Andrew, Fats y veintisiete alumnos más pasaron la última hora de la tarde del miércoles en lo que Fats llamaba «matemáticas para tarugos». Se trataba del penúltimo grupo de matemáticas, asignado a la profesora más incompetente del departamento: una joven con la cara llena de manchas, recién salida de la escuela de Magisterio, incapaz de mantener el orden y a la que los alumnos ponían a menudo al borde de las lágrimas. A Fats, que el año anterior se había propuesto rendir por debajo de su capacidad, lo habían bajado del primer grupo de la lista a matemáticas para tarugos. Andrew, a quien los números nunca se le habían dado bien, vivía con el temor de que lo bajaran al último grupo, con Krystal Weedon y su primo Dane Tully.
Andrew y Fats se sentaron juntos al fondo del aula. De tanto en tanto, cuando se cansaba de distraer a la clase con sus payasadas o alterar aún más el ambiente, Fats enseñaba a Andrew a hacer una suma. El ruido era ensordecedor. La señorita Harvey gritaba para hacerse oír por encima del vocerío, suplicándoles que se callaran. Las hojas de ejercicios estaban pintarrajeadas y llenas de dibujos obscenos; los alumnos no paraban de levantarse y acercarse a otros pupitres, arrastrando ruidosamente las sillas; pequeños misiles volaban por el aula siempre que la señorita Harvey volvía la cabeza. A veces, Fats buscaba excusas para pasearse imitando los andares de Cuby, cabeceando y dando saltitos con los brazos pegados al cuerpo. Allí Fats daba rienda suelta a su humor más burdo; en las clases de lengua, donde Andrew y él estaban en el grupo de los aventajados, no se molestaba en utilizar a Cuby como material de referencia.
Sukhvinder Jawanda se sentaba justo delante de Andrew. Cuando iban a la escuela primaria, Andrew, Fats y los otros chicos solían tirarle de la larga trenza negra; era lo que tenían más a mano cuando jugaban al corre que te pillo, y suponía una tentación irresistible verla colgando, como ahora, en su espalda, donde no podían verla los profesores. Pero Andrew ya no sentía deseos de estirársela, ni de tocar ninguna otra parte del cuerpo de Sukhvinder; era una de las pocas chicas por las que su mirada resbalaba sin despertarle el menor interés. No había visto el fino y oscuro vello que tenía sobre el labio superior hasta que Fats le hizo fijarse en él. La hermana mayor de Sukhvinder, Jaswant, tenía un cuerpo ágil y curvilíneo, una cintura estrecha y una cara que, antes de la aparición de Gaia, Andrew encontraba hermosa, de pómulos prominentes, piel tersa y dorada y ojos almendrados castaño claro. Como es lógico, Jaswant siempre había estado muy lejos de su alcance: era dos años mayor que él y la alumna más inteligente de sexto, y se la notaba plenamente consciente de sus atractivos y de las erecciones que éstos provocaban.
Sukhvinder era la única persona en el aula que no hacía ningún ruido. Con la espalda encorvada y la cabeza casi pegada a la hoja, parecía totalmente concentrada, encerrada en su propio mundo. Se había estirado la manga izquierda del jersey hasta cubrirse la mano con el puño. Su absoluta quietud resultaba casi ostentosa.
—La gran hermafrodita permanece inmóvil y callada —murmuró Fats con los ojos fijos en la nuca de Sukhvinder—. Dotada de bigote, y sin embargo también de grandes mamas, los científicos siguen sin lograr descifrar las contradicciones de este peludo espécimen de mujer-hombre.
Andrew soltó una risita, aunque con cierta incomodidad. Le habría resultado más divertido si hubiera estado seguro de que Sukhvinder no podía oír lo que decía su amigo. La última vez que había estado en casa de Fats, éste le había enseñado los mensajes que enviaba con regularidad a la página de Facebook de Sukhvinder: buscaba en internet información e imágenes sobre el hirsutismo, y todos los días le enviaba una cita o una fotografía.
Era divertido, pero a Andrew lo incomodaba. En sentido estricto, Sukhvinder no hacía nada para merecer aquello: era una presa demasiado fácil. Andrew prefería que Fats dirigiera su mordacidad hacia personas con autoridad, creídas o pedantes.
—Separada del resto de la manada de ejemplares barbudos con sujetador —dijo Fats—, entregada a sus pensamientos, se pregunta si le quedaría bien una perilla.
Andrew rió, aunque luego se sintió culpable. Entonces Fats perdió el interés y se concentró en transformar todos los ceros de su hoja de ejercicios en anos fruncidos. Andrew siguió tratando de adivinar dónde debían ir las comas de los decimales y pensando en el viaje en el autobús escolar hasta su casa y en Gaia. Siempre le costaba mucho encontrar un asiento desde donde tenerla en su campo visual durante el trayecto, porque, normalmente, ella ya estaba rodeada de otros estudiantes cuando él llegaba, o se había sentado demasiado lejos. Aquel momento de complicidad en la reunión del lunes por la mañana no había conducido a nada. Desde ese día, ella no había vuelto a mirarlo en el autobús, ni dado más muestras de saber que Andrew existía. En las cuatro semanas que duraba ya su encaprichamiento, nunca había hablado con Gaia. Ensayó frases para iniciar una conversación en medio del jaleo de matemáticas para tarugos. «Tuvo gracia lo de la reunión del lunes…»
—¿Te pasa algo, Sukhvinder?
La señorita Harvey, que se había inclinado sobre el trabajo de la chica para corregírselo, se había quedado mirándola. Andrew vio que Sukhvinder asentía con la cabeza y se tapaba la cara con las manos, mientras seguía encorvada sobre la hoja.
—¡Wallah! —susurró Kevin Cooper, sentado dos filas más allá—. ¡Wallah! ¡Peanut!
Intentaba hacerles notar lo que ellos ya sabían: que Sukhvinder, a juzgar por el débil temblor de sus hombros, estaba llorando, y que la señorita Harvey, muy atribulada, intentaba en vano averiguar qué le pasaba. Los alumnos, al detectar que la profesora había vuelto a bajar la guardia, se pusieron a alborotar aún más.
—¡Peanut! ¡Wallah!
Andrew nunca sabía si Kevin Cooper fastidiaba a propósito o sin darse cuenta, pero tenía el infalible don de crisparle a uno los nervios. El mote «Peanut» venía de lejos; Andrew cargaba con él desde primaria y siempre lo había odiado. Fats había conseguido que ese apodo pasara de moda a base de no utilizarlo nunca; siempre había sido el árbitro final en esas materias. Cooper hasta confundía el mote de Fats: «Wallah» sólo había gozado de una breve popularidad el año anterior.
—¡Peanut! ¡Wallah!
—Vete a la mierda, Cooper, carapolla —dijo Fats por lo bajo.
Cooper se había vuelto en la silla e, inclinado sobre el respaldo, miraba fijamente a Sukhvinder, que estaba recogida sobre sí misma, con la cara rozando el pupitre, mientras la señorita Harvey, agachada a su lado, agitaba cómicamente las manos sin atreverse a tocarla, incapaz de arrancarle una explicación. Algunos alumnos más se habían percatado de aquella inusual interrupción y miraban con curiosidad; pero, en la parte delantera del aula, varios chicos seguían alborotando, ajenos a todo lo que no fuera su propia diversión. Uno cogió el borrador de madera del escritorio de la señorita Harvey y lo lanzó.
El borrador atravesó limpiamente el aula y se estrelló contra el reloj de pared del fondo, que cayó al suelo y se hizo añicos: fragmentos de plástico y piezas metálicas del mecanismo volaron en todas direcciones, y varias chicas, entre ellas la señorita Harvey, chillaron asustadas.
Entonces la puerta del aula se abrió abruptamente, chocando con estrépito contra la pared. La clase enmudeció en el acto. Cuby estaba en el umbral, rojo de furia.
—¿Qué está pasando aquí? ¿A qué viene tanto ruido?
La profesora se levantó como un muñeco de resorte y se quedó inmóvil junto al pupitre de Sukhvinder, avergonzada y asustada.
—¡Señorita Harvey! Su clase está armando un jaleo tremendo. ¿Se puede saber qué ocurre?
La aludida se había quedado sin habla. Kevin Cooper volvió a inclinarse sobre el respaldo de su silla y, con una sonrisa burlona, miró alternativamente a la profesora, a Cuby y a Fats.
Entonces habló Fats:
—Pues verás, padre, si he de serte sincero, estábamos tomándole el pelo a esta pobre mujer.
Todos se echaron a reír. Un sarpullido granate se extendió por el cuello de la señorita Harvey. Fats se balanceaba sobre las patas traseras de la silla con aire desenfadado y gesto imperturbable, mirando a Cuby con una indiferencia desafiante.
—Ya basta —dijo éste—. Si vuelvo a oír un ruido así, os castigaré a todos. ¿Entendido? A todos.
Cerró la puerta dejando atrás las risas.
—¡Ya habéis oído al subdirector! —gritó la señorita Harvey, y se apresuró hacia su escritorio, al frente del aula—. ¡Silencio! ¡Quiero silencio! ¡Tú, Andrew, y tú, Stuart, recoged eso! ¡Que no quede ni un solo trozo de reloj en el suelo!
Los dos amigos protestaron rutinariamente contra aquella injusticia y un par de chicas gritaron solidarizándose con ellos. Los verdaderos autores de los destrozos, a los que, como todos sabían, la señorita Harvey tenía miedo, permanecieron sentados intercambiando sonrisitas de complicidad.
Como sólo faltaban cinco minutos para que terminara la jornada escolar, Andrew y Fats decidieron recoger con toda la calma del mundo, para así poder dejar el trabajo sin terminar. Mientras Fats cosechaba más risas dando saltitos de aquí para allá, con los brazos tiesos, imitando la forma de andar de Cuby, Sukhvinder se enjugó las lágrimas disimuladamente con la mano cubierta por el puño del jersey y volvió a caer en el olvido.
Cuando sonó el timbre, la señorita Harvey no intentó contener el estruendo ni la desbandada general hacia la puerta. Andrew y Fats escondieron con el pie varios fragmentos del reloj debajo de los armarios del fondo del aula y volvieron a colgarse del hombro las mochilas.
—¡Wallah! ¡Eh, Wallah! —llamó Kevin Cooper corriendo para alcanzar a Andrew y Fats por el pasillo—. ¿En tu casa llamas «padre» a Cuby? ¿En serio?
Creía haber encontrado algo con que echarle el guante a Fats; creía que lo había pillado.
—Eres un gilipollas, Cooper —respondió Fats cansinamente, y Andrew se rió.