Howard siempre llevaba consigo una imagen mental de los Prados, como el recuerdo de una pesadilla: pintadas obscenas en los tablones que tapiaban las ventanas; adolescentes que merodeaban por paradas de autobús siempre pintarrajeadas; antenas parabólicas por todas partes, vueltas hacia los cielos como óvulos desnudos de sombrías flores metálicas. A menudo se hacía preguntas retóricas: ¿Por qué no habían organizado y arreglado un poco aquel sitio? ¿Qué impedía a los residentes crear un fondo común con sus escasos recursos y comprar un cortacésped entre todos? Pero esas cosas nunca pasaban: los Prados esperaban a que las administraciones locales de la ciudad y el pueblo se ocuparan de limpiar, reparar y mantener; a que dieran y dieran y volvieran a dar.
Howard se acordaba entonces de la Hope Street de su infancia, con sus diminutos jardines traseros, cuadrados de tierra apenas mayores que un mantel, pero casi todos, incluido el de su madre, rebosantes de judías verdes y patatas. Que él supiera, nada impedía a los habitantes de los Prados cultivar hortalizas, nada les impedía imponer disciplina a sus siniestros hijos encapuchados y grafiteros, nada les impedía aunar esfuerzos en una comunidad y enfrentarse a la mugre y la miseria; nada les impedía adecentarse y aceptar empleos; nada en absoluto. Y así, Howard se veía obligado a sacar la conclusión de que habían elegido libremente vivir como vivían, y que el ambiente de degradación ligeramente amenazador de la barriada no era más que una manifestación palmaria de ignorancia e indolencia.
En cambio, Pagford despedía, al menos en opinión de Howard, una especie de resplandor moral, como si el alma colectiva de la comunidad se hiciera patente en sus calles adoquinadas, en sus colinas, en sus casas pintorescas. Para Howard, el pueblo donde había nacido era mucho más que una serie de edificios y un río que fluía raudo entre sus arboladas riberas, con la majestuosa silueta de la abadía sobre los cestillos colgantes de la plaza. Para él, el pueblo era un ideal, una forma de ser; una microcivilización que se alzaba firmemente contra el declive nacional.
—Soy un hombre de Pagford —les decía a los veraneantes—, nacido y criado aquí.
Con esas palabras se hacía a sí mismo un gran cumplido disfrazado de lugar común. Había nacido en Pagford y allí moriría, y jamás había soñado con marcharse, ni ansiaba otro cambio de escenario que no fuera contemplar cómo las estaciones transformaban los bosques circundantes y el río, cómo la plaza florecía en primavera y brillaba en Navidad.
Barry Fairbrother sabía todo eso; de hecho, lo había comentado. Se había reído desde el otro extremo de la mesa en el centro parroquial, se había reído en la mismísima cara de Howard.
—¿Sabes, Howard? Para mí, Pagford eres tú.
Y Howard, sin alterarse ni un ápice (pues siempre había hecho frente a las bromas de Barry con sus propias bromas), había contestado:
—Voy a tomármelo como un gran cumplido, Barry, sea cual sea tu intención.
Podía permitirse reír. La última ambición que le quedaba en la vida estaba casi a su alcance: la devolución de los Prados a Yarvil parecía segura e inminente.
Entonces, dos días antes de que Barry Fairbrother cayera fulminado en un aparcamiento, Howard había sabido a través de una fuente fidedigna que su oponente había quebrantado todas las reglas conocidas de su cargo y acudido al periódico local con una historia sobre la bendición que había supuesto para Krystal Weedon estudiar en el St. Thomas.
La idea de exhibir a Krystal Weedon ante el público lector como ejemplo de la exitosa integración de los Prados y Pagford podría haber tenido gracia (eso dijo Howard), de no haber sido tan grave. Sin duda, Fairbrother habría aleccionado a la muchacha, y la verdad sobre sus groserías, sus molestas interrupciones en clase, las lágrimas de los demás niños, las asiduas expulsiones y readmisiones, se habría perdido entre mentiras.
Howard confiaba en la sensatez de los habitantes del pueblo, pero temía los sesgos interpretativos de los periodistas y la interferencia de los buenos samaritanos ignorantes. Su oposición, aunque basada en fuertes principios, también era personal: aún no había olvidado a su nieta llorando en sus brazos, con dos agujeros sanguinolentos donde tenía los dientes, mientras él trataba de calmarla con la promesa de un regalo triple del ratoncito Pérez.