Nadie contestaba al teléfono. De vuelta en la Oficina de Protección de la Infancia, Kay llevaba casi dos horas marcando números una y otra vez, dejando mensajes y pidiendo que le devolvieran la llamada: al asistente de salud de los Weedon, al médico de cabecera, a la guardería de Cantermill y la Clínica Bellchapel para Drogodependientes. Tenía el expediente de Terri Weedon, grueso y manoseado, abierto sobre el escritorio.
—Vuelve a drogarse, ¿no? —dijo Alex, una de las compañeras de trabajo de Kay—. Esta vez le van a dar la patada en Bellchapel y no la dejarán volver. Dice que le da pánico que le quiten a Robbie, pero no se esfuerza lo suficiente para dejar el caballo.
—Es la tercera vez que pasa por Bellchapel —comentó Una.
Basándose en lo que había visto esa tarde, Kay pensaba que había que revisar el caso, reunir a los profesionales asignados a las distintas parcelas de la vida de Terri Weedon. Fue apretando la tecla de rellamada al tiempo que se ocupaba de otras cuestiones, mientras en un rincón otro teléfono no cesaba de sonar y el contestador automático saltaba con un chasquido. En aquella oficina había poco espacio, reinaba el desorden y olía a leche cortada, porque Alex y Una tenían la costumbre de vaciar sus tazas en la maceta de la yuca de aspecto anémico que había en un rincón.
Las notas más recientes de Mattie, además de incompletas, eran un caos, llenas de tachaduras y errores en las fechas. En el expediente faltaban varios documentos clave, entre ellos una carta enviada por la clínica de desintoxicación dos semanas antes. Acabaría antes pidiéndoles información a Alex y Una.
—La última revisión del caso fue… —empezó a decir Alex mirando la yuca con el cejo fruncido— hace más de un año, calculo.
—Por lo visto, entonces pensaron que Robbie podía quedarse con ella —repuso Kay sujetando el auricular entre la oreja y el hombro, mientras buscaba las notas de la revisión en la abultada carpeta, sin éxito.
—No se trataba de que se quedara con ella o no, sino más bien de si volvía a vivir con ella. Le habían asignado una madre de acogida porque a Terri un cliente le pegó una paliza y acabó en el hospital. Cuando le dieron el alta y volvió a casa, se empeñó en recuperar a Robbie. Volvió a ingresar en el programa de Bellchapel; estaba limpia y poniendo de su parte. Y su madre prometía que iba a ayudarla. De modo que al final consiguió que le devolvieran al niño, pero al cabo de unos meses estaba chutándose otra vez.
—Pero no es la madre de Terri quien la ayuda, ¿no? —comentó Kay; empezaba a dolerle la cabeza de intentar descifrar la enorme y descuidada letra de Mattie—. Es su abuela, la bisabuela de los niños. Así que debe de tener sus años, y esta mañana Terri me ha dado a entender que la mujer está enferma. Así que si actualmente Terri es la única persona que cuida del pequeño…
—La hija tiene dieciséis años —interrumpió Una—. Es ella quien más se ocupa de Robbie.
—Bueno, pues no lo está haciendo precisamente bien —repuso Kay—. El niño no estaba en muy buen estado cuando lo he visto esta mañana.
Pero también era verdad que había visto cosas mucho peores: cardenales y llagas, cortes y quemaduras, moretones negros como el betún, costras y piojos, bebés gateando en alfombras donde cagaba el perro, niños arrastrándose con huesos rotos, e incluso (todavía soñaba con eso) uno al que su padrastro psicópata había tenido cinco días encerrado en un armario. Ése había salido en los informativos nacionales. El peligro más inmediato para Robbie eran aquellas pesadas cajas en la sala de estar, a las que había intentado encaramarse al ver que así atraía la atención de Kay. Ella las había dispuesto en dos pilas más bajas antes de marcharse. A Terri no le había gustado que tocara las cajas, y menos aún que le dijera que debía quitarle aquel pañal asqueroso a Robbie. De hecho, Terri había montado en cólera, aunque aún estaba un poco ida, y le había dicho que se largara de allí y no se le ocurriera volver.
Le sonó el móvil. Era la asistente de toxicómanos que supervisaba a Terri.
—Llevo días tratando de localizarla —le soltó la mujer de mala manera.
A Kay le costó hacerle entender que ella no era Mattie, pero eso no redujo gran cosa la hostilidad de la mujer.
—Sí, aún la atendemos, pero la semana pasada dio positivo. Si vuelve a drogarse, se acabó. Ahora mismo tenemos a veinte personas que podrían ocupar su sitio y quizá sacarle algún provecho. Ésta es la tercera vez que intenta seguir nuestro programa.
Kay no le mencionó que Terri se había pinchado esa misma mañana. Luego tomó nota de todos los detalles sobre su falta de progresos en la clínica para toxicómanos.
—¿Tenéis paracetamol? —les preguntó a Una y a Alex después de colgar.
Se tomó el analgésico con té tibio, ya sin energías para ir hasta el dispensador de agua del pasillo. El ambiente de la oficina estaba cargado, con el radiador a tope. Al languidecer el día al otro lado de la ventana, la luz fluorescente que incidía en su escritorio cobró intensidad y volvió sus papeles de un reluciente blanco amarillento; un hervidero de palabras negras como hormigas marchaban en filas interminables.
—Ya veréis cómo cierran la Bellchapel —comentó Una, que trabajaba en su PC dándole la espalda a Kay—. Tienen que hacer recortes. El municipio financia una de las trabajadoras sociales para toxicómanos. El propietario del edificio es el Concejo Parroquial de Pagford. He oído que planean remodelarlo para alquilárselo a alguien que pague mejor. Hace años que se la tienen jurada a esa clínica.
A Kay le palpitaban las sienes. Oír el nombre del pueblo que era su nuevo hogar le provocó tristeza. Sin pararse a pensarlo, hizo lo que se había prometido no hacer cuando él no la había llamado la noche anterior: cogió el móvil y tecleó el número de la oficina de Gavin.
—Edward Collins y Asociados —contestó una mujer al tercer timbrazo. En el sector privado, donde el dinero podía depender de ello, sí contestaban las llamadas.
—Con Gavin Hughes, por favor —pidió Kay, mirando fijamente el expediente de Terri.
—¿De parte de quién?
—Kay Bawden.
No alzó la vista; no quería encontrarse con las miradas de Alex o Una. La pausa le pareció interminable.
(Se habían conocido en Londres, en la fiesta de cumpleaños del hermano de Gavin. Kay no conocía a nadie, excepto a la amiga que la había arrastrado hasta allí para sentirse respaldada. Gavin acababa de romper con Lisa; estaba un poco borracho, pero le pareció decente, formal y convencional, en absoluto la clase de hombre al que solía echarle los tejos. Él le contó toda la historia de su relación fracasada y luego se fue con ella a casa, al piso que Kay tenía en Hackney. Había mostrado interés mientras la aventura amorosa se mantenía a distancia, visitándola los fines de semana y llamándola con regularidad; pero cuando milagrosamente ella consiguió aquel empleo en Yarvil —aunque por menos dinero— y puso a la venta el piso de Hackney, Gavin por lo visto se había asustado.)
—Está comunicando. ¿Quiere esperar?
—Sí, gracias —contestó Kay con abatimiento.
(Si lo de ella y Gavin no funcionaba… Pero tenía que funcionar. Se había mudado por él, había cambiado de trabajo perdiendo dinero por él, desarraigado a su hija por él. Gavin no habría dejado que pasara todo eso si sus intenciones no fueran serias, ¿no? Debía haber pensado en las consecuencias si rompían, en lo horrible e incómodo que sería toparse continuamente en un pueblecito como Pagford, ¿no?)
—Le paso —dijo la secretaria, y las esperanzas de Kay renacieron.
—Hola —dijo Gavin—. ¿Cómo estás?
—Bien —mintió Kay, dado que Alex y Una estaban con las antenas desplegadas—. ¿Qué tal tu día?
—Con mucho trabajo. ¿Y el tuyo?
—Sí, también.
Kay esperó, con el teléfono apretado contra la oreja, fingiendo que él le hablaba, escuchando el silencio.
—Me preguntaba si te apetece que nos veamos esta noche —dijo por fin, sintiendo un leve mareo.
—Pues… no creo que pueda.
«¿Cómo puedes no saberlo? ¿Qué te traes entre manos?»
—Probablemente esté ocupado. Mary, la mujer de Barry, quiere que sea uno de los portadores del ataúd. Así que igual tengo que… bueno, ya sabes, averiguar qué hay que hacer y tal.
A veces, si se limitaba a quedarse callada y dejaba que la incongruencia de sus respuestas reverberara en el aire, Gavin se avergonzaba y daba marcha atrás.
—Aunque supongo que no me llevará toda la noche —añadió—. Podemos vernos después, si quieres.
—Muy bien, de acuerdo. ¿Quieres venir a mi casa? Como es día de colegio…
—Pues… sí, vale.
—¿A qué hora? —preguntó Kay, deseosa de que tomara una decisión.
—No sé… ¿Sobre las nueve?
Cuando él hubo colgado, Kay mantuvo el teléfono contra la oreja unos instantes más, y entonces, para los oídos de Alex y Una, dijo:
—Yo a ti también. Nos vemos luego, cariño.