IV

Samantha había invitado a cenar a Kay llevada por una mezcla de deseo de venganza y aburrimiento. Lo veía como una represalia contra Miles, que siempre andaba haciendo planes en los que ella no tenía voz ni voto, pero en los que se esperaba que colaborara; quería ver qué le parecía a su marido que ella organizara cosas sin consultarle. Supondría además marcarles un tanto a Maureen y Shirley, esas dos arpías entrometidas que tan fascinadas estaban por los asuntos privados de Gavin, pero no sabían prácticamente nada sobre su relación con su novia de Londres. Y, finalmente, le brindaría a ella otra oportunidad para afilarse las garras con Gavin por ser un pusilánime y un indeciso en su vida amorosa: podría hablar de bodas delante de Kay o decirle que era estupendo ver a Gavin comprometerse por fin con alguien.

Sin embargo, sus planes le proporcionaron menor satisfacción de la esperada. Cuando el sábado por la mañana le contó a Miles lo que había hecho, él reaccionó con sospechoso entusiasmo.

—Pues claro, genial; hace siglos que no invitamos a Gavin. Y para ti será estupendo conocer un poco más a Kay.

—¿Por qué?

—Bueno, siempre te llevaste bien con Lisa, ¿no?

—Miles, yo odiaba a Lisa.

—Bueno, vale… ¡Igual Kay te cae mucho mejor!

Samantha lo miró furibunda, preguntándose de dónde salía todo ese buen humor. Lexie y Libby, que pasaban el fin de semana en casa, encerradas por culpa de la lluvia, veían un DVD de música en la sala de estar; a sus padres, que estaban hablando en la cocina, les llegaba una balada a todo volumen y con muchos acordes de guitarra.

—Aubrey quiere hablar conmigo sobre lo del concejo —dijo Miles blandiendo el móvil—. Acabo de llamar a papá, y los Fawley nos han invitado a todos a cenar esta noche en Sweetlove…

—No, gracias —lo interrumpió Samantha.

De pronto sentía una furia inexplicable incluso hacia sí misma. Salió de la cocina.

Pasaron el día entero discutiendo, por toda la casa, en voz baja para no estropearles el fin de semana a sus hijas. Samantha se negó a cambiar de opinión o a exponer sus motivos. Miles temía su propia reacción si se enfadaba con ella, y su actitud fue conciliadora o fría, dependiendo del momento.

—¿Qué crees que van a pensar si no vienes? —preguntó a las ocho menos diez, en el umbral de la sala de estar, a punto de irse, vestido con traje y corbata.

—No tiene nada que ver conmigo, Miles. Eres tú quien se presenta como candidato. —Le gustó verlo vacilar. Sabía que a él le horrorizaba llegar tarde, y sin embargo aún pretendía convencerla.

—Sabes que nos esperan a los dos.

—¿De verdad? No he recibido ninguna invitación.

—Oh, déjate de esas cosas, Sam. Sabes que cuentan contigo, dan por sentado que vas.

—Pues no se enteran de nada. Ya te lo he dicho: no me apetece ir. Más vale que te des prisa, no querrás hacer esperar a papá y mamá.

Miles se fue.

Samantha esperó a oír que el coche daba marcha atrás en el sendero y entonces fue a la cocina, abrió una botella de vino y se la llevó con una copa a la sala de estar. Se imaginaba a Howard, Shirley y Miles cenando en la mansión Sweetlove. Seguro que Shirley tendría su primer orgasmo en muchos años.

Sus pensamientos no dejaban de volver a lo que le había dicho su contable aquella semana. Las ganancias habían bajado en picado, aunque a Howard ella le hubiese dicho lo contrario. De hecho, el contable había sugerido cerrar la tienda y concentrarse en las ventas por internet. Eso supondría admitir el fracaso, y no estaba dispuesta a hacerlo. Para empezar, a Shirley le encantaría que la tienda cerrara; en ese tema se había portado como una cerda desde el principio. «Lo siento, Sam, la verdad es que no es mi estilo, un poco exagerado para mi gusto.» Pero a Samantha le encantaba su tienda de Yarvil, decorada en rojo y negro; le encantaba salir de Pagford cada día, charlar con las clientas, cotillear con Carly, su ayudante. Su mundo sería minúsculo sin la tienda de la que se había ocupado con tanto cariño los últimos catorce años; en pocas palabras, se reduciría a Pagford.

(Pagford, el maldito Pagford. Nunca había tenido intención de vivir allí. Miles y ella habían planeado un año sabático antes de empezar a trabajar, dar la vuelta al mundo. Tenían el itinerario marcado en el mapa, los visados a punto. Samantha soñaba con caminar descalzos por las largas y blancas playas de Australia, cogidos de la mano. Y entonces se había enterado de que estaba embarazada.

Una semana después de la graduación de ambos, al día siguiente de haberse hecho la prueba de embarazo, viajó a Pagford y fue a Ambleside para ver a Miles. Se suponía que salían hacia Singapur al cabo de ocho días.

Samantha no quiso darle la noticia en la casa de sus padres; temía que la oyeran, ya que se encontraba a Shirley cada vez que abría una puerta.

Así pues, esperó a que estuviesen sentados a una mesa en un oscuro rincón del Black Canon. Recordaba la rigidez de la mandíbula de Miles cuando se lo dijo; de algún modo indefinible, pareció envejecer al enterarse de la noticia.

Se quedó sin habla de puro pasmo. Al cabo de unos segundos, dijo:

—Vale. Nos casaremos.

Le contó a Samantha que ya le había comprado un anillo, que tenía intención de declararse en algún sitio bonito, como la cima de Ayers Rock. Y, en efecto, cuando volvieron a la casa, Miles sacó la cajita que ya había escondido en su mochila. Era un pequeño solitario comprado en una joyería de Yarvil con parte del dinero heredado de su abuela. Samantha se sentó en el borde de la cama, llorando sin parar. Se casaron tres meses después.)

A solas con la botella de vino, Samantha encendió el televisor. Apareció en pantalla el DVD que habían estado viendo Lexie y Libby: una imagen congelada de cuatro chicos que cantaban con unas camisetas ceñidas; parecían poco más que adolescentes. Apretó el play. Cuando la primera canción hubo acabado, aparecieron imágenes de una entrevista. Samantha fue apurando la botella mientras veía a los miembros del grupo intercambiar bromas, y luego ponerse muy serios cuando hablaban de lo mucho que querían a sus fans. Se dijo que habría sabido que eran americanos aunque los hubiera visto sin sonido. Tenían unos dientes perfectos.

Se hizo tarde; pulsó pause y subió a decirles a las niñas que apagaran la PlayStation y se fueran a la cama; luego bajó de nuevo a la sala de estar, donde se había tomado ya tres cuartas partes de la botella. No había encendido las luces. Le dio al play y siguió bebiendo. Cuando se acabó el DVD, lo puso desde el principio y vio el trozo que se había perdido.

A uno de los chicos se lo veía más maduro que los otros tres. Ancho de hombros, sus bíceps asomaban bajo las mangas cortas de la camiseta, y tenía el cuello grueso y la mandíbula cuadrada. Samantha observó sus ondulantes movimientos; miraba a la cámara con una expresión seria y distante en su atractivo rostro, muy anguloso y con cejas negras y picudas.

Pensó en sus relaciones sexuales con Miles. Lo habían hecho por última vez hacía tres semanas. El comportamiento de él en la cama era tan predecible como un apretón de manos masónico. Uno de los dichos favoritos de Miles era: «Si no está roto, no lo arregles.»

Se sirvió el resto del vino y se imaginó haciendo el amor con el chico de la pantalla. Últimamente, sus pechos tenían mejor aspecto con sujetador; cuando se tendía, se desparramaban en todas direcciones y ella se sentía fofa y horrible. Se vio de espaldas contra una pared, con una pierna levantada y el vestido recogido en la cintura, y a aquel chico fuerte y moreno con los vaqueros bajados hasta las rodillas, penetrándola una y otra vez…

Notó un vuelco en el estómago que se pareció bastante a la felicidad; entonces oyó el coche en el sendero, y un instante después las luces de los faros recorrieron la oscura sala de estar.

Forcejeó torpemente con el mando a distancia para poner las noticias, lo que le llevó más rato del debido; metió la botella de vino vacía debajo del sofá y aferró la copa de vino como si fuera un accesorio de atrezo. La puerta de entrada se abrió y volvió a cerrarse. A sus espaldas, Miles entró en la habitación.

—¿Qué haces sentada aquí a oscuras?

Miles encendió una lámpara y Samantha levantó la vista hacia él. Estaba tan impecable como al marcharse, salvo por las gotas de lluvia en los hombros de la chaqueta.

—¿Qué tal la cena?

—Bien. Te hemos echado de menos. Aubrey y Julia han lamentado que no pudieras ir.

—Oh, seguro que sí. Y apuesto a que tu madre ha llorado de pura desilusión.

Miles se sentó en una butaca que formaba ángulo con la de ella, y la miró fijamente. Samantha se apartó el cabello de los ojos.

—¿De qué va todo esto, Sam?

—Si no lo sabes tú, Miles…

Pero ella tampoco estaba muy segura; o, al menos, no sabía cómo condensar en una acusación coherente que se sentía cada vez más maltratada.

—No veo por qué el hecho de que me presente al concejo parroquial…

—¡Por Dios, Miles! —exclamó ella, y le produjo un leve asombro el volumen de su propia voz.

—Explícamelo, por favor, ¿en qué te afecta a ti?

Samantha lo fulminó con la mirada, buscando una forma adecuada de expresarlo para que lo entendiera la mente de abogado pedante de su marido, que se pasaba el día haciendo malabarismos con las palabras, pero era incapaz de captar el sentido general de las cosas. ¿Qué podía decir para que Miles lo entendiera? ¿Que la interminable cháchara de Howard y Shirley sobre el concejo parroquial le parecía un verdadero coñazo? ¿Que él mismo ya resultaba bastante aburrido con sus eternas anécdotas sobre los buenos tiempos en el club de rugby y su autobombo cuando hablaba del trabajo, sin necesidad de que se pusiera a pontificar sobre los Prados?

—Bueno, me había dado la impresión —dijo por fin en la penumbra— de que teníamos otros planes.

—¿Qué planes? ¿De qué me estás hablando?

—Dijimos —repuso ella, articulando las palabras con cautela sobre el borde de la temblorosa copa— que cuando las niñas hubiesen acabado la escuela primaria haríamos un viaje. Nos lo prometimos el uno al otro, ¿te acuerdas?

La rabia y la tristeza indefinidas que la habían consumido desde que Miles había anunciado su intención de presentarse como candidato al concejo no la habían conducido en ningún momento a lamentarse de aquel año sabático perdido, pero ahora le pareció que ése era el problema real; o al menos que era la forma más cercana que tenía de expresar la hostilidad y la añoranza que sentía.

Él parecía desconcertado.

—¿Quieres decirme de qué estás hablando?

—Cuando me quedé embarazada de Lexie —dijo Samantha levantando la voz— y no pudimos irnos de viaje, y tu puñetera madre nos hizo casarnos a toda pastilla y tu padre te consiguió un empleo con Edward Collins, en ese momento, dijiste, acordamos, que lo haríamos cuando las niñas hubiesen crecido; que haríamos todas las cosas que nos habíamos perdido.

Miles negó lentamente con la cabeza.

—Todo esto es nuevo para mí —dijo—. ¿A qué demonios viene?

—Miles, estábamos en el Black Canon. Te dije que estaba embarazada y tú dijiste… por el amor de Dios, Miles… Te dije que estaba embarazada y tú prometiste, me prometiste…

—¿Quieres ir de vacaciones? ¿Es eso? ¿Quieres que vayamos de vacaciones?

—No, Miles, no quiero unas malditas vacaciones, lo que quiero… ¿No te acuerdas? ¡Dijimos que cogeríamos un año sabático y lo haríamos más adelante, cuando las niñas fueran mayores!

—Vale, muy bien. —Parecía confuso, y decidido a no hacerle caso—. Cuando Libby cumpla los dieciocho, dentro de cuatro años, volveremos a hablar del tema. No veo por qué el hecho de que sea concejal tiene que influir en este asunto.

—Bueno, aparte del puñetero aburrimiento que supone oír cómo tú y tus padres os seguís quejando sobre los Prados durante el resto de vuestras vidas naturales…

—¿Nuestras vidas naturales? —repitió Miles con una sonrisita—. ¿Y qué otras hay?

—Vete a la mierda —le espetó Samantha—. No te hagas el sabiondo, Miles; es posible que a tu madre le impresione, pero…

—Bueno, pues francamente sigo sin ver qué problema…

—¡El problema —estalló ella— es que se trata de nuestro futuro, Miles! Del futuro de los dos. ¡Y no quiero hablar del tema dentro de cuatro años, joder, quiero hablar ahora!

—Creo que harías bien en comer algo —repuso él, y se levantó—. Ya has bebido suficiente.

—¡Que te follen, Miles!

—Perdona, pero si vas a seguir soltando groserías…

Se dio la vuelta y salió de la habitación. Samantha apenas pudo contenerse para no arrojarle la copa de vino.

El concejo parroquial. Si se convertía en uno de sus miembros, nunca lo dejaría; jamás renunciaría al cargo, a la oportunidad de ser un pez gordo de Pagford, como Howard. Estaba comprometiéndose una vez más con Pagford, su pueblo natal; comprometiéndose con un futuro muy distinto del que le había prometido a su afligida novia cuando ella lloraba sentada en su cama.

¿Cuándo habían hablado por última vez de recorrer mundo? No estaba segura. Años atrás, quizá, pero esa noche Samantha llegó a la conclusión de que ella, al menos, no había cambiado de opinión. Sí, siempre había abrigado esperanzas de que un día hicieran las maletas y se marcharan en busca de calor y libertad, a algún lugar a medio mundo de distancia de Pagford, Shirley, Mollison y Lowe, la lluvia, la estrechez de miras y la monotonía. Quizá llevara muchos años sin anhelar las blancas playas de Australia y Singapur, pero prefería estar allí, incluso con sus muslos gruesos y sus estrías, que atrapada en Pagford, obligada a presenciar cómo Miles se convertía lentamente en Howard.

Se arrellanó de nuevo en el sofá, tanteó en busca del mando y volvió a poner el DVD de Libby. El grupo, ahora en blanco y negro, recorría despacio una playa desierta, cantando. El chico de los hombros anchos llevaba la camisa abierta, que ondeaba con la brisa. Una fina línea de vello descendía desde su ombligo hasta perderse dentro de los vaqueros.