26

Orfeo en la cloaca

Charlie aparcó la furgoneta atravesada en la calle y subió corriendo la escalera del centro budista mientras llamaba a voces a Audrey. La inmensa puerta delantera colgaba, torcida, de una bisagra, el cristal estaba roto, los cajones y armarios estaban abiertos y su contenido desparramado por el suelo, y todos los muebles se hallaban volcados o descuajados.

—¡Audrey!

Oyó una voz en la parte delantera de la casa y corrió de nuevo al porche.

—¿Audrey?

—Aquí abajo —respondió ella—. Seguimos debajo del porche.

Charlie bajó los escalones y corrió hacia un lado del porche. Veía movimiento bajo la celosía. Encontró una puertecita y la abrió. Dentro, Audrey estaba agazapada junto a media docena de personas y una multitud de miembros del pueblo ardilla. Charlie se metió por el agujero y la tomó en sus brazos. Había intentado seguir hablando con ella durante el trayecto hasta allí, pero a unas pocas manzanas de distancia se le había agotado la batería del móvil y, durante esos instantes aterradores, había intentado imaginar cómo sería perderla (su futuro, su esperanza) cuando sus ilusiones acababan de despertar nuevamente. Sentía tanto alivio que apenas podía respirar.

—¿Se han ido? —preguntó Audrey.

—Sí, creo que sí. Cuánto me alegro de que estéis todos bien.

Charlie les condujo fuera del agujero, al interior de la casa. El pueblo ardilla se movía rápidamente, pegado a las paredes, para que no ser visto desde la calle.

Charlie notó que alguien le tocaba el hombro y al volverse vio a Irena Posokovanovich, que le sonreía. Dio un brinco y chilló:

—¡No vuelva a electrocutarme! ¡Soy de los buenos!

—Lo sé, señor Asher. Me preguntaba si le gustaría que aparcara su furgoneta antes de que se la lleve la grúa.

—Ah, sí, eso estaría muy bien. —Le dio las llaves—. Gracias.

Dentro de la casa, Audrey dijo:

—Solo quiere ayudar.

—Pues da miedo —dijo Charlie, pero le pareció ver asomarse una mirada de reproche a los ojos de Audrey y añadió rápidamente—: En un sentido de lo más encantador, quiero decir.

Fueron derechos a la cocina y se quedaron allí, delante de la despensa abierta.

—Se las han llevado todas —dijo Audrey—. Por eso no nos han hecho daño. No les interesábamos.

Charlie estaba tan enfadado que le costaba pensar, pero, como no tenía una válvula de escape, se limitó a sacudirse y procuró controlar su voz.

—En mi tienda han hecho lo mismo. Pero fue otro ser.

—Tenía que haber trescientas almas ahí dentro —dijo Audrey.

—Se han llevado la de Rachel.

Audrey le rodeó la espalda con el brazo, pero él, por toda respuesta, se limitó salir de la cocina.

—Ya está, Audrey. Estoy acabado.

—¿Qué quieres decir con que estás acabado, Charlie? Me estás asustando.

—Pregúntale al pueblo ardilla por dónde puedo entrar en la red del alcantarillado. ¿Podrán decírtelo?

—Seguramente. Pero no puedes hacer eso.

Charlie se volvió hacia ella bruscamente y Audrey retrocedió con un respingo.

—Tengo que hacerlo. Tengo que descubrir qué pasa, Audrey. ¡Todo el mundo a mi furgoneta! Os quiero a todos en mi edificio. Allí estaréis a salvo.

Se habían reunido todos en el cuarto de estar de Charlie: Sophie, Audrey, Jane, Cassandra, Lily, Minty Fresh, los clientes no muertos del centro budista, los cancerberos y unos cincuenta ejemplares del pueblo ardilla. Lily, Jane y Cassandra se habían encaramado al sofá para apartarse de las ardillas, que correteaban por la barra del desayuno y sus alrededores.

—Bonitos trajes —dijo Lily—. Pero ¡qué asco!

—Gracias —dijo Audrey. Sophie, que estaba a su lado, de pie, la miraba de arriba abajo como si intentara calcular su peso.

—Soy judía —dijo—. ¿Tú eres judía?

—No, soy budista —contestó Audrey.

—¿Eso es como ser un shiksa?

—Sí, creo que sí —dijo Audrey—. Es un tipo de shiksa.

—Ah, bueno, entonces no pasa nada, creo. Mis perritos también son shiksas. Así es como los llama la señora Ling.

—Pues son muy impresionantes —dijo Audrey.

—Se quieren comer a tus amiguitos, pero no voy a dejarles, ¿vale?

—Gracias. Eso estaría muy bien.

—A no ser que seas mala con mi papá. Entonces están perdidos.

—Por supuesto —repuso Audrey—. Son circunstancias especiales.

—A mi papá le gustas mucho.

—Me alegro. A mí también me gusta mucho él.

—Yo creo que estás bastante bien.

—Lo mismo digo —contestó Audrey. Sonrió a aquella morenita tan chula, de arrebatadores ojos azules, y le costó un esfuerzo ímprobo no cogerla en brazos y darle un achuchón.

Charlie se levantó de un salto del sofá, donde estaba sentado junto a Jane, Cassandra y Lily y, al mirar a Minty Fresh, que estaba al otro lado del cuarto, comprendió que seguía sin ser más alto que el Mercader de la Muerte, lo cual resultaba un poco inquietante (Minty parecía concentrado en Lily, cosa que también resultaba un poco inquietante).

—Bueno, chicos, voy a tener que irme y puede que no vuelva. Jane, esa carta que te mandé contiene todos los papeles necesarios para que seas la tutora legal de Sophie.

—Yo me largo de aquí —dijo Lily.

—No —contestó Charlie, agarrándola del brazo—. Quiero que tú también te quedes. Voy a dejarte la tienda, pero con la condición de que un porcentaje de los beneficios vaya a parar a Jane para ayudarla a criar a Sophie y para que abra una cuenta de ahorro para cuando la niña vaya a la universidad. Sé que tienes tu carrera de chef, pero confío en ti y sé que se te da bien el negocio.

Pareció que Lily quería decir algo sarcástico, pero finalmente se encogió de hombros y contestó:

—Claro. Puedo llevar la tienda y además cocinar. Tú te dedicas a lo de Mercader de la Muerte y además crías una hija.

—Gracias. Jane, tú te quedas con el edificio, claro, pero cuando Sophie crezca, si quiere vivir en la ciudad, tienes que dejarle un apartamento.

Jane se levantó del sofá.

—Charlie, todo esto es una mierda, no voy a permitir que hagas nada que…

—Por favor, Jane, tengo que ir. Ya he dejado todo esto por escrito, solo quería que oyeras en persona cuál es mi voluntad.

—Está bien —dijo ella. Charlie abrazó a su hermana, a Cassandra y a Lily y luego se fue a su dormitorio y le hizo una seña a Minty Fresh para que lo siguiera—. Minty, voy a bajar al Inframundo en busca de las Morrigan… en busca del alma de Rachel, de todas las almas. Ha llegado la hora.

El larguirucho asintió con la cabeza gravemente.

—Voy contigo.

—No, nada de eso. Necesito que te quedes aquí y cuides de Audrey, de Sophie y de los demás. Fuera hay policías, pero creo que se quedarían tan estupefactos si aparecieran las Morrigan que no sabrían reaccionar. A ti eso no te pasará.

Minty sacudió la cabeza.

—¿Qué oportunidades tienes ahí abajo tú solo? Deja que vaya contigo. Lucharemos juntos.

—No, creo que no —contestó Charlie—. Estoy bendecido o algo así. La profecía dice «el Luminatus se levantará y batallará con las Fuerzas de la Oscuridad en la Ciudad de los Dos Puentes». No dice «el Luminatus y su fiel acólito, Minty Fresh».

—Yo no soy ningún acólito.

—Eso es lo que digo —dijo Charlie, que no decía eso en absoluto—. Me refiero a que tengo una especie de protección exterior, pero tú seguramente no. Y si no vuelvo, tendrás que seguir siendo un Mercader de la Muerte. Y tal vez inclinar el fiel de la balanza de nuestro lado.

Minty Fresh asintió con la cabeza y miró al suelo.

—Entonces, te llevas una de mis Águilas del Desierto para que te dé suerte, ¿vale? —Levantó la mirada y sonrió.

—Me llevaré una, sí —contestó Charlie.

Minty Fresh se quitó la sobaquera y ajustó las solapas para que le sirviera a Charlie; luego lo ayudó a ponerse el arnés.

—Aquí, debajo del brazo derecho, tienes dos cargadores más —dijo—. Espero que no tengas que disparar tantas veces ahí abajo o te quedarás sordo como una tapia.

—Gracias —dijo Charlie.

Minty lo ayudó a ponerse la chaqueta de espiguilla encima de la sobaquera.

—¿Sabes?, puede que vayas armado hasta los dientes, pero sigues pareciendo un profesor de inglés. ¿No tienes ropa más adecuada para luchar?

—James Bond siempre lleva un esmoquin —repuso Charlie.

—Sí, ya sé que la línea entre la realidad y la ficción parece un poco borrosa últimamente, pero…

—Es una broma —dijo Charlie—. En la tienda tengo algunas chaquetas y protecciones de motocross que me servirán, si es que las encuentro.

—Estupendo. —Minty le dio unas palmadas en los hombros, como si intentara ensanchárselos—. Si ves a esa zorra de las garras venenosas, préndele fuego por mí, ¿vale?

—Le meteré un balazo en to’l culo a la muy puta, tronco —dijo Charlie.

—No hables así.

—Perdona.

Lo más duro llegó unos minutos después.

—Cariño, papi tiene que irse a hacer una cosa.

—¿Vas a buscar a mamá?

Al oír la pregunta, Charlie, que estaba agachado delante de su hija, estuvo a punto de caerse de culo.

—¿Por qué dices eso, cielo?

—No sé. Estaba pensando en ella.

—Pues ya sabes que te quería muchísimo.

—Sí.

—Y también sabes que, pase lo que pase, yo también te quiero muchísimo.

—Sí, ya me lo dijiste ayer.

—Y lo decía en serio. Pero esta vez tengo que irme de verdad. Tengo que enfrentarme a unos tipos muy malos y puede que no gane.

Sophie sacó el labio inferior como una gran estantería húmeda.

No llores, no llores, no llores, no llores, canturreó Charlie para sus adentros. Si lloras, no sé qué voy a hacer.

—No llores, cariño. No va a pasar nada.

—Noooooooo —gimoteó Sophie—. Yo quiero ir contigo. Quiero ir contigo. No te vayas, papi. Quiero ir contigo.

Charlie la abrazó y miró con expresión implorante a su hermana, que estaba al otro lado de la habitación. Jane se acercó y le quitó a Sophie de los brazos.

—Noooooo. Yo quiero ir contigo.

—No puedes venir conmigo, cielo. —Y Charlie salió del apartamento antes de que volviera a partírsele el corazón.

Audrey estaba esperando en el pasillo con cincuenta y tres ardillas.

—Voy a llevarte a la entrada —dijo—. Y no protestes.

—No —dijo Charlie—. No voy a perderte ahora que acabo de encontrarte. Tú te quedas aquí.

—¡Serás capullo! ¿Qué te da derecho a comportarte así? Yo también acabo de encontrarte a ti.

—Sí, pero yo no soy gran cosa.

—Eres un cretino —dijo ella, y se abrazó a él y lo besó. Al cabo de un rato, Charlie miró a su alrededor. Las ardillas los estaban observando.

—¿Qué hacen aquí?

—Van a ir contigo.

—No. Es demasiado arriesgado.

—Entonces también lo es para ti. Ni siquiera sabes qué puede haber ahí abajo. Esa cosa que entró en tu tienda no era una de las Morrigan.

—No voy a acobardarme, Audrey. Puede que haya cien demonios distintos, pero El gran libro de la muerte tiene razón: solo pretenden apartarnos de nuestro camino. Creo que esas cosas existen por la misma razón que yo fui elegido para hacer esto, por el miedo. Me daba miedo vivir, así que me convertí en la Muerte. Su poder es nuestro miedo a la muerte. Yo no tengo miedo. Y no voy a llevarme al pueblo ardilla.

—Ellos conocen el camino. Y, además, miden medio metro, ¿para qué quieren vivir?

—¡Eh, oye! —exclamó un guardia de la Torre de Londres cuya cabeza era el cráneo de un lince.

—¿Ha dicho algo? —preguntó Charlie.

—Es una de mis laringes experimentales.

—Pues suena un poco chillona.

—¡Eh!

—Perdone, esto, señor guardia —dijo Charlie. Las criaturillas parecían resueltas—. Adelante, pues.

Charlie corrió por el pasillo para no tener que despedirse otra vez. A diez metros por detrás de él marchaba un pequeño ejército de seres de pesadilla, compuesto de partes de un centenar de animales distintos. Se dio la casualidad de que, cuando llegaban a la escalera, la señora Ling bajaba a ver qué era aquel jaleo, y el batallón entero se detuvo en los escalones y levantó la mirada hacia ella.

La señora Ling era, y siempre había sido, budista, y creía por tanto firmemente en el concepto del karma y en que las lecciones que no se aprendían volvían a presentarse constantemente hasta que uno escarmentaba, o su alma jamás evolucionaba hacia el siguiente nivel. Esa tarde, cuando las Fuerzas de la Luz estaban a punto de entrar en batalla con las Fuerzas de la Oscuridad por el dominio del mundo, la señora Ling, que miraba fijamente los ojos vacíos del pueblo ardilla, tuvo su propia epifanía y jamás volvió a comer carne de la clase que fuera. Su primer acto de expiación fue un ofrecimiento a quienes, según creía, había causado algún mal.

—¿Un aperitivo? —dijo.

Pero el pueblo ardilla siguió adelante.

El Emperador vio aparcar la furgoneta junto al arroyo y bajar de ella a un hombre vestido con traje amarillo de motorista. El hombre volvió asomarse al interior de la furgoneta, cogió lo que parecía una sobaquera con un martillo dentro y se la puso en el arnés. Si el contexto no hubiera sido tan rocambolesco, el Emperador habría jurado que era su amigo Charlie Asher, de la tienda de artículos de segunda mano de North Beach, pero ¿Charlie? ¿Allí? ¿Con una pistola? No podía ser.

Lazarus, que no dependía tanto de su vista, saludó con un ladrido.

El hombre se volvió hacia ellos y los saludó con la mano. Era Charlie, en efecto. Bajó por la ribera del arroyo, frente a ellos.

—Majestad —dijo.

—Pareces disgustado, Charlie. ¿Ocurre algo?

—No, no, estoy bien, es que para llegar hasta aquí he tenido que pedirle indicaciones a un castor mudo que llevaba un fez, y resulta un poco desconcertante.

—Ya me lo imagino —contestó el Emperador—. Bonito traje, con el cuero y la pistola. No es la espléndida indumentaria de sastrería a la que nos tienes acostumbrados.

—Pues no. Estoy cumpliendo una especie de Misión. Voy a entrar en esa cloaca, a abrirme paso en el Inframundo y a enfrentarme a las Fuerzas de la Oscuridad.

—Bien hecho. Bien hecho. Las Fuerzas de la Oscuridad parecen estar alzándose en la ciudad últimamente.

—¿Lo ha notado, entonces?

El Emperador agachó la cabeza.

—Sí, y me temo que hemos perdido a uno de los nuestros a manos de esos desalmados.

—¿A Holgazán?

—Se metió por una alcantarilla hace unos días y no ha vuelto a salir.

—Lo siento, señor.

—¿Lo buscarás, Charlie? Por favor. Sácalo de ahí.

—Majestad, no estoy seguro de si saldré, pero le prometo que, si lo encuentro, intentaré traerlo de vuelta. Ahora, si me disculpa, voy a abrir la furgoneta y no quiero que se alarme por lo que vea. Me gustaría meterme por las cañerías mientras todavía entre un poco de luz por las rejillas. Lo que vea salir de la furgoneta… Son de los nuestros.

—Adelante —dijo el Emperador.

Charlie abrió la puerta y las ardillas salieron de un salto y corretearon ribera abajo, hacia la cloaca. Charlie metió la mano en la furgoneta, sacó su bastón espada y su linterna y cerró la puerta con un golpe de trasero. Lazarus gimoteó y miró al Emperador como si alguien que supiera hablar debiera decir algo.

—Buena suerte, pues, mi valiente Charlie —dijo el Emperador—. Ve con todos nosotros en el corazón y tú en el nuestro.

—¿Le echará un vistazo a la furgoneta?

—Hasta que el Golden Gate se desplome y se deshaga en polvo, amigo mío —contestó el Emperador.

Y así fue como Charlie Asher, al servicio de la vida, la luz y todos los seres sensibles, condujo a un ejército de medio metro de altura compuesto de amasijos de trozos de animales y armado con todo tipo de cosas, desde agujas de hacer punto a tenedores, a las entrañas de las cloacas de San Francisco con la esperanza de rescatar el alma del amor de su vida.

Avanzaron durante horas. A veces, las tuberías se hacían tan estrechas que Charlie tenía que andar a gatas; otras, se abrían en grandes bifurcaciones parecidas a habitaciones de cemento. Charlie ayudaba al pueblo ardilla a subir a las cañerías más altas. Había encontrado un casco ligero de obrero, pertrechado con una lámpara de diodo que le vino muy bien en los conductos más estrechos, donde no podía apuntar con la linterna. Además, se golpeaba la cabeza unas diez veces por hora y, aunque el casco impedía que se hiciera daño, empezó a manifestársele un fuerte dolor de cabeza. Su traje de cuero (que no era en realidad de cuero, sino más bien de nailon grueso, con protectores de resina sintética en las rodillas, los hombros, los codos, las espinillas y los antebrazos) impedía que se diera golpes y se arañara al avanzar por las tuberías, pero estaba empapado y le raspaba las corvas de lo lindo. En una bifurcación abierta que tenía una rejilla en la parte superior, subió por la escalerilla de mano e intentó echar un vistazo al barrio por si se hacía una idea de dónde estaban, pero desde que emprendieran el camino había oscurecido y la rejilla estaba debajo de un coche aparcado.

Qué ironía, que por fin se armara de valor y se lanzara al ataque, solo para acabar perdido y estancado. Era un auténtico gatillazo humano.

—¿Dónde coño estamos? —dijo.

—Ni idea —contestó el lince, el que sabía hablar.

El pequeño guardia de la Torre de Londres resultaba desconcertante cuando decía algo, porque no tenía cara, solo cráneo, y no pronunciaba la pe. Además, en lugar de llevar una alabarda (que a Charlie le parecía lo más propio para que el traje resultara verosímil), iba armado con un tenedor-cuchara.

—¿Puedes preguntar a los demás si saben dónde estamos?

—De acuerdo. —Se volvió hacia la empapada fila de ardillas—. ¡Eh!, ¿sabe alguien dónde estamos?

Todos negaron con la cabeza, se miraron los unos a los otros y se encogieron de hombros. No.

—No —dijo el lince.

—Eso podría haberlo hecho yo —repuso Charlie.

—¿Y ’or qué no lo has hecho? Aquí el jefe eres tú. —Charlie se dio cuenta de que quería decir «por qué».

—¿Por qué no pronuncias la pe? —preguntó.

’Orque no tengo labios.

—Ya, claro, los labios. Perdona. ¿Qué vas a hacer con ese tenedor?

’Ues, cuando encontremos a los malos, se lo meteré ’or el culo.

—Excelente. Te nombro mi lugarteniente.

—¿’Or el tenedor?

—No, porque sabes hablar. ¿Cómo te llamas?

—Bob.

—No me digas.

—En serio. Me llamo Bob.

—Entonces supongo que te apellidas Cat23.

—No, Wilson.

—Solo quería asegurarme. Perdona.

—No ’’asa nada.

—¿Te acuerdas de lo que eras en tu vida anterior?

—Me acuerdo un ’oco. Creo que era contable.

—Entonces, ¿nada de experiencia militar?

—Si necesitas hacer recuento de cuer’os, yo soy tu hombre, digo, tu cosa.

—Genial. ¿Alguien de aquí recuerda si antes fue soldado, o un ninja o algo por el estilo? Los ninjas, los vikingos y esas cosas puntúan más. ¿No sería alguno como Atila el Huno, o como el capitán Horatio Hornblower[24] en una vida anterior?

Un hurón con un minivestido de lentejuelas y botas de gogó se adelantó con la pata levantada.

—¿Tú fuiste comandante de la Marina?

El hurón pareció susurrar al sombrero de Bob (porque Bob no tenía orejas).

—Dice que no, que te ha entendido mal. Creía que habías dicho so’latrom’as[25].

—¿Era prostituta?

Trom’etista —dijo Bob.

—Perdona —dijo Charlie—. Es por las botas.

El hurón hizo un ademán como si dijera «no te preocupes», se inclinó y volvió a susurrarle algo a Bob.

—¿Qué pasa? —preguntó Charlie.

—Nada —dijo Bob.

—Nada, no. Creía que no podían hablar.

—Bueno, contigo no —repuso Bob.

—¿Qué ha dicho?

—Ha dicho que estamos jodidos.

—Pues no es una actitud muy positiva —dijo Charlie, pero empezaba a creer que el hurón gogó tenía razón y se recostó semisentado en la tubería para descansar.

Bob se encaramó a una tubería más pequeña en cuyo borde se sentó con los pies colgando; sus zapatitos de charol goteaban, pero sus hebillas de bronce con cenefas florales todavía brillaban a la luz de la lámpara del casco de Charlie.

—Bonitos zapatos —dijo Charlie.

—Sí, bueno, a Audrey le chiflo.

Antes de que Charlie pudiera contestar, el perro había agarrado a Bob por detrás y lo sacudía como a una muñeca de trapo. Su poderoso tenedor-cuchara cayó de la tubería y se perdió en el agua de más abajo.