I

Krystal Weedon durmió las noches del lunes y el martes en el suelo del dormitorio de su amiga Nikki, tras una pelea más encarnizada de lo normal con su madre. Todo había empezado cuando Krystal, después de dar una vuelta con sus amigas por el centro comercial, llegó a casa y encontró a Terri hablando con Obbo en la entrada. En los Prados todos conocían a Obbo, un individuo de cara anodina y abotargada, sonrisa desdentada, gafas de culo de botella y una vieja y mugrienta chaqueta de cuero.

—Me los guardas un par de días, ¿vale, Ter? Y te sacas unos billetes.

—¿Qué te tiene que guardar? —quiso saber Krystal.

Robbie salió de entre las piernas de Terri y se agarró con fuerza a las rodillas de Krystal. A Robbie no le gustaba que fueran hombres a la casa. Y con motivo.

—Nada. Unos ordenadores.

—Dile que no —respondió Krystal.

No quería que su madre tuviera más dinero del imprescindible. Obbo era muy capaz de saltarse un paso y pagarle el favor con una bolsita de caballo.

—No los cojas.

Pero Terri había dicho que sí. Desde que Krystal tenía uso de razón, su madre había dicho que sí a todo y a todos: aceptaba, concedía, toleraba: «Sí, vale, adelante, como quieras, ningún problema.»

Al anochecer, Krystal fue un rato al parque con sus amigas. Estaba tensa e irritable. Era como si no acabara de entender que el señor Fairbrother había muerto; notaba una extraña sensación en el estómago, como si estuvieran pegándole puñetazos, y le daban ganas de arremeter contra alguien. Además, se sentía culpable por haberle robado el reloj a Tessa Wall. Pero ¿por qué la muy estúpida lo había dejado encima de la mesa y había cerrado los ojos? ¿Qué esperaba?

Estar con sus amigas no la ayudó. Jemma no cesaba de chincharla con Fats Wall; al final, Krystal estalló y se le echó encima. Nikki y Leanne tuvieron que sujetarla. Así que Krystal, furiosa, regresó a casa y se encontró con que acababan de llegar los ordenadores de Obbo. Robbie intentaba trepar a las cajas amontonadas en el salón, donde estaba sentada Terri, aturdida casi hasta la inconsciencia y con sus bártulos tirados por el suelo. Tal como temía Krystal, Obbo le había pagado con heroína.

—¡Puta yonqui de mierda! ¡Te van a echar otra vez de la clínica!

Pero la droga transportaba a la madre de Krystal a un lugar donde nada podía alcanzarla. Aunque reaccionó llamando a Krystal «zorra» y «puta», lo hizo con indiferencia, desapasionadamente. Krystal le dio un bofetón, y Terri la mandó a tomar por culo.

—¡Pues ahora te ocupas tú del niño, yonqui asquerosa! —chilló Krystal.

Robbie echó a correr detrás de su hermana por el pasillo, aullando, pero ella le cerró la puerta de la calle en las narices.

A Krystal le encantaba la casa de Nikki. No estaba impecable como la de la abuelita Cath, pero allí el ambiente era más agradable y siempre había un bullicio reconfortante. Nikki tenía dos hermanos y una hermana, así que Krystal dormía sobre un edredón doblado por la mitad entre las camas de las chicas. Las paredes estaban decoradas con recortes de revista que componían un collage de chicos seductores y chicas guapísimas. A Krystal nunca se le había ocurrido adornar las paredes de su dormitorio.

Pero los remordimientos la reconcomían; no podía quitarse de la cabeza la cara aterrada de Robbie cuando le había cerrado la puerta, y por eso volvió a casa el miércoles por la mañana. De todas formas, a la familia de Nikki no le hacía mucha gracia que Krystal durmiera en su casa más de dos noches seguidas. En una ocasión, Nikki le había dicho, con su habitual franqueza, que a su madre no le importaba mientras no ocurriera demasiado a menudo, porque Krystal no podía utilizar su casa como una pensión y, sobre todo, tenía que dejar de presentarse allí pasada la medianoche.

Terri pareció alegrarse como nunca del regreso de Krystal. Le habló de la visita de la nueva asistente social, y su hija, nerviosa, se preguntó qué habría pensado aquella mujer acerca de la casa, que últimamente alcanzaba cotas de mugre sin precedentes. Le preocupaba especialmente que Kay hubiera encontrado a Robbie allí cuando debería haber estado en la guardería, porque el compromiso de Terri de llevar a Robbie al jardín de infancia, adonde había empezado a ir cuando vivía con su madre de acogida, había sido condición fundamental para su vuelta al hogar familiar el año anterior. También la enfurecía que la asistente social hubiera encontrado a Robbie con pañal, con el trabajo que le había costado enseñarle a utilizar el váter.

—¿Y qué ha dicho? —le preguntó a su madre.

—Que volverá otro día.

Eso levantó las sospechas de Krystal. Su asistente social de siempre no tenía inconveniente en dejar en paz a la familia Weedon, en no interferir demasiado en su vida. Era despistada y desorganizada, confundía a menudo sus nombres y sus circunstancias con los de otras personas a su cargo, y aparecía cada quince días sin otra intención aparente que comprobar si Robbie seguía con vida.

Esa nueva amenaza empeoró el mal humor de Krystal. Cuando no estaba drogada, a Terri la intimidaba la furia de su hija, y dejaba que ésta la mangoneara. Aprovechando al máximo su pasajera autoridad, Krystal le ordenó que se pusiera algo decente; también obligó a Robbie a ponerse unos calzoncillos limpios, le advirtió que no podía hacerse pipí encima y lo llevó a la guardería. El niño empezó a berrear al ver que su hermana se iba; ésta al principio se enfadó, pero luego se agachó y le prometió que iría a buscarlo a la una, y entonces él la dejó marchar.

Ese día Krystal se saltó las clases, pese a que el miércoles era su día favorito —tenía orientación y dos horas de educación física—, y se dedicó a limpiar un poco la casa. Echó desinfectante con aroma a pino por toda la cocina y tiró los restos de comida y las colillas a la basura. Escondió la lata de galletas donde Terri guardaba sus bártulos y metió los ordenadores que quedaban (ya habían pasado a recoger tres) en el armario del pasillo.

Mientras desincrustaba restos de comida de los platos, Krystal seguía pensando en el equipo de remo. Si el señor Fairbrother no hubiera muerto, al día siguiente habría tenido entrenamiento. Él casi siempre la llevaba y luego la acompañaba a casa en el monovolumen, puesto que Krystal no tenía otra forma de desplazarse hasta el canal de Yarvil. Las hijas gemelas de Barry Fairbrother, Niamh y Siobhan, y Sukhvinder Jawanda también iban en el coche. Krystal no se relacionaba con esas tres chicas dentro del horario escolar pero, desde que estaban el equipo de remo, siempre se decían «¿Qué tal?» cuando se cruzaban en los pasillos. Al principio Krystal pensó que la mirarían por encima del hombro, pero cuando las conoció mejor le pareció que no estaban tan mal. Le reían los chistes, imitaban algunos de sus latiguillos y frases comodín. De alguna manera, Krystal era la líder del equipo.

En la familia de Krystal nadie había tenido nunca coche. Si se concentraba, podía oler el interior del monovolumen, incluso en la apestosa cocina de Terri. Le encantaba aquel olorcillo a plástico nuevo. Jamás volvería a subirse a aquel coche. Algunas veces también habían ido en un minibús de alquiler, cuando Fairbrother debía llevar al equipo completo; y en ocasiones, cuando competían contra escuelas de localidades lejanas, habían pasado la noche fuera. El equipo había cantado Umbrella, la canción de Rihanna, en los asientos del fondo del autobús: se había convertido en su ritual de la suerte, su sintonía, y Krystal se encargaba de interpretar el solo de rap de Jay-Z del principio. Fairbrother se había desternillado la primera vez que la oyó cantarlo:

Uh huh uh huh, Rihanna…

Good girl gone bad-

Take three-

Action.

No clouds in my storms…

Let it rain, I hydroplane into fame

Comin' down with the Dow Jones… [2]

Krystal nunca había entendido la letra.

Cuby Wall les había escrito una circular a todas para comunicarles que el equipo no volvería a remar hasta que encontraran un nuevo entrenador, pero era evidente que nunca lo encontrarían, así que aquello era una tomadura de pelo, y todas lo sabían.

El equipo era un proyecto personal del señor Fairbrother. Krystal había tenido que soportar los insultos de Nikki y las demás por participar en él. Al principio, su desdén ocultaba incredulidad, pero más adelante también admiración, porque el equipo había ganado varias medallas (Krystal guardaba las suyas en una caja que había robado en casa de Nikki. Era muy dada a meterse en los bolsillos cosas de personas que le caían bien. Esa caja de plástico decorada con rosas, por ejemplo, en realidad era un joyero de juguete. En ella había guardado el reloj de Tessa).

Lo mejor había sido ganarles a aquellas cabronas estiradas del St. Anne; aquel día fue el mejor de la vida de Krystal, sin duda. La directora felicitó al equipo ante todo el instituto en la siguiente reunión de alumnos y profesores (Krystal pasó un poco de nervios, porque Nikki y Leanne se habían reído), y todos las aplaudieron. Que Winterdown le hubiera dado una paliza al St. Anne era todo un hito.

Pero todo eso había pasado a la historia: los trayectos en coche, los entrenamientos de remo, las entrevistas para el periódico local. A Krystal la había atraído la idea de volver a salir en el periódico. El señor Fairbrother le había dicho que estaría con ella cuando la entrevistaran. Ellos dos solos.

—Pero ¿de qué querrán que les hable?

—De tu vida. Les interesa tu vida.

Como las famosas. Krystal no tenía dinero para comprarse revistas, pero las hojeaba en casa de Nikki y en el consultorio médico cuando llevaba a Robbie. Esa vez habría sido mejor que salir en el periódico junto con las otras chicas del equipo. Esa perspectiva la había emocionado mucho, pero consiguió callarse y no presumir de ello con Nikki ni Leanne, porque quería sorprenderlas. Suerte que no les había comentado nada. Nunca volvería a salir en el periódico.

Notaba un vacío en el estómago. Intentó no seguir pensando en Fairbrother mientras iba por la casa limpiando con poca habilidad pero obstinadamente. Entretanto, su madre, sentada en la cocina, fumaba y miraba por la ventana de atrás.

Poco antes del mediodía, una mujer aparcó un viejo Vauxhall azul ante la casa. Krystal la vio por la ventana del dormitorio de Robbie. De pelo oscuro y muy corto, llevaba pantalones negros, un collar étnico de cuentas y un inmenso bolso de mano que parecía lleno de carpetas colgado del hombro.

Krystal bajó a toda prisa la escalera.

—¡Me parece que es ella! —le gritó a Terri, que seguía en la cocina—. ¡La asistente!

La mujer llamó a la puerta y Krystal abrió.

—Hola. Soy Kay, la sustituta de Mattie. Tú debes de ser Krystal.

—Sí. —No se molestó en devolverle la sonrisa.

La acompañó al salón y se fijó en cómo contemplaba el precario orden recién impuesto: el cenicero vacío, y los trastos que el día anterior invadían todos los espacios estaban apretujados en las baldas de una estantería desvencijada. La moqueta seguía sucia, porque el aspirador estaba estropeado, y la toalla y la pomada de zinc se habían quedado en el suelo, junto con un cochecito de Robbie encima del tarro de pomada. Krystal había intentado distraer al pequeño con el cochecito mientras le restregaba la pomada en las nalgas.

—Robbie está en la guardería —anunció Krystal—. Lo he llevado yo. Ya le he puesto los calzoncillos. Es que ella siempre vuelve a ponerle pañales. Ya le he dicho que no lo haga. Y le he puesto crema en el culo. Se le curará, sólo lo tiene un poco rojo.

Kay volvió a sonreírle. Krystal se asomó por la puerta y llamó:

—¡Mamá!

Terri salió de la cocina y fue a reunirse con ellas. Llevaba una sudadera y unos vaqueros viejos y sucios; su aspecto mejoraba cuando se cubría un poco.

—Hola, Terri —saludó Kay.

—¿Qué tal? —repuso, y dio una profunda calada al cigarrillo.

—Siéntate —le ordenó Krystal, y su madre obedeció, enroscándose en la misma butaca que la vez anterior—. ¿Quiere una taza de té o algo? —le ofreció entonces a la asistente.

—Me encantaría, gracias. —Kay se sentó y abrió su carpeta.

Krystal fue rápidamente a la cocina y escuchó con atención para no perderse qué le decía la tal Kay a su madre.

—Supongo que no esperabas volver a verme tan pronto, Terri —oyó decir a Kay (tenía un acento raro: parecía de Londres, como el de aquella niña pija que acababa de llegar al instituto y ponía cachondos a la mitad de los chicos)—, pero ayer me quedé muy preocupada por Robbie. Me ha dicho Krystal que hoy ha ido a la guardería.

—Sí —confirmó Terri—. Lo ha llevado ella. Ha vuelto esta mañana.

—¿Ha vuelto? ¿De dónde?

—Estaba en… Me quedé a dormir en casa de una amiga —explicó Krystal, regresando presurosa a la sala para contestar personalmente.

—Sí, pero ha vuelto esta mañana —insistió Terri.

Krystal volvió a la cocina para ocuparse del té. Cuando rompió a hervir el agua, el ruido le impidió distinguir lo que hablaban en la sala. Tan deprisa como pudo, echó leche en las tres tazas, en las que ya había metido las bolsitas de té, y las llevó, muy calientes, al salón. Llegó a tiempo para oír decir a Kay:

—… ayer hablé con la señora Harper, la directora de la guardería…

—Esa guarra… —murmuró Terri.

—Aquí tiene —terció Krystal, dejando las tazas de té en el suelo y girando una para que el asa apuntara hacia la asistente social.

—Muchas gracias. Terri, la señora Harper me dijo que Robbie ha faltado mucho estos tres últimos meses. Hace tiempo que no va una semana entera, ¿verdad?

—¿Qué? —se extrañó Terri—. No, no ha faltado. Sí va. Sólo faltó ayer. Y cuando estuvo enfermo.

—¿Cuándo fue eso?

—¿Qué? Hace un mes… o mes y medio. Más o menos.

Krystal se sentó en el brazo de la butaca de su madre. Miró con hostilidad a Kay desde su posición elevada, mascando chicle enérgicamente, los brazos cruzados igual que Terri. La asistente se había abierto una gruesa carpeta sobre el regazo, y Krystal odiaba las carpetas. Odiaba todo eso que se escribía sobre la gente y que se guardaba para después utilizarlo en su contra.

—A Robbie lo llevo yo a la guardería —dijo—. Cuando voy al instituto.

—Bueno, pues según la señora Harper, la asistencia de Robbie ha descendido mucho —insistió Kay, repasando las notas que había tomado después de su conversación con la directora del jardín de infancia—. El caso es, Terri, que el año pasado, cuando te devolvieron a Robbie, te comprometiste a llevarlo a la guardería.

—¡Qué coño! Yo no…

—Cállate, ¿vale? —le espetó Krystal. Y dirigiéndose a Kay—: Es que estaba enfermo, tenía las amígdalas hinchadas, el médico le recetó antibióticos.

—¿Y eso cuándo fue?

—Hará unas tres semanas. Pero ahora…

—Ayer, cuando vine —dijo Kay dirigiéndose otra vez a la madre de Robbie (Krystal mascó enérgicamente y se abrazó el torso como si quisiera protegerse las costillas)—, me pareció que te costaba mucho atender las necesidades de Robbie, Terri.

Krystal miró a su madre. Su muslo era el doble de ancho que el de Terri.

—Que yo no… que yo nunca… —Pero lo pensó mejor—. Robbie está bien.

Una sospecha ensombreció la mente de Krystal como la sombra del buitre que sobrevuela a su presa.

—Terri, ayer cuando vine, habías consumido, ¿verdad?

—¡Qué coño! Eso es una puta… ¡Eres una puta mentirosa! No me había chutado, joder.

Krystal notaba una opresión en el pecho y le zumbaban los oídos. Obbo debía de haberle pasado a su madre no sólo una dosis sino unas cuantas. La asistente social debía de haberla encontrado completamente ciega. Terri daría positivo en Bellchapel la próxima vez, y volverían a darle la patada.

(Y sin metadona, recaerían en aquella situación de pesadilla en que Terri se tornaba salvaje y abría su desdentada boca para mamársela a cualquier desconocido con tal de poder saciar la sed de sus venas. Y volverían a llevarse a Robbie, y esa vez quizá para siempre. Krystal llevaba en el bolsillo una fotografía de su hermano con un año, en un corazoncito de plástico rojo prendido del llavero. Su corazón auténtico empezó a latir como cuando remaba a tope, tirando y tirando de los remos para vencer la resistencia del agua, los músculos ardiéndole, viendo a las otras remeras deslizarse hacia atrás…)

—¡Me cago en la puta! —gritó, pero nadie la oyó, porque Terri seguía gritándole a Kay, que continuaba sentada con la taza en las manos, impasible.

—¡No me he chutado, joder, no tienes ninguna prueba…!

—¡Eres gilipollas! —soltó Krystal levantando aún más la voz.

—¡Que no me he chutado, coño! ¡Es mentira! —chilló Terri como un animal atrapado en una red, retorciéndose, enredándose cada vez más—. Que no me he vuelto a chutar, ¿vale? Que nunca…

—¡Te van a echar otra vez de la puta clínica, gilipollas!

—¡A mí no me grites!

—Muy bien —dijo Kay en voz alta para hacerse oír por encima de la lluvia de exabruptos; dejó su taza en el suelo y se levantó, asustada por lo que había desatado, y entonces gritó—: ¡Terri! —con verdadera alarma, porque la mujer se había incorporado en la butaca para ponerse medio en cuclillas en el otro brazo, de cara a su hija; gritaban con las narices casi tocándose, como dos gárgolas—. ¡Krystal! —añadió al ver que la chica alzaba un puño.

Krystal se levantó bruscamente de la butaca y se apartó de su madre. La sorprendió notar algo húmedo y caliente resbalándole por las mejillas; pensó que era sangre, pero eran lágrimas, sólo lágrimas, transparentes y brillantes en las yemas de sus dedos cuando se las enjugó.

—Muy bien —repitió Kay, cada vez más nerviosa—. Vamos a calmarnos, por favor.

—Cálmate tú, tía —le espetó Krystal.

Temblando, se secó la cara con el antebrazo y luego se acercó de nuevo a la butaca de su madre.

Terri se encogió, pero su hija se limitó a agarrar el paquete de tabaco; sacó de él un mechero y el último cigarrillo y lo encendió. Dando caladas, fue hasta la ventana y se colocó de espaldas, tratando de contener las lágrimas antes de que volvieran a desbordarse.

—Vale —dijo Kay, que seguía de pie—. A ver si podemos hablar tranquilamente…

—Vete a la mierda —le espetó Terri con voz apagada.

—El que nos importa es Robbie —prosiguió Kay, todavía de pie; no se atrevía a relajarse—. Si estoy aquí es por eso. Para asegurarme de que Robbie está bien.

—Vale, ha faltado a la guardería —dijo Krystal desde la ventana—. Tampoco es ningún crimen, joder.

—Ningún crimen, joder —repitió la madre como un débil eco.

—No se trata sólo de la guardería —dijo Kay—. Ayer, cuando lo vi, Robbie estaba incómodo y escocido. Es demasiado mayor para llevar pañales.

—¡Que ya le he quitado el puto pañal! ¡Ya te he dicho que ahora lleva calzoncillos! —le espetó Krystal, furiosa.

—Lo siento, Terri —insistió la asistente—, pero ayer no estabas en condiciones de ocuparte tú sola de un niño pequeño.

—Que yo no he…

—Por mí puedes seguir empeñada en que no has consumido —la atajó Kay, y por primera vez Krystal percibió algo real y humano en la voz de aquella mujer: fastidio, exasperación—. Pero en la clínica te harán análisis. Y sabes perfectamente que vas a dar positivo. Dicen que es tu última oportunidad, que si fallas volverán a echarte.

Terri se secó los labios con el dorso de la mano.

—Mira, ya veo que ninguna de las dos quiere perder a Robbie…

—¡Pues entonces no nos lo quites, joder! —saltó Krystal.

—No es tan sencillo —continuó Kay. Se sentó, recogió la pesada carpeta, que se le había caído al suelo, y volvió a ponérsela sobre las rodillas—. El año pasado, cuando te devolvieron a Robbie, habías dejado la heroína. Te comprometiste a no consumir y a seguir el tratamiento, y aceptaste otras condiciones, como llevar al pequeño a la guardería.

—Y lo llevé…

—Un tiempo —precisó Kay—. Lo llevaste un tiempo, pero un esfuerzo aislado no basta, Terri. Después de lo que vi ayer cuando vine, y después de hablar con tu asistente de toxicómanos y con la señora Harper, me temo que tendremos que volver a estudiar la situación.

—¿Y eso qué quiere decir? —terció Krystal—. Otra puta revisión del caso, ¿eh? ¿Y para qué? ¡Para tocar los cojones! Robbie está bien, yo me ocupo de él… ¡Que te calles, joder! —le gritó a su madre, que intentaba interrumpirla desde la butaca—. Ella no… Yo me ocupo de él, ¿vale? —le soltó a Kay, muy colorada, los ojos perfilados con kohl anegados en lágrimas de rabia, dándose en el pecho con un dedo.

Krystal había ido a visitar a Robbie con regularidad a la casa de su familia de acogida durante el mes que el crío pasó allí. El niño la abrazaba, le pedía que se quedara a cenar, lloraba cuando su hermana se marchaba. Para ella había sido como si le arrancaran el corazón y se lo quedaran como rehén. Krystal habría preferido que hubieran llevado a Robbie a casa de la abuelita Cath, como hacían con ella cuando era pequeña cada vez que Terri se derrumbaba. Pero la abuelita Cath ya era muy mayor y estaba delicada de salud, no tenía tiempo para ocuparse de Robbie.

—Ya sé que quieres a tu hermano y que haces todo lo que puedes por él, Krystal —continuó Kay—, pero no eres su tutora legal…

—¿Y por qué no? ¡Soy su hermana, joder!

—Vale ya —dijo Kay con firmeza—. Mira, Terri, creo que tenemos que afrontar la realidad. En Bellchapel te echarán del programa si te presentas allí diciendo que estás limpia y luego das positivo en los análisis. Eso me lo dejó muy claro por teléfono tu asistente de toxicómanos.

Encogida en la butaca, aquella extraña mezcla de niña y anciana con la boca desdentada, Terri miraba al vacío con gesto de aflicción.

—Creo que la única manera de evitar que te echen sería que admitieras haber consumido, reconocieras tu error y te comprometieras a reformarte.

Terri se limitó a mirarla fijamente. Mentir era la única forma que conocía de enfrentarse a sus muchos acusadores. «Sí, vale, claro que sí, como quieras»; y luego: «No, yo no, yo nunca, yo jamás…»

—¿Tenías algún motivo concreto para consumir heroína esta semana, cuando ya estás tomando una dosis muy alta de metadona?

—Sí —terció Krystal—. Sí: que vino Obbo, y mi madre nunca le dice que no a nada.

—Que te calles —dijo Terri sin acalorarse.

Parecía querer asimilar lo que estaba proponiéndole Kay, aquel extraño y peligroso consejo de que admitir la verdad podía beneficiarla.

—¿Obbo? —repitió Kay—. ¿Quién es Obbo?

—El puto camello —contestó Krystal.

—¿Tu camello? —preguntó Kay.

—Cállate —volvió a ordenarle Terri a su hija.

—Pero ¿por qué coño no le dijiste que no? —la increpó Krystal.

—Vale ya —zanjó Kay—. Terri, voy a volver a llamar a tu asistente para toxicómanos. Intentaré persuadirla de que sería beneficioso para la familia que no abandonaras el programa.

—¿Ah, sí? —dijo Krystal, perpleja.

Kay le parecía una borde, más borde que aquella madre de acogida, con su cocina inmaculada, que hablándole con dulzura sólo conseguía que se sintiera una desgraciada.

—Sí. Pero ten en cuenta, Terri, que para nosotros, para el equipo de Protección de la Infancia, esto es muy grave. Vamos a tener que vigilar muy de cerca la situación familiar de Robbie. Necesitaremos comprobar que hay un cambio, Terri.

—Vale, tía —repuso Terri, consintiendo como solía hacer, con todo y con todos.

Pero Krystal intervino:

—Sí, vale. Lo hará. Yo la ayudaré. Lo hará.