I

La lluvia arreció sobre la tumba de Barry Fairbrother. La tinta se emborronó en las tarjetas. El enorme girasol de Siobhan desafió al aguacero, pero las fresias y los lirios de Mary se encogieron hasta caerse a pedazos. El remo de crisantemos fue oscureciéndose a medida que se pudría. La lluvia hizo crecer el río, formó corrientes en las cloacas y volvió relucientes y traicioneras las escarpadas calles de Pagford. Las ventanillas del autobús escolar quedaron opacas por el vaho; los cestillos de la plaza se llenaron de agua, y Samantha Mollison, con los limpiaparabrisas al máximo, sufrió un accidente de coche sin importancia cuando volvía a casa de su trabajo en la ciudad.

Durante tres días, un ejemplar del Yarvil and District Gazette sobresalió de la puerta de la señora Catherine Weedon en Hope Street, hasta quedar empapado e ilegible. La asistente social Kay Bawden lo sacó por fin del buzón de la puerta, escudriñó por la oxidada ranura y vio a la anciana despatarrada al pie de las escaleras. Un policía acudió a forzar la puerta, y una ambulancia se llevó a la señora Weedon al hospital South West General.

Siguió lloviendo, y el pintor contratado para cambiar el nombre de la antigua zapatería tuvo que posponer el trabajo. La lluvia cayó durante días y noches: la plaza principal estaba llena de jorobados con impermeable y los paraguas entrechocaban en las estrechas aceras.

A Howard Mollison, el suave repiquetear contra la oscura ventana le parecía relajante. Estaba sentado en el estudio que había sido antaño el dormitorio de su hija Patricia y contemplaba el correo electrónico que había recibido del periódico local. Habían decidido publicar el artículo del concejal Fairbrother en el que defendía que los Prados continuaran dentro del término de Pagford pero, a fin de equilibrar la cuestión, confiaban en que otro concejal expusiera la causa contraria en el número siguiente.

«Te ha salido el tiro por la culata, ¿eh, Fairbrother? —se dijo alegremente Howard—. Y te pensabas que todo iba a salir como tú querías…»

Cerró el correo y se concentró en el montoncito de papeles que tenía a un lado. Se trataba de las cartas que habían ido llegando, en las que se solicitaban unos comicios para adjudicar la plaza vacante de Barry. Según los estatutos, se requerían nueve instancias de solicitud para llevar a cabo una votación pública, y Howard había recibido diez. Las releyó mientras oía las voces de su mujer y de su socia en la cocina, que se regodeaban con el jugoso escándalo del colapso de la señora Weedon y su tardío descubrimiento.

—… una no deja plantado al médico por nada, ¿no? Se fue de allí gritando a pleno pulmón, según Karen…

—… diciendo que le habían dado un medicamento inadecuado, sí, sí, ya lo sé —repuso Shirley, que creía tener el monopolio de la especulación médica por el hecho de ser voluntaria en el hospital—. Supongo que le harán los análisis necesarios en el General.

—Yo en su lugar estaría muy preocupada, me refiero a la doctora Jawanda.

—Probablemente confía en que los Weedon sean demasiado ignorantes para denunciarla, pero eso no importará si en el hospital descubren que no era la medicación adecuada.

—La pondrán de patitas en la calle —vaticinó una encantada Maureen.

—Exacto —repuso Shirley—, y me temo que mucha gente pensará que ya era hora. ¡Ya era hora!

Metódicamente, Howard fue separando las cartas en montones. Hizo uno con los formularios de candidatura de Miles, ya cumplimentados. El resto eran comunicaciones de otros miembros del concejo. Ahí no había sorpresas; en cuanto Parminder le mandó un correo electrónico para informarle de que sabía de alguien interesado en ocupar la plaza de Barry, Howard se había preparado para que esos seis se aliaran en torno a ella y exigieran elecciones. Junto con la propia Pelmaza, estaban los que él llamaba «la facción desmandada», cuyo líder había caído recientemente. En ese montón puso los formularios cumplimentados de Colin Wall, su candidato.

En un tercer montón reunió cuatro cartas que, como las otras, procedían de remitentes previsibles: los quejosos profesionales de Pagford, eternamente insatisfechos y suspicaces, como bien sabía Howard, y todos ellos prolíficos colaboradores del Yarvil and District Gazette. Cada uno tenía su propio interés obsesivo por alguna intrincada cuestión local, y se consideraban políticamente «independientes». Era probable que fuesen los primeros en chillar «¡nepotismo!» si Miles resultaba elegido; pero figuraban entre los anti-Prados más tenaces del pueblo.

Howard cogió las dos últimas cartas, una en cada mano, sopesándolas. Una era de una mujer a la que no conocía y que supuestamente (nunca daba nada por sentado) trabajaba en la Clínica Bellchapel para Drogodependientes (el hecho de que utilizara el binomio «todos y todas» lo inclinaba a creerlo). Tras cierta vacilación, la dejó en el montón de los formularios de Colin Wall.

La última carta, sin firma y escrita en ordenador, exigía en términos destemplados la convocatoria de elecciones. Parecía redactada con prisa y descuido y estaba llena de errores. Ensalzaba las virtudes de Barry Fairbrother y citaba específicamente a Miles para afirmar que «no le llega a la seula del zapato» a Barry. Howard se preguntó si Miles tendría algún cliente descontento que pudiera dar pie a una situación bochornosa. No estaba de más prevenir riesgos potenciales como ése. Sin embargo, dudaba que una carta anónima pudiese contar como voto en unas elecciones, así que, sin darle más vueltas, la metió en la trituradora de sobremesa que le había regalado Shirley por Navidad.