VII

Tessa Wall no tenía intención de quedarse mucho rato en casa de Mary —nunca se sentía cómoda dejando a su marido y Fats solos—, pero su visita se había alargado de algún modo hasta las dos horas. La casa de los Fairbrother estaba a rebosar de camas plegables y sacos de dormir; la extensa familia había cerrado filas en torno al tremendo vacío dejado por la muerte, pero ningún nivel de ruido y actividad podía enmascarar el abismo que se había tragado a Barry.

Sola con sus pensamientos por primera vez desde la muerte de su amigo, Tessa recorrió Church Row de vuelta en la oscuridad, con dolor de pies y una rebeca que no la protegía suficientemente del frío. Sólo se oía el rumor de las cuentas de madera de su collar y el sonido amortiguado de los televisores en las casas ante las que pasaba.

De pronto, se preguntó: «¿Barry lo sabía?»

Nunca se le había ocurrido que su marido pudiese haberle contado a Barry el gran secreto de su vida, esa cosa podrida que yacía enterrada en el fondo de su matrimonio. Colin y ella nunca lo hablaban siquiera, aunque había cierto tufo que empañaba muchas conversaciones, sobre todo últimamente.

Esa noche, sin embargo, a Tessa le había parecido captar una velada mirada de Mary al oír mencionar a Fats…

«Estás agotada, imaginas cosas», se reprochó. Los hábitos de secretismo de Colin eran tan intensos, estaban tan arraigados, que nunca se lo habría contado a nadie; ni siquiera a Barry, al que idolatraba. Tessa se horrorizó al pensar que Barry lo hubiera sabido… que el motivo de su amabilidad hacia Colin pudiese haber sido la lástima que le daba lo que ella, Tessa, había hecho…

Cuando entró en la sala de estar, encontró a su marido sentado delante del televisor, con las gafas puestas y las noticias de fondo. Tenía un fajo de papeles impresos en el regazo y un bolígrafo en la mano. Para alivio de Tessa, no había rastro de Fats.

—¿Cómo está Mary?

—Bueno, ya sabes… no muy bien —respondió Tessa. Se dejó caer en una de las viejas butacas con un débil gemido de alivio y se quitó los gastados zapatos—. Pero el hermano de Barry se está portando de maravilla.

—¿En qué sentido?

—Bueno, ya sabes… está echando una mano.

Cerró los ojos y se masajeó la nariz y los párpados con el índice y el pulgar.

—Nunca me ha parecido muy de fiar —oyó decir a Colin.

—¿De veras? —repuso Tessa desde las profundidades de su voluntaria oscuridad.

—Sí. ¿Te acuerdas de cuando dijo que vendría a arbitrar aquel partido contra el instituto de Paxton? ¿Y se desdijo con media hora de antelación y Bateman tuvo que hacerlo por él?

Tessa luchó contra el impulso de estallar. Colin tenía la costumbre de juzgar a la gente basándose en primeras impresiones, en actos aislados. Nunca parecía captar la inmensa mutabilidad de la naturaleza humana, ni apreciar que detrás de cada rostro anodino había un mundo interior inexplorado y único como el suyo.

—Bueno, pues se está portando estupendamente con los niños —dijo con cautela—. Tengo que irme a la cama.

Pero no se movió, permaneció sentada concentrándose en los dolores que sentía en distintas partes del cuerpo: pies, riñones, hombros.

—Tess, he estado pensando.

—¿Hum?

Las gafas empequeñecían los ojos de Colin hasta proporciones de topo, de forma que su frente alta, con entradas y huesuda, se veía aún más pronunciada.

—En todo lo que Barry trataba de hacer en el concejo parroquial. Todas las cosas por las que luchaba. Los Prados, la clínica para drogodependientes… Llevo todo el día pensando en eso. —Inspiró profundamente—. Tengo más o menos decidido que voy a seguir con su obra.

Una oleada de recelos inundó a Tessa y la clavó a la butaca, dejándola momentáneamente sin habla. Se esforzó por mantener una expresión de neutralidad profesional.

—Estoy seguro de que es lo que habría querido Barry —añadió Colin. Tras su extraña excitación se advertía que estaba a la defensiva.

«Barry nunca habría querido, ni por un instante, que hicieras algo así —dijo la voz interior más sincera de Tessa—. Habría sabido que eres la última persona que debería hacerlo.»

—Caramba —repuso—. Bueno, ya sé que Barry era muy… pero supondría un compromiso enorme, Colin. Y Parminder no se ha ido a ninguna parte. Sigue ahí, y todavía trata de hacer todo lo que Barry quería.

«Debería haber llamado a Parminder —pensó Tessa al decir eso, con un nudo de culpabilidad en el estómago—. Dios mío, ¿cómo no se me ha ocurrido llamar a Parminder?»

—Pero necesitará apoyo; no podrá enfrentarse a todos ella sola —insistió Colin—. Y te garantizo que Howard Mollison estará ahora mismo seleccionando a algún títere para reemplazar a Barry. Es probable que ya…

—Oh, Colin…

—¡Apuesto a que ya lo tiene! ¡Ya sabes cómo es! —Los papeles, ignorados, cayeron de su regazo al suelo en una fluida catarata blanca—. Quiero hacer esto por Barry. Retomaré su obra donde él la dejó. Me aseguraré de que todas las cosas por las que trabajó no acaben esfumándose. Conozco los argumentos. Siempre dijo que le habían dado oportunidades que por sí mismo nunca habría tenido, y mira cuánto le devolvió a la comunidad. Estoy decidido a presentarme. Mañana mismo voy a ver qué pasos hay que seguir.

—Muy bien —dijo Tessa.

Años de experiencia le habían enseñado que no convenía oponerse a Colin en los primeros ramalazos de entusiasmo, pues eso no hacía sino afianzarlo en su obcecación. Esos mismos años le habían enseñado a Colin que muchas veces Tessa fingía mostrarse de acuerdo como paso previo a empezar a plantear objeciones. Los intercambios de esa índole siempre estaban imbuidos por el tácito y mutuo recuerdo de aquel secreto largo tiempo enterrado. Tessa sentía que le debía algo a su marido. Colin sentía que su mujer le debía algo.

—Quiero hacer esto de verdad, Tessa.

—Lo comprendo, Colin.

Ella se levantó de la butaca, preguntándose si tendría fuerzas para llegar al piso de arriba.

—¿Vienes a la cama?

—Dentro de un momento. Primero acabaré de echarle un vistazo a esto.

Estaba recogiendo los papeles que había dejado caer; ese temerario proyecto suyo parecía haberlo llenado de una energía febril.

Tessa se desvistió despacio en el dormitorio. Como si la fuerza de la gravedad hubiera aumentado, le costó gran esfuerzo levantar los miembros, lograr que la recalcitrante cremallera obedeciera. Se puso la bata y fue al cuarto de baño, desde donde oyó a Fats moverse por el piso de arriba. Últimamente se sentía sola y exhausta cuando mediaba entre su marido y su hijo, que parecían existir de forma completamente independiente, tan ajenos el uno al otro como un propietario y un inquilino.

Fue a quitarse el reloj, y entonces recordó que el día anterior se lo había olvidado en algún sitio. Qué cansada estaba… no dejaba de perder cosas… y ¿cómo podía haberse olvidado de llamar a Parminder? Llorosa, preocupada y tensa, salió arrastrando los pies camino de la cama.