II

Sin embargo, había algo más que la colina de Pargetter escamoteaba a la vista del pueblo, un sitio que Pagford siempre había considerado especialmente propio: la mansión Sweetlove, una casa solariega de estilo Reina Ana, color miel, rodeada de muchas hectáreas de jardines y tierras de cultivo. Quedaba dentro del término territorial de Pagford, a medio camino entre el pueblo y la ciudad de Yarvil.

Durante casi doscientos años, la finca había pasado sin contratiempos de una generación de aristócratas Sweetlove a otra, hasta que, finalmente, a principios del siglo XX la familia se había extinguido. Los únicos vestigios del prolongado vínculo de los Sweetlove con Pagford eran ahora la tumba más imponente del cementerio de St. Michael and All Saints y una serie de blasones e iniciales en documentos y edificios del pueblo, como huellas y coprolitos de animales extintos.

Tras la muerte del último Sweetlove, la mansión había cambiado de manos con una rapidez alarmante. En Pagford se vivía con el temor de que algún promotor adquiriera y mutilara tan apreciado monumento histórico, hasta que en la década de 1950 un tal Aubrey Fawley compró la finca. No tardó en saberse que Fawley poseía una cuantiosa fortuna que incrementaba mediante misteriosas actividades en la City de Londres. Tenía cuatro hijos y la intención de instalarse en Sweetlove de forma permanente. La aprobación de Pagford alcanzó las cotas más altas cuando corrió como la pólvora la noticia de que Fawley descendía, a través de una rama colateral, de los Sweetlove. Eso lo convertía, casi, en un pagfordiano auténtico, y garantizaba que establecería un vínculo natural con Pagford y no con Yarvil. La vieja guardia de Pagford pensó que el advenimiento de Aubrey Fawley significaba el retorno de una época dorada. Como sus antepasados antes que él, sería para el pueblo una figura que, cual hada madrina, colmaría sus calles adoquinadas de elegancia y glamour.

Howard Mollison aún recordaba el día en que su madre, emocionada, irrumpió en la minúscula cocina de Hope Street con la noticia de que le habían propuesto a Aubrey que fuera jurado de la exposición floral. Sus judías verdes llevaban tres años seguidos consiguiendo el premio a la mejor hortaliza, y anhelaba recibir el florero bañado en plata de manos de un hombre que, para ella, era ya una figura romántica de las de antaño.