Simon Price salía de la imprenta a las cinco en punto todos los días sin falta. Cumplía su horario y punto; su casa, limpia y moderna, estaba esperándolo en lo alto de la colina, un mundo alejado del incesante estrépito de la imprenta de Yarvil. Quedarse en la nave pasada la hora de fichar (aunque ahora era el encargado, Simon seguía pensando en los mismos términos que cuando era aprendiz) habría sido como admitir que no tenía una vida privada satisfactoria o, peor aún, que intentaba lamerle el culo al jefe.
Sin embargo, ese día Simon tenía que dar un rodeo antes de volver a casa. Se encontró con el conductor de la carretilla elevadora, el del chicle, en el aparcamiento, y fueron juntos hasta los Prados; de hecho, pasaron por delante de la casa en la que Simon se había criado. Hacía años que no se acercaba por allí; su madre había muerto y a su padre no lo veía desde que tenía catorce años, y tampoco conocía su paradero. Lo deprimió y alteró ver su antiguo hogar con una ventana tapiada con tablones y la hierba crecida. Su difunta madre siempre había estado orgullosa de su casa.
El chico le dijo a Simon que aparcara al final de Foley Road; una vez allí, bajó del coche y se dirigió, él solo, hacia una casa de aspecto especialmente miserable. A la luz de la farola más cercana, Simon distinguió un montón de basura bajo una ventana de la planta baja. Sólo entonces se preguntó si había sido prudente ir a recoger un ordenador robado con su propio coche. En el barrio debía de haber videovigilancia para controlar a todos aquellos matones y maleantes. Echó una ojeada a su alrededor, pero no descubrió ninguna cámara; tampoco parecía que hubiera nadie mirándolo, con excepción de una mujer gorda que, fumando un cigarrillo, lo observaba sin disimulo desde una de aquellas ventanitas cuadradas de manicomio. Simon le devolvió la mirada con el cejo fruncido, pero ella siguió observándolo, así que él se tapó la cara haciendo pantalla con una mano y mantuvo la vista al frente.
El chico de la imprenta ya estaba saliendo de la casa y se encaminó hacia el coche con las piernas un poco separadas, cargando con la caja del ordenador. En la puerta de la casa de la que había salido, una adolescente con un niño pequeño agarrado a sus piernas se escondió, arrastrando al crío, al ver que Simon la miraba.
Éste encendió el motor y aceleró en punto muerto mientras el otro se acercaba.
—Con cuidado —dijo, inclinándose para abrir la puerta del pasajero—. Déjalo aquí.
El chico puso la caja en el asiento del pasajero, todavía caliente. A Simon le habría gustado abrirla para comprobar que contenía aquello por lo que había pagado, pero la creciente conciencia de su propia imprudencia lo hizo desistir. Se contentó con sacudir un poco la caja: pesaba demasiado para moverla con facilidad. Quería largarse de allí cuanto antes.
—¡Te dejo aquí, ¿vale?! —le gritó al chico.
—¿No puedes acercarme al hotel Crannock?
—Lo siento, tío, voy en la otra dirección. ¡Ve andando!
Y arrancó. Por el retrovisor vio al otro quedarse allí plantado, con cara de odio y los labios formando las palabras «hijo de puta». Pero a Simon no le importó. Si se largaba de allí deprisa, tal vez evitara que su matrícula quedara registrada en una de esas películas en blanco y negro, de imagen granulosa, que a veces ponían en las noticias.
Diez minutos más tarde llegó a la carretera de circunvalación, pero incluso después de dejar atrás Yarvil, salir de la calzada doble y subir por la colina hacia la abadía en ruinas, siguió tenso y alterado, sin experimentar la satisfacción de todos los días cuando llegaba a la cima y entreveía su casa: un pañuelito blanco en la ladera opuesta, más allá de la hondonada donde se asentaba Pagford.
Sólo hacía diez minutos que Ruth había llegado a casa, pero ya tenía la cena casi a punto y estaba poniendo la mesa cuando entró Simon con el ordenador. En Hilltop House se cenaba temprano, porque así le gustaba a Simon. Las exclamaciones de alegría de Ruth al ver la caja irritaron a su marido. Ella ignoraba todo lo que él había tenido que pasar; ni siquiera se le había ocurrido que conseguir artículos baratos implicaba ciertos riesgos. Ruth, por su parte, percibió al instante que él estaba de mal humor, que era presa de uno de aquellos estados de ánimo que a menudo presagiaban una explosión, y abordó la situación de la única manera que sabía: parloteando alegremente sobre su jornada. Confiaba en que la hosquedad de su marido se disolviera cuando comiese algo, siempre que ninguna otra cosa lo irritara.
A las seis en punto, cuando Simon ya había sacado el ordenador de la caja y descubierto que faltaba el manual de instrucciones, la familia se sentó a cenar.
Andrew advirtió que su madre estaba nerviosa, porque conversaba sin ton ni son con aquel tono artificialmente alegre que él conocía tan bien. Por lo visto, Ruth creía, pese a que la experiencia llevaba años demostrándole lo contrario, que si conseguía crear un ambiente correcto y de buena educación, Simon no se atrevería a desbaratarlo. El chico se sirvió pastel de carne (hecho por Ruth; descongelado para cenar entre semana) y evitó encontrarse con la mirada de Simon. Tenía cosas más interesantes en las que pensar que en sus padres. Gaia Bawden le había dicho «hola» cuando se habían visto fuera del laboratorio de biología, aunque de manera instintiva y despreocupada, y no lo había mirado ni una sola vez en toda la hora de clase.
Andrew lamentaba no saber más de chicas; nunca había llegado a conocer a ninguna lo suficiente como para entender cómo funcionaba su mente. Esa gran laguna de conocimiento no le había importado mucho hasta que Gaia había subido al autobús escolar aquella primera vez, provocando en él un interés penetrante como un láser y concentrado en ella como individuo; un sentimiento muy diferente de la fascinación general e impersonal que venía agudizándose en él desde hacía unos años, relacionada con el desarrollo de los senos femeninos y la aparición de las tiras de sujetador, visibles a través de las camisas blancas del uniforme, y de una curiosidad teñida de aprensión por saber qué era realmente la menstruación.
Fats tenía unas primas que a veces iban a visitarlos. Una vez, al entrar en el cuarto de baño de los Wall después de que una de ellas, precisamente la más guapa, lo utilizara, Andrew había encontrado un envoltorio de compresa transparente en el suelo, junto a la papelera. Esa prueba, física y real, de que cerca de él una chica estaba teniendo la regla en aquel mismo momento fue para Andrew, que tenía trece años, equiparable a la contemplación de un cometa. Tuvo el tino de no contarle a Fats su hallazgo ni lo emocionante que le había resultado. Recogió el envoltorio con dos dedos, lo tiró rápidamente a la papelera y después se lavó las manos con más esmero del que jamás había puesto en esa prosaica tarea.
Andrew dedicaba mucho tiempo a curiosear en la página de Facebook de Gaia desde su ordenador portátil. Lo que veía allí era casi más apabullante que ella en persona. Se pasaba horas mirando detenidamente fotografías de los amigos que Gaia había dejado en la capital. Así supo que provenía de un mundo muy diferente del suyo: tenía amigos negros, asiáticos, amigos con nombres que él nunca habría sabido pronunciar. Una fotografía en que ella aparecía en traje de baño se le había grabado a fuego en el cerebro, así como otra en la que salía apoyada en un chico sumamente atractivo de piel tostada. El chico no tenía acné, y en cambio sí un poco de barba. Tras someter todos los mensajes de Gaia a un minucioso examen, Andrew había llegado a la conclusión de que aquel chico tenía dieciocho años y se llamaba Marco de Luca. Andrew analizaba las comunicaciones entre Marco y Gaia con la concentración de un criptógrafo descifrando códigos secretos, incapaz de discernir si revelaban o no una relación continuada.
Sus sesiones de Facebook solían estar teñidas de ansiedad, pues Simon, cuyo conocimiento de cómo funcionaba internet era limitado, y que desconfiaba instintivamente de la red por ser la única parcela de la vida de sus hijos donde ellos eran más libres y se sentían más cómodos que él, irrumpía a veces en sus dormitorios sin avisar a fin de comprobar qué estaban haciendo. Simon aducía que quería asegurarse de que los chicos no inflaran exageradamente el importe de las facturas, pero Andrew sabía que aquello sólo era una manifestación más de la necesidad de su padre de ejercer el control; por eso, cuando husmeaba en la página de Gaia, siempre mantenía el cursor sobre la casilla por si tenía que cerrarla.
Ruth seguía pasando de un tema a otro en un vano intento de que Simon pronunciara algo más que bruscos monosílabos.
—¡Oh! —exclamó de pronto—. Se me olvidaba, Simon: hoy he hablado con Shirley y le he dicho que a lo mejor te presentas al concejo parroquial.
Andrew recibió esas palabras como un puñetazo.
—¿Vas a presentarte al concejo? —preguntó.
Simon arqueó despacio las cejas. Le tembló levemente el mentón y respondió con tono agresivo:
—¿Por qué? ¿Pasa algo?
—No —mintió Andrew.
«Será una puta broma, ¿no? ¿Tú, presentarte a unas elecciones? Ni hablar, joder.»
—Lo dices como si tuvieras algún inconveniente —añadió Simon sin dejar de mirarlo fijamente.
—No —repitió Andrew, y se concentró en su pastel de carne.
—¿Qué problema hay en que me presente al concejo? —insistió Simon.
No pensaba dejarlo pasar. Quería desahogar su tensión con un catártico arranque de ira.
—No hay ningún problema. Es sólo que me ha sorprendido.
—¿Debería habértelo consultado antes?
—No.
—Ah, qué amable de tu parte. —Simon adelantaba la mandíbula inferior, como solía hacer cuando se exaltaba hasta perder los estribos—. ¿Ya has encontrado trabajo, gorrón perezoso?
—No.
Simon lo fulminó con la mirada; había parado de comer y sujetaba el tenedor, cargado con pastel de carne ya frío, ante la boca. Andrew volvió a concentrarse en su plato, mejor no provocar más a su padre. La presión atmosférica de la cocina parecía haber aumentado. El cuchillo de Paul golpeteaba sobre el plato.
—Dice Shirley —intervino Ruth con voz chillona, decidida a simular que no pasaba nada hasta que ya resultara imposible ignorarlo— que lo pondrán en la web del consejo, Simon. Lo que tienes que hacer para presentarte.
Él no dijo nada.
En vista de que su último y mejor intento había fracasado, Ruth también guardó silencio. Temía estar en lo cierto respecto al motivo del mal humor de su marido. La atormentaba la ansiedad; se angustiaba por todo, siempre había sido así; no podía evitarlo. Sabía que a Simon lo sacaba de quicio que ella le pidiera que la tranquilizara. Lo mejor era no decir nada.
—Simon…
—¿Qué?
—No pasa nada, ¿no? Me refiero al ordenador.
Era una pésima actriz. Intentó aparentar serenidad y despreocupación, pero le salió una voz aguda y crispada.
No era la primera vez que entraban artículos robados en su casa. Simon también había encontrado la manera de amañar el contador de la electricidad, y en la imprenta hacía por su cuenta pequeños trabajos que cobraba en negro. A ella todo eso le provocaba algún que otro dolor de estómago y le impedía dormir; pero Simon despreciaba a la gente que no se atrevía a tomar atajos (y en parte lo que había atraído a Ruth, desde el primer día, era que aquel hombre duro, despectivo, grosero y agresivo con casi todo el mundo se había tomado la molestia de conquistarla; que él, tan difícil de complacer, la había escogido a ella y sólo a ella).
—¿Qué me estás diciendo? —preguntó Simon en voz baja.
Toda su atención se desvió de Andrew hacia Ruth, y se expresó con la misma mirada fija y ponzoñosa.
—Bueno, no habrá ningún… ningún problema, ¿verdad?
Simon se vio asaltado por un brutal impulso de castigarla por intuir sus propios temores y agudizarlos con su zozobra.
—Pues mira, no pensaba decirte nada —dijo despacio, dándose tiempo para inventar una historia—, pero resulta que sí hubo algún problema cuando los robaron. —Andrew y Paul dejaron de comer y observaban en silencio—. Le dieron una paliza a un vigilante jurado. Yo no me enteré hasta después. Espero que no vengan a reclamarme nada.
Ruth casi no podía respirar. No daba crédito a la serenidad con que su marido hablaba de un robo con violencia. Eso explicaba que hubiera llegado a casa tan malhumorado; eso lo explicaba todo.
—Por eso es fundamental que nadie comente que lo tenemos —añadió Simon. Y fijó en todos, uno por uno, una mirada feroz con objeto de recalcarles los peligros que los amenazaban.
—No lo haremos —aseguró Ruth con un hilo de voz.
Con su rica imaginación ya visualizaba a la policía en la puerta de su casa; el ordenador examinado; Simon detenido, acusado injustamente de robo con agravantes. Condenado a prisión.
—¿Habéis oído a papá? —les dijo a sus hijos apenas en un susurro—. No debéis contarle a nadie que tenemos un ordenador nuevo.
—Supongo que no pasará nada —terció Simon—. Siempre que todos mantengamos las boquitas cerradas.
Y siguió comiendo el pastel de carne. Los ojos de Ruth saltaron de Simon a sus hijos, y de nuevo a su marido. Paul paseaba la comida por su plato en silencio, atemorizado. Pero Andrew no se había creído ni una palabra de la historia de su padre. «Eres un mentiroso de mierda. Sólo quieres asustarla, cabrón.»
Cuando terminaron de cenar, Simon se levantó y dijo:
—Bueno, vamos a ver si el maldito trasto al menos funciona. Tú —señaló a Paul—, sácalo de la caja y ponlo con cuidado encima de la mesa. Con cuidado, ¿me oyes? Y tú… —apuntó a Andrew—, tú estudias informática, ¿no? Pues me irás diciendo qué hay que hacer.
Fue al salón y sus hijos lo siguieron. Andrew sabía que era una trampa, que lo que quería su padre era que ellos lo estropearan todo. A Paul, que era enclenque y nervioso, quizá se le cayera el ordenador; y él, Andrew, seguro que se equivocaba. Ruth se entretuvo en la cocina recogiendo los platos de la cena. Al menos ella estaba fuera de la primera línea de fuego.
Andrew fue a ayudar a Paul a levantar la torre.
—¡Puede hacerlo él solo, no es tan mariquita! —le espetó Simon.
Milagrosamente, Paul, tembloroso, consiguió poner la torre en la mesa sin problemas, y luego se quedó esperando con los brazos caídos a los costados, delante del ordenador.
—Apártate, gilipollas —le espetó Simon. Paul obedeció y se quedó mirando desde detrás del sofá. Simon cogió un cable al azar y le preguntó a Andrew—: ¿Dónde meto esto?
«En tu culo, hijo de puta.»
—Dámelo, ya lo…
—¡Te he preguntado dónde coño lo meto! —bramó Simon—. ¡Tú estudias informática! ¡Dime dónde va!
Andrew se inclinó sobre la parte trasera del ordenador; al principio le dio mal las indicaciones a Simon, pero luego, por casualidad, acertó con la conexión.
Cuando Ruth se reunió con ellos en el salón, casi habían terminado. Con sólo una rápida ojeada a su madre, Andrew comprendió que ella habría preferido que la máquina no funcionara, que le habría gustado que Simon la tirara por ahí, que le daban igual las ochenta libras.
Simon se sentó ante el monitor. Tras varios intentos infructuosos, se dio cuenta de que el ratón inalámbrico no tenía pilas. Ordenó a Paul que fuera a la cocina a buscarlas. Cuando Paul volvió y le tendió las pilas a su padre, éste se las quitó bruscamente de la mano, como si Paul intentara quedárselas.
Con la punta de la lengua entre el labio y los dientes inferiores, lo que hacía que su barbilla se abultara en un gesto estúpido, Simon se complicó enormemente la vida para insertar las pilas. Siempre ponía aquella cara de animal como advertencia de que ya no aguantaba más, de que estaba llegando al punto en que ya no se responsabilizaría de sus actos. Andrew se imaginó que salía del salón y dejaba a su padre allí solo, privándolo del público que le gustaba tener cuando se ponía frenético; casi notó el golpe del ratón en la oreja cuando se dio la vuelta en su imaginación.
—¡Métete…! ¡Joder!
Simon empezó a emitir aquel débil gruñido, tan característico en él, con que acompañaba su agresivo semblante.
—¡Grr! ¡Grr! ¡Coño! ¡Métete, joder! ¡Tú! ¡Ven aquí! ¡Tú que tienes deditos de niña!
Simon golpeó a Paul en el pecho con el ratón y las pilas. Con manos temblorosas, Paul introdujo los pequeños cilindros metálicos en su sitio, cerró la tapa del ratón y se lo devolvió a su padre.
—Gracias, Pauline.
A Simon todavía le sobresalía la barbilla; parecía un neandertal. Solía comportarse como si los objetos inanimados conspiraran para fastidiarlo. Volvió a poner el ratón sobre la alfombrilla.
«Que funcione.»
Una flechita blanca apareció en la pantalla y empezó a trazar círculos obedeciendo las órdenes de Simon.
El torniquete de temor se aflojó y el alivio se expandió por los tres espectadores; Simon dejó de poner cara de neandertal. Andrew visualizó una fila de japoneses y japonesas con bata blanca: eran los técnicos que habían montado aquella máquina tan perfecta y tenían unos dedos delicados y hábiles como los de Paul; lo saludaban con una inclinación de cabeza, civilizados y amables. Andrew los bendijo en silencio, a ellos y a sus familias. Nunca llegarían a saber cuánto había dependido de que aquella máquina funcionara.
Ruth, Andrew y Paul esperaron, atentos, mientras Simon terminaba la instalación. Abrió ventanas, tuvo problemas para cerrarlas, cliqueó sobre iconos cuyas funciones no entendía y los resultados lo desconcertaron; pero ya había descendido de la meseta de su peligrosa cólera. Cuando, a duras penas, consiguió volver al escritorio, miró a Ruth y dijo:
—No está mal, ¿verdad?
—¡Está fenomenal! —se apresuró a decir ella, esbozando una sonrisa forzada, como si la media hora pasada no hubiera existido, como si Simon hubiera comprado el ordenador en Dixons y lo hubiera conectado sin que flotara en el aire la amenaza de un episodio de violencia—. Es más rápido, Simon. Mucho más rápido que el anterior.
«Todavía no ha entrado en internet, tonta.»
—Sí, a mí también me lo parece. —Entonces miró desafiante a sus dos hijos—. Este ordenador es nuevo y vale mucho dinero, así que ya podéis tratarlo con respeto, ¿me habéis entendido? Y no le digáis a nadie que lo tenemos —les recordó, y una nueva ráfaga de maldad enfrió el ambiente—. ¿De acuerdo? ¿Me habéis entendido?
Los chicos asintieron. Paul tenía el rostro transido de angustia y temor, y, sin que lo viera su padre, trazaba una y otra vez un ocho en su pantalón con un delgado dedo índice.
—Y corred las malditas cortinas de una vez. ¿Cómo es que todavía están descorridas?
«Porque estábamos todos aquí, viendo cómo hacías el capullo.»
Andrew corrió las cortinas y luego salió del salón. Cuando volvió a su dormitorio y se tumbó en la cama, no consiguió reanudar sus agradables meditaciones sobre Gaia Bawden. La idea de que su padre se presentara al concejo parroquial había surgido de la nada como un iceberg gigantesco, proyectando su sombra sobre todo, incluso sobre Gaia.
Desde que Andrew tenía uso de razón, Simon siempre se había dado por satisfecho siendo prisionero de su propio desprecio hacia el resto de la humanidad, y había convertido su casa en una fortaleza separada del mundo, donde sus deseos eran órdenes y su humor condicionaba el clima diario de la familia. A medida que se hacía mayor, Andrew iba dándose cuenta de que el aislamiento casi total de su familia no era nada corriente, y se avergonzaba un poco de ello. Los padres de sus amigos le preguntaban dónde vivía, incapaces de situar a su familia, o si su padre o su madre pensaban participar en actos sociales o asistir a funciones benéficas. A veces recordaban a Ruth de cuando los niños iban al colegio y las madres coincidían en el parque infantil. Ella era mucho más sociable que Simon. Si no se hubiera casado con un hombre tan huraño, quizá se habría parecido más a la madre de Fats, habría quedado con sus amigas para comer o cenar y habría participado en las actividades de la comunidad.
En las raras ocasiones en que Simon se topaba con alguien a quien consideraba digno de su atención, adoptaba una falsa apariencia de persona campechana y alegre que a Andrew le producía náuseas. Hablaba por los codos, hacía chistes malos y a menudo, sin darse cuenta, hería todo tipo de susceptibilidades, porque ni sabía nada de las personas con las que se veía obligado a conversar ni le importaban. Últimamente, Andrew se preguntaba incluso si su padre consideraría reales al resto de los humanos.
Por qué ahora lo había asaltado el deseo de actuar en un escenario más amplio era algo que Andrew no se explicaba, pero no cabía duda de que se avecinaba un desastre inevitable. Andrew conocía a otra clase de padres, padres que organizaban carreras ciclistas para recaudar fondos para la iluminación navideña de la plaza, o dirigían a las niñas exploradoras, o montaban clubes de lectura. Simon no hacía nada que exigiera colaboración, y jamás había manifestado el menor interés por algo que no lo beneficiara directamente.
En la agitada mente de Andrew surgieron visiones espantosas: Simon pronunciando un discurso salpicado de las mentiras patentes que su mujer se creía; Simon poniendo su cara de neandertal para intimidar a un oponente; Simon perdiendo los papeles y soltando sus palabrotas favoritas ante un micrófono: «coño, joder, mariquita, mierda…».
Andrew atrajo el portátil hacia sí, pero volvió a apartarlo casi de inmediato. Tampoco hizo ademán de coger el móvil, que estaba en la mesa. Una angustia y una vergüenza de tal magnitud no podían resumirse en un mensaje de texto ni en un correo electrónico; estaba solo ante ellas, y ni siquiera Fats lo entendería. No sabía qué hacer.