El problema de la adicción es sumamente complejo, y sería ingenuo y simplista reducirlo a términos de consumidores y no consu…

Pero Miles negaba con la cabeza y sonreía; Kay, que hasta ese momento se había divertido con su duelo verbal con aquel abogado tan ufano, se enfureció de pronto.

—Pues mira, puedo ponerte un ejemplo muy concreto de lo que hace Bellchapel: una familia con la que trabajo, una madre con una hija adolescente y un niño pequeño. Si la madre no tomara metadona, estaría en la calle buscando cómo pagarse la adicción. Sus hijos están muchísimo mejor…

—Los niños estarían muchísimo mejor lejos de su madre, por lo que cuentas —la interrumpió Miles.

—¿Y adónde los llevamos, según tú?

—A una casa de acogida decente. Sería un buen principio.

—¿Sabes cuántas casas de acogida hay y cuántos niños que las necesitan? —replicó Kay.

—La mejor solución habría sido darlos en adopción al nacer…

—Fabuloso. Espera, que me monto en mi máquina del tiempo.

—Pues nosotros conocemos a una pareja que estaban desesperados por adoptar —intervino Samantha, tomando sorprendentemente partido por Miles.

No pensaba perdonarle a Kay su forma grosera de tenderle el plato de postre; aquella mujer era combativa y condescendiente, exactamente igual que Lisa, quien solía monopolizar las reuniones con sus opiniones políticas y su trabajo de abogada especializada en derecho de familia, y despreciaba a Samantha por tener una tienda de sostenes.

—Adam y Janice —le recordó a Miles en un paréntesis, y él asintió con la cabeza—. Y no había forma de que les dieran un bebé, ¿verdad?

—Ya, un bebé —dijo Kay, y puso los ojos en blanco—, todo el mundo quiere un bebé. Robbie tiene casi cuatro años. Todavía usa pañales, tiene un retraso evolutivo considerable y casi con toda seguridad ha presenciado escenas de sexo. ¿Crees que a vuestros amigos les gustaría adoptarlo?

—Pero el caso es que si se lo hubieran quitado a su madre cuando nació…

—Cuando el niño nació, ella había dejado las drogas y estaba avanzando mucho —replicó Kay—. Lo quería y quería quedárselo, y en ese momento estaba en condiciones de satisfacer las necesidades del niño. Ya había criado a Krystal, con un poco de apoyo familiar…

—¡¿Krystal?! —exclamó Samantha—. ¡Dios mío! ¿Estamos hablando de los Weedon?

Kay se horrorizó por haber mencionado un nombre; en Londres no habría tenido importancia, pero por lo visto era cierto que en Pagford todo el mundo se conocía.

—Lo siento, no debería…

Pero Miles y Samantha se estaban riendo, y Mary parecía tensa. Kay, que no había tocado su pastel y apenas había probado el plato principal, se dio cuenta de que había bebido demasiado vino para calmar los nervios, y ahora había cometido una indiscreción grave. Sin embargo, era demasiado tarde para arreglarlo; la rabia que sentía anulaba cualquier otra consideración.

—Krystal Weedon no es precisamente un ejemplo de la capacidad de una madre para criar a sus hijos —observó Miles.

—Krystal hace todo lo que puede por mantener unida a su familia —replicó Kay—. Adora a su hermanito y la aterra pensar que puedan llevárselo…

—Yo no dejaría sola a Krystal Weedon ni vigilando cómo se cuece un huevo —opinó Miles, y Samantha volvió a reír—. Ya sé que dice mucho en su favor que quiera a su hermano, pero el niño no es ningún muñeco de peluche…

—Sí, ya lo sé —le espetó Kay al recordar el trasero sucio y lleno de costras de Robbie—, pero lo quieren.

—Krystal le hacía bullying a nuestra hija Lexie —dijo Samantha—, así que nosotros conocemos una faceta suya diferente de la que te muestra a ti.

—Mira, todos sabemos que Krystal ha tenido mala suerte —continuó Miles—, eso no lo niega nadie. La que me saca de quicio es su madre drogadicta.

—Pues la verdad es que ahora está respondiendo muy bien al programa de Bellchapel.

—Pero con su historial —dijo Miles—, no hay que ser licenciado en física cuántica para saber que recaerá, ¿no?

—Si aplicas esa regla a todo, tú no deberías tener carnet de conducir —le soltó Kay—, porque con tu historial seguro que volverás a conducir borracho.

Miles se quedó pasmado un instante, pero Samantha respondió con frialdad.

—Me parece que eso no tiene nada que ver.

—¿Ah, no? Pues es el mismo principio —objetó Kay.

—Bueno, sí, aunque a veces los principios son el problema —aportó Miles—. A menudo lo que hace falta es un poco de sentido común.

—Que es como suele llamar la gente a sus prejuicios —remachó Kay.

—Según Nietzsche —se oyó una nueva y aguda voz que sobresaltó a todos—, la filosofía es la biografía del filósofo.

Plantada ante la puerta que daba al recibidor, había una Samantha en miniatura, una chica de pecho abundante, de unos dieciséis años, con vaqueros ajustados y camiseta de manga corta; estaba comiendo un puñado de uvas y parecía muy satisfecha de sí misma.

—Os presento a Lexie —dijo Miles con orgullo—. Gracias por tu aportación, genio.

—De nada —respondió Lexie con descaro, y desapareció escaleras arriba.

Un pesado silencio se abatió sobre la mesa. Sin saber muy bien por qué, Samantha, Miles y Kay miraron a la vez a Mary, que parecía al borde de las lágrimas.

—Café —dijo Samantha, y se levantó de un brinco.

Mary fue al cuarto de baño.

—¿Por qué no pasamos al salón? —propuso Miles, consciente de que el ambiente se había cargado un poco, pero convencido de que con unas cuantas bromas y su habitual cordialidad conseguiría restaurar la armonía entre todos—. Traed vuestras copas.

Los argumentos de Kay no habían alterado las convicciones de Miles más de lo que una leve brisa podría haber movido una roca; sin embargo, no le tenía antipatía a la chica, sino más bien lástima. Él era el que menos afectado estaba por el constante rellenar de las copas, pero al llegar a la sala reparó en lo llena que tenía la vejiga.

—Ponte un poco de música, Gav; voy a buscar esos bombones.

Pero Gavin no hizo ademán de moverse hacia los montones de CD dispuestos verticalmente en estilizados soportes de metacrilato. Parecía estar esperando a que Kay se metiera con él. Y en efecto, nada más perderse de vista Miles, Kay dijo:

—Bueno, muchas gracias, Gav. Gracias por tu apoyo.

Él había bebido aún con mayor avidez que ella durante toda la cena; había celebrado por su cuenta que, al fin y al cabo, no lo habían acabado sacrificando en el circo de gladiadores particular de Samantha. Miró a Kay a los ojos, envalentonado no sólo por el vino, sino también porque desde hacía una hora Mary lo estaba tratando como si fuera alguien importante, informado y que sabía brindar apoyo.

—Me ha parecido que te las apañabas muy bien tú solita —comentó.

Y ciertamente, lo poco que se había permitido oír de la discusión entre Kay y Miles le había producido una intensa sensación de déjà-vu; si no hubiera tenido a Mary para distraerse, se habría imaginado de vuelta en aquella famosa noche en ese mismo comedor, cuando Lisa le había dicho a Miles que era la personificación de todo lo malo de la sociedad, él se había reído en su cara y ella había perdido los estribos y no había querido quedarse a tomar el café. Poco después, Lisa le confesó a Gavin que se acostaba con uno de los socios de su bufete y le aconsejó que se hiciera unos análisis para ver si tenía clamidia.

—No conozco a esta gente —se defendió Kay—, y tú no has movido ni un dedo para facilitarme las cosas.

—¿Qué querías que hiciera? —Gavin estaba asombrosamente sereno, protegido tanto por el inminente regreso de Mary y los Mollison como por el Chianti ingerido—. No quería discutir sobre los Prados. Me tienen sin cuidado los Prados. Además —agregó—, es un tema delicado para hablarlo delante de Mary; Barry estaba luchando en el concejo para que los Prados siguieran formando parte de Pagford.

—Y entonces, ¿por qué no me has dicho nada? ¿Por qué no me has dado una pista?

Gavin se rió, exactamente como había hecho Miles. Antes de que ella replicase, volvieron los demás, como unos Reyes Magos cargados de ofrendas: Samantha con una bandeja con tazas, seguida de Mary con la cafetera y Miles con los bombones de Kay. El vistoso lazo dorado de la caja le recordó lo optimista que se sentía respecto a la cena de esa noche cuando los compró. Miró hacia otro lado para esconder su rabia; se moría por gritarle a Gavin y, además, de pronto tenía unas desconcertantes ganas de llorar.

—Lo he pasado muy bien —oyó decir a Mary con una voz quebrada que parecía indicar que ella también estaba al borde del llanto—, pero no me quedaré a tomar café. No quiero volver muy tarde; Declan está un poco… un poco afectado todavía. Muchas gracias, Sam. Gracias, Miles. Me ha encantado… bueno, no sé… salir un rato.

—Te acompaño hasta tu ca… —empezó Miles, pero Gavin lo interrumpió sin sombra de vacilación:

—Tú quédate donde estás, Miles, ya la acompaño yo. Iré contigo hasta el final de la calle, Mary. Allí arriba está muy oscuro. Sólo serán cinco minutos.

Kay casi no podía respirar; todo su ser estaba concentrado en odiar al displicente Miles, a la ordinaria Samantha y a la frágil y abatida Mary, pero sobre todo a Gavin.

—Ah, sí —se oyó decir al ver que todos la miraban como pidiéndole permiso—. Sí, Gav, acompaña a Mary a su casa.

Oyó cerrarse la puerta de la calle. Gavin se había ido.

Miles le sirvió café. Ella vio brotar el chorro de líquido negro y caliente, y fue repentina y dolorosamente consciente de lo que había arriesgado al poner su vida a disposición de aquel hombre que se alejaba en la oscuridad con otra mujer.