Alison Jenkins, la periodista del Yarvil and District Gazette, había establecido por fin cuál de los muchos hogares de los Weedon en Yarvil albergaba a Krystal. Había sido complicado: no había votantes censados en esa dirección y no aparecía ningún teléfono fijo en el listín. Alison acudió en persona a Foley Road el domingo, pero Krystal había salido, y Terri, hostil y suspicaz, se negó a decirle cuándo volvería o a confirmar que viviera allí.
Krystal llegó a casa sólo veinte minutos después de que la periodista se hubiese marchado en su coche, y madre e hija tuvieron otra pelea.
—¿Por qué no le has dicho que esperara? ¡Iba a entrevistarme sobre los Prados!
—¿A ti? Y una mierda. ¿Para qué coño iba a entrevistarte a ti?
La discusión fue subiendo de tono y Krystal volvió a marcharse a casa de Nikki, con el móvil de Terri en el pantalón de chándal. Se llevaba a menudo su teléfono; muchas peleas estallaban porque su madre le exigía que se lo devolviera y Krystal fingía no saber dónde estaba. Tenía la vaga esperanza de que la periodista averiguara ese número y la llamara a ella directamente.
Estaba en un café abarrotado y ruidoso en el centro comercial, contándoles a Nikki y Leanne lo de la periodista, cuando sonó el móvil.
—¿Quién es? ¿Eres la periodista?
—¿Quién es?… ¿Terri?
—Soy Krystal. ¿Quién eres?
—… la… rmana…
—¿Quién?
Tapándose con un dedo el otro oído, se abrió paso entre las mesas llenas de gente en busca de un sitio más tranquilo.
—Danielle —dijo con voz fuerte y clara una mujer al otro lado de la línea—. Soy la hermana de tu madre.
—Ah, sí —repuso Krystal, decepcionada.
«Esa cerda esnob hijaputa», decía siempre Terri cuando se mencionaba el nombre de Danielle. Krystal no estaba segura de haberla visto nunca.
—Llamo por tu bisabuela.
—¿Quién?
—La abuelita Cath —explicó Danielle sin disimular la impaciencia.
Krystal llegó a la galería que daba a la terraza del centro comercial. Allí había buena cobertura; se detuvo.
—¿Qué pasa con ella? —quiso saber.
Sentía un nudo en el estómago, como cuando de pequeña daba volteretas en una barandilla como la que tenía ahora delante. Diez metros más abajo había manadas de gente cargada con bolsas de plástico, empujando cochecitos o arrastrando críos.
—Está en el South West General. Lleva allí una semana. Ha tenido un infarto.
—¡¿Una semana?! —exclamó Krystal, y el estómago se le encogió aún más—. Nadie nos ha dicho nada.
—Ya, bueno, es que casi no puede hablar, pero ha dicho tu nombre dos veces.
—¿Mi nombre? —repitió asombrada Krystal, aferrando el móvil.
—Ajá. Creo que le gustaría verte. Es grave. Dicen que igual no se recupera.
—¿En qué sala está? —preguntó Krystal, con la cabeza dándole vueltas.
—La doce, la unidad de vigilancia intensiva. Las horas de visita son de doce a cuatro y de seis a ocho, ¿vale?
—¿Está…?
—Tengo que dejarte. Sólo quería que lo supierais, por si queréis ir a verla. Adiós.
La comunicación se cortó. Krystal se apartó el móvil de la oreja y observó la pantalla. Apretó varias veces una tecla hasta que vio las palabras «no disponible». Su tía la había llamado desde un número oculto.
Krystal volvió junto a Nikki y Leanne, que supieron al instante que algo andaba mal.
—Ve a verla —dijo Nikki, y consultó la hora en el móvil—. Si coges el bus, te plantas allí a las dos.
—Ya —repuso Krystal totalmente confusa.
Pensó en ir a buscar a su madre, en llevarlos a ella y Robbie a ver a la abuelita Cath, pero un año antes se habían peleado muchísimo, y su madre y la abuelita no mantenían contacto desde entonces. Krystal estaba segura de que sería muy difícil convencer a Terri de que fuera al hospital, y tampoco tenía muy claro que la abuelita Cath se alegrara de verla.
«Es grave. Dicen que igual no se recupera.»
—¿Tienes pasta? —preguntó Leanne hurgando en los bolsillos, cuando las tres se dirigían a la parada del autobús.
—Sí —respondió Krystal comprobándolo—. De aquí al hospital sólo es una libra, ¿no?
Tuvieron tiempo de compartir un pitillo antes de que llegara el 27. Nikki y Leanne la despidieron como si se fuera a algún sitio agradable. En el último momento, Krystal tuvo miedo y deseó gritar «¡Venid conmigo!», pero el autobús ya se apartaba del bordillo y Nikki y Leanne se alejaban, cotilleando.
El asiento era de una tela vieja, áspera y maloliente. El autobús traqueteó por la calle que rodeaba el centro comercial y dobló a la derecha para tomar una avenida importante flanqueada por las tiendas de las marcas más conocidas.
El miedo se agitaba como un feto en el vientre de Krystal. Sabía que la abuelita Cath era cada vez más mayor y más frágil, pero había tenido la vaga esperanza de que recuperara la vitalidad, de que volviera de algún modo a aquella flor de la vida que tanto había parecido durar; que el pelo se le pusiera negro otra vez, que se le enderezara la columna y la memoria se le volviera tan afilada como la lengua. Nunca se le había ocurrido que la abuelita Cath pudiera morirse; siempre la había asociado con la resistencia y la invulnerabilidad. De haberlos considerado siquiera, el pecho deforme y el entramado de arrugas en el rostro de la abuelita le habrían parecido honrosas cicatrices sufridas en su triunfal batalla por la supervivencia. Ninguna persona cercana a Krystal había muerto de vejez.
(La muerte acechaba a los jóvenes en el círculo de su madre, a veces incluso antes de que sus rostros y cuerpos acabaran macilentos y consumidos. El cuerpo que Krystal había encontrado en la bañera cuando tenía seis años pertenecía a un hombre joven y guapo, tan blanco y adorable como una estatua, o así lo recordaba ella. Pero a veces el recuerdo se volvía confuso y dudaba que fuera así. Le resultaba difícil saber qué debía creer y qué no. De niña había oído muchas cosas que los adultos contradecían y negaban después. Habría jurado que Terri le había dicho: «Era tu papá.» Pero muchos años después le diría: «No seas tonta. Tu papá no está muerto, está en Bristol.» De manera que Krystal había tenido que volver a hacerse a la idea de la existencia de Banger, que era como todos llamaban al hombre que supuestamente era su padre.
Pero la abuelita Cath siempre había estado presente, en segundo plano. Krystal se había librado de acabar en las garras de familias de acogida gracias a la abuelita, siempre dispuesta a ampararla en Pagford, una resistente aunque incómoda red de seguridad. Furibunda y soltando improperios, mostrándose tan agresiva con Terri como con los asistentes sociales, había aparecido para llevarse a casa a su bisnieta igualmente rabiosa.
Krystal no sabía muy bien si había adorado la casita de Hope Street o si la odiaba. Era sombría y olía a lejía. Le daba la sensación de estar encerrada y al mismo tiempo de estar a salvo, completamente a salvo. La abuelita Cath sólo permitía que franquearan la puerta personas de confianza. Había anticuados dados de sales de baño en un frasco en la bañera.)
¿Y si había alguien más junto a la cabecera de la abuelita? No reconocería a la mitad de su propia familia, y la idea de encontrarse a extraños de su misma sangre la atemorizaba. Terri tenía varias hermanastras, fruto de las múltiples relaciones sentimentales de su padre, a las que ni siquiera la propia Terri conocía; pero la abuelita Cath trataba de seguirles la pista a todas, obstinándose en mantener el contacto con la extensa e inconexa familia engendrada por sus hijos. A veces, a lo largo de los años, en casa de la abuelita habían aparecido parientes que Krystal no conocía. Le parecía que la miraban raro y que hablaban de ella por lo bajo con la abuelita; Krystal fingía no advertirlo y esperaba a que se fueran para poder volver a tener a la abuelita para ella sola. Le desagradaba especialmente la idea de que hubiera otros niños en la vida de su abuelita Cath.
(—¿Quiénes son? —le había preguntado una celosa Krystal de nueve años, señalando una fotografía enmarcada de dos niños con uniformes del instituto Paxton que había sobre el aparador.
—Dos de mis bisnietos —respondió la abuelita Cath—. Éste es Dan y ése Ricky. Son tus primos.
Krystal no quería que fuesen sus primos, y no los quería en el aparador de su abuelita.
—¿Y ésa? —quiso saber, señalando a una niñita con rizos dorados.
—La pequeña de mi Michael, Rhiannon, a los cinco años. Era preciosa, ¿verdad? Pero fue y se casó con un extranjero.
En el aparador de la abuelita Cath nunca había habido una fotografía de Robbie.
«Ni siquiera sabes quién es el padre, ¿verdad, zorra? No quiero saber nada más de ti, me lavo las manos. Ya estoy harta, Terri, harta. Ya te apañarás tú sola.»)
El autobús siguió su lento recorrido por la ciudad, pasando ante los compradores de la tarde del domingo. Cuando era pequeña, Terri la llevaba al centro de Yarvil casi todos los fines de semana, obligándola a ir en sillita mucho después de que Krystal la necesitara, porque resultaba más fácil esconder cosas robadas en una sillita de paseo, ocultas bajo las piernas de la niña o entre las bolsas en la cesta de debajo del asiento.
A veces, Terri iba a las tiendas a robar acompañada de la única de sus hermanas con la que se hablaba, Cheryl, que estaba casada con Shane Tully. Cheryl y Terri vivían a sólo cuatro calles una de la otra, en los Prados, y cuando se peleaban, lo que sucedía con frecuencia, el lenguaje que empleaban dejaba petrificado al vecindario. Krystal nunca sabía cuándo podía hablar con sus primos Tully y cuándo no, pero ya no se molestaba en estar al día y hablaba con Dane siempre que se lo encontraba. Habían echado un polvo una vez, cuando tenían catorce años, después de beberse una botella de sidra en el parque. Ninguno de los dos había vuelto a mencionarlo. Krystal no estaba muy segura de si tirarse a un primo era legal o no pero, por un comentario que le había oído a Nikki, se inclinaba a pensar que no.
El autobús subió por la calle que llevaba hasta la entrada principal del South West General y se detuvo a veinte metros de un edificio enorme, largo y rectangular, con la fachada gris y mucho cristal. Había extensiones de césped bien cuidado, unos cuantos árboles pequeños y un bosque de letreros.
Krystal se apeó detrás de dos ancianas y se quedó de pie en la acera, con las manos en los bolsillos del pantalón de chándal, mirando alrededor. Ya no recordaba en qué sala le había dicho Danielle que tenían a la abuelita Cath; sólo se le había quedado grabado el número doce. Se acercó con aire despreocupado al letrero más cercano y lo miró entornando los ojos con fingida indiferencia. Líneas y más líneas de escritura indescifrable, con palabras tan largas como uno de sus brazos y flechas que señalaban a izquierda y derecha y en diagonal. Krystal no leía bien; cuando se enfrentaba a una serie muy larga de palabras se sentía intimidada y se ponía agresiva. Tras lanzar varias miradas furtivas a las flechas y comprobar que allí no había ningún número, siguió a las dos ancianas hacia las puertas de cristal del edificio.
El vestíbulo estaba abarrotado y la confundió aún más que los letreros. Había una tienda muy concurrida, separada del vestíbulo principal por tabiques de cristal que iban del suelo al techo; varias hileras de sillas de plástico parecían llenas de gente comiendo bocadillos; una cafetería muy bulliciosa en una esquina; y, en el medio, una especie de mostrador hexagonal donde unas mujeres atendían a los visitantes y tecleaban en sus ordenadores. Krystal se dirigió hacia allí sin sacar las manos de los bolsillos.
—¿Dónde está la sala doce? —preguntó con rudeza a una de aquellas mujeres.
—Tercera planta —respondió ella, con un tono acorde al de la joven.
Krystal, por orgullo, no quiso preguntar nada más; se dio la vuelta y se alejó, hasta que vio unos ascensores al fondo del vestíbulo y se metió en uno que subía.
Tardó casi un cuarto de hora en encontrar la sala. ¿Por qué no ponían números y flechas en lugar de aquellas palabras tan largas y horribles? De pronto, cuando iba por un pasillo verde claro, con sus zapatillas rechinando en el suelo de linóleo, alguien la llamó por su nombre.
—¿Krystal?
Era su corpulenta tía Cheryl, con una falda vaquera y una camiseta blanca muy ajustada. Llevaba el pelo teñido de un rubio amarillo canario y se le veían las raíces negras. Iba tatuada desde los nudillos hasta la parte superior de los gruesos brazos, y de las orejas le colgaban varios aros dorados semejantes a argollas de cortina. Sostenía una lata de Coca-Cola en una mano.
—Le ha dado igual, ¿eh? —dijo.
Con las desnudas piernas separadas y firmemente plantadas en el suelo parecía un centinela.
—¿A quién?
—A Terri. No ha venido, ¿no?
—Todavía no lo sabe. Yo me acabo de enterar. Me ha llamado Danielle para decírmelo.
Cheryl tiró de la anilla y bebió un sorbo de Coca-Cola. Con sus ojillos hundidos en una cara achatada y una piel moteada como carne en salmuera, escudriñó a su sobrina por encima del borde de la lata.
—Le dije a Danielle que te llamara. Se pasó tres días tirada en el suelo de su casa, hasta que la encontraron. No veas cómo estaba. Hecha una mierda.
Krystal no le preguntó por qué no se había acercado a Foley Road para avisar ella misma a Terri. Por lo visto, las dos hermanas se habían peleado de nuevo. Era imposible mantenerse al día.
—¿Dónde está? —preguntó Krystal.
Cheryl la guió chancleteando por el pasillo.
—Oye —dijo mientras andaban—, me ha llamado una periodista preguntando por ti.
—¿Ah, sí?
—Me ha dejado un número.
Krystal le habría hecho más preguntas, pero acababan de entrar en una sala muy silenciosa y de pronto sintió miedo. No le gustaba cómo olía allí.
La abuelita Cath estaba casi irreconocible. Tenía la mitad de la cara completamente torcida, como si se la hubieran tensado tirando con un cable; la boca desplazada hacia un lado y el ojo medio caído. Tenía varios tubos conectados y sujetos con esparadrapo, y una vía en el brazo. Allí tumbada, la deformidad de su pecho resultaba aún más evidente. La sábana subía y bajaba en sitios insólitos, como si aquella cabeza grotesca, unida al cuerpo por un cuello escuálido, sobresaliera de un tonel.
Cuando Krystal se sentó a su lado, la anciana no se movió, se limitó a mirarla fijamente. Una de sus pequeñas manos tembló apenas.
—No habla, pero anoche dijo tu nombre dos veces —apuntó Cheryl, mirando con pesimismo por encima de la lata.
Krystal notó una opresión en el pecho. Temía hacerle daño si le cogía la mano. Acercó tímidamente los dedos hasta dejarlos a sólo unos centímetros de los de la anciana, pero no los levantó de la colcha.
—Ha venido Rhiannon —dijo Cheryl—. Y John y Sue. Sue está intentando hablar con Anne-Marie.
Krystal se animó.
—¿Dónde está?
—Donde los franchutes o por ahí. ¿Sabes que ha tenido un hijo?
—Sí, algo me dijeron. ¿Niño o niña?
—Ni idea —contestó Cheryl, y bebió otro sorbo.
Se lo había contado alguien en el instituto: «¡Eh, Krystal, tu hermana está preñada!» Esa noticia la había emocionado. Iba a ser tía, aunque nunca viera a aquel bebé. Toda su vida había idealizado a Anne-Marie, a la que se habían llevado antes de nacer ella; había desaparecido como por arte de magia y se había trasladado a otra dimensión, como un personaje de cuento de hadas, hermosa y misteriosa como aquel cadáver en el cuarto de baño de Terri.
La abuelita Cath movió los labios.
—¿Qué? —dijo Krystal, y se acercó más a la cama, entre asustada y eufórica.
—¿Quieres algo, abuelita Cath? —preguntó Cheryl en voz tan alta que los acompañantes que hablaban en susurros junto a otras camas les lanzaron miradas de desaprobación.
Krystal sólo oyó un resuello vibrante, pero daba la impresión de que la anciana intentaba articular una palabra. Cheryl estaba inclinada sobre la cama desde el otro lado, agarrada con una mano a la barandilla metálica.
—Eh… mmm… —murmuró la abuelita Cath.
—¿Qué? —preguntaron Krystal y Cheryl a la vez.
Había movido los ojos unos milímetros: unos ojos legañosos y empañados que escrutaban la cara tersa y joven y la boca entreabierta de Krystal, que, inclinada sobre el lecho de su bisabuela, la miraba confundida, ansiosa y asustada.
—… emar… —articuló con voz cascada.
—No sabe lo que dice —informó Cheryl, por encima del hombro y a voz en grito, a la tímida pareja que visitaba al paciente de la cama contigua—. Se ha pasado tres días tirada en el suelo. Normal, ¿no?
Pero a Krystal las lágrimas le nublaron la visión. La sala, con sus altas ventanas, se disolvió en una masa de sombras y luz blanca; le pareció ver el sol reflejado en la lámina verde oscuro del agua y cómo ésta se descomponía en fragmentos brillantes al atravesarla unos remos que subían y bajaban.
—Sí —le susurró—. Sí, voy a remar, abuelita.
Pero eso ya no era cierto, porque el señor Fairbrother había muerto.