VI

El viento despiadado se llevó consigo las pesadas nubes de la tarde y, a la puesta de sol, dejó de soplar. Tres casas más allá de la de los Wall, Samantha Mollison estaba sentada ante su reflejo en el espejo del tocador, iluminado por una lámpara, pensando que el silencio y la quietud eran deprimentes.

Llevaba un par de días decepcionantes. No había vendido prácticamente nada. El representante de Champêtre había resultado ser un tipo con cara de bulldog, modales bruscos y una bolsa de viaje llena de feos sujetadores. Por lo visto reservaba su encanto para los preliminares, pues en persona no se anduvo con tonterías y fue al grano, dándoselas de autoridad para criticar el género de la pequeña tienda de Samantha e insistirle en que le hiciera un pedido. Ella había imaginado a alguien más joven, alto y sexy, así que tuvo ganas de ponerlos de patitas en la calle en el acto, a él y a su muestrario de chabacana ropa interior.

A la hora de comer había comprado una tarjeta de «nuestro más sincero pésame» para Mary Fairbrother, pero no se le ocurría qué escribir, porque después de aquel trayecto de pesadilla que habían hecho todos hasta el hospital, una simple firma no parecía suficiente. Nunca habían tenido una relación estrecha. En un sitio tan pequeño como Pagford uno se tropezaba continuamente con todo el mundo, pero Miles y ella no habían conocido bien a Barry y Mary. En realidad, podía decirse que estaban en bandos opuestos, ya que Howard y Barry siempre andaban enzarzados en alguna disputa sobre los Prados… aunque la verdad era que a ella le importaba un bledo cómo acabara la cosa. Se consideraba por encima de asuntos tan insignificantes como la política local.

Cansada, de mal humor e hinchada tras una jornada de picar indiscriminadamente, deseó que no tuvieran que ir a cenar a casa de sus suegros. Mirándose en el espejo, se apoyó las palmas a ambos lados de la cara y estiró suavemente la piel hacia las orejas. Milímetro a milímetro, apareció una Samantha más joven. Moviendo despacio la cara de un lado a otro, examinó la tensa máscara. Mejor, mucho mejor. Se preguntó cuánto costaría, si le dolería, si se atrevería. Trató de imaginar qué diría su suegra si aparecía con una cara tersa y nueva. Shirley y Howard, como Shirley no se cansaba de recordarles, ayudaban a pagar la educación de sus nietas.

Miles entró en el dormitorio; Samantha se soltó la cara, cogió el tapaojeras y echó la cabeza un poco hacia atrás, como hacía siempre que se aplicaba maquillaje: así tensaba la piel un poco caída de la mandíbula y reducía las bolsas bajo los ojos. Tenía unas arruguitas finas como agujas en el contorno de los labios. Había leído que podían rellenarse con un compuesto sintético inyectable. Se preguntó si se notaría mucho la diferencia; sin duda sería más barato que un estiramiento facial, y a lo mejor Shirley no se daría cuenta. En el espejo, por encima del hombro, vio a Miles quitarse la corbata y la camisa, con el vientre asomando sobre los pantalones.

—¿No te reunías hoy con alguien? ¿Con un representante? —preguntó. Se rascó distraídamente el velludo ombligo mientras estudiaba el interior del armario.

—Sí, pero ha sido un desastre. Su muestrario era una porquería.

A Miles le gustaba lo que ella hacía; había crecido en una casa donde la venta al por menor era el único negocio que importaba de verdad, y nunca había perdido el respeto por el comercio que Howard le había inculcado. Además, el ramo que tocaba Samantha le ofrecía todas las oportunidades del mundo para bromear, y para otras formas menos sutilmente disimuladas de satisfacción personal. Miles nunca parecía cansarse de las mismas ocurrencias graciosas o las mismas alusiones pícaras.

—¿No se adaptaban bien? —quiso saber, dándoselas de entendido.

—El diseño era malo. Y los colores, espantosos.

Samantha se cepilló y recogió el espeso cabello castaño, viendo a través del espejo cómo Miles se ponía unos pantalones de pinzas y un polo. Se sentía con los nervios a flor de piel, a punto de saltar o de echarse a llorar a la menor provocación.

Evertree Crescent quedaba a sólo unos minutos, pero Church Row tenía una empinada cuesta, de manera que fueron en coche. Ya era casi de noche y en lo alto de la calle adelantaron a un hombre envuelto en sombras con la silueta y los andares de Barry Fairbrother; Samantha se llevó una buena impresión y se volvió para mirarlo, preguntándose quién sería. El coche de Miles dobló a la izquierda al final de la calle y luego, apenas un minuto después, a la derecha para entrar en la media luna de casitas de los años treinta.

La casa de Howard y Shirley, una construcción baja de ladrillo y con amplios ventanales, tenía generosas explanadas de césped delante y detrás, que en verano Miles segaba formando franjas. A lo largo de los muchos años que llevaban allí, el matrimonio había añadido faroles, una verja de hierro forjado blanco y macetas de terracota con geranios a ambos lados de la puerta de entrada. También habían colgado un letrero junto al timbre, una pieza de madera redonda y pulida en la que, escrito en negras y antiguas letras góticas, comillas incluidas, ponía «Ambleside».

En ocasiones, Samantha hacía gala de un ingenio cruel a expensas de la casa de sus suegros. Miles toleraba sus burlas, aceptando la implicación de que Samantha y él, con sus suelos y puertas decapados, sus alfombras sobre tablones desnudos, sus láminas enmarcadas y su elegante e incómodo sofá, tenían mejor gusto; pero, en el fondo, prefería la casa donde se había criado. Prácticamente todas las superficies estaban cubiertas por algo suave y afelpado; no había corrientes de aire y los sillones reclinables eran deliciosamente cómodos. En verano, cuando acababa de cortar el césped, Shirley le llevaba una cerveza fría mientras estaba tendido en uno de ellos, viendo el críquet en el televisor de pantalla plana. A veces, una de sus hijas lo acompañaba y se sentaba con él para tomar el helado con salsa de chocolate que Shirley preparaba especialmente para sus nietas.

—Hola, cariño —dijo su madre al abrir la puerta.

Su cuerpo rechoncho y compacto hacía pensar en un pimentero con delantal de encaje. Se puso de puntillas para que su hijo, mucho más alto, pudiera besarla.

—Hola, Sam —saludó entonces, y se volvió antes de agregar—: La cena está casi lista. ¡Howard! ¡Miles y Sam han llegado!

La casa olía a cera para muebles y buena comida. Howard salió de la cocina con una botella de vino en una mano y un sacacorchos en la otra. Con un movimiento suave y bien practicado, Shirley retrocedió hacia el comedor, permitiendo con ello que pasara Howard, que ocupaba casi todo el pasillo, antes de entrar ella en la cocina.

—¡He aquí los buenos samaritanos! —exclamó Howard—. ¿Qué tal el negocio de sostenes, Sammy? Aguanta bien la recesión, ¿no?

—Como sabes, Howard, es un negocio de caídas y rebotes —repuso Samantha.

Howard soltó una carcajada, y Samantha tuvo la certeza de que le habría dado unas palmaditas en el trasero de no haber llevado en las manos el sacacorchos y la botella. Toleraba todos los pellizcos y palmadas de su suegro como muestras inofensivas de exhibicionismo por parte de un hombre demasiado gordo y viejo para hacer nada más; en cualquier caso, a Shirley la irritaba, y eso siempre complacía a Samantha. Su suegra nunca mostraba abiertamente su desagrado; su sonrisa no vacilaba, y tampoco su tono de dulce sensatez, pero un rato después de cualquier comentario levemente lascivo de Howard siempre le arrojaba un dardo envenenado a su nuera, aunque, eso sí, camuflado en algodón de azúcar: una mención de la matrícula cada vez más cara de la escuela de las niñas, un sincero interés por la marcha de la dieta de Samantha, preguntas a Miles sobre si no le parecía que Mary Fairbrother tenía una figura increíblemente bonita. Samantha lo aguantaba todo con una sonrisa, y después castigaba a Miles por ello.

—¡Hola, Mo! —exclamó Miles, entrando antes que Samantha en lo que Howard y Shirley llamaban el salón—. ¡No sabía que venías!

—Hola, guapetón —contestó Maureen con su voz profunda y áspera—. Dame un beso.

La socia de Howard estaba sentada en una esquina del sofá, sosteniendo una copita de jerez. Llevaba un vestido fucsia con medias oscuras y zapatos de charol de tacón alto. Se había ahuecado el cabello negro azabache con litros de laca, y debajo de él se veía una pálida cara de mona, con un grueso manchón de un espantoso pintalabios rosa, que se convirtió en un mohín cuando Miles se inclinó para besarla en la mejilla.

—Estábamos hablando de negocios, de los planes para la nueva cafetería. Hola, Sam, querida —añadió Maureen, y dio unas palmaditas en el sofá—. Oh, qué preciosa estás, y vaya bronceado, ¿todavía te dura de Ibiza? Ven a sentarte a mi lado. Qué susto lo del club de golf. Debió de ser horroroso.

—Sí, lo fue —repuso Samantha.

Y, por primera vez, se encontró contándole a alguien la historia de la muerte de Barry, mientras Miles vacilaba, a la espera de una ocasión para interrumpir. Howard les tendió grandes copas de Pinot Grigio, prestando atención al relato de Samantha. Poco a poco, a la luz del interés de Howard y Maureen, con el alcohol prendiendo un reconfortante fuego en su interior, la tensión que Samantha llevaba dos días acumulando pareció disolverse y se vio reemplazada por una frágil sensación de bienestar.

La acogedora sala estaba impecable. En unos estantes a ambos lados de la chimenea a gas se exhibía una selección de porcelana ornamental, que en casi todos los casos conmemoraba algún hito o aniversario del reinado de Isabel II. Una pequeña librería en el rincón contenía una mezcla de biografías reales y los satinados libros de recetas que abarrotaban también la cocina. Varias fotografías adornaban estantes y paredes: Miles y su hermana pequeña, Patricia, sonreían desde un marco doble con uniformes escolares a juego; las dos hijas de Miles y Samantha, Lexie y Libby, estaban representadas varias veces, de bebés a adolescentes. Samantha figuraba en una sola fotografía de la galería familiar, aunque era una de las más grandes y destacadas. Aparecían Miles y ella el día de su boda, dieciséis años antes. Él se veía joven y apuesto, mirando al fotógrafo con sus penetrantes ojos azules entornados, mientras que ella los tenía cerrados, a medio parpadeo, el rostro de perfil, con una papada provocada por la sonrisa que le ofrecía a otro objetivo. El raso blanco de su vestido, tenso sobre los pechos ya henchidos por el principio del embarazo, la hacía parecer enorme.

Una de las manos como garras de Maureen jugueteaba con la cadena que siempre llevaba al cuello, de la que pendían un crucifijo y la alianza de boda de su difunto marido. Cuando Samantha llegó al punto de la historia en que la doctora le decía a Mary que no habían podido hacer nada, Maureen le puso la mano libre sobre la rodilla y se la oprimió.

—¡La cena está servida! —anunció Shirley.

Aunque no había tenido ganas de acudir, Samantha se sintió mejor que en los últimos dos días. Maureen y Howard la trataban como si fuera una mezcla de heroína e inválida, y ambos le dieron palmaditas en la espalda cuando pasó ante ellos de camino al comedor.

Shirley había atenuado las luces y encendido largas velas que hacían juego con el empapelado y sus mejores servilletas. El vapor que se elevaba de los platos de sopa en la penumbra hacía que la cara ancha y rubicunda de Howard pareciera de otro mundo. Samantha, que casi se había acabado la gran copa de vino, pensó que sería divertido que su suegro anunciara que iban a celebrar una sesión de espiritismo, para pedirle a Barry que relatara por sí mismo los sucesos del club de golf.

—Bueno —dijo Howard con voz grave—, creo que deberíamos brindar por Barry Fairbrother.

Samantha inclinó rápidamente su copa para evitar que Shirley viera que ya se la había bebido casi toda.

—Prácticamente no hay duda de que fue un aneurisma —anunció Miles en cuanto las copas hubieron vuelto a aterrizar en el mantel. Le había ocultado la información incluso a Samantha, y se alegraba de ello, porque podría haberle quitado la primicia en ese mismo momento, mientras hablaba con Maureen y Howard—. Gavin llamó a Mary para transmitirle el pésame del bufete y ponerla al día con respecto al testamento, y Mary se lo confirmó. Básicamente, una arteria de la cabeza se le hinchó hasta reventar. —Había buscado el término en internet, una vez que averiguó cómo se escribía, de vuelta en el despacho tras hablar con Gavin—. Podría haberle pasado en cualquier momento. Al parecer, es un defecto de nacimiento.

—Espantoso —opinó Howard, pero advirtió entonces que Samantha tenía la copa vacía y levantó toda su humanidad de la silla para llenársela.

Shirley tomó una cucharada de sopa con las cejas arqueadas casi hasta el nacimiento del pelo. Samantha, en un acto de rebeldía, bebió un buen trago de vino.

—¿Sabéis qué? —comentó con la lengua un poco pastosa—. Me ha parecido verlo viniendo hacia aquí. En la oscuridad. A Barry.

—Sería uno de sus hermanos —dijo Shirley con desdén—. Son todos muy parecidos.

Pero Maureen intervino con su voz ronca, ahogando la voz de Shirley.

—A mí me pareció ver a Ken la noche después de su muerte. Lo vi con la claridad del día, de pie en el jardín, mirándome a través de la ventana de la cocina. En medio de sus rosas.

Nadie respondió; ya habían oído la historia otras veces. Transcurrió un minuto durante el que no hicieron otra cosa que sorber suavemente, y entonces Maureen volvió a hablar con sus graznidos de cuervo.

—Gavin es bastante amigo de los Fairbrother, ¿no es así, Miles? ¿No juega a squash con Barry? Jugaba, mejor dicho.

—Sí, Barry le daba una paliza semanal. Seguro que Gavin juega fatal; Barry le llevaba diez años.

Los rostros iluminados por las velas de las tres mujeres esbozaron expresiones casi idénticas de displicente diversión. Si algo tenían en común era un interés ligeramente perverso por el joven y nervudo socio de Miles. En el caso de Maureen, se trataba de una simple manifestación de su apetito insaciable por los cotilleos que circulaban en Pagford, y los tejemanejes de un joven soltero eran carne de primera. Shirley sentía un placer especial al oír hablar de las inferioridades e inseguridades de Gavin, porque producían un delicioso contraste con los logros y la autoridad de los dos dioses de su vida, Howard y Miles. Pero, en el caso de Samantha, la pasividad y la cautela de Gavin le despertaban una crueldad felina; anhelaba ver cómo otra mujer lo espabilaba, lo metía en cintura o lo vapuleaba. Ella misma lo acosaba un poco siempre que se veían, y su convicción de que él la encontraba abrumadora y difícil de manejar le daba cierto placer.

—Bueno, ¿y qué tal le va últimamente con esa amiguita suya de Londres? —quiso saber Maureen.

—Ya no está en Londres, Mo. Se ha mudado a Hope Street —respondió Miles—. Y si me preguntas, te diré que él está arrepintiéndose de haberse acercado siquiera a ella. Ya conoces a Gavin. Nació muerto de miedo.

Miles iba unos cursos por encima de Gavin en la escuela, y siempre asomaba cierto paternalismo de delegado de clase cuando hablaba de su socio.

—¿Es una chica morena? ¿De pelo muy corto?

—Sí, ésa es —contestó Miles—. Es asistente social. De las que llevan zapato plano.

—Entonces la hemos visto alguna vez en la tienda, ¿no, How? —comentó Maureen con excitación—. Aunque nunca hubiese dicho que fuera una gran cocinera, por la pinta que tiene.

Después de la sopa vino un lomo de cerdo asado. Con la complicidad de Howard, Samantha se deslizaba suavemente hacia una satisfecha borrachera, pero algo en su interior protestaba con desesperación, como un hombre que se viera arrastrado mar adentro. Trató de ahogarlo con más vino.

Un silencio se extendió sobre la mesa como un mantel limpio, inmaculado y expectante, y en esa ocasión todo el mundo pareció entender que le tocaba a Howard sacar el siguiente tema. Comió un rato, grandes bocados que regaba con vino, aparentemente ajeno a las miradas de todos. Por fin, cuando hubo dejado limpia la mitad del plato, se secó la boca con la servilleta y habló.

—Sí, será interesante ver qué pasa ahora en el concejo. —Se vio obligado a hacer una pausa para contener un potente eructo; por un instante, pareció que iba a vomitar allí mismo. Se dio golpecitos en el pecho—. Perdón. Sí, desde luego va a ser muy interesante. Ahora que Fairbrother no está —adoptando una actitud más formal, volvió a llamarlo por el apellido, como solía hacer—, no creo que ese artículo suyo para el periódico vaya a salir. —Y añadió—: A menos que la Pelmaza se ocupe del asunto, cómo no.

Howard le había puesto a Parminder Jawanda el apodo de «la Pelmaza Bhutto» tras su primera comparecencia como miembro del concejo parroquial. Era una burla extendida entre los anti-Prados.

—Qué cara puso —le comentó Maureen a Shirley—. Vaya cara puso cuando se lo dijimos. Bueno… yo siempre había pensado que… ya sabes…

Samantha aguzó el oído, pero la insinuación de Maureen daba risa, sin duda. Parminder estaba casada con el hombre más guapo de Pagford: Vikram, alto y bien formado, de nariz aguileña, ojos con pestañas espesas y negras y una sonrisa indolente y cómplice. Durante años, Samantha había sacudido la melena y reído más de lo necesario siempre que se paraba en la calle a charlar de tonterías con Vikram, que tenía un cuerpo como el de Miles antes de dejar el rugby y volverse fofo y barrigón.

No mucho después de que se convirtieran en sus vecinos, Samantha había oído que las familias de Vikram y Parminder habían concertado su matrimonio. Semejante idea le había parecido insoportablemente erótica. Imaginar que a alguien le ordenaran casarse con Vikram, verse obligada a hacerlo; había urdido una pequeña fantasía en la que llevaba velo y la hacían pasar a una habitación, una virgen condenada a un destino cruel… Se imaginaba lo que sería levantar la vista y encontrarse con que le había tocado semejante espécimen… Por no mencionar el escalofrío adicional que producía su profesión: tanta responsabilidad le habría proporcionado atractivo sexual a un hombre mucho más feo que él.

(Era Vikram quien le había hecho los cuatro bypass a Howard siete años antes. En consecuencia, Vikram no podía entrar en Mollison y Lowe sin que lo sometieran a un aluvión de jovialidad.

—¡Pase al principio de la cola, por favor, señor Jawanda! Apártense, por favor, señoras… No, señor Jawanda, insisto… Este hombre me salvó la vida, le puso un parche al viejo reloj… ¿Qué querrá hoy, señor Jawanda?

Howard se ocupaba de que Vikram se llevase muestras gratis y cantidades algo mayores de todo lo que compraba. La consecuencia de esa afectación había sido que Vikram prácticamente no volviera a poner un pie en su tienda de delicatessen, o eso creía Samantha.)

Había perdido el hilo de la conversación, pero no importaba. Los demás seguían parloteando sobre algo que había escrito Barry Fairbrother para el periódico local.

—… iba a tener que hablarle sobre ese asunto —espetó Howard—. Fue una forma muy poco limpia de hacer las cosas. Bueno, todo eso ahora es agua pasada.

»En lo que deberíamos estar pensando es en quién va a reemplazar a Fairbrother. No deberíamos subestimar a la Pelmaza, por alterada que esté. Sería un gran error. Probablemente ya anda tratando de engatusar a alguien, de manera que nosotros también hemos de pensar en un sustituto decente. Y cuanto antes mejor. Simple cuestión de buen gobierno.

—¿Qué significa eso exactamente? —quiso saber Miles—. ¿Unas elecciones?

—Sería posible —repuso Howard, dándose aires de sensato estadista—, pero lo dudo. No es más que una vacante. Si no hay interés suficiente en convocar elecciones… Aunque, como he dicho, no debemos subestimar a la Pelmaza… Pero si ella no es capaz de convencer a nueve concejales para que propongan una votación pública, será una simple cuestión de invitar formalmente a un nuevo concejal. En ese caso, necesitaremos los votos de nueve miembros para ratificar la invitación. Con nueve hay quórum. Quedan tres años del mandato de Fairbrother. Vale la pena. Podríamos inclinar totalmente la balanza si sentáramos a uno de los nuestros en su silla.

Howard tamborileó con sus gruesos dedos en la copa de vino, mirando a su hijo al otro lado de la mesa. Shirley y Maureen también miraban a Miles, y Samantha pensó que Miles observaba a su padre como un perro labrador gordo, temblando a la espera de que le echaran una galleta.

Si hubiera estado sobria, habría tardado menos, pero al final Samantha comprendió de qué iba todo aquello, y por qué pendía sobre la mesa un extraño ambiente de celebración. Su embriaguez, hasta entonces liberadora, se volvió de pronto restrictiva, porque no estaba segura de que su lengua se mostrase dócil tras una botella de vino y un largo silencio. Y así, se limitó a pensar las palabras en lugar de pronunciarlas en voz alta.

«Miles, más vale que les digas que primero tienes que discutirlo conmigo.»