A las nueve de la mañana no quedaba ni una sola plaza de aparcamiento en Church Row. Los asistentes al funeral, vestidos de oscuro, recorrían la calle en ambas direcciones, solos, en parejas o grupos, y confluían en St. Michael and All Saints como virutas de hierro atraídas por un imán. El sendero que conducía hasta las puertas de la iglesia se llenó de gente, y luego rebosó de ella; los que se vieron desplazados se desparramaron por el camposanto buscando un sitio seguro entre las lápidas, temerosos de pisar a los muertos, pero reacios a alejarse demasiado de la entrada de la iglesia. Era evidente que no habría bancos suficientes para todas las personas que habían acudido a despedirse de Barry Fairbrother.
Sus colegas de la sucursal bancaria, agrupados en torno a la fastuosa tumba de los Sweetlove, deseaban que el augusto representante de la sede central se fuera de una vez y se llevara consigo su necia cháchara y sus torpes bromas. Lauren, Holly y Jennifer, integrantes del equipo de remo, se habían separado de sus padres para juntarse a la sombra de un tejo recubierto de musgo. Los concejales del pueblo, que formaban un grupo variopinto, conversaban con solemnidad en el centro del sendero: un racimo de cabezas calvas y gafas gruesas, salpicado de sombreros de paja negros y perlas cultivadas. Miembros del club de squash y del club de golf se saludaban sin levantar mucho la voz; viejos amigos de la universidad se reconocían desde lejos y se acercaban poco a poco unos a otros; y entre toda esa gente pululaban casi todos los pagfordianos, con sus mejores y más oscuras galas. El murmullo de las conversaciones flotaba en el aire; el mar de rostros aguzaba la vista, expectante.
Tessa Wall llevaba su mejor abrigo, de lana gris; le quedaba tan apretado en las axilas que no podía levantar los brazos por encima del pecho. De pie junto a su hijo, en el margen del sendero, intercambiaba gestos de saludo y sonrisitas tristes con sus conocidos mientras discutía con Fats tratando de no mover demasiado los labios.
—Por Dios, Stu. Era el mejor amigo de tu padre. Muestra un poco de respeto por una vez.
—Yo no sabía que duraría tanto, joder. Me dijiste que a las once y media se habría acabado.
—No digas palabrotas. Te dije que saldríamos de St. Michael más o menos a las once y media.
—Pues yo pensé que ya se habría acabado, así que quedé con Arf.
—Pero ¡tienes que asistir al entierro, tu padre lleva el féretro! Llama a Arf y dile que quedaréis mañana.
—Él mañana no puede. Además, no he traído el móvil. Cuby me ha dicho que no se puede traer a la iglesia.
—¡No llames Cuby a tu padre! Ten, telefonea a Arf con el mío —añadió Tessa, hurgando en su bolsillo.
—No me sé su número de memoria —mintió Fats con frialdad.
Tessa y Colin habían cenado solos la noche anterior porque Fats había ido en bicicleta a casa de Andrew para acabar el trabajo de lengua que hacían juntos. Ésa era, por lo menos, la excusa que Fats le había dado a su madre, y ella fingió creérsela. Le convenía que Fats desapareciera y no le diese más disgustos a Colin.
Al menos se había puesto el traje que Tessa le había comprado en Yarvil. Ella había perdido los estribos en la tercera tienda, porque Fats, desgarbado y pasota, parecía un espantajo con todo lo que se probaba, y Tessa pensó, furiosa, que lo hacía a propósito, que de haber querido podría haber lucido el traje con elegancia y soltura.
—¡Chist! —le advirtió con un susurro.
Fats no estaba hablando en ese momento, pero Colin se acercaba a ellos seguido por los Jawanda; en su agitación, parecía confundir el papel de portador del féretro con el de acomodador y rondaba cerca de las puertas recibiendo a los asistentes. Parminder, enfundada en un sari y acompañada por sus hijos, tenía muy mala cara, y Vikram, con un traje oscuro, parecía una estrella de cine.
A pocos metros de las puertas de la iglesia, Samantha Mollison esperaba junto a su marido, alzando la vista hacia el cielo blanquecino y pensando en el sol que se desperdiciaba por encima de la capa de nubes. Se negaba a que la sacaran del suelo firme del sendero, sin importarle cuántas ancianas tuvieran que refrescarse los tobillos en la hierba; no quería que sus altos tacones de charol se hundieran en aquel terreno blando y acabaran hechos un asco.
Cuando algún conocido los saludaba, Miles y Samantha respondían amablemente, pero lo cierto es que no se hablaban. La noche anterior se habían peleado. La gente les preguntaba por Lexie y Libby, que solían pasar el fin de semana con ellos, pero las niñas se habían quedado en casa de unas amigas. Samantha sabía que Miles lamentaba su ausencia; le encantaba representar el papel de padre de familia en público. Incluso, pensó Samantha con una punzada de rabia muy agradable, podía ser que Miles les pidiera a ella y las niñas que posaran con él para la imagen de los panfletos electorales. Le encantaría decirle a su marido qué opinaba al respecto.
Se notaba que Miles estaba sorprendido de la nutrida asistencia. Sin duda lamentaba no tener un papel protagonista en la ceremonia que iba a oficiarse; habría sido una oportunidad ideal para iniciar una campaña velada para ocupar la plaza de Barry en el concejo, con todo aquel público de votantes cautivos. Samantha se propuso deslizar una alusión sarcástica a esa oportunidad perdida en cuanto surgiese la ocasión.
—¡Gavin! —exclamó Miles al ver una cabeza pequeña y rubia.
—Ah, hola, Miles. Hola, Sam.
La flamante corbata negra de Gavin destacaba contra la camisa blanca. Tenía marcadas ojeras bajo los ojos claros. Samantha se ladeó hacia él, de puntillas, para que no pudiera evitar besarla en la mejilla e inhalar su perfume almizclado.
—Cuánta gente, ¿no? —comentó Gavin, mirando alrededor.
—Gavin va a llevar el féretro —le dijo Miles a su mujer con el mismo tono que habría utilizado para anunciar que un niño pequeño y poco prometedor había ganado un vale para libros por sus esfuerzos.
En realidad, Miles se había sorprendido un poco cuando Gavin le contó que le habían concedido ese honor. Miles había dado por hecho que Samantha y él serían invitados destacados, rodeados por cierta aura de misterio e importancia, por haber estado junto al lecho de muerte de Barry. Habría sido un bonito gesto que Mary, o alguien cercano a ella, le hubiese pedido a él que leyera algo o dijera unas palabras, en reconocimiento del importante papel que había representado en los últimos momentos del difunto.
Samantha se cuidó mucho de no mostrar la menor sorpresa ante la elección de Gavin.
—Tú y Barry erais amigos, ¿no, Gav?
Él asintió. Estaba nervioso y un poco mareado. Había dormido fatal, despertándose de madrugada con horribles pesadillas en las que primero dejaba caer el féretro y provocaba que el cuerpo de Barry acabara en el suelo de la iglesia, y luego se quedaba dormido, se perdía el funeral y llegaba a St. Michael and All Saints para encontrarse a Mary sola en el cementerio, lívida y furiosa, reprochándole que lo había echado todo a perder.
—No sé muy bien dónde tengo que ponerme —dijo, mirando alrededor—. Es la primera vez que hago esto.
—No es nada del otro mundo, hombre —respondió Miles—. La verdad es que lo único que tienes que hacer es no dejar que se te caiga nada, ¡ja, ja, ja!
La risita tonta de Miles sonó rara en contraste con el tono grave de su voz. Gavin y Samantha no sonrieron.
Colin Wall surgió de entre la gente concentrada. Grandote y torpe, con aquella frente alta y huesuda, a Samantha siempre le recordaba al monstruo de Frankenstein.
—Gavin —dijo—. Por fin te encuentro. Deberíamos formar en la acera, llegarán en cuestión de minutos.
—A la orden —repuso Gavin, aliviado porque le dijeran qué hacer.
—Hola, Colin —lo saludó Miles con una inclinación de cabeza.
—Ya, hola —contestó Colin, aturdido, antes de darse la vuelta y abrirse paso entre la multitud.
Hubo otro pequeño revuelo y Samantha oyó la voz tonante de Howard.
—Discúlpenme… Perdón, intentamos reunirnos con nuestra familia…
La multitud se apartó para evitar su barrigón, y Howard hizo su aparición, enorme con el abrigo de solapas de terciopelo. Shirley y Maureen caminaban vacilantes en su estela; Shirley iba muy pulcra y compuesta, con su atuendo azul marino, y Maureen, escuálida como un ave carroñera, tocada con un sombrero con un pequeño velo negro.
—Hola, hola —dijo Howard, dándole a Samantha sendos besos en las mejillas—. ¿Qué tal, Sammy?
En ese momento la gente retrocedió para despejar el sendero y el ruido de tantos pies arrastrándose se tragó la respuesta de Samantha. Hubo forcejeos discretos, ya que nadie renunciaba a tener un sitio cerca de la entrada de la iglesia. Al partirse en dos la multitud, en la brecha resultante aparecieron caras familiares, como pepitas diferenciadas. Samantha distinguió a los Jawanda por sus rostros color café entre toda aquella palidez: Vikram, absurdamente guapo con su traje oscuro, y Parminder ataviada con un sari (¿por qué haría algo así? ¿No sabía acaso que con eso le hacía el juego a la gente como Howard y Shirley?); a su lado, la retacona Tessa Wall, con un abrigo gris a punto de saltársele los botones.
Mary Fairbrother y sus hijos recorrían lentamente el sendero hacia la iglesia. Mary estaba muy pálida y parecía haber perdido varios kilos. ¿Tanto había adelgazado en sólo seis días? Llevaba de la mano a una de las gemelas y rodeaba con el brazo los hombros de su hijo pequeño; el mayor, Fergus, iba detrás. Mary caminaba con la vista al frente y los labios apretados. Otros miembros de la familia los seguían. La procesión cruzó el umbral y desapareció en el sombrío interior de la iglesia.
Todos avanzaron a la vez hacia las puertas, con el resultado de un atasco muy poco decoroso. Con tanto trajín, los Mollison acabaron mezclados con los Jawanda.
—Después de usted, señor Jawanda, después de usted —bramó Howard, extendiendo un brazo para que el cirujano pasara primero.
Luego se valió de toda su humanidad para impedir que lo adelantara alguien más y cruzó la entrada inmediatamente después de Vikram, dejando que las familias de ambos los siguieran.
Una alfombra azul real cubría el pasillo central de St. Michael and All Saints. En lo alto de la bóveda brillaban estrellas doradas; unas placas de latón reflejaban el resplandor de las lámparas de techo. Los vitrales tenían unos diseños intrincados y colores magníficos. A medio camino de la nave, en el lado de la Epístola, el propio san Miguel contemplaba a sus fieles desde el vitral más grande, enfundado en una armadura plateada. De los hombros le brotaban alas; con una mano empuñaba una espada y en la otra sostenía una balanza dorada. Un pie calzado con una sandalia se apoyaba en la espalda de un Satán gris oscuro con alas de murciélago, que se retorcía tratando de levantarse. La expresión del santo era serena.
Howard se detuvo a la altura de san Miguel y le indicó a su grupo que ocupara el banco de la izquierda. Vikram dobló a la derecha para entrar en el opuesto. Mientras el resto de los Mollison, y Maureen, desfilaban ante él para sentarse, Howard permaneció plantado en la alfombra azul, y cuando pasó Parminder le dijo:
—Qué terrible, esto de Barry. Una impresión tremenda.
—Sí —contestó ella, sintiendo un odio feroz.
—Siempre he pensado que esas túnicas han de ser muy cómodas, ¿no? —añadió Howard, indicando el sari con la cabeza.
Parminder no contestó y se limitó a sentarse junto a Jaswant. Howard tomó asiento a su vez, convirtiéndose en un prodigioso tapón en el extremo del banco, que impedía el acceso a los rezagados.
Shirley tenía la mirada fija en sus rodillas en actitud respetuosa, y las manos unidas como si rezara, pero estaba dándole vueltas al pequeño intercambio de Howard y Parminder sobre el sari. Shirley pertenecía a un sector de Pagford que lamentaba calladamente que la antigua vicaría, construida tiempo atrás para vivienda de un vicario de la Alta Iglesia Anglicana, con grandes patillas y personal de servicio con delantales almidonados, fuera ahora el hogar de una familia de hindús (nunca había acabado de entender a qué religión pertenecían los Jawanda). Se dijo que si ella y Howard acudieran al templo, la mezquita o donde fuera que los Jawanda rindiesen culto, sin duda les exigirían cubrirse la cabeza y quitarse los zapatos y a saber qué más, o armarían un escándalo. Sin embargo, era aceptable que Parminder se pavoneara con su sari en la iglesia. Tampoco era que no tuviese ropa normal, pues la llevaba todos los días en el trabajo. Lo que molestaba a Shirley era ese doble patrón de conducta; a Parminder ni se le ocurría pensar en la falta de respeto que constituía hacia la religión de todos ellos y, por extensión, al propio Barry Fairbrother, a quien presuntamente profesaba tanto cariño.
Shirley separó las manos, levantó la cabeza y volvió a centrarse en los atuendos de la gente que pasaba y en el número y tamaño de las coronas de flores. Algunas estaban apoyadas contra el comulgatorio. Vio la ofrenda del concejo, para la que Howard y ella habían organizado la colecta. Era una corona grande y tradicional de flores azules y blancas, los colores del escudo de armas de Pagford. Esas flores y las demás coronas quedaban eclipsadas por el remo a tamaño natural, hecho de broncíneos crisantemos, que le habían ofrecido las chicas del equipo.
Sukhvinder se volvió en su banco buscando con la mirada a Lauren, hija de la florista que había confeccionado el remo; quería decirle por señas que le gustaba, pero no consiguió distinguirla entre la nutrida multitud. A Sukhvinder, aquel remo le inspiraba un orgullo teñido de tristeza, en especial cuando vio que la gente lo señalaba al ocupar sus asientos. Cinco de las ocho remeras habían aportado dinero para el mismo. Lauren le había contado a Sukhvinder que un día había ido en busca de Krystal Weedon a la hora de comer exponiéndose a las burlas de sus amigas, que fumaban sentadas en un murete junto al quiosco. Lauren le había preguntado a Krystal si quería contribuir.
—Sí, vale, sí —había contestado ella.
Pero no lo había hecho, de modo que su nombre no aparecía en la tarjeta. Y, por lo que Sukhvinder veía, tampoco asistía al funeral.
Sukhvinder sentía un peso terrible en las entrañas, pero el dolor sordo del antebrazo izquierdo y las intensas punzadas cuando lo movía, contrarrestaban ese pesar, y al menos Fats Wall, ceñudo con su traje oscuro, no estaba cerca de ella. No la había mirado a los ojos cuando sus familias se encontraron brevemente en el cementerio; la presencia de sus padres lo contenía, como le pasaba a veces con la presencia de Andrew Price.
La noche anterior, muy tarde, su anónimo cibertorturador le había enviado una foto en blanco y negro de un niño de la época victoriana, desnudo y con el cuerpo cubierto de suave vello oscuro. Sukhvinder la había visto cuando estaba vistiéndose para el funeral y la había borrado.
¿Cuánto hacía que no era feliz? En una vida anterior, mucho antes de que la gente anduviese regañándola, iba muy contenta a aquella iglesia, y todos los años cantaba himnos con entusiasmo en Navidad, Pascua y la fiesta de la cosecha. Siempre le había gustado san Miguel, con su bonita cara femenina prerrafaelita y sus rizos dorados. Pero esa mañana, por primera vez, lo veía de otra manera, con aquel pie apoyado casi con despreocupación sobre el demonio oscuro que se retorcía; su expresión plácida le parecía siniestra y arrogante.
Los bancos estaban a rebosar. Golpes amortiguados, pisadas resonantes y leves susurros animaban el ambiente polvoriento mientras los menos afortunados seguían entrando en la iglesia y se situaban de pie a lo largo de la pared de la izquierda. Algunos optimistas recorrían el pasillo de puntillas por si habían pasado por alto algún sitio libre en los bancos abarrotados. Howard siguió inamovible y firme, hasta que Shirley le dio unas palmaditas en el hombro y susurró:
—¡Aubrey y Julia!
Inmediatamente, Howard giró su corpachón y agitó en el aire el programa de la ceremonia para atraer la atención de los Fawley. Se acercaron con paso enérgico por el pasillo alfombrado: Aubrey, alto, flaco y medio calvo, con traje oscuro, y Julia con el cabello pelirrojo claro recogido en un moño. Sonrieron agradecidos cuando Howard se movió, apretujando a los demás para que ellos tuvieran espacio suficiente.
Samantha acabó tan embutida entre Miles y Maureen que la cadera de ésta se le clavaba en un costado y las llaves del bolsillo de Miles en el otro. Furiosa, trató de hacerse un poco de espacio, pero ni Miles ni Maureen tenían forma de moverse, así que se limitó a mirar al frente y, como venganza, se puso a pensar en Vikram, que no había perdido un ápice de su atractivo desde la última vez que lo vio, hacía más o menos un mes. Su belleza era tan evidente e irrefutable que resultaba casi ridícula; casi le entraban ganas de reír. Con aquellas piernas tan largas, los hombros anchos y el vientre plano bajo la camisa remetida en los pantalones, y con aquellos ojos oscuros de espesas pestañas negras, parecía un dios en comparación con otros hombres de Pagford, tan flácidos, pálidos y gordos. Cuando Miles se inclinó para intercambiar cumplidos en susurros con Julia Fawley, y sus llaves se clavaron dolorosamente en el muslo de Samantha, ésta imaginó a Vikram rasgándole el vestido azul marino, y en su fantasía había olvidado ponerse la blusa de tirantes a juego que cubría el profundo cañón de su escote.
Los registros del órgano chirriaron y se hizo el silencio, con excepción de un leve frufrú persistente. Todos giraron la cabeza: el féretro se acercaba por el pasillo.
Los portadores eran tan desiguales que casi daban risa: los dos hermanos de Barry no llegaban al metro setenta, mientras que Colin Wall, que iba detrás, medía uno noventa, de manera que la parte trasera del féretro quedaba bastante más alta que la delantera. El ataúd no era de caoba pulida sino de mimbre.
«Pero ¡si es una puñetera cesta de picnic!», se dijo Howard, escandalizado.
Hubo fugaces expresiones de sorpresa en muchas caras cuando la caja de mimbre pasó ante ellas, pero algunos estaban ya al corriente del asunto. Mary le había contado a Tessa (que a su vez se lo contó a Parminder) que Fergus, el hijo mayor de Barry, era quien había elegido el material: quería sauce porque era sostenible y de crecimiento rápido, y por tanto inocuo para el medio ambiente. Fergus era un apasionado entusiasta de todo lo ecológico.
A Parminder, el féretro de sauce le gustó más, mucho más, que las recias cajas de madera que utilizaban los ingleses para sus muertos. Su abuela siempre había tenido el temor supersticioso de que el alma se viera atrapada en el interior de algo pesado y sólido, y deploraba que los empleados de pompas fúnebres británicos aseguraran las tapas con clavos. Los portadores dejaron el féretro en las andas cubiertas con brocado y se retiraron. Al hijo, los hermanos y el cuñado de Barry les hicieron sitio en los primeros bancos, y Colin se dirigió con paso inseguro de vuelta con su familia.
Gavin titubeó un par de segundos. Parminder advirtió que no sabía adónde ir; su única alternativa parecía recorrer de nuevo el pasillo bajo la mirada de trescientas personas. Pero Mary debió de hacerle alguna seña, porque, rojo como un tomate, se sentó en el primer banco junto a la madre de Barry. Parminder sólo había hablado una vez con Gavin, cuando lo auscultó y le prescribió un tratamiento para una infección por clamidias. No había vuelto a verlo.
—«Yo soy la resurrección y la vida, dijo el Señor; quien crea en Mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo aquel que viva y crea en mí no morirá eternamente…»
No parecía que el párroco considerara el sentido de las palabras que pronunciaba, se limitaba a recitarlas con un rítmico sonsonete. Parminder estaba acostumbrada a esa clase de cantinela: había asistido a servicios religiosos navideños durante años, junto con los demás padres del St. Thomas. Esa larga relación no la había reconciliado con el pálido santo guerrero que la contemplaba, ni con toda la madera oscura, los duros bancos, el extraño altar con su cruz de oro y piedras preciosas, ni con los cantos fúnebres, que le parecían fríos e inquietantes.
Y así, dejó de prestar atención a la afectada cantinela del párroco y volvió a pensar en su padre. Lo vio por la ventana de la cocina, desplomado boca abajo, mientras la radio seguía sonando a todo volumen encima de la conejera. Había yacido ahí durante dos horas, mientras ella, su madre y sus hermanas curioseaban en Topshop. Aún le parecía sentir el hombro de su padre bajo la camisa todavía caliente cuando lo había zarandeado. «Paaapi, paaapi…»
Habían esparcido las cenizas de Darshan en el Rea, el sombrío y raquítico río de Birmingham. Todavía recordaba su superficie marrón y opaca en un día nublado de junio, y los diminutos copos blancos y grises que se alejaban flotando en la corriente.
El órgano cobró vida con su sonido metálico y jadeante, y Parminder se puso en pie como los demás. Vislumbró las cabezas cobrizas de Niamh y Siobhan; tenían exactamente la misma edad que ella cuando le arrebataron a Darshan. Parminder experimentó una oleada de ternura y un dolor profundo, y el deseo confuso de abrazarlas y decirles que sabía lo que sentían, que lo comprendía…
Despunta el alba como el primer día…
Gavin oía una vocecita de tiple procedente de unos sitios más allá en la fila: el hijo pequeño de Barry aún no había mudado la voz. Sabía que Declan había elegido ese himno. Era otro de los horribles detalles de la ceremonia que Mary había decidido contarle.
El funeral estaba resultando una experiencia más desagradable incluso de lo que había previsto. Quizá habría mejorado un poco con un féretro de madera. Había percibido la presencia del cuerpo de Barry de un modo horrible y visceral en el interior de la ligera caja de mimbre; el peso físico de su amigo lo dejó apabullado. Y toda aquella gente mirando tan satisfecha: ¿no comprendían acaso lo que llevaban allí dentro?
Entonces había llegado el momento en que advirtió, horrorizado, que nadie le había guardado un sitio, y que tendría que recorrer el pasillo otra vez con todo el mundo mirándolo, y esconderse entre los que estaban de pie al fondo. Al final se había visto obligado a sentarse en el primer banco, terriblemente expuesto. Era como ir en el primer asiento de una montaña rusa, llevándose la peor parte de cada giro espeluznante, de cada bajada de infarto.
Allí sentado, a sólo unos palmos del girasol de Siobhan, tan grande como la tapa de una sartén y en medio de un gran despliegue de fresias amarillas y lirios de día, Gavin se descubrió lamentando que Kay no lo hubiera acompañado; increíble pero cierto. La presencia de alguien a su lado, alguien que simplemente le guardara un asiento, habría supuesto un consuelo. No había caído en que, presentándose solo, parecería un pobre desgraciado.
El himno tocó a su fin. El hermano mayor de Barry se levantó para pronunciar unas palabras. Gavin no entendió que fuera capaz de hacerlo, con Barry de cuerpo presente justo delante de él bajo el girasol (cultivado a partir de una semilla, meses atrás); y tampoco cómo podía estar Mary tan tranquila, cabizbaja, mirándose las manos unidas en el regazo. Gavin trató de buscar alguna interferencia que distrajera sus pensamientos y redujera el impacto de la elegía.
«Va a contar la historia de cómo se conocieron Barry y Mary, en cuanto acabe con este rollo de cuando era niño… Infancia feliz, jolgorios varios, ya, ya… Venga, vamos, cambia de tema…»
Tenían que volver a meter a Barry en el coche y llevarlo hasta Yarvil para enterrarlo en el cementerio de allí, porque el diminuto camposanto de St. Michael estaba lleno desde hacía veinte años. Gavin se imaginó bajando el féretro de mimbre a la fosa ante las miradas de aquella multitud. Comparado con eso, entrarlo y sacarlo de la iglesia no había sido nada.
Una de las gemelas lloraba. Con el rabillo del ojo, Gavin vio a Mary tender una mano para asir la de su hija.
«Joder, acabemos de una vez. Por favor.»
—Creo que sería justo decir que Barry siempre supo lo que quería —estaba diciendo el hermano con voz ronca. Había arrancado unas cuantas risas con historias de los aprietos del Barry niño. La tensión era palpable en su tono—. Barry tenía veinticuatro años cuando fuimos de fin de semana a Liverpool para mi despedida de soltero. La primera noche salimos del camping para ir al pub, y allí, detrás de la barra, estaba la hija del dueño, una estudiante rubia y preciosa que les echaba una mano las noches de los sábados. Barry se pasó la velada empinando el codo en la barra, charlando con ella, causándole problemas con su padre y fingiendo no conocer a los que armaban tanto escándalo en el rincón.
Se oyó una risa desganada. Mary tenía la cabeza cada vez más gacha; aferraba con ambas manos las de los niños, que la flanqueaban.
—Aquella noche, de vuelta en la tienda de campaña, me dijo que iba a casarse con ella. «Eh, espera un momento, se supone que soy yo quien está borracho», le dije. —Hubo más risitas—. La noche siguiente, Baz nos obligó a ir al mismo pub. Cuando regresamos a casa, lo primero que hizo fue comprar una postal y mandársela a la chica, diciéndole que volvería el fin de semana siguiente. Se casaron al cabo de un año de aquel primer encuentro, y creo que todos los que lo conocían coincidirán conmigo en que Barry sabía reconocer algo bueno nada más verlo. Luego vinieron cuatro hijos maravillosos: Fergus, Niamh, Siobhan y Declan…
Gavin estaba concentrado en respirar hondo, tratando de no escuchar, y se preguntaba qué narices podría decir su propio hermano sobre él en las mismas circunstancias. No había tenido la suerte de Barry; no se podía decir que la historia de sus romances fuera muy bonita. Nunca había entrado en un pub para encontrarse a la mujer perfecta detrás de la barra, rubia, sonriente y dispuesta a servirle una pinta. No, a Gavin le había tocado Lisa, que al parecer siempre pensó que él no daba la talla; siete años de guerra cada vez más enconada habían culminado en una gonorrea; y entonces, sin apenas interrupción, había aparecido Kay, que se aferraba a él como una lapa agresiva y amenazadora.
No obstante, la llamaría más tarde: no se veía capaz de volver a una casa vacía después de todo aquello. Sería sincero y le diría que el funeral había sido una experiencia espantosa y estresante, y que ojalá hubiese ido con él. Eso la distraería de cualquier resentimiento que abrigara por la discusión. No quería pasar la noche solo.
Dos bancos más atrás, Colin Wall sollozaba, con jadeos débiles pero audibles, cubriéndose con un pañuelo grande y mojado. Tessa tenía una mano apoyada en su muslo, ejerciendo una suave presión. Ella pensaba en Barry; en que había contado con que la ayudara con Colin; en el consuelo que entrañaba reírse juntos; en la ilimitada bondad de espíritu de Barry. Lo veía con claridad, bajo y con la cara colorada, bailando con Parminder en la última fiesta que habían organizado; imitando los reproches de Howard Mollison sobre los Prados; aconsejándole con tacto a Colin, como sólo él podía hacerlo, que aceptara la conducta de Fats como propia de un adolescente y no de un sociópata.
A Tessa la asustaba lo que podía suponer para el hombre que estaba a su lado la pérdida de Barry Fairbrother; temía que Colin le hubiese hecho al fallecido una promesa que no podría mantener, y que no comprendiera hasta qué punto Mary le tenía antipatía, con la que estaba empeñado en hablar. Y entre toda esa ansiedad, entre todo ese pesar que Tessa sentía, se abría paso, como un gusano insidioso, su preocupación habitual: Fats, y cómo iba a evitar una explosión, cómo iba a conseguir que fuera con ellos al cementerio, o cómo podía ocultarle a Colin que no había ido, lo cual, a la postre, sería más fácil.
—Acabaremos la ceremonia de hoy con una canción elegida por las hijas de Barry, Niamh y Siobhan, que significaba mucho para ellas y su padre —concluyó el párroco, apañándoselas, mediante el tono de voz, para desvincularse de lo que venía.
El redoble de batería sonó tan fuerte por los altavoces ocultos que los presentes se sobresaltaron. Una voz con acento americano entonó a todo volumen «A-já, a-já» y Jay-Z se lanzó a rapear:
Good girl gone bad-
Take three-
Action.
No clouds in my storms…
Let it rain, I hydroplane into fame
Comin' down with the Dow Jones…
Muchos creyeron que se trataba de un error. Howard y Shirley intercambiaron miradas de indignación, pero nadie apretó el stop, ni corrió pasillo arriba pidiendo perdón. Entonces, una voz femenina potente y sexy empezó a cantar:
You had my heart
And we'll never be worlds apart
Maybe in magazines
But you'll still be my star…
Los portadores volvían a recorrer el pasillo con el féretro, seguidos por Mary y los niños.
… Now that it's raining more than ever
Know that we'll still have each other
You can stand under my umbuh-rella
You can stand under my umbuh-rella
Los asistentes fueron saliendo lentamente de la iglesia, reprimiéndose para no caminar al ritmo de la música.