Andrew Price cerró la puerta de la casita blanca y bajó detrás de su hermano pequeño por el empinado sendero del jardín, crujiente de escarcha, que conducía hasta una fría cancela metálica que había en el seto y el camino que allí empezaba. Ninguno de los dos se molestó en contemplar la vista que se extendía más abajo: el diminuto pueblo de Pagford recogido en una hondonada entre tres colinas, una de ellas coronada por las ruinas de una abadía del siglo XII. Un riachuelo serpenteaba bordeando esa colina y pasaba por el pueblo, donde lo cruzaba un puente de piedra que parecía de juguete. Para los hermanos, esa escena era tan sosa como un telón de fondo sin relieve; Andrew detestaba que, en las raras ocasiones en que la familia tenía invitados, su padre se atribuyera el mérito de todo aquello, como si él mismo lo hubiera diseñado y construido. Hacía poco, Andrew había llegado a la conclusión de que prefería un paisaje de asfalto, ventanas rotas y graffiti; soñaba con Londres y con una vida de verdad.
Los hermanos marcharon hasta el final del camino y se detuvieron en el cruce, donde éste se unía a una carretera más ancha. Andrew metió una mano en el seto, hurgó y sacó un paquete mediado de Benson & Hedges y una caja de cerillas un poco húmeda. Tras varios intentos frustrados, pues las cabezas de las cerillas se desmenuzaban al frotarlas contra la banda rugosa, consiguió encender una. Dio dos o tres caladas profundas, y entonces el gruñido del motor del autobús escolar rompió el silencio. Andrew separó con cuidado el ascua del cigarrillo y guardó el resto en el paquete.
El autobús siempre iba bastante lleno cuando llegaba al cruce de Hilltop House, porque ya había pasado por las granjas y casas más alejadas del pueblo. Los hermanos se sentaron separados, como de costumbre; ocuparon cada uno un asiento doble y se pusieron a mirar por la ventanilla mientras el autobús descendía hacia Pagford con gran estrépito y fuertes sacudidas.
Al pie de la colina había una casa erigida en un jardín con forma de cuña. Los cuatro hijos de los Fairbrother solían esperar fuera, frente a la cancela, pero ese día no había nadie allí. Todas las cortinas estaban corridas. Andrew se preguntó si lo normal cuando moría alguien era quedarse sentado a oscuras.
Unas semanas atrás, Andrew se había morreado con Niamh Fairbrother, una de las hijas gemelas de Barry, en la discoteca que habían montado en el salón de actos del instituto. Después de aquello, ella había mostrado la desagradable tendencia a seguirlo a todas partes. Los padres de Andrew apenas conocían a los Fairbrother; Simon y Ruth casi no tenían amigos, pero parecían sentir cierta simpatía por Barry, quien dirigía una minúscula sucursal bancaria, la única que quedaba en Pagford. El apellido Fairbrother había aparecido a menudo relacionado con asuntos como el concejo parroquial, las funciones teatrales del ayuntamiento o la competición parroquial. Todas eran cosas por las que Andrew no tenía ningún interés y en las que sus padres nunca se habían implicado mucho, salvo por alguna que otra aportación económica o algún número de rifa.
Mientras el autobús torcía a la izquierda y descendía lentamente por Church Row, dejando atrás las grandes mansiones victorianas dispuestas en hileras escalonadas, Andrew se permitió una pequeña fantasía en la que su padre moría tras recibir el disparo de un francotirador invisible. Se imaginó dándole palmaditas en la espalda a su desconsolada madre mientras él mismo telefoneaba a la funeraria. Con un cigarrillo en los labios, encargaba el ataúd más barato del catálogo.
Los tres hijos de los Jawanda —Jaswant, Sukhvinder y Rajpal— subieron al autobús al final de Church Row. Andrew había elegido un asiento que tenía otro vacío delante, y confiaba en que Sukhvinder se sentara en él, no porque le interesara (el mejor amigo de Andrew, Fats, la llamaba «la morsa tetuda»), sino porque ella casi siempre se sentaba al lado de Sukhvinder. Y quizá debido a que esa mañana sus poderes telepáticos eran especialmente poderosos, Sukhvinder decidió sentarse, efectivamente, en el asiento de delante de Andrew. Radiante de alegría, él se quedó mirando sin ver por la sucia ventanilla, y se acercó la mochila un poco más al cuerpo para ocultar la erección provocada por la fuerte vibración del autobús.
La expectación aumentaba con cada nuevo traqueteo a medida que el vehículo, torpe y pesado, avanzaba por las estrechas calles, doblaba la curva cerrada que conducía a la plaza del pueblo y se dirigía hacia el cruce con la calle de ella.
Andrew jamás había sentido un interés tan fuerte por una chica. Había llegado hacía poco, en una época del año muy extraña para cambiar de instituto, el último trimestre del curso de GCSE. Se llamaba Gaia, un nombre muy adecuado, porque él nunca lo había oído y ella era algo absolutamente novedoso. Había subido al autobús una mañana, como una sencilla afirmación de las sublimes alturas que puede alcanzar la naturaleza, y se había sentado dos asientos por delante de Andrew, que se quedó paralizado por la perfección de sus hombros y su nuca.
El pelo, castaño cobrizo, formaba ondas largas y sueltas que le llegaban justo por debajo de los omóplatos; la nariz, corta, estrecha y recta, realzaba la provocativa carnosidad de sus pálidos labios; los ojos, separados y con pestañas espesas, eran de un color avellana verdoso, muy moteados, como una manzana reineta. Andrew nunca la había visto maquillada, y ni un solo grano ni una sola imperfección le estropeaban la piel. Su rostro era una síntesis de simetría perfecta y proporción insólita; Andrew podría haberse pasado horas contemplándolo, tratando de descubrir de dónde surgía la fascinación que provocaba. La semana anterior había vuelto a casa tras una clase de dos horas de biología en la que, gracias a una providencial distribución aleatoria de mesas y cabezas, había podido observarla casi sin interrupción. Ya a salvo en su dormitorio, había escrito (después de masturbarse y quedarse media hora mirando fijamente la pared): «La belleza es geometría.» Había roto la hoja de inmediato, y se sentía ridículo cada vez que lo recordaba; sin embargo, había algo de verdad en esa frase. La hermosura de aquella chica radicaba en pequeños ajustes a un patrón de los que resultaba una armonía impresionante.
Llegaría en cualquier momento, y si se sentaba al lado de la sosa y malhumorada Sukhvinder, como solía hacer, estaría lo bastante cerca como para percibir el olor a nicotina de Andrew. A él le gustaba ver cómo los objetos inanimados reaccionaban al cuerpo de ella; le gustaba ver cómo el asiento del autobús cedía un poco cuando ella se dejaba caer sobre él, y cómo aquella melena de un dorado cobrizo se curvaba sobre la barra metálica del respaldo.
Cuando el conductor redujo la velocidad, Andrew desvió la mirada de la puerta y fingió estar absorto en sus pensamientos; se volvería cuando ella subiera, como si acabara de percatarse de que se habían detenido; se mirarían y seguramente se saludarían con un movimiento de cabeza. Aguardó a oír cómo se abrían las puertas, pero el suave zumbido del motor no se vio interrumpido por el habitual chasquido del mecanismo de apertura.
Andrew lanzó una ojeada y sólo vio Hope Street, corta, estrecha y deteriorada, formada por dos hileras de casitas adosadas. El conductor se había inclinado hacia el lado de la puerta para asegurarse de que ella no se acercaba. Andrew habría querido decirle que esperara, porque la semana anterior ella había salido deprisa de una de aquellas casitas y había echado a correr por la acera (Andrew pudo mirar, porque todos estaban mirando), y verla correr había bastado para tenerlo entretenido durante horas; pero el conductor asió el enorme volante y el autobús se puso en marcha de nuevo. Andrew siguió contemplando la sucia ventanilla y sintió una punzada en el corazón y en los testículos.