VI

—¿Qué coño te ha pasado en la cara? ¿Has vuelto a caerte de la bici? —preguntó Fats.

—No —contestó Andrew—. Simoncete me ha cascado. Intenté decirle a ese hijoputa que se había equivocado con lo de Fairbrother.

Estaba con su padre en la leñera, llenando los cestos que se dejaban a ambos lados de la estufa de leña de la sala. Simon le había arreado en la cabeza con un tronco, y el chico había caído sobre el montón de leña y se había rasguñado la mejilla cubierta de acné.

—¿Te crees que sabes más que yo, mocoso? Si me entero de que has dicho una sola palabra de lo que pasa en esta casa…

—Yo no he…

—… te despellejo vivo, ¿me oyes? ¿Y cómo sabes que Fairbrother no sacaba su tajada, eh? ¿Y que sólo pillaron a ese otro capullo porque era el más idiota de los dos?

Y entonces, ya fuera por orgullo o por rebeldía, o quizá porque sus fantasías de ganar dinero fácil se habían afianzado demasiado en su imaginación para que la realidad las sacara de allí, Simon había enviado sus formularios de candidatura. La humillación, por la que sin duda pagarían todos los miembros de la familia, era cosa segura.

«Sabotaje.» Andrew cavilaba sobre esa palabra. Quería hacer caer a su padre de las alturas hasta las que lo habían encumbrado sus sueños de dinero fácil; y quería hacerlo, a ser posible (porque no tenía ninguna prisa por morir), de forma que Simon nunca llegara a saber quién era el responsable de las maniobras que harían fracasar sus ambiciones.

No confiaba en nadie, ni siquiera en Fats. A éste se lo contaba casi todo, pero los pocos temas que omitía eran precisamente los más complicados, esos que ocupaban casi todo su espacio interior. Una cosa era pasarse la tarde en la habitación de Fats empalmados, viendo escenas de sexo lésbico por internet, y otra muy diferente confesar lo obsesivamente que sopesaba diferentes maneras de entablar conversación con Gaia Bawden. Asimismo, resultaba fácil sentarse en el Cubículo y llamar hijoputa a su padre, pero jamás habría reconocido que los ataques de furia de Simon le producían náuseas y sudor frío.

Pero entonces, un buen día, cambió todo. Empezó con poco más que un anhelo de nicotina y belleza. Por fin había parado de llover, y el débil sol primaveral iluminaba la escamosa capa de polvo de las ventanillas del autobús escolar, que avanzaba a sacudidas por las estrechas calles de Pagford. Andrew iba sentado en los asientos de atrás y no veía a Gaia, que estaba en la parte delantera del vehículo con Sukhvinder y las hermanas Fairbrother, que ya habían vuelto al colegio. Apenas había visto a Gaia en el instituto y lo esperaba una tarde desolada, con el único consuelo de unas fotos de Facebook que ya tenía muy vistas.

Al acercarse el autobús a Hope Street, a Andrew se le ocurrió que ni su padre ni su madre estaban en casa y que, por tanto, no advertirían su ausencia. Llevaba en el bolsillo los tres cigarrillos que le había dado Fats, y Gaia ya se había levantado, sujetándose a la barra del respaldo del asiento para hablar con Sukhvinder Jawanda mientras se preparaban para apearse.

¿Por qué no?

Así que se levantó también, se echó la mochila al hombro y, cuando el autobús se detuvo, recorrió con brío el pasillo detrás de las dos chicas.

—Nos vemos en casa —le dijo a su desconcertado hermano al pasar por su lado.

Bajó a la soleada acera y el autobús se alejó con gran estrépito. Encendió un cigarrillo y miró a Gaia y Sukhvinder por encima de las manos ahuecadas. Ellas no se dirigieron hacia la casa de Gaia en Hope Street, sino que fueron caminando despacio hacia la plaza. Fumando y frunciendo un poco el cejo, imitando inconscientemente a Fats, la persona menos cohibida que conocía, Andrew las siguió y se regaló la vista con el ondular de la melena cobriza de Gaia sobre sus omóplatos, y con el vaivén de su falda siguiendo el contoneo de sus caderas.

Las dos chicas redujeron el paso al acercarse a la plaza y avanzaron hacia Mollison y Lowe, que con su rótulo de letras azules y doradas y sus cuatro cestillos colgantes era el comercio con la fachada más atractiva. Andrew se rezagó un poco. Ellas se pararon a examinar un pequeño letrero blanco en el escaparate de la nueva cafetería y luego entraron en la tienda de delicatessen.

Andrew dio toda una vuelta a la plaza, pasó por delante del Black Canon y del hotel George, y se detuvo ante el letrero del escaparate de la cafetería. Era un anuncio manuscrito en que se solicitaba personal para los fines de semana.

Mortificado por su acné, que ese día estaba especialmente virulento, desprendió el ascua del cigarrillo, se guardó la colilla en el bolsillo y entró en la tienda como habían hecho las chicas.

Se hallaban junto a una mesita donde se exponían cajas de galletas saladas y de avena, y observaban a aquel hombre enorme con gorra de cazador que, detrás del mostrador, hablaba con un cliente de avanzada edad. Gaia volvió la cabeza cuando sonó la campanilla de la puerta.

—Hola —la saludó Andrew con la boca seca.

—Hola —replicó ella.

Cegado por su propio arrojo, Andrew se le acercó un poco más y sin querer golpeó con la mochila el expositor giratorio con ejemplares de la guía turística de Pagford y la Cocina tradicional del West Country. Enderezó el expositor y luego se descolgó rápidamente la mochila.

—¿Buscas trabajo? —le preguntó Gaia en voz baja, con aquel milagroso acento de Londres.

—Sí. ¿Y vosotras?

Ella asintió.

—Ponlo en la página de sugerencias, Eddie —estaba diciéndole Howard a su cliente—. Cuélgalo en la página web, que yo me encargo de incluirlo en el orden del día. Concejo Parroquial de Pagford, todo seguido, punto com, punto uk, barra, sugerencias. O sigue el link. Concejo… —repitió lentamente, mientras el hombre sacaba un papel y un bolígrafo con mano temblorosa— Parroquial de Pagford…

Howard desvió la mirada hacia los tres adolescentes que esperaban en silencio junto a las cajas de sabrosas galletas. Llevaban aquel espantoso uniforme de Winterdown, que permitía tanto relajamiento y tanta variación que, a su modo de ver, no merecía llamarse uniforme (a diferencia del de St. Anne, que consistía en una sobria falda de tela escocesa y un blazer). Aun así, una de las chicas, la blanca, era espectacular; un diamante tallado con precisión en contraste con la fea hija de los Jawanda, cuyo nombre Howard desconocía, y con un chico de pelo castaño apagado y una terrible erupción en la cara.

Cuando el cliente se marchó, haciendo sonar la campanilla de la puerta, Howard preguntó sin quitarle los ojos de encima a Gaia:

—¿Puedo ayudaros en algo?

—Sí —contestó ella, y dio un paso al frente—. Es por lo del empleo. —Señaló el letrerito del escaparate.

—Ah, sí —dijo Howard, radiante. El camarero que había contratado lo había dejado plantado unos días antes por un puesto en un supermercado de Yarvil—. Sí, sí. Te gustaría trabajar de camarera, ¿verdad? Las condiciones son: salario mínimo, de nueve a cinco y media los sábados y de doce a cinco y media los domingos. Abrimos dentro de dos semanas; ofrecemos formación. ¿Cuántos años tienes, guapa?

Era sencillamente perfecta, justo lo que él andaba buscando: buenas curvas y un rostro limpio; se la imaginó con un vestido negro ceñido y un delantal blanco con volantitos de encaje. Le enseñaría a utilizar la caja registradora y a ocuparse del almacén; le gastaría bromas, y quizá le diera una propina los días que hicieran una buena caja.

Howard salió de detrás del mostrador y, sin prestar atención ni a Sukhvinder ni a Andrew, cogió a Gaia por el brazo y atravesó con ella el arco de la pared divisoria. En el otro local todavía no había mesas ni sillas, pero la barra ya estaba instalada. En la pared alicatada de detrás, en un mural pintado con tonos sepia, se representaba la plaza tal como presuntamente había sido en sus orígenes: pululaban mujeres con miriñaque y hombres con chistera; un carruaje había parado enfrente de Mollison y Lowe, claramente identificable, y a su lado estaba la pequeña cafetería, La Tetera de Cobre. El artista había incluido una fuente ornamental en sustitución del monumento a los caídos.

Andrew y Sukhvinder se quedaron solos en la tienda, tan diferentes entre sí y un tanto incómodos.

—Hola, ¿queríais algo? —Una mujer cargada de espaldas y pelo muy negro y cardado salió de la trastienda.

Ambos mascullaron que estaban esperando; entonces Howard y Gaia reaparecieron por el arco. Al ver a Maureen, Howard le soltó el brazo a Gaia; no había dejado de sujetárselo, distraído, mientras le explicaba sus futuras tareas de camarera.

—Creo que ya he encontrado ayuda para la Tetera, Mo —anunció.

—¿Ah, sí? —repuso Maureen, desviando su ávida mirada hacia la chica—. ¿Tienes experiencia?

Pero la resonante voz de Howard ahogó sus palabras. Le contó a Gaia cuanto había que saber sobre la tienda, y que para él era, por así decirlo, una de las instituciones del pueblo, una especie de monumento.

—Llevamos aquí treinta y cinco años —explicó, admitiendo con majestuoso desdén el anacronismo de su propio mural—. Esta chica es nueva en el pueblo, Mo —añadió.

—Y vosotros también buscáis trabajo, ¿no? —preguntó Maureen.

Sukhvinder negó con la cabeza y Andrew hizo un movimiento ambiguo con los hombros; pero Gaia, mirando a su amiga, dijo:

—Vamos, si has dicho que tal vez sí.

Howard miró a Sukhvinder, a la que desde luego no favorecerían mucho el vestido negro ceñido y el delantal con volantitos; sin embargo, su mente, fértil y flexible, enfocaba en todas direcciones. Un halago al padre de la chica, una demostración de poder ante la madre, un favor que nadie había pedido; ésos eran aspectos más allá de lo puramente estético que tal vez fuera oportuno tener en cuenta.

—Bueno, si tenemos tanta clientela como esperamos, quizá nos interesaría contratar a dos —dijo, rascándose la barbilla y sin dejar de mirar a Sukhvinder, que se había sonrojado, lo que no la favorecía nada.

—Yo no… —empezó, pero Gaia la animó.

—Anda, di que sí. Las dos.

A Sukhvinder, ya ruborizada, empezaban a empañársele los ojos.

—Yo…

—¡Vamos! —le susurró Gaia.

—Es que… Bueno, sí.

—En ese caso, señorita Jawanda, te haremos una prueba —decidió Howard.

Sukhvinder, muerta de miedo, casi no podía respirar. ¿Qué diría su madre?

—Y supongo que tú querrás ser el chico del almacén, ¿me equivoco? —agregó Howard, dirigiéndose a Andrew.

«¿El chico del almacén?»

—Te advierto que necesitamos a alguien con buenos brazos —añadió, mientras el muchacho lo miraba parpadeando, perplejo: él sólo había leído las letras más grandes que encabezaban el letrero—. Colocar los palés en el almacén, subir cajas del sótano y sacar la basura a la parte de atrás. Un trabajo físico de verdad. ¿Crees que podrás hacerlo?

—Sí —respondió Andrew. ¿Tendría el mismo horario que Gaia? Eso era lo único que le importaba.

—Tendrás que venir temprano. Digamos a las ocho. De ocho a tres, y a ver cómo va. Estarás a prueba dos semanas.

—Vale, muy bien —convino Andrew.

—¿Cómo te llamas?

Al oír la respuesta del chico, Howard arqueó las cejas.

—¿Eres hijo de Simon? ¿Simon Price?

—Sí. —Andrew se sintió incómodo. Normalmente nadie sabía quién era su padre.

Howard les dijo a las dos chicas que volvieran el domingo por la tarde, porque ese día le instalarían la caja registradora y él tendría tiempo para enseñarles cómo funcionaba; entonces, pese a que le habría gustado seguir conversando con Gaia, entró un cliente, y los adolescentes aprovecharon la ocasión para escabullirse.

A Andrew no se le ocurrió nada que decir una vez se hallaron al otro lado de la tintineante puerta de cristal, pero, antes de que pudiera ordenar sus ideas, Gaia le lanzó un despreocupado «adiós» y se marchó con Sukhvinder. Andrew encendió el segundo de los tres cigarrillos de Fats (no le pareció que aquél fuera momento para fumarse una colilla), lo que le brindó un pretexto para quedarse quieto mientras la veía alejarse y perderse entre las alargadas sombras del atardecer.

—¿Por qué llaman «Peanut» a ese chico? —le preguntó Gaia a Sukhvinder cuando Andrew ya no podía oírlas.

—Porque tiene alergia a los cacahuetes.[3] —Estaba tan aterrada ante la perspectiva de contarle a su madre lo que acababa de hacer que su propia voz le llegaba como si perteneciera a otra persona—. En el St. Thomas estuvo a punto de morirse, porque alguien le dio uno escondido dentro de una chuchería.

—Ah —dijo Gaia—. Creía que a lo mejor era porque tenía la polla muy pequeña.

Rió, y Sukhvinder soltó una risa forzada; como si oyera chistes sobre pollas todos los días.

Andrew las vio girar la cabeza y mirarlo riendo, y no tuvo duda de que hablaban de él. Las risas quizá fueran una buena señal; eso, al menos, sí lo sabía de las chicas. Sonriendo embobado, echó a andar con la mochila colgada al hombro y el cigarrillo entre dos dedos; atravesó la plaza y se dirigió a Church Row, y una vez allí emprendió el trayecto de cuarenta minutos cuesta arriba por el camino que llevaba del pueblo a Hilltop House.

Los setos vivos, recubiertos de florecillas blancas, adquirían una palidez espectral al atardecer; los endrinos florecían a ambos lados del camino y las celidonias lo bordeaban con sus lustrosas hojas acorazonadas. El aroma de las flores, el intenso placer que le procuraba el cigarrillo y la perspectiva de pasar los fines de semana con Gaia… todo se mezclaba en una soberbia sinfonía de euforia y belleza mientras Andrew ascendía jadeando por la ladera de la colina. La próxima vez que Simon le preguntara «¿Ya has encontrado trabajo, Carapizza?», podría contestarle que sí. Iba a trabajar con Gaia Bawden los fines de semana.

Y, por si eso fuera poco, ahora sabía cómo podía clavarle un puñal en la espalda a su padre sin que él sospechara nada.