El autobús escolar había llegado a los Prados, una urbanización que se extendía desordenadamente a las afueras de Yarvil. Casas grises y sucias, algunas con iniciales y obscenidades pintarrajeadas con espray; alguna que otra ventana cegada con tablones; antenas parabólicas y hierba sin cortar… Nada de todo aquello era más digno de la atención de Andrew que la abadía en ruinas de Pagford, recubierta de reluciente escarcha. En otros tiempos, a Andrew le habían intrigado e intimidado los Prados, pero la costumbre los había convertido en algo normal y corriente.
Por las aceras pululaban niños y adolescentes camino del instituto, muchos con camiseta de manga corta pese al frío. Andrew divisó a Krystal Weedon, una alumna que, por su apellido, era objeto de bromas y chanzas.[1] Iba caminando con desenvoltura, riendo a carcajadas, en medio de un grupo de adolescentes de ambos sexos. Lucía múltiples pendientes en las orejas, y la tira del tanga asomaba por los pantalones de chándal, que llevaba caídos. Andrew la conocía desde primaria, y aparecía en muchos de los recuerdos más memorables de su infancia. Se habían burlado de su apellido, pero en lugar de llorar, como habrían hecho la mayoría de las niñas, con solamente cinco años Krystal había aguantado con estoicismo mientras los otros niños reían socarrones y le gritaban: «¡Se ha hecho pipí! ¡Krystal se ha hecho pipí!» Una vez se bajó las bragas en medio de la clase y simuló orinar. Andrew conservaba un vívido recuerdo de su vulva rosácea; fue como si se les hubiera aparecido Papá Noel, y recordaba a la señorita Oates, con las mejillas muy coloradas, obligando a Krystal a salir del aula.
A los doce años, cuando ya iba al instituto y se había convertido en la niña más desarrollada de su curso, un día Krystal se había entretenido más de la cuenta en el fondo de la clase, adonde los alumnos debían llevar las hojas de ejercicios de matemáticas cuando los terminaban para dejarlas y coger la siguiente hoja de la serie. Andrew (siempre de los últimos en terminar los problemas de matemáticas) no tenía ni idea de cómo se había iniciado aquello, pero llegó a las cajas de plástico que contenían las hojas de ejercicios, pulcramente alineadas en lo alto de los armarios del fondo, y encontró a Rob Calder y Mark Richards turnándose para coger los pechos de Krystal en el hueco de sus manos y apretárselos. Los otros chicos los miraban boquiabiertos, electrizados, manteniendo en alto los libros de texto para que el profesor no pudiera verles la cara; mientras que las niñas, rojas como tomates, simulaban no ver nada. Andrew comprendió que a la mitad de los niños ya les había tocado su turno, y que todos esperaban que él aprovechara el suyo. Quería hacerlo y no quería. No eran los pechos de Krystal lo que le daba miedo, sino su expresión de desafío e insolencia; lo que le daba miedo era hacerlo mal. Cuando el profesor Simmonds, un individuo despistado e incompetente, levantó por fin la cabeza y dijo: «¿Qué haces ahí tanto rato, Krystal? Coge una hoja y siéntate», Andrew sintió un alivio casi total.
Si bien hacía mucho que estaban en grupos diferentes, todavía pertenecían a la misma clase, y por eso Andrew sabía que Krystal faltaba a menudo y casi siempre estaba metida en algún lío. No le temía a nada, igual que los chicos que iban con tatuajes que se hacían ellos mismos, o con un labio partido, o fumando, o contando historias de enfrentamientos con la policía, consumo de drogas y sexo fácil.
El Instituto de Enseñanza Secundaria Winterdown estaba en las afueras de Yarvil; era un edificio de tres plantas grande y feo, cuya estructura exterior consistía en una serie de ventanas con paneles pintados de turquesa intercalados. Las puertas del autobús se abrieron con un chirrido, y Andrew se unió a la caterva de estudiantes con jersey y blazer negro que atravesaban el aparcamiento camino de las dos entradas principales del instituto. Cuando se disponía a pasar por el atasco que se formaba en la puerta de doble batiente, vio llegar un Nissan Micra; se apartó un poco y se quedó esperando a su mejor amigo.
Tubby, Tubs, Tubster, Flubber, Wally, Wallah, Fatboy, Fats… Stuart Wall era el chico del instituto con más apodos. Sus andares de pasos largos, su delgadez, su cara chupada de piel cetrina, sus grandes orejas y su permanente expresión de pena bastaban como rasgos característicos; pero era su humor incisivo, su indiferencia y su aplomo lo que lo distinguía. Conseguía desvincularse de todo cuanto pudiera haber definido un carácter menos elástico, sobreponiéndose al bochorno de ser el hijo de un subdirector ridiculizado e impopular y tener por madre a una orientadora escolar gorda que vestía ropa fea y anticuada. Era, por encima de todo, él mismo: Fats, un personaje destacado y todo un referente en el instituto. Hasta los chicos de los Prados le reían las bromas, y raramente se tomaban la molestia de burlarse de sus desafortunados vínculos familiares, debido a la frialdad y crueldad con que él devolvía las pullas.
Fats hizo gala de su aplomo esa mañana cuando, expuesto ante las hordas de alumnos libres de sus padres que lo rodeaban, tuvo que forcejear para salir del Nissan no sólo con su madre, sino también con su padre, quien normalmente iba al instituto en su coche. Andrew se acordó de Krystal Weedon y de la tira de su tanga mientras Fats se le acercaba al trote.
—Qué pasa, Arf —lo saludó.
—Fats.
Juntos, se mezclaron con la multitud, con las mochilas al hombro, golpeando con ellas a los chicos más bajitos y abriendo una pequeña estela a su paso.
—Tenías que haber visto a Cuby llorando —dijo Fats dirigiéndose con su amigo hacia la abarrotada escalera.
—Qué me dices.
—Sí, anoche murió Barry Fairbrother.
—Ah, sí, ya me he enterado —replicó Andrew.
Fats le lanzó la mirada socarrona y resabiada que empleaba cuando alguien se sobrepasaba y fingía saber más de lo que sabía, ser más de lo que era.
—Mi madre estaba en el hospital cuando lo llevaron —añadió Andrew, molesto—. Trabaja allí, ¿te acuerdas?
—Ah, sí —dijo Fats, y el resabio desapareció—. Bueno, ya sabes que Cuby y él eran coleguitas. Y Cuby piensa anunciarlo en la reunión. No mola, Arf.
Al final de la escalera se separaron y se dirigieron a sus respectivas aulas para el pase de lista. Casi todos los alumnos de la clase de Andrew ya estaban sentados sobre los pupitres y balanceando las piernas o apoyados en los armarios de ambos lados. Las mochilas estaban debajo de las sillas. Los lunes por la mañana siempre hablaban en voz más alta y con mayor libertad, porque a primera hora había reunión de profesores y alumnos, lo que implicaba salir del edificio e ir hasta el gimnasio. Su tutora, sentada a la mesa, iba marcando los nombres de los alumnos en la lista a medida que entraban. Nunca se tomaba la molestia de recitar la lista en voz alta; ése era uno de los numerosos gestos con los que pretendía ganarse a los chicos, y ellos la despreciaban precisamente por eso.
Krystal llegó justo cuando sonaba el timbre que anunciaba la reunión. Gritó «¡Estoy aquí, señorita!» desde el umbral, se dio la vuelta y salió de nuevo. Todos la siguieron sin parar de hablar. Andrew y Fats volvieron a encontrarse en lo alto de la escalera y se dejaron arrastrar por la corriente hacia la puerta trasera y a través del extenso patio de asfalto gris.
El gimnasio olía a sudor y zapatillas de deporte; el barullo de mil doscientos adolescentes que hablaban ávidamente resonaba en las tristes paredes encaladas. La dura moqueta que cubría el suelo, de un gris industrial y con muchas manchas, tenía marcadas diferentes líneas de colores que delimitaban las pistas de bádminton y tenis y los campos de fútbol y hockey; aquel material producía unas rozaduras tremendas si uno se caía con las piernas desnudas, pero no castigaba el trasero tanto como la madera cuando había que aguantar toda la reunión sentado en el suelo. Andrew y Fats habían conseguido el privilegio de sentarse en unas sillas de patas tubulares y respaldo de plástico dispuestas al fondo de la sala para los alumnos de quinto y sexto.
En la parte delantera, de cara a los alumnos, había un viejo atril de madera, y a su lado estaba sentada la directora, la señora Shawcross. El padre de Fats, Colin Wall, alias Cuby, ocupó su lugar junto a ella. Era muy alto, tenía una frente amplia que empalmaba con su calva y unos andares que era imposible no imitar, con los brazos pegados a los costados y cabeceando mucho más de lo necesario para desplazarse hacia delante. Todos lo llamaban «Cuby», o «Cubículos», a causa de su inefable obsesión de mantener perfectamente ordenado el mueble con hileras de compartimentos que había en la pared frente a su despacho. Las listas de asistencia iban a parar a esos compartimentos una vez marcadas, mientras que otros documentos se asignaban a un departamento en particular. «¡Asegúrate de ponerlo en el cubículo correcto, Ailsa!», «¡No lo dejes colgando así, se caerá del cubículo, Kevin!», «¡No lo pises, niña! ¡Recógelo y tráemelo, tiene que ir en su cubículo!»
El resto de los profesores los llamaban «casilleros». Se sobrentendía que lo hacían para distinguirse de Cuby.
—Arrimaos, arrimaos —les dijo el señor Meacher, el profesor de manualidades, a Andrew y Fats, que habían dejado un asiento vacío entre ellos y Kevin Cooper.
Cuby se colocó detrás del atril. Los alumnos no se callaron en el acto, como habrían hecho de haberse tratado de la directora. En el preciso momento en que se apagó la última voz, se abrió uno de los batientes de la puerta de la derecha y entró Gaia.
Paseó la mirada por la sala (Andrew se permitió mirar, ya que la mitad de los allí reunidos la estaban observando y quien iba a hablar era sólo Cuby; llegaba tarde, era nueva y guapa) y entró deprisa, pero no demasiado (porque tenía el don del aplomo, igual que Fats), bordeando la última fila de alumnos. Andrew no podía girar la cabeza para seguir contemplándola, pero de pronto le vino a la mente, con una fuerza que le hizo zumbar los oídos, que al arrimarse a Fats había dejado un asiento libre a su lado.
Oyó acercarse unos pasos rápidos y ligeros y de pronto ella estaba allí: se había sentado a su lado. Gaia empujó sin querer la silla de Andrew, rozándolo con el codo. Él percibió una débil ráfaga de perfume. Le ardía toda la parte izquierda del cuerpo por la proximidad de ella, y agradeció que la mejilla de ese lado tuviera mucho menos acné que la derecha. Nunca habían estado tan cerca, y no sabía si se atrevería a mirarla o dar alguna muestra de haberla reconocido; pero enseguida pensó que llevaba demasiado rato paralizado y ya era tarde para hacerlo con naturalidad.
Se rascó la sien izquierda para taparse la cara y desvió la vista hacia las manos de Gaia, recogidas sobre el regazo. Uñas cortas, limpias y sin pintar. En un meñique llevaba un sencillo anillo de plata. Fats le dio un discreto codazo a Andrew en el costado.
—Por último —dijo Cuby, y Andrew se dio cuenta de que ya le había oído decir esas palabras dos veces, y de que el silencio reinante en la sala se había solidificado al cesar todo movimiento, quedando el ambiente preñado de curiosidad, regocijo e impaciencia—. Por último —repitió Cuby, y le tembló la voz—, tengo que comunicaros… tengo que comunicaros una noticia muy triste. El señor Barry Fairbrother, que con tanto éxito entrenaba a nuestro equipo femenino de… de… de remo desde hace dos años… —se pasó una mano por los ojos—, ha fallecido…
Cuby Wall estaba llorando delante de todo el instituto; había agachado la cabeza hasta pegar la barbilla al pecho, mostrando su calva a la concurrencia. Un suspiro colectivo y un murmullo de risitas recorrieron simultáneamente el gimnasio, y muchas caras se volvieron hacia Fats, que permanecía indiferente, con gesto un tanto burlón, pero por lo demás imperturbable.
—… falleció… —sollozó Cuby, y la directora se puso en pie con cara de enfado—, falleció… anoche.
Un chillido se alzó entre las hileras de sillas del fondo de la sala.
—¡¿Quién se ha reído?! —bramó Cuby, y el ambiente, cargado de tensión, crepitó deliciosamente—. ¡Cómo se atreve! ¡Ha sido una chica! ¿Quién ha sido?
El señor Meacher ya se había levantado y gesticulaba frenético en dirección a alguien que estaba en el centro de la fila, justo detrás de Andrew y Fats; la silla de Andrew volvió a sacudirse, porque Gaia había girado el torso para mirar, como todos. El cuerpo de Andrew parecía haberse vuelto supersensorial, y notaba cómo el de Gaia se arqueaba hacia él. Si se volvía en la dirección opuesta, se encontrarían cara a cara.
—¿Quién se ha reído? —repitió Colin Wall, y se puso de puntillas, como si desde su posición pudiera descubrir al culpable.
Meacher articulaba palabras y hacía señas, enardecido, a quien había señalado como responsable.
—¿Quién es, señor Meacher? —exigió saber el subdirector.
Meacher parecía poco dispuesto a revelar esa información; aún no lograba convencer al culpable de que se levantara de su asiento, pero cuando Colin Wall amenazó con abandonar el atril para investigar por su cuenta, Krystal Weedon se alzó de un brinco, roja como un tomate, y avanzó de lado ante la hilera de sillas.
—¡Ven a verme a mi despacho inmediatamente después de la reunión! —le ordenó Colin Wall—. ¡Qué vergüenza! ¡Qué falta de respeto! ¡Fuera de aquí!
Pero Krystal se paró al llegar al final de la hilera, le enseñó el dedo corazón al subdirector y gritó:
—¡Yo no he hecho nada, gilipollas!
Se produjo una erupción de risas y excitada cháchara. Los profesores intentaron en vano sofocar el bullicio, y hubo un par que se levantaron para intimidar a los alumnos y restablecer el orden.
La puerta de doble batiente se cerró detrás de Krystal y el señor Meacher.
—¡Basta! —ordenó la directora, y un silencio precario, salpicado de susurros, volvió a extenderse por la sala.
Fats mantenía la mirada al frente, aunque por una vez su indiferencia presentaba un aire forzado, y su piel, un matiz más oscuro.
Andrew notó que Gaia se dejaba caer en la silla. Hizo acopio de valor, miró de soslayo hacia la izquierda y sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.