27

Poción de bruja

Lily llevaba toda la noche buscando un modo de acercarse a Minty Fresh. Se habían mirado a los ojos una docena de veces y se habían sonreído, pero con el clima de temor que reinaba en la habitación a Lily le costaba encontrar un modo de entablar conversación. Por fin, cuando en la tele empezaron a echar la película de la semana de Oprah[26] y todos se reunieron en torno al aparato para ver cómo la diva de los medios de comunicación liquidaba a Paul Winfield con una plancha de vapor, Minty se acercó a la barra del desayuno y empezó a pasar las páginas de su agenda, y Lily se atrevió a entrar en acción.

—¿Estás revisando tu agenda? —preguntó—. Debes de sentirte muy optimista sobre cómo van a ir las cosas.

Él negó con la cabeza.

—La verdad es que no.

Lily estaba enamorada. Minty Fresh era bello y melancólico, como un regalo de los dioses, grande y moreno.

—¿Tan terrible es? —dijo Lily, y le quitó la agenda de las manos y empezó a hojearla. Se detuvo en la fecha de ese día—. ¿Qué hace aquí el nombre de Asher? —preguntó.

Minty bajó la cabeza.

—Me dijo que sabías lo nuestro desde hace tiempo.

—Sí, pero… —Ella volvió a mirar el nombre y, al darse cuenta de lo que estaba viendo, sintió una especie de puñetazo en el pecho—. ¿Es esta agenda? ¿La agenda que usas para eso?

Minty asintió lentamente con la cabeza, sin mirarla.

—¿Cuándo apareció este nombre? —preguntó Lily.

—No estaba ahí hace una hora.

—Qué putada —dijo ella, y se sentó en un taburete, junto al gigante.

—Sí —dijo Minty Fresh. Y le rodeó los hombros con el brazo.

Charlie tiró de las piernas del lince (que lanzaba unos chillidos impresionantes para tener solo un prototipo de cuerdas vocales) y el pueblo ardilla se abalanzó sobre el boston terrier, y entre unos y otros consiguieron al fin sacar a su lugarteniente de las fauces de aquella bestia de ojos saltones, con solo unos desgarrones en el traje de guardia de la Torre de Londres.

—Abajo, Holgazán —dijo Charlie—. No te menees. —No sabía si «no te menees» era una orden aceptada tratándose de un perro, pero debería serlo.

Holgazán soltó un bufido y se apartó de la multitud de ardillas que lo rodeaba.

—No es uno de los nuestros —dijo el lince, señalándolo con el dedo—. No es uno de los nuestros.

—Cállate —le dijo Charlie. Se sacó del bolsillo un pedazo de cecina que había llevado por si necesitaban vituallas de emergencia, arrancó un trozo y se lo ofreció a Holgazán

Holgazán se acercó a Charlie y le quitó la cecina. Después se volvió para mirar al pueblo ardilla mientras masticaba. Las ardillas emitieron una especie de chasquido y blandieron sus armas.

—No es uno de los nuestros. No es uno de los nuestros —canturreó Bob.

—Vale ya —dijo Charlie—. No conseguirás que te sigan la cantinela para desencadenar un motín, Bob. Eres el único que tiene laringe.

—¡Ah, sí! —Bob dejó que su cántico se apagara—. Bueno, pero no es uno de los nuestros —añadió a la defensiva.

—Ahora sí —contestó Charlie. Y le dijo a Holgazán—: ¿Puedes llevarnos al Inframundo?

Holgazán lo miró como si supiera exactamente lo que le preguntaba pero, para encontrar fuerzas para seguir adelante, necesitara el resto de la cecina. Charlie se lo dio y Holgazán se subió inmediatamente de un brinco a una tubería más alta, de un metro veinte, allí se detuvo, profirió un ladrido y luego echó a correr conducto abajo.

—¡Seguidlo! —dijo Charlie.

Tras una hora siguiendo a Holgazán por las cloacas, las cañerías dieron paso a túneles que iban ensanchándose a medida que avanzaban. Pronto empezaron a moverse por cuevas con altos techos y estalactitas que refulgían en diversos colores y alumbraban su camino con un fulgor tenue y umbroso. Charlie había leído lo suficiente sobre la geología de la zona para saber que aquellas cavernas no eran propias de la ciudad. Dedujo que se encontraban bajo el distrito financiero, construido en su mayor parte sobre vertederos y escombreras de la fiebre del oro, así que allí no podía haber nada tan antiguo ni tan sólido como aquellas cuevas.

Holgazán siguió adelante, llevándolos por una bifurcación o por otra sin la menor vacilación, hasta que de pronto la cueva se abrió para convertirse en una inmensa gruta. La cámara era tan extensa que se tragó sin más la luz de la linterna de Charlie y la de la lámpara de su casco, pero su techo, que se elevaba a unos cincuenta metros de altura, estaba recubierto de luminosas estalactitas que se reflejaban en rojo, verde y púrpura sobre la superficie, tersa como un espejo, de un lago negro. En medio del lago, a unos doscientos metros de distancia, se alzaba un gran barco de vela negro, de altos mástiles, semejante a un galeón español, por las ventanas de cuya cabina, en la parte trasera, se veía una luz roja y pulsante. Una sola lámpara alumbraba la cubierta. Charlie había oído decir que durante la fiebre del oro barcos enteros habían quedado enterrados bajo los escombros, pero estaba seguro de que no se habrían conservado así. Las cosas habían cambiado: aquellas cuevas eran todas ellas consecuencia del alzamiento del Inframundo. Y Charlie se dio cuenta de que aquello era solo un indicio de lo que le sucedería a la ciudad si los moradores del Averno se apoderaban del mundo.

Holgazán ladró y su voz aguda retumbó en la cueva, haciendo levantar el vuelo a una nube de murciélagos.

Charlie vio movimiento en la cubierta del barco, la silueta negra azulada de una mujer, y comprendió que Holgazán les había llevado al lugar adecuado. Dio su linterna a Bob y dejó el bastón espada sobre el suelo de la caverna. Sacó el Águila del Desierto de su funda, comprobó que había un cargador completo en la recámara, accionó el martillo, volvió a poner el seguro y se enfundó la pistola.

—Vamos a necesitar una barca —le dijo a Bob—. A ver si encontráis algo con lo que podamos construir una balsa. —El lince echó a andar por la orilla con su linterna, escudriñando las rocas en busca de pecios que pudieran servirles. Holgazán gruñó, sacudió la cabeza como si hubiera oído ratones (o quizá para indicar que, en su opinión, Charlie estaba chiflado) y se adentró corriendo en el lago. Cincuenta metros más allá, el agua seguía llegándole a la altura del hombro.

Charlie miró el barco negro y se dio cuenta de que se elevaba muy por encima del agua; de que, en realidad, su casco se asentaba sobre el fondo a una profundidad de unos quince centímetros.

—Esto… Bob —dijo—, olvídate de la balsa. Vamos andando. Todo el mundo a callar. —Desenfundó su espada y se metió en el agua. A medida que se acercaban al barco pudieron distinguir algunas peculiaridades de su construcción. Las barandillas estaban hechas de tibias entrelazadas, las cornamusas de las amarras eran pelvis humanas. La lámpara de la cubierta era, de hecho, un cráneo humano. Charlie no estaba muy seguro de cómo iban a manifestarse sus poderes de Luminatus, pero cuando alcanzaron el casco del barco se descubrió deseando con todas sus fuerzas que se manifestaran de una vez, y que la levitación fuera una de ellas.

—Estamos jodidos —dijo Bob con la vista levantada hacia el negro casco que se curvaba por encima de ellos.

—No estamos jodidos —repuso Charlie—. Solo necesitamos que alguien trepe hasta ahí arriba y nos eche una cuerda.

Hubo cierto revuelo entre el pueblo ardilla; después, una figura alargada se apartó del pequeño gentío. Parecía un dandi francés del siglo XIX con la cabeza de un lagarto monitor. Su atuendo (la levita y los volantes) recordó a Charlie las fotografías de Charles Baudelaire que Lily le había enseñado.

—¿Puedes subir? —preguntó al lagarto.

Él estiró las manos y sacó un pie del agua. Tenía extremidades de ardilla. Charlie lo alzó todo lo alto que pudo, hacia el casco, y la criaturilla se cogió a la madera negra, correteó por el costado del barco y pasó por encima de la regala.

Pasaron unos minutos y Charlie se descubrió esforzándose por aguzar el oído, por si descubría qué estaba pasando arriba. Cuando la gruesa soga cayó chapoteando a su lado, dio un brinco de un metro y apenas pudo sofocar un chillido a pleno pulmón.

—Estupendo —dijo Bob.

—Tú primero, entonces —dijo Charlie mientras comprobaba la cuerda para ver si aguantaría su peso. Esperó hasta que el lince estuvo a un metro y medio por encima de su cabeza para meter el bastón espada dentro del protector de resina que llevaba a la espalda y empezó a trepar. Cuando había recorrido tres cuartas partes de la cuerda tuvo la sensación de que sus bíceps iban a explotar como globos de agua y entrelazó las botas de motocross alrededor de la cuerda para descansar. Como si los dioses le hubieran concedido nuevo aliento, sus bíceps se relajaron y, al reanudar el ascenso, le pareció que sus poderes de Luminatus empezaban a manifestarse por fin. Cuando alcanzó la barandilla, se agarró a una de las cornamusas de hueso y se impulsó hacia arriba hasta sentarse a horcajadas sobre la barandilla.

Se volvió y la luz de la lámpara captó el brillo negro de los ojos de la arpía. La Morrigan llevaba al lince como una panocha de maíz; con una uña le atravesaba el cráneo y le cerraba la mandíbula. Arrancó otro mordisco del guardia de la Torre de Londres y por su cara y sus pechos corrieron la carne y una sustancia viscosa que desprendía un fulgor rojizo y tenue.

—¿Quieres un poco, amor? —dijo—. Sabe a jamón.

Junto a la barra del desayuno, en el apartamento de Charlie, Lily dijo:

—¿No deberíamos decírselo a los demás?

—No todos saben lo nuestro. Lo de esto. —Minty levantó la agenda—. Solo Audrey.

—Entonces, ¿no deberíamos decírselo a ella?

Minty miró a Audrey, que estaba sentada en el sofá, tranquilamente entrelazada en un soñoliento montón con la hermana de Charlie y uno de los cancerberos.

—No, no creo que sirva de nada.

—Es un buen tipo —dijo Lily. Arrancó una toalla de papel del rollo que había sobre la barra y se limpió los ojos antes de que volviera a corrérsele el rímel y pareciera un mapache.

—Lo sé —dijo Minty—. Es mi amigo. —Al decir esto, sintió un tirón en la pernera del pantalón. Miró hacia abajo y vio a Sophie, que lo observaba.

—Oye, ¿tienes coche? —preguntó la niña.

—Sí, Sophie, tengo coche.

—¿Podemos ir a dar una vuelta?

Charlie sacó sin vacilar el bastón espada que llevaba a la espalda y golpeó con él la muñeca de la Morrigan. Ella soltó al lince, que cruzó chillando la cubierta y saltó por la barandilla opuesta. La Morrigan cogió el bastón e intentó arrancárselo a Charlie. Él la dejó: sacó la espada y la hundió en su plexo solar con tanta fuerza que tocó con el puño sus costillas. La hoja salió por la espalda de la arpía y se hundió en el casco de madera del bote salvavidas en el que estaba reclinada. Por una fracción de segundo, sus caras quedaron a un par de centímetros de distancia.

—¿Me has echado de menos? —preguntó ella.

Charlie se apartó en el instante en que ella le lanzaba un zarpazo. Levantó el brazo a tiempo de impedir que el golpe le volara la cara, y la gruesa placa de resina de su manga evitó que las uñas de la arpía le arrancaran la mano. La Morrigan intentó lanzarse hacia él, pero la espada la mantenía clavada al bote. Charlie corrió por la cubierta mientras ella chillaba de rabia.

Vio salir luz (aquel mismo resplandor rojizo) de una puerta que parecía conducir a la cabina de la popa del barco y se dio cuenta de que aquella claridad debía proceder de las vasijas de las almas. Quizá el alma de Rachel aún estuviera allí. Estaba solo a un paso de la portezuela cuando un cuervo gigante se posó ante él y desplegó sus alas sobre la cubierta como si intentara tapar con ellas todo el fondo del barco. Charlie retrocedió y sacó de la pistolera el Águila del Desierto. Intentó sostenerla firmemente mientras quitaba el seguro. El cuervo le lanzó un picotazo y él dio un salto hacia atrás. Entonces el pico del cuervo retrocedió, cambió y burbujeó hasta convertirse en la cara de una mujer. Las alas y las garras, sin embargo, siguieron siendo de pájaro.

—Carne Nueva —dijo Macha—. Qué valentía la tuya por haber venido hasta aquí.

Charlie apretó el gatillo. Del cañón salió una llamarada de medio metro de largo y Charlie notó como si alguien le hubiera golpeado en la palma con un martillo. Creía que había apuntado justo entre los ojos de la Morrigan, pero la bala atravesó el cuello de esta y le arrancó la mitad de la carne negra. Su cabeza se ladeó de golpe y el cuerpo de cuervo agitó las alas hacia él.

Charlie cayó hacia atrás sobre la cubierta del barco, pero logró levantar la pistola y disparar otra vez al tiempo que el cuervo se precipitaba hacia él. El disparo se incrustó en medio del pecho de la Morrigan y la lanzó volando hacia atrás, sobre el techo de la cabina.

Charlie sentía tal pitido en los oídos que le parecía que alguien le había metido diapasones en la cabeza y los había golpeado con unas baquetas: aquel sonido era un gemido largo, doloroso y agudo. Apenas oyó un chillido a su izquierda cuando otra Morrigan se dejó caer desde la arboladura que había a su espalda. Rodó hasta la barandilla y levantó el arma en el instante en que ella le lanzaba un manotazo a la cara. La pistola y el protector de su antebrazo absorbieron la mayor parte del golpe, pero el Águila del Desierto le fue arrancada de la mano y se deslizó por la cubierta.

Se levantó de un salto y corrió tras la pistola. Nemain le echó las garras a la espalda y Charlie oyó un chisporroteo cuando el veneno salpicó la almohadilla de resina de su espalda y abrasó el suelo a ambos lados de él. Se lanzó de cabeza hacia la pistola e intentó rodar y levantarse apuntando a su oponente, pero calculó mal y al incorporarse se golpeó las corvas con la barandilla de hueso. Ella saltó con las garras por delante y le golpeó en el pecho; Charlie disparó y se precipitó hacia atrás por encima de la barandilla.

Cayó de espaldas en el agua. El aire abandonó su cuerpo con un estallido. Se sentía como si lo hubiera atropellado un autobús. No podía respirar, pero veía, sentía sus miembros y, tras jadear unos segundos, logró por fin recuperar el aliento.

—Bueno, ¿qué tal va de momento? —preguntó el lince a medio metro por encima de su cabeza.

—Bien —dijo Charlie—. Huyen despavoridas.

Bob tenía un gran mordisco en medio del pecho y su uniforme de guardia de la Torre de Londres estaba hecho jirones, pero por lo demás parecía bastante animado. Sostenía el Águila del Desierto entre los brazos como si fuera un bebé.

—Seguramente necesitarás esto. Ese último dis’aro dio en el blanco, ’’or cierto. Le arrancaste la mitad del cráneo.

—Estupendo —dijo Charlie, a quien todavía le costaba un poco respirar. Sentía un dolor abrasador en el pecho y pensó que quizá se hubiera roto una costilla. Se incorporó y se miró el protector de su pecho. Las zarpas de la Morrigan le habían arañado la parte frontal y en cierto lugar una de las uñas se había metido por debajo de la placa de resina y se había hundido en la carne. No sangraba mucho, pero sangraba, y le dolía a rabiar.

—¿Siguen viniendo?

—Las dos a las que has dis’arado, no. No sabemos dónde se ha metido la otra, a la que le clavaste la es’ada.

—No sé si podré volver a subir por esa cuerda —dijo Charlie.

’Uede que eso no sea ’roblema —contestó Bob. Estaba mirando hacia arriba, hacia el techo de la gruta, donde un torbellino de murciélagos chillaba y volaba alrededor del mástil. Por encima de los murciélagos, otra criatura batía sus alas.

Charlie le quitó la pistola a Bob y se levantó, estuvo a punto de caerse, se equilibró y se apartó del casco del barco. Las ardillas se dispersaron a su alrededor. Holgazán soltó una andanada de ladridos furiosos.

El demonio aterrizó en el agua a unos quince metros de allí. Charlie sintió que un grito se alzaba en su garganta, pero consiguió sofocarlo. Aquella cosa tenía casi cinco metros de alto y sus alas medían quince metros de envergadura. Su cabeza era tan grande como un barril de cerveza y parecía tener la forma y los cuernos de un toro, quitando las mandíbulas, que eran de predador y estaban recubiertas de dientes, a medio camino entre las de un león y un tiburón. Sus ojos refulgían, verdes.

—Ladrón de almas —bramó. Plegó sus alas hasta formar dos puntas elevadas a su espalda y dio un paso hacia Charlie.

—Bueno, eso lo serás más bien tú, ¿no? —dijo Charlie, todavía un poco jadeante—. Yo soy el Luminatus.

El demonio se detuvo. Charlie aprovechó aquel momento de vacilación para levantar el arma y abrir fuego. El disparo se incrustó en el hombro del demonio y lo empujó hacia un lado. El demonio se revolvió y lanzó un bramido.

Charlie sintió que su aliento, que olía a carne pútrida, lo envolvía. Retrocedió y disparó de nuevo. Tenía ya la mano entumecida por culpa del retroceso de la enorme pistola. El disparo hizo retroceder un paso al demonio. Desde arriba se oyeron vítores y chillidos.

Charlie disparó una y otra vez. Las balas abrían cráteres en el pecho del demonio. Este se tambaleó y cayó de rodillas. Charlie apuntó y apretó nuevamente el gatillo. Pero la pistola hizo clic.

Charlie retrocedió unos pasos e intentó recordar lo que le había enseñado Minty acerca de cómo recargar la pistola. Consiguió apretar un botón que soltó el cargador, pero este cayó al agua. Abrió entonces uno de los bolsillos que tenía bajo el brazo para sacar otro cargador. Pero el cargador se salió y también cayó al agua. Bob y un par de ardillas se adelantaron chapoteando y se zambulleron en busca de él.

El demonio bramó de nuevo, desplegó las alas y, de un solo impulso, se levantó por completo.

Charlie sacó el segundo cargador y con manos temblorosas logró encajarlo en el fondo del Águila del Desierto. El demonio se agazapó como si se dispusiera a saltar. Charlie metió una bala en la recámara y disparó. El demonio cayó hacia delante cuando el enorme proyectil le arrancó un trozo de muslo.

—¡Bien hecho, Carne! —gritó una voz femenina desde arriba.

Charlie levantó la vista rápidamente, pero enseguida volvió a mirar al demonio con cabeza de toro, que estaba de nuevo en pie. Se agarró la muñeca y disparó y volvió a disparar mientras avanzaba y las balas iban incrustándose en el pecho del demonio con cada paso que daba. Tenía la impresión de que en cualquier momento el retroceso del arma le haría añicos la muñeca, pero de pronto el martillo percutió sobre una recámara vacía. Charlie se detuvo a apenas dos metros del demonio, que cayó de bruces al agua. Charlie dejó caer el Águila del Desierto y se hincó de rodillas. La gruta pareció ladearse ante él y su visión se cerró como un túnel.

Las Morrigan aterrizaron junto a él, una a cada lado. Cada una llevaba en la garra la resplandeciente vasija de un alma y se frotaba con ella las heridas.

—Has estado estupendo, amor —dijo la mujer cuervo, que era la que estaba más cerca del demonio caído. Charlie la reconoció de aquella noche en el callejón. La herida punzante que su espada le había hecho en la tripa iba sanando ante sus ojos. Ella pateó el cuerpo del demonio con cabeza de toro—. ¿Lo veis?, ya os decía yo que las pistolas son un asco.

—Muy bien hecho, Carne —dijo la que estaba a la derecha de Charlie. Su cuello todavía se estaban ensamblando. Era a la que Charlie había mandado volando de un tiro al techo del camarote.

—Chicas, rebotáis con mucho encanto, como el Coyote de los dibujos animados —dijo Charlie. Sonrió; se sentía borracho, como si estuviera viendo todo aquello desde otro lugar.

—Es un cielo —dijo la arpía pajillera—. Podría comérmelo enterito.

—Por mí, bien —dijo la Morrigan de su izquierda, cuya cabeza seguía un poco ladeada.

Charlie vio que sus garras chorreaban veneno y se miró la herida que tenía bajo el protector del pecho.

—Sí, tesoro —dijo la pajillera—, me temo que Nemain te ha matado. Pero si has durado tanto tiempo es que eres todo un guerrero.

—Soy el Luminatus —contestó Charlie.

Las Morrigan se echaron a reír. La que estaba delante de él ejecutó un pequeño paso de baile. Mientras lo hacía, el demonio con cabeza de toro levantó la cara del agua.

—El Luminatus soy yo —dijo mientras le corrían por los dientes agua y una sustancia negruzca y viscosa.

La Morrigan dejó de bailar, agarró uno de sus cuernos y le echó la cabeza hacia atrás.

—¿Tú crees? —dijo. Entonces hundió las uñas en su garganta. El demonio rodó y la apartó de un manotazo, haciéndola volar diez metros por el aire, hasta que chocó contra el casco del barco.

La Morrigan que había detrás de Charlie le dio una palmadita en la cabeza al pasar por su lado.

—Enseguida estamos contigo, cariño. Yo soy Macha, por cierto, y el Luminatus somos nosotras… o lo seremos dentro de un momento.

La Morrigan cayó sobre el demonio con cabeza de toro y comenzó a arrancar a golpes grandes trozos de carne y hueso de su cuerpo. Las otras echaron a volar y se precipitaron sobre el demonio lanzándole zarpazos. El demonio braceaba intentando apartarlas y a veces lograba acertar un golpe, pero estaba tan debilitado por los disparos que se debatía sin eficacia. En dos minutos estuvo acabado y la mayor parte de su carne le había sido arrancada. Macha agarraba su cabeza por los cuernos como si sostuviera el manillar de una motocicleta mientras las fauces del demonio seguían tajando el aire.

—Tu turno, ladrón de almas —dijo Macha.

—Sí, tu turno —dijo Nemain mientras desnudaba sus garras.

Macha acercó la cabeza del demonio a Charlie. Este retrocedió al tiempo que los dientes se abrían y cerraban a unos centímetros de su cara.

—Esperad un momento —dijo Babd.

Las otras dos se detuvieron y se volvieron hacia su hermana, que estaba de pie junto a lo que quedaba del cadáver del demonio.

—No nos dio tiempo a acabar.

Dio un paso adelante, pero de pronto algo parecido a una bola de oscuridad la golpeó y la hizo desaparecer. Charlie miró la cabeza del demonio, que seguía acercándose a él. Luego se oyó un fuerte chasquido y Macha se desplazó bruscamente hacia un lado, como si tuviera una cuerda elástica atada al tobillo y alguien hubiera tirado de ella.

Los chillidos empezaron de nuevo y Charlie vio a las Morrigan zarandeadas de un lado a otro en la penumbra, entre chapoteos, y sintió el caos. No lograba comprender lo que estaba ocurriendo. Sus ojos no se enfocaban.

Miró a Nemain, que se acercaba a él con las manos chorreando ponzoña. De pronto, una manita apareció en la periferia de su campo visual y la cabeza de la Morrigan estalló en lo que parecía un millar de estrellas.

Charlie miró hacia donde aquella manita había aparecido ante sus ojos.

—Hola, papi —dijo Sophie.

—Hola, nena —contestó él.

Ahora veía lo que estaba pasando: los cancerberos estaban destrozando a las Morrigan. Una de ellas se desgarró, saltó al aire y desplegó sus alas; después se abalanzó hacia Sophie, chillando.

Sophie levantó la mano como si dijera adiós y la Morrigan se evaporó en una nube negra y viscosa. Los cientos de almas que había engullido a lo largo de miles de años flotaron en el aire; sus luces rojas rodearon la gruta y la inmensa cámara pareció quedar suspendida en medio de una exhibición de fuegos artificiales.

—No debías estar aquí, cariño —dijo Charlie.

—Sí que debía —dijo Sophie—. Tenía que arreglar esto, hacerles volver. Soy la Luminatus.

—¿Tú…?

—Sí —contestó ella tranquilamente, con esa voz de Señora de la Muerte y las Tinieblas que resulta tan irritante en una niña de seis años.

Los cancerberos seguían ocupados con la Morrigan que quedaba. Mientras Charlie los miraba, la partieron en dos.

—No, cielo —dijo Charlie.

Sophie levantó la mano; Babd se evaporó como las otras y las almas cautivas se elevaron como las brasas de una hoguera.

—Vámonos a casa, papi —dijo Sophie.

—No —dijo Charlie, que apenas era capaz de sostener la cabeza en alto—. Tenemos que coger una cosa. —Se echó hacia delante y uno de los cancerberos se acercó para sujetarlo. Entre tanto, el ejército de las ardillas iba rodeando la proa del barco. Cada una de las criaturillas llevaba en las manos la vasija resplandeciente de un alma que había recuperado de la cabina del barco.

—¿Esto? —preguntó Sophie. Le quitó un cd a Bob y se lo dio a Charlie.

Él le dio la vuelta y lo abrazó contra su pecho.

—¿Sabes qué es esto, cariño?

—Sí. Vámonos a casa, papá.

Charlie se dejó caer sobre el lomo de Alvin. Sophie y el pueblo ardilla lo sostuvieron hasta que salieron del Inframundo.

Minty Fresh lo llevó en brazos al coche.

Un doctor vino y se fue. Cuando Charlie volvió en sí, estaba tumbado en su cama y Audrey le humedecía la frente con un paño mojado.

—Hola —dijo él.

—Hola —contestó Audrey.

—¿Te lo ha dicho Sophie?

—Sí.

—Crecen tan deprisa… —dijo Charlie.

—Sí. —Audrey sonrió.

—Conseguí esto. —Metió la mano detrás del protector de su pecho y sacó el CD de Sarah McLachlan, que latía con una luz rojiza.

Audrey asintió con la cabeza y cogió el disco.

—Vamos a ponerlo aquí, donde puedas verlo. —En cuanto sus dedos tocaron la funda de plástico, la luz se apagó y ella se estremeció—. ¡Dios mío! —dijo.

—Audrey. —Charlie intentó sentarse, pero el dolor lo obligó a tumbarse de nuevo—. ¡Ay! Audrey, ¿qué ha pasado? ¿Lo consiguieron? ¿Se llevaron su alma?

Ella se estaba mirando el pecho; luego miró a Charlie con lágrimas en los ojos.

—No, Charlie, soy yo —dijo.

—Pero ya lo habías tocado antes, esa noche, en la despensa. ¿Por qué no pasó entonces?

—Supongo que entonces no estaba preparada.

Charlie cogió su mano y la apretó; después, una oleada de dolor se apoderó de él y la apretó mucho más fuerte de lo que pretendía.

—Maldita sea —dijo. Había empezado a jadear y respiraba como si estuviera a punto de hiperventilar.

—Yo creía que todo era oscuro, Audrey. Que todo lo espiritual daba miedo. Tú me quitaste la venda de los ojos.

—Me alegro de ello —dijo Audrey.

—Eso me hace pensar que debería haberme acostado con una poeta para comprender cómo se puede destilar el mundo en palabras.

—Sí. Yo creo que tienes el alma de un poeta, Charlie.

—También debería haberme acostado con una pintora para sentir la onda de una pincelada, para absorber sus colores y texturas, y aprender a ver de verdad.

—Sí —dijo Audrey mientras le acariciaba el pelo con los dedos—. Tienes una imaginación maravillosa.

—Creo —añadió Charlie, y su voz se iba haciendo más aguda cuanto más le costaba respirar— que debería haberme acostado con una científica para entender los mecanismos del mundo y sentirlos hasta el tuétano.

—Sí, para sentir el mundo —dijo Audrey.

—Con las tetas bien grandes —añadió Charlie, y arqueó la espalda por el dolor.

—Claro, cariño —dijo Audrey.

—Te quiero, Audrey.

—Lo sé, Charlie. Yo a ti también.

Después, Charlie Asher, macho beta, marido de Rachel, hermano de Jane, padre de Sophie (la Luminatus, que ostentaba el dominio sobre la Muerte), amado de Audrey, Mercader de la Muerte y tratante de géneros usados de primera calidad, exhaló su último aliento y murió.

Audrey levantó la mirada y vio entrar a Sophie en la habitación.

—Se ha ido, Sophie.

Sophie puso la mano sobre la frente de Charlie.

—Adiós, papi —dijo.