II

Edward Collins y Asociados, el bufete de abogados de Pagford, ocupaba la planta superior de una casa adosada de ladrillo; en la planta baja tenía su consulta un oculista. Edward Collins ya había pasado a mejor vida y su bufete lo integraban Gavin Hughes, el socio asalariado, con una ventana en su despacho, y Miles Mollison, el socio accionista, con dos ventanas. Compartían una secretaria de veintiocho años, soltera y poco agraciada, pero con buen tipo. Shona reía excesivamente las bromas de Miles y trataba a Gavin con una condescendencia rayana en lo ofensivo.

El viernes posterior al funeral de Barry Fairbrother, Miles llamó a la puerta de Gavin a la una en punto y entró sin esperar permiso. Encontró a su socio contemplando el oscuro cielo gris a través de la ventana salpicada de lluvia.

—Salgo un momento a comer algo —anunció—. Si Lucy Bevan llega antes de hora, ¿querrás decirle que estaré de vuelta a las dos? Shona ha salido.

—Sí, vale —respondió Gavin.

—¿Va todo bien?

—Ha llamado Mary. Hay una pega con el seguro de vida de Barry. Quiere que la ayude a solucionarlo.

—Bueno, puedes ocuparte de eso, ¿no? De todas formas, vuelvo a las dos.

Miles se puso el abrigo, bajó presuroso las empinadas escaleras y recorrió a buen paso el callejón, bañado por la lluvia, que llevaba a la plaza. Un claro momentáneo entre las nubes hizo que un rayo de sol incidiera en el reluciente monumento a los caídos y en los cestillos colgantes. Miles sintió una oleada de orgullo atávico cuando cruzaba la plaza hacia Mollison y Lowe, toda una institución en Pagford, emporio de lo más selecto del pueblo; un orgullo que los lazos familiares nunca habían empañado, sino más bien aumentado y madurado.

La campanilla sonó cuando abrió la puerta. Era la hora de comer: una cola de ocho personas aguardaba ante el mostrador, y Howard, con sus mejores galas mercantiles y los anzuelos brillando en la gorra de cazador, estaba en plena verborrea.

—… y un cuarto de libra de olivas negras, Rosemary, especiales para usted. ¿Nada más?… Pues nada más para Rosemary… Serán ocho libras con sesenta y dos peniques; dejémoslo en ocho libras, querida, teniendo en cuenta nuestra larga y fructífera relación…

Risitas agradecidas, y luego el tintineo y el estrépito de la caja registradora.

—Y he aquí a mi abogado, que ha venido a vigilar mis movimientos —anunció entonces Howard, guiñándole un ojo a su hijo por encima de las cabezas de la cola—. Si hace el favor de esperarme en la trastienda, señor, trataré de no decirle nada incriminatorio a la señora Howson…

Miles sonrió a las mujeres de mediana edad, que le devolvieron la sonrisa. Alto, de corto y espeso cabello cano, grandes ojos azules y el estómago disimulado por el abrigo oscuro, constituía un añadido razonablemente atractivo a las galletas caseras y los quesos de la zona. Se abrió paso con cuidado entre las mesitas llenas de exquisiteces y se detuvo ante el arco entre la tienda y la antigua zapatería, desprovisto por primera vez de la cortina de plástico protectora. Maureen (Miles reconoció la letra) había colgado un cartel en medio del arco en el que se leía: PROHIBIDO EL PASO. PRÓXIMA INAUGURACIÓN DE LA TETERA DE COBRE. Miles observó el espacio limpio y sobrio que no tardaría en convertirse en la mejor cafetería de Pagford; estaba encalado y pintado, y el suelo de madera negra, recién barnizado.

Rodeó el extremo del mostrador y pasó junto a Maureen, que accionaba la máquina de cortar, brindándole la oportunidad de soltar una risa áspera y procaz, y se agachó entonces para cruzar la puerta que daba a la pequeña y sombría trastienda. Sobre una mesa de formica reposaba el Daily Mail de Maureen, doblado; los abrigos de ella y Howard colgaban de ganchos, y una puerta daba al lavabo, del que emanaba un aroma artificial a lavanda. Miles colgó el abrigo y acercó una vieja silla a la mesa.

Howard apareció al cabo de un par de minutos, cargado con dos platos de bocados exquisitos.

—¿O sea que os habéis decidido por La Tetera de Cobre? —preguntó Miles.

—Bueno, a Mo le gusta —contestó Howard, dejando un plato delante de su hijo.

Salió otra vez, volvió con dos cervezas y cerró la puerta con el pie, de modo que la habitación sin ventanas se sumió en una penumbra sólo atenuada por la mortecina luz de la lámpara de techo. Howard se sentó soltando un profundo gruñido. A media mañana, cuando había llamado a Miles por teléfono, su tono había sido de complicidad, y ahora lo tuvo esperando un poco más mientras abría una cerveza.

—Wall ya ha enviado los formularios —dijo por fin, tendiéndole una botella.

—Ah —contestó Miles.

—Voy a fijar una fecha tope. Dos semanas a partir de hoy para que todo el mundo anuncie su candidatura.

—Me parece justo.

—Mamá cree que ese tal Price sigue interesado. ¿Le has preguntado a Sam si sabe quién es?

—No —contestó Miles.

Howard, sentado en una silla que no paraba de crujir, se rascó un pliegue de la barriga, que descansaba casi en sus rodillas.

—¿Va todo bien entre Sam y tú?

Como siempre, Miles sintió admiración ante la intuición casi telepática de su padre.

—No mucho.

A su madre no se lo habría confesado, porque intentaba no echar más leña al fuego de la guerra fría constante que libraban Shirley y Samantha, en la que él era rehén y trofeo a un tiempo.

—No le hace gracia que me presente al cargo —explicó. Howard arqueó las rubias cejas y los carrillos se le estremecieron al masticar—. No sé qué mosca le ha picado. Le ha dado uno de esos ataques anti-Pagford que tiene a veces.

Su padre se tomó su tiempo para tragar. Se limpió la boca con una servilleta de papel y soltó un eructo.

—Se le pasará en cuanto te hayan elegido, ya lo verás —dijo—. Tiene su vertiente social: montones de cosas para las esposas, actos en la mansión Sweetlove. Estará en su elemento. —Tomó otro sorbo de cerveza y volvió a rascarse la barriga.

—Aún no sé quién es exactamente ese Price —dijo Miles volviendo al punto esencial—, pero me suena que tenía un hijo en la clase de Lexie en el St. Thomas.

—Pero es oriundo de los Prados, he ahí la cuestión —explicó Howard—. Que haya nacido en los Prados podría suponer una ventaja para nosotros. Dividirá el voto de los partidarios de los Prados entre él y Wall.

—Ya. Tiene sentido. —No se le había ocurrido. Lo maravillaba la forma en que funcionaba la mente de su padre.

—Mamá ha llamado ya a su mujer para que se descargue los formularios que ha de rellenar. Supongo que haré que esta noche la llame otra vez para decirle que tiene dos semanas, así le apretamos las tuercas.

—Así pues, somos tres candidatos, ¿no? —dijo Miles—. Contando a Colin Wall.

—No he sabido de nadie más. Cuando se publiquen los detalles en la web, es posible que se presente algún otro. Pero tengo confianza en nuestras posibilidades. Plena confianza. Me ha llamado Aubrey —añadió Howard. Siempre había un ápice más de solemnidad en su tono cuando pronunciaba el nombre de pila de Fawley—. Te apoya totalmente, huelga decirlo. Vuelve esta noche. Ha estado en la ciudad.

Normalmente, cuando un pagfordiano decía «en la ciudad», se refería a Yarvil, pero, imitando a Aubrey Fawley, Howard y Shirley utilizaban esa expresión para referirse a Londres.

—Ha mencionado que deberíamos reunirnos todos para charlar un poco. Quizá mañana. A lo mejor hasta nos invita a su casa. A Sam le gustaría.

Miles acababa de meterse en la boca un buen pedazo de pan con paté, pero se mostró de acuerdo asintiendo con energía. Le gustaba la idea de contar con el apoyo incondicional de Aubrey Fawley. Samantha podía burlarse diciendo que sus padres eran perritos falderos de los Fawley, pero él había advertido que, en las raras ocasiones en que veía a Aubrey o Julia en persona, su acento cambiaba sutilmente y se comportaba de forma mucho más recatada.

—Hay algo más —añadió Howard rascándose otra vez la barriga—. Esta mañana me ha llegado un correo del Yarvil and District Gazette. Me piden mi opinión sobre los Prados, como presidente del concejo parroquial.

—¿Estás de broma? Pensaba que Fairbrother se había apuntado ya ese tanto con…

—Pues le salió el tiro por la culata, ¿no crees? —lo interrumpió Howard con visible satisfacción—. Van a publicar su artículo y quieren que alguien escriba la semana siguiente desde la perspectiva contraria. Démosles la otra versión de la historia. Me iría bien que me echaras una mano, con los giros que usa un abogado y esas cosas.

—Claro. Podríamos hablar de esa puñetera clínica para drogodependientes. Quedará muy convincente.

—Sí, buena idea… Excelente.

Presa del entusiasmo, Howard tragó demasiado de golpe, y Miles tuvo que darle palmadas en la espalda para que le remitiera el acceso de tos. Por fin, secándose los ojos con la servilleta, Howard dijo casi sin aliento:

—Aubrey va a recomendarle al municipio que deje de financiarla, y yo me ocuparé de plantearles a los de aquí que ya va siendo hora de rescindir el contrato de alquiler del edificio. No estaría de más que lo sacáramos en la prensa. Que se sepa el tiempo y el dinero que se han invertido en ese puñetero sitio sin el más mínimo resultado. Tengo todas las cifras. —Soltó un sonoro eructo—. Una jodida vergüenza. Con perdón.