Shirley Mollison iba al hospital South West General de Yarvil todos los miércoles. Allí, ella y varios voluntarios más realizaban tareas no médicas, como pasar el carrito de los libros entre las camas, arreglar las flores de los pacientes y bajar a la tienda del vestíbulo cuando los que no podían levantarse y no recibían visitas necesitaban algo. La actividad favorita de Shirley era ir de cama en cama con su sujetapapeles y su tarjeta de identificación plastificada anotando los pedidos de las comidas. Un día, una administrativa del hospital la había confundido con una doctora examinando pacientes.
La idea de trabajar de voluntaria se le había ocurrido durante la conversación más larga que había mantenido en su vida con Julia Fawley, en una de aquellas maravillosas fiestas de Navidad celebradas en la mansión Sweetlove. Aquel día se había enterado de que Julia recaudaba fondos para el ala de Pediatría del hospital local.
—Lo que nos vendría bien sería una visita real —había dicho Julia mirando por encima del hombro de Shirley, hacia la puerta—. Voy a pedirle a Aubrey que hable con Norman Bailey. Perdóname, tengo que saludar a Lawrence…
Shirley se quedó de pie junto al piano de cola diciéndole «Sí, claro, claro» a nadie. No tenía ni idea de quién era Norman Bailey, pero estaba entusiasmada. Al día siguiente, sin mencionarle ni siquiera a Howard lo que tenía planeado, llamó por teléfono al hospital South West General y preguntó qué había que hacer para trabajar de voluntaria. Después de que le dijeran que los únicos requisitos eran tener buen carácter, sentido común y piernas fuertes, había pedido un impreso de solicitud.
Trabajar de voluntaria le había abierto todo un mundo nuevo y maravilloso. En el sueño que Julia Fawley, sin saberlo, le había brindado junto al piano de cola, Shirley se veía con las manos recogidas con recato y la tarjeta plastificada colgada del cuello, mientras la reina avanzaba pausadamente ante una fila de ayudantes sonrientes. Shirley hacía una reverencia perfecta; a la reina le llamaba la atención y se detenía a charlar con ella; felicitaba a Shirley por la generosidad con que empleaba su tiempo libre… El destello de un flash, una fotografía, y los periódicos al día siguiente: «La reina conversa con la voluntaria de hospital Shirley Mollison…» A veces, cuando se concentraba mucho en esa escena imaginaria, la invadía una sensación que rayaba en lo místico. Trabajar de voluntaria en el hospital le había proporcionado una flamante arma para reducir las pretensiones de Maureen. Al pasar de dependienta a socia, como una Cenicienta, la viuda de Ken empezó a darse unos aires que a Shirley (pese a soportarlo todo con una falsa sonrisa de inocencia) la sacaban de quicio. Pero Shirley había reconquistado su superioridad; ella no trabajaba para ganar dinero, sino porque se lo pedía su bondadoso corazón. Trabajar de voluntaria confería estilo; era lo que hacían las mujeres que no necesitaban ingresos adicionales, las mujeres como ella y Julia Fawley. Además, el hospital le ofrecía acceso a una inagotable mina de cotilleos con que sofocar la tediosa cháchara de Maureen sobre la nueva cafetería.
Esa mañana, con voz firme, Shirley le había expresado a la supervisora de voluntarios su preferencia por la sala 28, y la enviaron a la unidad de Oncología. La única amiga que tenía entre el personal de enfermería trabajaba en la sala 28; algunas de las enfermeras más jóvenes eran a veces bruscas y prepotentes con las voluntarias, pero Ruth Price, que volvía a trabajar desde hacía poco tras un paréntesis de dieciséis años, se había mostrado encantadora desde el primer día. Como decía Shirley, ambas eran mujeres de Pagford, y eso las unía.
(Aunque la verdad era que Shirley no había nacido en Pagford. Su hermana menor y ella habían crecido en un piso pequeño y destartalado de Yarvil. La madre bebía mucho; no había llegado a divorciarse del padre, al que nunca veían. Todos los hombres del barrio, curiosamente, sabían el nombre de pila de la madre de Shirley, y sonreían con sorna cuando lo pronunciaban. Pero de eso hacía mucho tiempo, y Shirley era de los que creían que el pasado se desintegraba si nunca se lo mencionaba. No quería recordar.)
Shirley y Ruth se saludaron cariñosamente, pero esa mañana había mucho trabajo y sólo tuvieron tiempo para un breve intercambio sobre la muerte repentina de Barry Fairbrother. Quedaron para comer juntas a las doce y media, y Shirley fue presurosa a buscar el carrito de los libros.
Estaba de un humor estupendo. Veía el futuro con tanta claridad como si ya hubiera sucedido. Howard, Miles y Aubrey Fawley se unirían para desembarazarse de los Prados de una vez por todas y, para celebrarlo, cenarían en la mansión Sweetlove…
A Shirley esa casa le parecía preciosa: el extenso jardín con su reloj de sol, sus setos artísticamente podados y sus estanques; el ancho pasillo revestido de paneles de madera; la gran fotografía con marco de plata sobre el piano de cola, en la que aparecía el propietario bromeando con la princesa, la hija mayor de la reina. Nunca había detectado prepotencia en la actitud de los Fawley hacia su marido y ella, aunque era cierto que había demasiados aromas compitiendo por llamar su atención cada vez que se acercaba a la órbita de los Fawley. Los imaginaba a los cinco sentados a la mesa en una cena privada servida en una de aquellas deliciosas salitas: Howard al lado de Julia, ella a la derecha de Aubrey, y Miles entre ellos dos. (En la fantasía de Shirley, Samantha siempre estaba retenida en algún otro sitio.)
Shirley y Ruth se encontraron junto a la nevera de los yogures a las doce y media. La bulliciosa cafetería del hospital todavía no estaba tan abarrotada como lo estaría a la una, y la enfermera y la voluntaria encontraron sin dificultad una mesa para dos, pegajosa y cubierta de migas, contra la pared.
—¿Cómo está Simon? ¿Y los niños? —preguntó Shirley después de que Ruth limpiara la mesa, y cuando hubieron traspasado a ella el contenido de sus bandejas y se hubieron sentado una enfrente de la otra, dispuestas a empezar a charlar.
—Simon está bien, gracias. Hoy nos traen el ordenador nuevo. Los chicos están impacientes, ya te lo puedes imaginar.
Aquello no era del todo cierto. Andrew y Paul tenían cada uno un portátil barato; el PC estaba en un rincón de su pequeña sala de estar y ninguno de los dos lo tocaba, preferían no hacer nada que supusiera estar cerca de su padre. Ruth siempre le hablaba de ellos a Shirley como si fueran mucho más pequeños de lo que eran en realidad: dóciles, manejables, fáciles de distraer. Quizá con eso intentara quitarse años, subrayar la diferencia de edad entre Shirley y ella —que era de casi dos décadas— para que parecieran, aún más, madre e hija. La madre de Ruth había muerto diez años atrás; echaba en falta la presencia de una mujer mayor que ella en su vida, y Shirley le había insinuado que la relación con su hija no era tan buena como desearía.
—Miles y yo siempre hemos estado muy unidos. Patricia, en cambio, siempre ha tenido un carácter bastante difícil. Ahora vive en Londres.
Ruth se moría de ganas de saber más, pero había una cualidad que ambas compartían y admiraban en la otra: una refinada discreción, la preocupación por ofrecer al mundo una apariencia de serenidad. Por tanto, Ruth dejó a un lado su curiosidad, aunque no sin la secreta esperanza de descubrir a su debido tiempo por qué Patricia era tan difícil.
La simpatía instantánea que habían sentido Shirley y Ruth se basaba en el reconocimiento mutuo de que ambas eran iguales, mujeres cuyo orgullo más profundo radicaba en haber conseguido y conservado el afecto de su marido. Como los masones, compartían un código fundamental, y de ahí que se sintieran seguras cuando estaban juntas, como no les ocurría con otras mujeres. Su complicidad resultaba aún más placentera por estar aderezada con cierta sensación de superioridad, ya que, en el fondo, ambas compadecían a la otra por su elección de marido. Para Ruth, Howard era físicamente grotesco, y le costaba entender que su amiga, que conservaba una belleza delicada pese a estar un poco rellenita, hubiera accedido a casarse con él. A Shirley, que no recordaba conocer a Simon ni siquiera de vista, que nunca había oído que se lo mencionara en relación con los asuntos más elevados de Pagford, y que sabía que Ruth carecía de la vida social más elemental, el marido de su amiga le parecía un inepto excesivamente dado a recluirse.
—Pues vi cómo Miles y Samantha traían a Barry —dijo Ruth, abordando el tema principal sin preámbulos. Era bastante menos sutil que Shirley y le costaba disimular su interés por los cotilleos de Pagford, de los que se veía privada en lo alto de la colina donde vivía, aislada por el carácter insociable de Simon—. ¿Es verdad que lo vieron morir?
—Ya lo creo. Estaban cenando en el club de golf. Ya sabes, el domingo por la noche las niñas vuelven al internado, y Sam prefiere cenar fuera, porque la cocina no es su fuerte…
Poco a poco, en aquellos descansos para el café, Ruth fue enterándose de la verdad sobre el matrimonio de Miles y Samantha. Shirley le contó que su hijo no había tenido más remedio que casarse con Samantha porque ella se había quedado embarazada de Lexie.
—Lo han hecho lo mejor posible —suspiró Shirley exhibiendo su coraje—. Miles hizo lo que tenía que hacer; yo no habría aceptado otra solución. Las niñas son encantadoras. Es una lástima que Miles no haya tenido un hijo varón, porque habría sido estupendo con él. Pero Sam no quería ni oír hablar de un tercer embarazo.
Ruth guardaba como un tesoro cada crítica velada que Shirley hacía de su nuera. Le había tomado verdadera aversión a Samantha años atrás, el día que Ruth acompañó a su hijo Andrew, por entonces de cuatro años, a la clase de párvulos del St. Thomas, donde encontró a Samantha con su hija Lexie. Con su estridente risa, su insondable escote y su afición a gastarles bromas subidas de tono a los padres de la escuela, Ruth vio en ella una grave amenaza. Durante años, había observado con desdén cómo Samantha resaltaba sus enormes pechos cuando hablaba con Vikram Jawanda en las reuniones de padres, y siempre alejaba de ella a Simon, llevándoselo por los laterales del aula, para que no tuvieran ocasión de hablar.
Shirley seguía refiriendo el relato de segunda mano del último viaje de Barry, poniendo énfasis en la rapidez con que Miles había llamado a la ambulancia, en cómo había consolado a Mary Fairbrother, en cómo se había empeñado en quedarse con ella en el hospital hasta que llegaran los Wall. Ruth escuchaba atentamente, aunque con cierta impaciencia; su amiga resultaba más entretenida cuando enumeraba los defectos de Samantha que cuando ensalzaba las virtudes de Miles. Además, se moría de ganas de contarle una cosa importante. Así que, en cuanto Shirley llegó al punto en que Miles y Samantha cedían el escenario a Colin y Tessa Wall, Ruth se coló con decisión:
—Entonces ha quedado una plaza libre en el concejo parroquial.
—Se llama plaza vacante —le aclaró Shirley gentilmente.
Ruth inspiró hondo.
—Simon se está planteando presentarse como candidato —anunció entonces con voz emocionada.
Shirley sonrió maquinalmente, arqueó las cejas en un gesto de educada sorpresa y tomó un sorbo de té para ocultar su cara. Ruth no advirtió que sus palabras habían turbado a su amiga. Daba por hecho que a ésta le encantaría imaginarse a sus maridos sentados juntos en el concejo parroquial, y abrigaba vagas esperanzas de que la ayudara a ver cumplido ese objetivo.
—Me lo contó anoche —continuó Ruth, dándose importancia—. Lleva un tiempo planteándoselo.
Ruth había alejado de su pensamiento otras cosas que había mencionado Simon, como la posibilidad de aceptar sobornos de Grays para que siguieran asignándoles contratas; hacía lo mismo con todas las artimañas de su marido, con sus pequeños delitos.
—No sabía que a Simon le interesara implicarse en el gobierno local —comentó Shirley con simpatía.
—Ah, pues sí —dijo Ruth, aunque ella tampoco lo sabía—, está entusiasmado con la idea.
—¿Sabes si ha hablado con la doctora Jawanda? —indagó Shirley, y bebió otro sorbo de té—. ¿Ha sido ella quien le ha propuesto presentarse?
Esa pregunta desconcertó a Ruth, y la perplejidad se le reflejó en la cara.
—No, no creo que… Hace una eternidad que Simon no va al médico. Bueno, quiero decir que está muy bien de salud.
Shirley sonrió. Si Simon actuaba solo, sin el apoyo de la facción encabezada por Jawanda, seguramente la amenaza que planteaba era insignificante. Hasta se compadeció de Ruth, pues le aguardaba una desagradable sorpresa. A Shirley, que conocía a todas las personas importantes de Pagford, le habría costado reconocer al marido de Ruth si lo hubiera visto entrar en la tienda de delicatessen: ¿quién demonios creía la pobre Ruth que iba a votarlo? Por otra parte, Shirley sabía que había una pregunta rutinaria que Howard y Aubrey agradecerían que formulara.
—Simon ha vivido siempre en Pagford, ¿verdad?
—No, no. Nació en los Prados —dijo Ruth.
—Ah.
Retiró la tapa de papel de aluminio del yogur, cogió una cucharada y se la metió en la boca con aire pensativo. Era bueno saber, independientemente de sus perspectivas electorales, que había muchas probabilidades de que Simon tuviera tendencias pro-Prados.
—¿Cómo presentas tu candidatura, a través de la página web? —preguntó Ruth, sin perder la esperanza de un último impulso de entusiasmo y apoyo.
—Sí, creo que sí —respondió Shirley de forma imprecisa.