—La doctora Jawanda lleva unos quince minutos de retraso —le informó la recepcionista.
—Bueno, no importa —dijo Tessa—. No tengo prisa.
Era tarde, y las ventanas de la sala de espera parecían parches translúcidos de un azul cobalto. Sólo había otras dos personas allí sentadas: una anciana contrahecha que respiraba con dificultad y calzaba pantuflas, y una mujer joven que leía una revista mientras su hija hurgaba en el cajón de juguetes del rincón. Tessa cogió un manoseado ejemplar de la revista Heat de la mesita de centro, se sentó y se puso a hojearla mirando las fotografías. El retraso le daría tiempo para pensar en lo que iba a decirle a Parminder.
Esa mañana habían hablado un momento por teléfono. Tessa había estado muy contrita por no haberla llamado enseguida para contarle lo de Barry. Parminder le había dicho que no pasaba nada, que no fuera tonta, que no estaba enfadada; pero Tessa, acostumbrada a bregar con personas frágiles y susceptibles, se dio cuenta de que Parminder, bajo aquel caparazón de púas, estaba dolida. Había intentado explicarle que llevaba un par de días agotada, y que había tenido que ocuparse de Mary, Colin, Fats y Krystal Weedon; que se había sentido desbordada, perdida e incapaz de pensar en otra cosa que no fueran los problemas inmediatos que le habían surgido. Pero Parminder la había interrumpido en medio de su retahíla de intrincadas excusas y le había dicho, con voz serena, que pasara a verla más tarde por la consulta.
El doctor Crawford, de pelo blanco y corpulento como un oso, salió de su despacho, saludó alegremente a Tessa con la mano y dijo: «¿Maisie Lawford?» A la joven madre le costó convencer a su hija de que dejara el viejo teléfono de juguete con ruedas que había encontrado en el cajón. Con paciencia, se la llevó de la mano detrás del doctor Crawford, y la niña volvió la cabeza para echar una mirada nostálgica a aquel teléfono cuyos secretos ya nunca descubriría.
La puerta de la consulta se cerró. Tessa se dio cuenta de que tenía una sonrisa idiota en la cara y se apresuró a mudar la expresión. Seguro que acabaría convirtiéndose en una de esas ancianas espantosas que hacían carantoñas indiscriminadamente a los niños pequeños y los asustaban. Le habría encantado tener una hija rubita y regordeta además de aquel niño escuálido y moreno. Recordó a Fats de pequeño y pensó en lo terrible que era que diminutos fantasmas de los propios hijos rondaran siempre el corazón de una madre; ellos nunca lo sabrían, y si llegaran a saberlo les horrorizaría que su crecimiento fuera una fuente inagotable de dolor.
Se abrió la puerta de la consulta de Parminder y Tessa levantó la cabeza.
—Señora Weedon —llamó Parminder.
Su mirada y la de Tessa se encontraron, y la doctora esbozó una sonrisa que en realidad no era tal, sino un mero estiramiento de los labios. La menuda anciana de las pantuflas se levantó con dificultad y echó a andar, renqueando, detrás de Parminder, hasta desaparecer tras el tabique separador. Tessa oyó cerrarse la puerta de la doctora Jawanda.
Leyó los pies de foto de una serie de instantáneas en las que aparecía la mujer de un futbolista con los diferentes modelitos que había lucido en los cinco días pasados. Examinando sus largas y bien torneadas piernas, Tessa se preguntó si su vida habría sido muy diferente de haber tenido unas piernas como aquéllas. No conseguía ahuyentar la sospecha de que habría sido casi completamente distinta. Ella tenía unas piernas gruesas, cortas e informes; le habría gustado llevarlas siempre escondidas en unas botas de caña alta, pero era difícil encontrar unas en las que le cupieran las pantorrillas. Recordó que en una sesión de orientación le había dicho a una niña de complexión robusta que el físico no importaba, que la personalidad era mucho más importante. «Cuántas tonterías les decimos a los niños», pensó, y pasó la página de la revista.
Una puerta que no se veía desde donde estaba sentada Tessa se abrió de golpe. Alguien gritaba con voz cascada.
—¡Estoy peor que antes! ¡No puede ser! ¡Yo he venido para que me ayude! ¡Es su trabajo… es su…!
Tessa y la recepcionista se miraron un instante y volvieron la cabeza hacia los gritos. Tessa oyó la voz de Parminder, con ese acento de Birmingham que no había perdido pese a los años que llevaba en Pagford.
—Señora Weedon, sigue usted fumando, y eso afecta a la dosis que tengo que recetarle. Si dejara el tabaco… Mire, los fumadores metabolizan la teofilina más rápido, así que los cigarrillos empeoran su enfisema y también reducen la eficacia del medicamento para…
—¡No me grite! ¡Estoy harta! ¡Voy a denunciarla! ¡Me ha recetado unas pastillas que no me valen! ¡Quiero que me vea otro médico! ¡Quiero que me vea el doctor Crawford!
La anciana apareció por detrás del tabique, cojeando, resollando y con la cara enrojecida.
—¡Esa paqui de mierda me va a matar! ¡Más vale que no se acerque a ella! —le advirtió a Tessa—. ¡Esa desgraciada la matará con sus medicinas!
Avanzó tambaleándose hacia la salida sobre sus piernas como palillos, arrastrando las pantuflas con paso inseguro, respirando broncamente y renegando tan alto como le permitían sus enfermos pulmones. La puerta de vaivén se cerró detrás de ella. La recepcionista volvió a cruzar una mirada con Tessa. Oyeron cerrarse otra vez la consulta de Parminder.
La doctora tardó cinco minutos en reaparecer. La recepcionista mantuvo los ojos fijos en la pantalla de su ordenador y aparentó no haber oído nada.
—Señora Wall —llamó Parminder con otra de aquellas sonrisas forzadas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Tessa una vez estuvieron a solas en la consulta.
—A la señora Weedon le alteran el estómago unas pastillas nuevas que toma —explicó la médica serenamente—. Bueno, hoy toca análisis de sangre, ¿no?
—Sí —respondió Tessa, a la vez intimidada y dolida por el tono frío y profesional de Parminder—. ¿Cómo estás, Minda?
—¿Yo? Bien. ¿Por qué?
—Bueno… Sé lo que Barry significaba para ti y lo que tú significabas para él.
Las lágrimas afloraron a los ojos de Parminder, que intentó contenerlas, aunque demasiado tarde: Tessa ya las había visto.
—Minda —dijo, poniendo su mano regordeta sobre la delicada mano de la doctora, pero ésta la apartó como si le hubiera hecho daño.
Entonces, traicionada por sus propios reflejos, rompió a llorar a lágrima viva, sin poder esconderse en la pequeña consulta, aunque se volvió en la silla giratoria.
—Cuando me di cuenta de que no te había telefoneado me sentí fatal —dijo Tessa, mientras Parminder realizaba aparatosos intentos de sofocar sus sollozos—. Quería morirme. Iba a llamarte —mintió—, pero no habíamos dormido, pasamos casi toda la noche en el hospital y luego tuvimos que ir directamente al trabajo. Colin se derrumbó en la asamblea de profesores y alumnos cuando lo anunció, y luego provocó una escena lamentable con Krystal Weedon delante de todos. Para colmo, a Stuart no se le ocurrió nada mejor que faltar a clase. Y Mary está destrozada… Lo siento mucho, Minda, sé que debí llamarte.
—No seas tonta —repuso Parminder con voz destemplada, ocultando la cara tras un pañuelo de papel que se sacó de la manga—. Mary es mucho más importante…
—Tú habrías sido una de las primeras personas a las que habría llamado Barry —continuó Tessa con tristeza y, horrorizada, también ella rompió a llorar—. Lo lamento mucho, Minda —insistió entre sollozos—, pero tenía que ocuparme de Colin y los demás.
—No digas tonterías —repuso Parminder tragando saliva y dándose toquecitos en las mejillas con el pañuelo—. Las dos estamos diciendo tonterías.
«No es verdad. Venga, Parminder, déjate llevar por una vez…»
Pero la doctora cuadró los delgados hombros, se sonó la nariz y se sentó muy erguida.
—¿Te lo dijo Vikram? —preguntó Tessa con timidez, y cogió unos pañuelos de la caja que había en la mesa de Parminder.
—No. Howard Mollison. En la tienda de delicatessen.
—Dios mío, Minda. Cuánto lo siento.
—No seas tonta. No pasa nada.
Llorar hizo que Parminder se sintiera mejor y se mostrara más simpática con Tessa, que también estaba secándose la cara, de expresión sencilla y bondadosa. Eso fue un alivio para Parminder, porque ahora que Barry ya no estaba, Tessa era la única amiga de verdad que tenía en Pagford. (Siempre lo decía así, «en Pagford», como si en algún otro lugar, fuera de aquel pueblecito, tuviera un centenar de amigos fieles. Ni siquiera ante sí misma admitía que, en realidad, sus amistades se reducían a los recuerdos del grupo de condiscípulos del colegio de Birmingham, de los que la corriente de la vida la había alejado hacía mucho; y a sus colegas de la facultad de medicina, que todavía le enviaban tarjetas de felicitación en Navidad, pero que nunca iban a verla, y a los que ella nunca visitaba.)
—¿Y Colin? ¿Cómo está?
Tessa soltó un gemido.
—¡Ay, Minda! Dios mío. Quiere presentarse como candidato para ocupar la plaza de Barry en el concejo parroquial.
La pronunciada arruga vertical entre las pobladas y oscuras cejas de Parminder se hizo más profunda.
—¿Te imaginas a Colin presentándose a unas elecciones? —añadió Tessa, apretando los pañuelos húmedos y arrugados que mantenía en el puño—. ¿Enfrentándose nada menos que a Aubrey Fawley y Howard Mollison? ¿Intentando llenar el vacío que ha dejado Barry, proponiéndose ganar la batalla por él, asumiendo tanta responsabilidad…?
—Colin ya asume mucha responsabilidad en su trabajo —observó Parminder.
—No tanta —dijo Tessa sin pensar.
De pronto, se sintió desleal y rompió a llorar otra vez. Era todo muy raro; había entrado en la consulta con el propósito de consolar a su amiga, y en cambio allí estaba, contándole sus problemas.
—Ya conoces a Colin, se lo toma todo tan en serio, tan a pecho…
—Pues, bien mirado, se las arregla muy bien —opinó Parminder.
—Sí, ya lo sé —concedió Tessa cansinamente. No tenía ánimos para discutir—. Ya lo sé.
Colin debía de ser la única persona por la que la severa y reservada Parminder siempre mostraba compasión. A cambio, Colin no permitía que nadie dijera ni una palabra contra ella; era su defensor incondicional en Pagford. «Una médica de cabecera excelente —le soltaba a cualquiera que se atreviera a criticarla en su presencia—. La mejor que he tenido.» A Parminder no le sobraban los defensores; no era nada popular entre la vieja guardia de Pagford y tenía fama de no ser generosa con los antibióticos ni con la renovación de las recetas.
—Si Howard Mollison se sale con la suya, ni siquiera habrá elecciones —dijo Parminder.
—¿Qué quieres decir?
—Nos ha enviado un e-mail. Lo he recibido hace media hora.
Se volvió hacia la pantalla del ordenador, tecleó una contraseña y abrió su correo. Giró la pantalla para que Tessa pudiera leer el mensaje de Howard. En el primer párrafo expresaba su pesar por la muerte de Barry. En el siguiente insinuaba que, en vista de que ya se había cumplido un año del mandato de Barry, quizá fuera conveniente invitar a alguien a ocupar su plaza en lugar de iniciar el farragoso proceso de unas elecciones en toda regla.
—Ya tiene a alguien en mente. Intenta meter a algún compinche antes de que puedan impedírselo. No me sorprendería que fuera Miles.
—No, mujer —se apresuró a decir Tessa—. Miles estaba en el hospital con Barry… No, qué va, estaba muy afectado…
—Qué ingenua eres, Tessa. —A ésta le impresionó la agresividad en la voz de su amiga—. Tú no entiendes a Howard Mollison. Es una persona mezquina, muy mezquina. Tú no oíste lo que dijo cuando se enteró de que Barry había escrito al periódico para hablar de los Prados. Tú no sabes lo que intenta hacer con la clínica de desintoxicación. Espera, espera y verás.
La mano le temblaba tanto que necesitó varios intentos para cerrar el mensaje de Mollison.
—Ya lo verás —insistió—. Bueno, será mejor que nos demos prisa, porque Laura tiene que marcharse dentro de un momento. Primero voy a tomarte la presión.
Parminder estaba haciéndole un favor a Tessa al recibirla tan tarde, después del horario escolar. La enfermera, que vivía en Yarvil, iba a llevar su muestra de sangre al laboratorio del hospital de camino a casa. Nerviosa y sintiéndose un poco vulnerable, Tessa se arremangó la vieja rebeca verde. La doctora le colocó el manguito de velcro alrededor del brazo. De cerca se apreciaba mejor el gran parecido de Parminder con su hija pequeña, porque sus diferentes constituciones (Parminder era nervuda; Sukhvinder, pechugona) quedaban en un segundo plano y surgía la semejanza de rasgos faciales: nariz aguileña, boca amplia, labio inferior carnoso, ojos grandes, redondos y oscuros. El manguito, al inflarse, se ciñó dolorosamente alrededor del brazo fofo de Tessa, mientras Parminder observaba el indicador.
—Dieciséis y ocho —anunció, arrugando la frente—. Muy alta, Tessa. Demasiado.
Diestra y habilidosa en todos sus movimientos, retiró el envoltorio de una jeringuilla estéril, estiró aquel brazo pálido y salpicado de lunares y le clavó la aguja.
—Mañana por la noche llevaré a Stuart a Yarvil —comentó Tessa mirando el techo—. Quiero comprarle un traje para el funeral. No quiero ni pensar la que se puede armar si intenta ir en vaqueros. Colin se pondría furioso.
Pretendía desviar sus pensamientos del líquido oscuro y misterioso que iba llenando la jeringuilla. Le daba miedo que la delatara; le daba miedo no haberse portado todo lo bien que debía; que todas las barritas de chocolate y magdalenas que se había comido aparecieran transformadas en glucosa.
Entonces pensó con amargura que sería más fácil renunciar al chocolate si su existencia no fuera tan estresante. Como se había pasado casi toda la vida intentando ayudar a otras personas, le costaba entender que comer magdalenas fuera tan grave. Parminder etiquetó las ampollas rellenas de su sangre y Tessa se sorprendió confiando, por mucho que su marido y su amiga lo consideraran una herejía, en que Howard Mollison acabara por impedir que se celebraran unas elecciones.