Andrew Price cogió la bicicleta de carreras de su padre por el manillar y la sacó con cuidado del garaje, procurando no rayar el coche. Bajó los peldaños de piedra y atravesó la cancela; una vez en el asfalto, puso un pie en el pedal, se impulsó unos metros y pasó la otra pierna sobre el sillín. Dobló a la izquierda hasta la vertiginosa carretera de la colina y se lanzó cuesta abajo sin tocar los frenos, en dirección a Pagford.
Los setos y el cielo se convirtieron en borrones; se imaginó en un velódromo mientras el viento le sacudía el pelo recién lavado y le azotaba la cara, que acababa de restregarse con jabón y le escocía. A la altura del jardín en forma de cuña de los Fairbrother frenó un poco, porque unos meses antes había tomado esa curva cerrada a demasiada velocidad y acabado en el suelo; había tenido que volver enseguida a casa con los vaqueros destrozados y un lado de la cara cubierto de arañazos.
Llegó sin pedalear hasta Church Row, con una sola mano en el manillar, y disfrutó de un segundo acelerón cuesta abajo, aunque menor que el primero. Frenó un poco al ver que en la puerta de la iglesia cargaban un féretro en un coche fúnebre y una multitud vestida de oscuro salía por las macizas puertas de madera. Pedaleó con furia hasta la esquina para desaparecer. No quería ver a Fats saliendo de la iglesia con un afligido Cuby, vestido con el traje barato y la corbata que le había descrito con cómica repugnancia en la clase de lengua el día anterior. Habría sido como interrumpir a su amigo cuando cagaba.
Al llegar a la plaza, pedaleó despacio y se apartó el pelo de la cara con una mano, preguntándose qué efecto habría tenido el aire frío en sus granos púrpura y si el jabón bactericida habría atenuado su aspecto furibundo. Y se repitió la coartada: venía de casa de Fats (podría haber sido así, por qué no), y Hope Street constituía una ruta tan válida para llegar al río como atajar por la primera calle lateral. Por tanto, no era necesario que Gaia Bawden (si daba la casualidad de que estaba asomada a la ventana de su casa y lo reconocía) pensara que había seguido ese camino por ella. Andrew no esperaba tener que explicarle sus razones para circular por su calle, pero siguió dándole vueltas a ese pretexto porque le pareció que le daba un aire de indiferencia muy guay.
Sólo quería saber en qué casa vivía. Ya había pasado con la bicicleta en otras dos ocasiones, siempre en fin de semana, por la corta calle de casas adosadas, pero todavía no había conseguido descubrir cuál de ellas albergaba el santo grial. Lo único que sabía, gracias a sus miradas furtivas a través de las sucias ventanillas del autobús escolar, era que Gaia vivía en la acera derecha, la de los números pares.
Al doblar la esquina, trató de serenarse y representar el papel de un hombre que pedalea lentamente hacia el río por la ruta más directa, absorto en trascendentales pensamientos, pero dispuesto a saludar a una compañera de clase en caso de que aparezca.
Estaba allí. En la acera. Las piernas de Andrew siguieron moviéndose, aunque ya no sentía los pedales, y de pronto cobró conciencia de lo finos que eran los neumáticos sobre los que mantenía el equilibrio. Gaia hurgaba en un bolso de piel, con el cabello cobrizo cayéndole sobre la cara. Un número 10 sobre la puerta entreabierta a sus espaldas; una camiseta negra que no le llegaba a la cintura, una franja de piel desnuda, un cinturón ancho y unos vaqueros ajustados. Cuando Andrew casi había pasado de largo, ella cerró la puerta y se volvió; se apartó el pelo revelando su precioso rostro y, con su acento de Londres, dijo con claridad:
—Eh, hola.
—Hola —contestó él.
Sus piernas siguieron pedaleando. Se alejó cinco metros, diez; ¿por qué no se había parado? La impresión lo mantenía en movimiento, no se atrevía a mirar atrás. Ya estaba al final de la calle, «joder, ahora no te caigas», dobló la esquina, demasiado aturdido para discernir si sentía más alivio o decepción por haber seguido.
«¡Joooder!»
Pedaleó hasta el bosquecillo que había al pie de la colina de Pargetter, donde el río resplandecía de forma intermitente entre los árboles, pero sólo veía a Gaia, grabada en su retina como luces de neón. La estrecha carretera se convirtió en un camino de tierra y la suave brisa del río le acarició la cara; no le pareció que se hubiera sonrojado, porque todo había sucedido demasiado deprisa.
—¡Joooder, la hostia! —gritó al aire fresco y el sendero desierto.
Hurgó con excitación en aquel tesoro magnífico e inesperado que acababa de encontrar: el cuerpo perfecto de Gaia con los vaqueros y la camiseta ceñida; el número 10 a sus espaldas, en una puerta con la pintura azul desconchada; aquel «Eh, hola» tan relajado y natural, que indicaba que las facciones de él estaban registradas en algún lugar de la mente que habitaba tras aquella cara tan increíble.
La bicicleta traqueteó sobre el terreno irregular. Exultante, Andrew sólo desmontó cuando notó que perdía el equilibrio. La empujó entre los árboles hasta la estrecha ribera y la dejó tirada entre las anémonas de tierra, que desde su última visita se habían abierto como minúsculas estrellas blancas.
Cuando empezó a coger prestada la bici, su padre le había dicho: «Encadénala a algo cuando entres en una tienda. Te lo advierto, como te la manguen…»
Pero la cadena no era lo bastante larga para atarla a un árbol y, de todas formas, cuanto más se alejaba Andrew de su padre, menos miedo le tenía. Sin dejar de pensar en aquellos centímetros de vientre plano y desnudo y en el exquisito rostro de Gaia, se dirigió al punto en que la ribera se encontraba con la erosionada ladera de la colina, que allí se alzaba de forma abrupta, formando una pared rocosa sobre las aguas verdes y raudas del río.
Al pie de la ladera, la orilla quedaba reducida a una estrecha franja resbaladiza y pedregosa. La única manera de recorrerla, si los pies le habían crecido a uno hasta el doble del tamaño que tenían la primera vez que lo hizo, era apretarse contra la pared para avanzar de lado, poco a poco, y asirse a raíces y rocas salientes.
El olor a mantillo del río y el de la tierra mojada le resultaban profundamente familiares, al igual que las sensaciones que le producían la estrecha cornisa de tierra y hierba bajo los pies y las grietas y rocas que buscaba como asideros en la pared. Fats y él habían encontrado aquel lugar secreto cuando tenían once años. Eran conscientes de estar haciendo algo prohibido y peligroso; les habían advertido del riesgo que entrañaba el río. Aterrados pero resueltos a no reconocer que lo estaban, habían recorrido poco a poco la traicionera cornisa asiéndose a cualquier cosa que sobresaliera de la ladera rocosa y, en el punto más estrecho, agarrándose mutuamente de la camiseta.
Aunque tenía la cabeza en otro sitio, los años de práctica le permitían moverse como un cangrejo por la pared de tierra y roca con el agua fluyendo un metro por debajo de sus zapatillas; luego, encogiéndose y girando a la vez con un diestro movimiento, se internó en la fisura que habían descubierto tanto tiempo atrás. En aquel entonces, les había parecido una recompensa divina por su valentía. Ya no podía permanecer erguido en el interior; pero, algo mayor que una tienda de campaña, la grieta proporcionaba espacio suficiente para dos adolescentes tendidos uno junto al otro con el río fluyendo debajo y los árboles moteando la vista del cielo, enmarcada por la boca triangular.
Aquella primera vez habían hurgado con palos en la pared del fondo, pero no consiguieron encontrar un pasadizo secreto que ascendiera hasta la abadía; así pues, se habían jactado de que sólo ellos dos conocían la existencia de aquel escondite y juraron guardar el secreto para siempre. Andrew tenía un vago recuerdo de un juramento solemne, sellado con saliva y palabrotas varias. Inicialmente lo habían bautizado como la Cueva, pero llevaban ya algún tiempo llamándolo «el Cubículo».
La pequeña cavidad desprendía olor a tierra, aunque el techo inclinado fuera de roca. Una línea de pleamar verde oscuro indicaba que antaño había estado llena de agua, aunque no hasta el techo. El suelo estaba alfombrado de colillas de cigarrillo y filtros de porro. Andrew se sentó con las piernas colgando sobre el agua fangosa y sacó de la chaqueta el tabaco y el mechero, comprados con el poco dinero que le quedaba del cumpleaños, ahora que le habían quitado la paga. Encendió un pitillo, le dio una profunda calada y revivió el glorioso encuentro con Gaia Bawden con el mayor detalle posible: la estrecha cintura y las caderas bien torneadas; la piel dorada entre el cinturón y la camiseta; la boca grande y carnosa; su «Eh, hola». Era la primera vez que la veía sin el uniforme escolar. ¿Adónde iba, sola con su bolso de piel? ¿Qué podía hacer ella en Pagford un sábado por la mañana? ¿Se disponía acaso a coger el autobús que iba a Yarvil? ¿En qué andaba metida cuando él no la veía, qué misterios femeninos la absorbían?
Y se preguntó entonces, por enésima vez, si era concebible que un exterior de carne y hueso como aquél contuviera una personalidad poco interesante. Gaia era la única que lo había hecho plantearse algo así: la idea de que cuerpo y alma pudieran ser entidades distintas no se le había pasado por la cabeza hasta que la vio por primera vez. Incluso cuando imaginaba cómo serían y qué tacto tendrían sus pechos, basándose en las pruebas visuales que había reunido gracias a una blusa escolar levemente translúcida que revelaba un sujetador blanco, se resistía a creer que lo atrajera algo exclusivamente físico. Gaia tenía una forma de moverse que lo emocionaba tanto como la música, que era lo que más lo conmovía. Sin duda, el espíritu que animaba aquel cuerpo sin igual sería también extraordinario, ¿no? ¿Por qué iba a crear la naturaleza un envase como aquél si no era para que contuviese algo más valioso incluso?
Andrew sabía qué aspecto presentaba una mujer desnuda, porque en el ordenador de la buhardilla de Fats no había control parental alguno. Juntos habían explorado todo el porno de acceso gratis: vulvas afeitadas, con labios rosáceos que se abrían para mostrar profundas y oscuras hendiduras; nalgas abiertas que revelaban anos como botones fruncidos; bocas con mucho pintalabios de las que goteaba semen. La excitación de Andrew se multiplicaba por el terror de saber que sólo se oía aproximarse a la señora Wall cuando sus pisadas crujían en el segundo tramo de escalera. A veces encontraban cosas raras que los hacían partirse de risa, aunque él no estuviera seguro de si le excitaban o le repelían (látigos y sillas de montar, arneses, sogas, medias y ligueros; y en una ocasión, en la que ni siquiera Fats había conseguido reír, primeros planos de artilugios sujetos con tornillos, agujas sobresaliendo de carnes blandas y rostros de mujer congelados en gritos de terror).
Juntos, Fats y él se habían convertido en expertos en pechos operados, enormes, turgentes y redondos.
—Silicona —señalaba uno de los dos como si tal cosa, cuando estaban sentados ante el ordenador con la puerta bien cerrada entre ellos y los padres de Fats.
La rubia de la pantalla, montada a horcajadas sobre un hombre peludo, levantaba los brazos, con los grandes pechos de pezones marrones colgando sobre la estrecha caja torácica como bolas de bolera, con unas finas líneas purpúreas y brillantes bajo cada uno que mostraban por dónde se había introducido la silicona. Mirándolos, casi se percibía qué tacto tendrían: firmes como pelotas de fútbol bajo la piel. Andrew no lograba imaginar nada más erótico que un pecho natural; suave, esponjoso y quizá un poco gomoso, con los pezones erectos (eso esperaba) en contraste.
Y todas esas imágenes bullían en sus pensamientos por las noches, mezcladas con las posibilidades que ofrecían las chicas reales, las chicas de carne y hueso, y lo poco que uno conseguía notar a través de la ropa si lograba acercarse lo suficiente. Niamh era la menos guapa de las gemelas Fairbrother, pero también la que se había mostrado más dispuesta en el abarrotado salón de actos durante la fiesta de Navidad. Medio ocultos por el mohoso telón en un recoveco del escenario, se habían apretado uno contra el otro y él le había metido la lengua en la boca. Sus manos no habían llegado más allá del cierre del sujetador, porque ella no cesaba de apartarse. A Andrew lo había impulsado especialmente la certeza de que allí fuera, en algún rincón oscuro, Fats estaba llegando más lejos que él. Y ahora Gaia ocupaba y desbordaba todos sus pensamientos. Era la chica más sexy que había visto en toda su vida, pero también la fuente de otro anhelo inexplicable. Al igual que ciertos acordes y ciertos ritmos, Gaia Bawden lo hacía estremecer.
Encendió otro cigarrillo con la colilla del primero, que luego arrojó al agua. Entonces oyó el familiar sonido de algo que se arrastraba, y se inclinó para ver a Fats, todavía con el traje del funeral, con los miembros extendidos sobre la pared de roca, moviéndose despacio, de asidero en asidero, por la estrecha ribera hacia la cueva.
—Fats.
—Arf.
Andrew encogió las piernas para que pudiese saltar al interior del Cubículo.
—Me cago en la leche —soltó Fats cuando hubo entrado a gatas.
Con sus torpes movimientos y aquellos miembros largos recordaba a una araña, y el traje negro acentuaba su delgadez.
Andrew le tendió un cigarrillo. Fats siempre los encendía como azotado por el viento, protegiendo la llama con una mano y frunciendo el entrecejo. Dio una buena calada, exhaló un anillo de humo hacia el exterior del Cubículo y se aflojó la corbata gris oscuro. Al fin y al cabo, se veía mayor y no tan ridículo con aquel traje, ahora manchado de tierra en las rodillas y los puños por el trayecto hasta la cueva.
—Cualquiera diría que estaban liados —dijo Fats después de darle otra buena calada al pitillo.
—Cuby está muy afectado, ¿no?
—¿Afectado? Tiene un puto ataque de histeria. Si hasta le ha dado hipo y todo. Está peor que la viuda, joder.
Andrew rió. Fats exhaló otro anillo de humo y se tironeó de una de sus enormes orejas.
—Me he largado antes de tiempo. Todavía no lo han enterrado.
Fumaron un rato en silencio, ambos contemplando el fangoso río. Mientras daba otra calada, Andrew consideró las palabras «Me he largado antes de tiempo», y la autonomía que Fats parecía tener en comparación con él. Simon y su ira se interponían entre Andrew y la libertad: en Hilltop House, uno a veces se ganaba un castigo sólo por estar presente. La imaginación de Andrew se había visto atraída en cierta ocasión por un módulo de la asignatura de filosofía y religión que estudiaba los dioses primitivos en toda su violencia e ira arbitraria, y los intentos de las antiguas civilizaciones por aplacarlas. Había pensado entonces en la naturaleza de la justicia tal como él la conocía: su padre como un dios pagano y su madre como la sacerdotisa del culto, que trataba de interpretar e interceder, normalmente sin éxito, y que sin embargo insistía, pese a las pruebas en contra, en que su deidad era en el fondo magnánima y razonable.
Fats apoyó la cabeza contra la pared de piedra y exhaló anillos de humo hacia el techo. Estaba pensando en lo que quería decirle a Andrew. Durante todo el funeral había ensayado cómo empezar, mientras su padre tragaba saliva y sollozaba con el pañuelo en la mano. Fats estaba tan excitado ante la perspectiva de contarle aquello que le costaba contenerse; pero no quería precipitarse. Hablar de ello tenía casi tanta importancia como el hecho en sí. No quería que Andrew pensara que había corrido hasta allí para contárselo.
—Ya sabes que Fairbrother estaba en el concejo parroquial, ¿no? —dijo Andrew.
—Ajá —contestó Fats, y se alegró de que el otro iniciara una conversación.
—Pues Simoncete anda diciendo que va a presentarse para ocupar su plaza.
—¿Simoncete? —Fats lo miró frunciendo el entrecejo—. Pero ¿qué mosca le ha picado?
—Cree que Fairbrother aceptaba sobornos de un contratista. —Andrew había oído a su padre hablándolo con su madre esa mañana en la cocina. En su opinión, eso lo explicaba todo—. O sea, quiere un trozo del pastel.
—Ése no fue Barry Fairbrother —repuso Fats, riendo y tirando la ceniza al suelo de la cueva—. Y tampoco fue en el concejo parroquial. Fue un tío de Yarvil, un tal Frierly o algo así. Estaba en el consejo supervisor del instituto Winterdown. A Cuby le dio un ataque, con la prensa local llamándolo para que hiciera declaraciones y tal. A Frierly acabaron trincándolo. ¿Simoncete no lee el Yarvil and District Gazette o qué?
Andrew lo miró fijamente.
—Típico suyo, joder.
Apagó el cigarrillo en el suelo de tierra, avergonzado por tener un padre tan idiota. Simon había vuelto a entenderlo todo al revés. Echaba pestes de la comunidad local, burlándose de sus preocupaciones, y se sentía orgulloso de vivir aislado en su puñetera casita de la colina; y entonces le llegaba una información falsa y decidía exponer a su familia a la humillación basándose en ella.
—Este Simoncete es un puto corrupto, ¿eh? —comentó Fats.
«Simoncete» era el apodo que le había puesto Ruth a su marido. Fats la había oído utilizarlo una vez, cuando fue a cenar a su casa, y desde entonces no lo había llamado de otra manera.
—Pues sí —respondió Andrew, preguntándose si podría disuadir a su padre de presentarse si le contaba que se había confundido de hombre y de organismo.
—Vaya coincidencia, porque Cuby también va a presentarse. —Exhaló por la nariz con la vista fija en la rocosa pared sobre la cabeza de Andrew—. ¿A quién crees tú que preferirán los votantes, al hijoputa o al gilipollas?
Andrew rió. De pocas cosas disfrutaba tanto como de oír a su amigo llamar «hijoputa» a su padre.
—Y ahora échale un vistazo a esto —añadió Fats, poniéndose el pitillo entre los labios y palpándose las caderas, aunque sabía que llevaba el sobre en el bolsillo interior de la americana—. Aquí está. —Lo sacó para enseñarle el contenido a Andrew: una mezcla pulverulenta de cogollos marrones del tamaño de granos de pimienta, ramitas secas y hojas. Luego anunció—: Es sinsemilla.
—¿Y eso qué es?
—Pequeños brotes de la planta madre de la marihuana, sin fertilizar, especialmente preparada para el placer del fumador.
—¿Qué diferencia hay entre eso y lo de siempre? —quiso saber Andrew, con el que Fats había compartido varios pedazos de hachís negro y ceroso en el Cubículo.
—Sólo es otra forma de fumar —repuso Fats apagando el cigarrillo.
Sacó un paquetito de Rizla del bolsillo, extrajo tres frágiles papeles y los pegó entre sí.
—¿Te la ha pasado Kirby? —preguntó Andrew, oliendo el contenido del sobre.
Todo el mundo sabía que Skye Kirby era el tío al que había que acudir si se quería droga. Estaba en sexto, un curso por encima de ellos. Su abuelo era un viejo hippy varias veces procesado por tener su propia plantación.
—Sí —contestó Fats mientras rompía cigarrillos para verter el tabaco en el papel—. Pero hay un tío que se llama Obbo, en los Prados, que te consigue cualquier cosa. Puto caballo, si quieres.
—Pero tú no quieres caballo —repuso Andrew mirándolo a la cara.
—No, qué va.
Fats cogió el sobre y mezcló un poco de marihuana con el tabaco. Lió el porro, lamió el papel para pegarlo, metiendo bien el filtro, y retorció la punta.
—Genial —dijo alegremente.
Tenía planeado contarle la noticia después del canuto de maría, como si éste fuera un número de calentamiento. Tendió la mano para que Andrew le pasara el encendedor, encendió el petardo, dio una calada profunda, contemplativa, exhaló un chorro de humo azul y luego repitió el proceso.
—Hum —murmuró, reteniendo el humo e imitando a Cuby, a quien Tessa le había regalado un cursillo de cata de vinos una Navidad—. Notas de hierba. Un paladar intenso. Un final en boca de… Hostia. —Experimentó un colocón repentino, allí sentado, y exhaló el humo, riendo—. Prueba esto, tío.
Andrew se inclinó para coger el porro soltando una risita de expectación al ver la beatífica sonrisa de Fats, que no cuadraba con su estreñido cejo de siempre.
Andrew dio una calada y sintió cómo se irradiaba la droga desde los pulmones, relajándolo poco a poco. Dio otra más y tuvo la sensación de que le sacudían la mente como un edredón, que volvía a posarse sin arrugas. Todo se volvía fácil, sencillo y placentero.
—Genial —emuló a Fats, y sonrió ante el sonido de su propia voz.
Volvió a pasarle el porro a su amigo, que lo estaba esperando, y saboreó la sensación de bienestar.
—Bueno, ¿quieres oír algo interesante? —dijo Fats, sonriendo de oreja a oreja sin poder evitarlo.
—Suéltalo.
—Anoche me la follé.
Andrew estuvo a punto de preguntar «¿a quién?» antes de que su embotado cerebro lo recordara: a Krystal Weedon, por supuesto; a Krystal Weedon, ¿a quién si no?
—¿Dónde? —soltó como un idiota. No era eso lo que quería saber.
Fats se tendió boca arriba enfundado en su traje de luto, los pies hacia el río. Andrew se tumbó a su lado en dirección contraria. Solían dormir así, cabeza con pies, cuando de niños pasaban la noche en casa del otro. Andrew contempló el techo de roca, donde el humo azul pendía formando lentos zarcillos, y esperó, todo oídos.
—Les dije a Cuby y a Tessa que me quedaba a dormir en tu casa, así que ya sabes —prosiguió Fats. Acercó el porro a los dedos que le tendía Andrew, y luego entrelazó las largas manos sobre el pecho y se oyó decir—: Cogí el autobús hasta los Prados. Me encontré con ella en la salida de Oddbins.
—¿Al lado del supermercado Tesco? —Seguía haciendo preguntas estúpidas, no sabía por qué.
—Ajá. Fuimos al parque infantil. Hay árboles en el rincón, detrás de los meaderos públicos. Un sitio estupendo y privado. Estaba haciéndose de noche.
Cambió de postura y Andrew volvió a pasarle el canuto.
—Meterla es más difícil de lo que creía —declaró, y Andrew lo escuchó fascinado, casi con ganas de reír, pero temiendo perderse los crudos detalles que su amigo iba a darle—: Estaba más húmeda cuando le metía los dedos.
Una risita burbujeó como gas atrapado en el pecho de Andrew, pero la ahogó.
—Mucho trajín para meterla hasta el fondo. Es más estrecho de lo que creía.
Andrew vio elevarse un chorro de humo desde donde debía de estar la cabeza de Fats.
—Tardé unos diez segundos en correrme. Una vez dentro, la sensación es de puta madre.
Andrew contuvo la risa, por si había algo más.
—Me puse una goma. Sin goma tiene que ser mejor.
Volvió a pasarle el canuto a Andrew, que le dio una calada, pensativo. Meterla era más difícil de lo que uno creía; diez segundos y se acabó. No parecía nada del otro mundo, y sin embargo, lo que daría por eso… Imaginó a Gaia Bawden tendida boca arriba para él y, sin querer, dejó escapar un débil gemido que Fats por lo visto no oyó. Perdido en una niebla de imágenes eróticas, dándole al canuto, Andrew siguió tendido con su erección sobre el trozo de tierra que su cuerpo calentaba y escuchó el suave gorgoteo del río a unos metros de su cabeza.
—¿Qué es lo importante, Arf? —preguntó Fats al cabo de una larga y amodorrada pausa.
Con la cabeza dándole plácidas vueltas, Andrew contestó:
—El sexo.
—Eso es —repuso Fats, encantado—. Follar. Eso es lo importante. Propegar… propagar la especie. A la mierda los condones. Multipliquémonos.
—Ajá —dijo Andrew, riendo.
—Y la muerte —añadió Fats. Lo había desconcertado la realidad de aquel féretro, y que hubiese tan poca cosa entre el cadáver y la bandada de buitres. No lamentaba haberse ido antes de verlo desaparecer en la fosa—. Tiene que serlo, ¿no? La muerte.
—Sí —dijo Andrew pensando en guerras y accidentes de tráfico, en morir en arrebatos de velocidad y gloria.
—Sí. Follar y morir. De eso se trata, ¿no? De follar y morir. La vida es eso.
—Consiste en intentar follar e intentar no morirte.
—O en intentar morirte. Hay gente que lo hace, que se juega la vida.
—Sí. Se juegan la vida.
Se hizo otro silencio en el fresco y brumoso escondite.
—Y la música —añadió Andrew en voz baja, observando el humo azulado que pendía bajo la roca oscura.
—Ajá —dijo la voz de Fats desde muy lejos—. Y la música.
El río corría inagotable ante el Cubículo.