El ritmo de lo hallado y lo perdido
El Emperador estaba acampado entre unos matorrales, junto a una alcantarilla abierta que desaguaba en el arroyo Lobos, en Presidio, la punta de tierra del lado de San Francisco del Golden Gate donde se levantaban los fortines desde los tiempos de los españoles y que recientemente había sido convertida en un parque. Había deambulado durante días por la ciudad, voceando por los desagües, en pos del ladrido de su soldado perdido. Lazarus, su leal retriever, lo había conducido hasta uno de los pocos desaguaderos de la ciudad por los que el boston terrier podría salir sin verse arrastrado por el agua hacia el interior de la bahía. Acamparon bajo un poncho de camuflaje y esperaron. Por suerte no había llovido desde que Holgazán se metiera en la cloaca en persecución de la ardilla, pero desde hacía dos días burbujeaban sobre la urbe negros nubarrones que, aunque no acarrearan lluvia, hacían que el Emperador temiera por su ciudad.
—Ah, Lazarus —dijo mientras rascaba a su pupilo detrás de las orejas—, si tuviéramos siquiera la mitad de coraje que nuestro pequeño camarada, entraríamos en esa alcantarilla e iríamos en su busca. Pero ¿qué somos sin él, nuestro valor, nuestra bravura? Quizá seamos firmes y justos, amigo mío, pero sin valor para arriesgar la vida por nuestro hermano, no somos más que políticos: vociferantes putas de la retórica.
Lazarus gruñó suavemente y se acurrucó bajo el poncho. El sol acababa de ponerse, pero el Emperador veía algo moverse en la alcantarilla. Mientras se ponía en pie, una criatura salió agazapada de la tubería de metro ochenta de alto y prácticamente se desdobló en el lecho del arroyo: era una cosa enorme, tenía cabeza de toro, ojos verdes que refulgían y alas que se desplegaban como paraguas de cuero.
Mientras el Emperador y Lazarus miraban, aquella criatura dio tres pasos y saltó al cielo crepuscular, batiendo las alas como las velas de un navío fantasma. El Emperador se estremeció y pensó por un momento en trasladar su campamento a la ciudad propiamente dicha y pasar quizá la noche en la calle Market, entre el trasiego de la gente y la policía. Entonces oyó un levísimo ladrido salir del interior de la cloaca.
Audrey les estaba enseñando el centro budista, que, quitando la oficina de la parte delantera y un cuarto de estar convertido en sala de meditación, se parecía mucho a cualquier otra extensa y laberíntica casa victoriana. Era austera y oriental en su decoración, sí, y estaba impregnada quizá del olor del incienso, pero aun así era solo una vieja casona.
—En realidad no es más que una vieja casona —dijo Audrey mientras les conducía a la cocina.
Minty Fresh la hacía sentirse un poco incómoda. No dejaba de arrancarse trocitos de cinta adhesiva que se le habían quedado pegados a la manga de la chaqueta verde y de lanzarle miradas que parecían decir: «Será mejor que esto salga en la tintorería o me las pagarás». Su sola estatura resultaba intimidatoria, pero, además, le estaban saliendo en la frente grandes chichones de cuando se había golpeado contra el marco de la puerta, de modo que parecía vagamente un guerrero klingon, de no ser por el traje verde pastel, claro. Quizá el agente de un guerrero klingon.
—Entonces —dijo—, si las ardillas creían que yo era de los malos, ¿por qué la semana pasada me salvaron de la arpía del alcantarillado en el tren? La atacaron y me dieron tiempo para escapar.
Audrey se encogió de hombros.
—No lo sé. Se suponía que solo tenían que vigilarte y volver a informar. Quizá vieron que lo que iba detrás de ti era mucho peor que tú mismo. En el fondo son humanos, ¿sabes?
Se detuvo delante de la puerta de la despensa y se volvió hacia ellos. No había visto la debacle que había tenido lugar en la calle, pero Esther, que estaba mirando por la ventana, le había contado lo ocurrido; le había hablado de aquellas criaturas de forma femenina que perseguían a Charlie. Evidentemente, aquellos hombres extraños eran una suerte de aliados que practicaban lo que ella había asumido como una tarea sagrada: ayudar a las almas a pasar a su siguiente existencia. Pero su método… ¿Podía confiar en ellos?
—Así que, por lo que decís, ¿hay miles de personas que van por ahí sin alma?
—Millones, probablemente —contestó Charlie.
—Puede que eso explique lo de las últimas elecciones —dijo ella, intentando ganar tiempo.
—Tú misma has dicho que podías ver si la gente tenía alma —dijo Minty Fresh.
Tenía razón, pero, a pesar de ver a los desalmados, Audrey nunca había pensado en su número ni en lo que ocurría cuando el de los muertos no se igualaba con el de los nacidos. Sacudió la cabeza.
—Entonces, ¿la transferencia de las almas depende de una adquisición material? Es tan… no sé… tan sórdido…
—Créeme, Audrey —dijo Charlie—, a nosotros el mecanismo nos tiene tan perplejos como a ti, y eso que somos su instrumento.
Ella miró a Charlie, lo miró de verdad. Estaba siendo sincero con ella. Había ido allí dispuesto a hacer lo correcto. Audrey abrió la puerta de la despensa y la luz rojiza se derramó sobre ellos.
La despensa era casi tan grande como un dormitorio moderno. Cada una de sus estanterías, que se extendían del suelo al techo, y la mayor parte del suelo estaban cubiertos de refulgentes vasijas de almas.
—¡Ostras! —dijo Charlie.
—He reunido todas las que he podido… o lo ha hecho el pueblo ardilla.
Minty Fresh entró en la despensa agachando la cabeza y se paró delante de una estantería llena de discos y cd. Cogió unos cuantos y empezó a revisarlos; después se volvió hacia ella y levantó, desplegada en abanico, media docena de fundas de compactos.
—Estos son de mi tienda.
—Sí. Nos los llevamos todos —dijo Audrey.
—Allanaste mi tienda.
—Los ha preservado de los malos, Minty —dijo Charlie al entrar en la despensa—. Probablemente los ha salvado, y quizá a nosotros también.
—De eso nada, tío. Si no fuera por ella, nada de esto habría pasado.
—No es cierto, iba a ocurrir de todos modos. Lo vi en el otro Gran libro, en Arizona.
—Yo solo intentaba ayudar —dijo Audrey.
Charlie se había quedado mirando fijamente un cd que Minty tenía en la mano. Parecía haber caído en una especie de trance. Alargó la mano hacia los discos como si se moviera atravesando un líquido denso. Cogió uno, el que miraba fijamente, y le dio la vuelta para mirar el dorso. Se dejó caer pesadamente en el suelo de la despensa y Audrey le agarró la cabeza para que no se golpeara contra la estantería que tenía detrás.
—Charlie —dijo—, ¿estás bien?
Minty Fresh se agachó junto a él y miró el cd; intentó quitárselo, pero Charlie lo apartó. Minty miró a Audrey.
—Es su mujer —dijo.
Audrey vio el nombre «Rachel Asher» grabado en el dorso de la funda del cd y sintió que se le partía el corazón por el pobre Charlie. Lo rodeó con sus brazos.
—Lo siento mucho, Charlie. Lo siento mucho.
Unas lágrimas cayeron sobre la funda del disco y Charlie no levantó la mirada.
Minty Fresh se incorporó y se aclaró la garganta, con el semblante libre de rabia o de reproche. Parecía casi avergonzado.
—Audrey, llevo días conduciendo por la ciudad, me vendría bien un sitio donde echarme, si lo hay.
Ella asintió con la cabeza, con la cara apoyada contra la espalda de Charlie.
—Pregúntale a Esther, ella te llevará.
Minty Fresh agachó la cabeza y salió de la despensa.
Audrey siguió abrazando a Charlie y acunándolo largo rato y, aunque él se hallaba perdido en el mundo de aquel cd que contenía al amor de su vida y ella se hallaba fuera de aquel mundo, agachada en una despensa que refulgía con una luz rojiza llena de cósmicas baratijas, lloró con él.
Pasada una hora (o quizá fueran tres, porque así es el tiempo de la pena y el amor), Charlie se volvió hacia ella y dijo:
—¿Yo tengo alma?
—¿Qué? —preguntó ella.
—Has dicho que veías brillar el alma de la gente. ¿Tengo yo alma?
—Sí, Charlie, sí, tienes alma.
Él asintió con la cabeza y se volvió de nuevo, pero se apoyó contra ella.
—¿La quieres? —dijo.
—No, así estoy bien —contestó ella. Pero no lo estaba.
Le quitó el cd de la mano (en realidad, tuvo que arrancárselo de los dedos) y lo dejó con los demás.
—Dejemos descansar a Rachel. Vámonos a la otra habitación.
—De acuerdo —dijo Charlie. Y dejó que lo ayudara a levantarse.
Arriba, en un cuartito con cojines por el suelo e ilustraciones de Buda reclinado entre lotos, se sentaron y hablaron a la luz de las velas. Compartieron sus historias, hablaron de cómo habían llegado adonde estaban, a ser lo que eran y, una vez ventilado todo aquello, hablaron de lo que habían perdido.
—Lo he visto una y otra vez —dijo Charlie—. Más con los hombres que con las mujeres, pero con ambos, desde luego: muere el marido o la mujer, y es como si el superviviente quedara unido al otro con una cuerda, como un alpinista que hubiera caído en una grieta. Si el superviviente no se suelta (si no corta la amarra, supongo), el muerto lo arrastra a la tumba. Creo que eso me habría pasado a mí si no fuera por Sophie y hasta por haberme convertido en un Mercader de la Muerte. Había algo más grande que yo, más grande que mi dolor. Esa es la única razón por la que he llegado hasta aquí.
—La fe —dijo Audrey—. Sea cual sea. Tiene gracia, cuando Esther acudió a mí, estaba enfadada. Se moría y estaba furiosa: decía que había creído en Jesucristo toda su vida y que ahora se estaba muriendo y Él decía que iba a vivir para siempre.
—Así que tú le dijiste: «Qué putada estar en tu lugar, Esther».
Audrey le tiró un cojín. Le gustaba que Charlie fuera capaz de encontrar el absurdo en un territorio tan oscuro.
—No, le dije que Jesucristo decía que viviría para siempre, pero que no decía cómo. No había traicionado en absoluto su fe. Ella solo tenía que abrirse a una comprensión más amplia.
—Lo cual era una gilipollez total —dijo Charlie.
Otro cojín rebotó en su cabeza.
—No, no eran bobadas. Si alguien debe entender la importancia de que el libro no hable de todo con detalle, tendrías que ser tú… o nosotros.
—No puedes decir «gilipollez», ¿verdad?
Audrey notó que se sonrojaba y se alegró de que estuvieran a la luz difusa y anaranjada de las velas.
—Estoy hablando de la fe, ¿quieres darme un respiro?
—Perdona. Sé o creo saber lo que quieres decir. Me refiero a que sé que hay cierto orden en todo esto, pero no entiendo cómo puede reconciliar alguien, pongamos por caso, una educación católica con el Libro tibetano de los muertos, con El gran libro de la Muerte, con unos cuantos chamarileros que venden mercancías con alma humana y con unas despiadadas mujeres cuervo que habitan en las cloacas. Cuanto más sé, menos entiendo. Me limito a actuar.
—Bueno, el Bardo Thodrol habla de los cientos de monstruos que uno encuentra cuando su conciencia realiza el viaje hacia la muerte y el renacer, pero dice que hay que ignorarlos, pues son ilusiones, tus propios miedos que intentan impedir el avance de tu conciencia. No pueden hacerte daño, en realidad.
—Creo que esto no lo incluyeron en el libro, Audrey, porque yo las he visto, he luchado con ellas, les he arrebatado almas de las manos, las he visto acribilladas a balazos y atropelladas por un coche, y luego las he visto seguir adelante. No son ilusiones, eso desde luego, y te aseguro que pueden hacerte daño. El gran libro no entra en detalles, pero habla de que las Fuerzas de la Oscuridad intentarán apoderarse de nuestro mundo y de cómo el Luminatus se levantará y luchará contra ellas.
—¿El Luminatus? —preguntó Audrey—. ¿Tiene algo que ver con la luz?
—Es la Gran Muerte —contestó Charlie—. La Muerte con eme mayúscula Como el Kahuna, el masca, el gran jefazo de la Muerte. Es como si el Luminatus fuera Santa Claus y Minty y los demás Mercaderes de la Muerte sus ayudantes.
—¿Santa Claus es la Gran Muerte? —preguntó Audrey con los ojos como platos.
—No, era solo un ejemplo. —Charlie vio que ella intentaba no reírse—. Oye, que esta noche me han dado una paliza, me han electrocutado, atado y traumatizado.
—Entonces ¿mi estrategia de seducción está funcionando? —Audrey sonrió.
Charlie se azoró.
—Yo no… no estaba… ¿Estaba mirándote los pechos? Porque, si es así, ha sido un accidente, porque, ya sabes, estaban ahí y…
—Chss. —Ella alargó el brazo y le puso un dedo sobre los labios para hacerlo callar—. Charlie, ahora mismo me siento muy unida a ti, muy conectada contigo, y quiero que esa conexión siga existiendo, pero estoy agotada y no creo que pueda seguir hablando. Creo que me gustaría que te vinieras a la cama conmigo.
—¿En serio? ¿Estás segura?
—¿Que si estoy segura? Hace catorce años que no practico el sexo… y, si me hubieras preguntado ayer, te habría dicho que prefería enfrentarme a uno de esos cuervos monstruosos antes que acostarme con un hombre, pero ahora estoy aquí, contigo, y estoy tan segura como pueda estarlo. —Sonrió y luego apartó la mirada—. Quiero decir si tú lo estás.
Charlie la cogió de la mano.
—Sí —dijo—. Pero iba a decirte algo importante.
—¿No puede esperar hasta mañana?
—Claro.
Pasaron la noche el uno en brazos del otro y los miedos y las inseguridades que sentían, fueran cuales fuesen, resultaron ilusorias. La soledad se evaporó en ellos como el vaho del hielo seco y por la mañana no era más que una nube en el techo de la habitación que la luz hizo desaparecer.
Durante la noche alguien había levantado la mesa del comedor y ordenado el destrozo que Minty Fresh había causado al irrumpir por la puerta de la cocina. Minty estaba sentado a la mesa cuando Charlie bajó.
—La grúa se ha llevado mi coche —dijo—. Hay café.
—Gracias. —Charlie cruzó el comedor, camino de la cocina. Se sirvió una taza de café y se sentó con él—. ¿Qué tal tu cabeza?
El hombretón se tocó el hematoma purpúreo de la cabeza.
—Mejor. ¿Qué tal tú?
—Esta noche me he tirado accidentalmente a una monja budista.
—A veces, en momentos de crisis, esas cosas no pueden evitarse. ¿Qué tal te va, aparte de eso?
—Me siento de maravilla.
—Ya. Imagínate, y los demás hechos polvo y angustiados por el fin del mundo.
—No es el fin del mundo, solo la oscuridad cubriéndolo todo —dijo Charlie alegremente—. Si oscurece… enciende una luz.
—Vale, Charlie. Ahora perdóname, tengo que ir a sacar mi coche del depósito de la grúa antes de que empieces con el rollo de «si la vida te da limones, haz limonada» y tenga que dejarte inconsciente de un golpe.
(Es cierto, no hay nada más odioso que un macho beta enamorado. Tan condicionado está por la convicción de que nunca encontrará el amor, que, cuando lo encuentra, se siente como si el mundo entero se hubiera plegado a sus deseos y, engañado de este modo, puede que actúe en consecuencia. Es un momento de gran alegría y peligro para él).
—Espera, podemos compartir un taxi. Tengo que ir a casa a por mi agenda.
—Yo también. Me dejé la mía en el asiento delantero del coche. ¿Te acuerdas de esos dos clientes que perdí? Pues están aquí. Vivos.
—Me lo ha dicho Audrey —dijo Charlie—. Hay seis en total. Les hizo eso del p’howa de los no muertos. Está claro que eso es lo que ha causado esta tormenta de mierda cósmica, pero ¿qué se le va a hacer? No podemos matarlos.
—No, creo que es lo que tú dijiste: la batalla va a tener lugar aquí, en San Francisco, y está a punto de empezar. Y dado que eres el Luminatus, supongo que toda la responsabilidad descansa sobre tus hombros. Así que yo diría que estamos sentenciados.
—Puede que no. Quiero decir que, cada vez que han estado a punto de cogerme, alguien o algo ha intervenido para que consiguiéramos la victoria. Creo que el destino está de nuestro lado. Me siento muy optimista.
—Eso es solo porque le has echado un polvo a la monja —repuso Minty.
—No soy una monja —dijo Audrey al entrar en la habitación con un fajo de papeles en la mano.
—Mierda —dijeron los Mercaderes de la Muerte al unísono.
—No, no importa —dijo ella—. Me ha echado un polvo o, creo que dicho con más propiedad, hemos echado un polvo, pero ya no soy monja. Y no por el polvo, ¿sabéis? Ya lo había decidido antes. —Arrojó los papeles sobre la mesa y se sentó en el regazo de Charlie—. Hola, guapo, ¿cómo estás esta mañana? —Le dio un beso capaz de romperle el espinazo y lo estrechó entre sus brazos como una estrella de mar que intentara abrir una ostra, hasta que Minty Fresh se aclaró la garganta y ella se volvió hacia él—. Buenos días a usted también, señor Fresh.
—Sí, gracias. —Minty se inclinó a un lado para poder ver a Charlie—. No sé si estaban aquí por ti o por los clientes que no se han muerto, pero van a volver, lo sabes, ¿no?
—¿Las Morrigan? —preguntó Audrey.
—¿Eh? —dijeron los Mercaderes de la Muerte a dúo.
—Sois un encanto —ronroneó Audrey—. Se les llama las Morrigan. Las mujeres cuervo, la personificación de la muerte en forma de hermosas guerreras capaces de transformarse en pájaros. Son tres, pero todas forman parte de una misma reina colectiva del Inframundo conocida como Morrigan.
Charlie se echó hacia atrás para mirarla a los ojos.
—¿Cómo lo sabes?
—Acabo de mirarlo en Internet. —Audrey se bajó de su regazo, recogió los papeles de la mesa y empezó a leer—: «La Morrigan se compone de tres entidades distintas: la primera es Macha, que ronda el campo de batalla y en la contienda se lleva las cabezas de los guerreros como tributo, y de la que se dice que es capaz de sanar a un guerrero de una herida mortal si sus hombres le han ofrecido suficientes cabezas. Los guerreros celtas llamaban a las cabezas cercenadas “las bellotas de Macha”. Se la considera la diosa madre de las tres. Babd es la rabia, la pasión por la batalla y la matanza. Se dice que recoge el semen de los guerreros caídos y que utiliza su poder para inspirarles una especie de frenesí sexual en la lucha, una auténtica lujuria de sangre. De Nemain, que es el desenfreno, se cuenta que conducía a los soldados a la batalla con un aullido tan feroz que hacía que sus oponentes murieran de pavor. Sus uñas eran venenosas y la simple picadura de una de ellas era capaz de matar a un guerrero, pero prefería arrojar su ponzoña a los ojos de los soldados enemigos para cegarlos».
—Esas son —dijo Minty Fresh—. En el metro vi salir veneno de las garras de una.
—Sí —dijo Charlie—, y yo creo recordar a Babd, la de la lujuria de sangre. Son ellas. Tendré que hablar con Lily. La mandé a Berkeley a averiguar algo sobre ellas y volvió sin nada. Puede que ni siquiera mirara.
—Sí, y de paso pregúntale si está saliendo con alguien —dijo Minty Fresh. Y añadió dirigiéndose a Audrey—: ¿Dice ahí cómo se las puede matar? ¿Cuáles son sus debilidades?
Audrey negó con la cabeza.
—Solo dice que los guerreros llevaban perros al campo de batalla para protegerse de ellas.
—Perros —repitió Charlie—. Eso explica por qué los cancerberos vinieron a proteger a mi hija. Te lo estoy diciendo, Fresh: no va a pasarnos nada. El destino está de nuestro lado.
—Sí, ya me lo has dicho. Ahora llama a un taxi.
—Me pregunto por qué, de todos los dioses y demonios que hay en el Inframundo, han venido los celtas.
—Puede que estén todos aquí —dijo Minty—. Una vez, un indio loco me dijo que yo era hijo de Anubis, el dios egipcio de los muertos con cabeza de chacal.
—¡Eso es genial! —exclamó Charlie—. Un chacal. Un chacal es un tipo de perro. ¿Lo ves?, tienes habilidades innatas para luchar contra las Morrigan.
Minty miró a Audrey.
—Si tú no haces algo para desengañarlo y que se relaje un poco, voy a tener que pegarle un tiro.
—Por cierto —dijo Charlie—, ¿me prestas otra vez uno de tus pistolones?
Minty se desdobló para ponerse en pie.
—Me voy fuera a llamar a un taxi y a esperar, Charlie. Si te vienes, será mejor que vayas despidiéndote ya, porque pienso irme en cuanto llegue el taxi.
—Estupendo —dijo Charlie mientras miraba a Audrey con adoración—. Pero creo que de todos modos estamos a salvo a la luz del día.
—Follamonjas —gruñó Minty al pasar por la puerta con la cabeza gacha.
La tía Cassie abrió a Charlie la puerta de su pequeño hogar en la Marina y Sophie deshizo el montículo que habían formado los perros demoníacos al abalanzarse sobre él para saludarlo.
—¡Papi!
Charlie la cogió en brazos y la achuchó hasta que la pequeña empezó a cambiar de color; luego, cuando Jane salió de la cocina, la agarró con el otro brazo y también la achuchó a ella.
—¡Ay, suelta! —dijo su hermana, apartándolo—. Hueles como a incienso.
—Oh, Jane, no puedo creerlo, es tan maravillosa…
—Se ha acostado con alguien —dijo Cassandra.
—¿Te has acostado con alguien? —preguntó Jane, y besó a su hermano en la mejilla—. Me alegro mucho por ti. Ahora, suéltame.
—Papá se ha acostado con alguien —les dijo Sophie a los cancerberos, que parecieron muy contentos al oír la noticia.
—No, no nos hemos acostado —dijo Charlie, y se oyó un suspiro colectivo de desilusión—. Bueno, sí que nos hemos acostado. —Se oyó un suspiro colectivo de alivio—. Pero eso no es lo importante. Lo importante es que es maravillosa. Es preciosa y simpática y dulce y…
—Charlie —lo interrumpió Jane—, nos llamaste para decirnos que había un gran peligro y que teníamos que ir a recoger a Sophie para protegerla, ¿y lo que pasaba era que habías quedado con alguien?
—No, no, había… hay un gran peligro, al menos en la sombra, y necesitaba que os quedarais con Sophie, pero he conocido a alguien.
—¡Papá se ha acostado con alguien! —exclamó Sophie otra vez.
—Cariño, eso no se dice, ¿de acuerdo? —dijo Charlie—. La tía Jane y la tía Cassie tampoco deberían decirlo. No está bien.
—¿Como «gatito» y «por el culo no»?
—Exacto, cielo.
—Vale, papi. Entonces, ¿no estuvo bien?
—Papá tiene que ir a casa a por su agenda, tesoro, hablaremos de eso luego. Dame un beso. —Sophie le dio un gran abrazo y un beso, y Charlie pensó que iba a echarse a llorar. La niña había sido durante mucho tiempo su único futuro, su única alegría, y ahora tenía aquella otra alegría y quería compartirla con ella—. Volveré enseguida, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Déjame bajar.
Charlie la dejó deslizarse hasta el suelo y ella salió corriendo hacia otra parte de la casa.
—Entonces, ¿no estuvo bien? —preguntó Jane.
—Lo siento, Jane. Todo esto es una locura. Odio haberos implicado. No quería asustaros.
Jane le dio un puñetazo en el brazo.
—Entonces, ¿estuvo bien?
—Estuvo muy, muy bien —contestó Charlie con una sonrisa—. Es muy simpática. Tanto que echo de menos a mamá.
—Me he perdido —dijo Cassandra.
—Me gustaría que mi madre viera que me va bien. Que he conocido a una chica que me conviene. Que va a ser muy buena con Sophie.
—Eh, tigre, no vayas tan deprisa —dijo Jane—. Acabas de conocerla, deberías echar un poco el freno. Y recuerda que te lo dice una cuya segunda cita consiste típicamente en invitar a vivir a una mujer en su casa.
—Zorra —murmuró Cassie.
—Lo digo en serio, Jane. Es asombrosa.
Cassie miró a Jane.
—Tenías razón, le hacía mucha falta echar un polvo.
—¡Que no es eso!
Su teléfono móvil sonó.
—Perdonadme, chicas. —Lo abrió.
—Asher, ¿qué coño has hecho? —Era Lily. Estaba llorando—. ¿Qué coño has desatado?
—¿Qué pasa, Lily? ¿Qué pasa?
—Acaba de estar aquí. El escaparate de la tienda ha desaparecido. ¡Ha desaparecido! Entró, destrozó la tienda y se llevó todas las cosas de las almas. Las metió en un saco y salió volando. Joder, Asher. ¡Joder! Esa cosa era enorme y horrorosa, joder.
—Sí, Lily, ¿estás bien? ¿Ray está bien?
—Sí, estoy bien. Ray no ha venido. Corrí a la trastienda cuando eso entró por el escaparate. Pero solo le interesaba esa estantería. ¡Asher, era grande como un toro y volaba, joder!
Parecía al borde de la histeria.
—Aguanta, Lily. Quédate ahí, que ahora mismo voy a por ti. Métete en la trastienda y no abras la puerta hasta que me oigas, ¿de acuerdo?
—¿Qué cono era esa cosa, Asher?
—No lo sé, Lily.
La Muerte con cabeza de toro voló hasta el interior del desaguadero y cayó a cuatro patas para moverse por la cañería arrastrando tras ella el saco de almas. No por mucho más tiempo: no se arrastraría por mucho más tiempo. Había llegado la hora, Orcus podía sentirlo. Sentía cómo iban congregándose en la ciudad, la ciudad que él había convertido en su territorio hacía muchos años. Su ciudad. Aun así, acudirían e intentarían apoderarse de lo que era suyo por derecho. Todos los antiguos dioses de la muerte: Yama, Anubis y Mors; Tánatos, Caronte y Mahakala; Azrael, Emma-O y Ahkoh; Balor, Erebos y Nyx: docenas de ellos, dioses nacidos de la energía del mayor miedo del Hombre, el miedo a la muerte. Y todos ellos acudían con el propósito de erigirse en caudillos de la oscuridad y los muertos, en el Luminatus. Pero él había llegado primero y, con las Morrigan, se convertiría en el único. Sin embargo, tenía que organizar sus tropas, curar a las Morrigan y aplastar a los ladrones de almas de la ciudad, a aquellos desdichados.
El saco de almas conseguiría en gran medida sanar a sus novias. Se adentró en la gruta donde se hallaba amarrado el gran barco y saltó al aire. El retumbo de sus grandes alas de cuero resonó en las paredes de la gruta como un tambor de guerra y espantó a los murciélagos, que comenzaron a girar alrededor de los mástiles en grandes nubes.
Las Morrigan, rotas y desgarradas, lo esperaban en la cubierta.
—¿Qué te dije? —dijo Babd—. ¿A que Arriba no se está tan bien, eh? Yo, por lo menos, podría pasar perfectamente sin coches.
Jane conducía mientras Charlie llamaba por el móvil, primero a Rivera, luego a Minty Fresh. En media hora estaban todos en su tienda, o en el desbarajuste que había sido su tienda. Unos agentes de uniforme habían acotado la acera con cinta policial hasta que alguien pudiera barrer los cristales.
—A los turistas va a encantarles esto —dijo Nick Cavuto mientras mordisqueaba un puro apagado—. Justo en la línea del teleférico. Perfecto.
Sentado en la trastienda, Rivera interrogaba a Lily mientras Charlie, Jane y Cassandra intentaban organizar aquel desaguisado y volver a poner las cosas en sus estanterías. Minty Fresh, demasiado cool para la destrucción que se extendía ante él, se había quedado junto a la puerta de entrada, con las gafas de sol puestas. Sophie se contentaba con quedarse sentada en un rincón y dar de comer zapatos a Alvin y Mohamed.
—Así que —le dijo Cavuto a Charlie— una especie de monstruo volador entra por el escaparate y a usted le parece que este es buen sitio para traer a su niña.
Charlie se volvió hacia el policía grandullón y se apoyó en el mostrador.
—Dígame, detective, en su opinión como profesional, ¿qué procedimiento debería usar para enfrentarme al atraco de un monstruo volador? ¿Cuál coño es el protocolo de la policía de San Francisco contra monstruos voladores gigantes, detective?
Cavuto se quedó mirándolo como si le hubiera arrojado agua a la cara. No parecía enfadado, sino perplejo. Por fin sonrió alrededor de su puro y contestó:
—Señor Asher, voy a salir fuera a fumar, y de paso llamaré a comisaría y le pediré a la operadora que mire cuál es el protocolo. Me ha dejado usted de piedra. ¿Le importaría decirle a mi compañero dónde he ido?
—De acuerdo —contestó Charlie. Entró en la oficina donde estaban Lily y Rivera y dijo—: Rivera, ¿puedo tener protección policial aquí, en mi apartamento? ¿Agentes armados?
Rivera asintió con la cabeza y dio unas palmaditas a Lily en la mano mientras apartaba la mirada.
—Puedo ofrecerle dos agentes, Charlie, pero solo durante veinticuatro horas. ¿Seguro que no quiere marcharse de la ciudad?
—Arriba tenemos las rejas de seguridad y las puertas blindadas, tenemos los cancerberos y las pistolas de Minty Fresh, y, además, ya han estado aquí. Tengo la sensación de que ya tienen lo que buscaban, pero los policías harán que me sienta mejor.
Lily lo miró. Se le había escurrido por completo el rímel y tenía el carmín corrido por media cara.
—Lo siento, pensaba que me portaría mejor. Daba tanto miedo… No era misterioso ni guay, era horrible. Esos ojos y esos dientes… Me meé encima, Asher. Lo siento.
—No te preocupes, niña. Lo has hecho muy bien. Me alegro de que tuvieras la sensatez de quitarte de su camino.
—Asher, si tú eres el Luminatus, esa cosa debe de ser tu rival.
—¿Cómo? ¿Qué es eso del Luminatus? —preguntó Rivera.
—Rarezas suyas, inspector. No se preocupe por eso —dijo Charlie. Miró hacia la puerta y vio a Minty Fresh en la entrada. Minty lo miró y se encogió de hombros como diciendo: «¿Y bien?». Así que Charlie preguntó—: Oye, Lily, ¿estás saliendo con alguien?
Ella se limpió la nariz con la manga de su chaqueta de chef.
—Mira, Asher, yo… eh… voy a tener que retirar esa oferta que te hice. Quiero decir que, después de lo de Ray, no estoy segura de que quiera volver a hacerlo. Jamás.
—No lo preguntaba por mí, Lily. —Charlie señaló con la cabeza hacia el inmenso Fresh.
—Ah —dijo ella al seguir su mirada, mientras se limpiaba los ojos con las mangas—. ¡Ah. Joder! Cúbreme, tengo que recomponerme. —Entró corriendo en el lavabo de los empleados y cerró la puerta.
Rivera miró a Charlie.
—¿Qué coño está pasando aquí?
Charlie estaba intentando inventar alguna excusa cuando sonó su teléfono móvil. Levantó un dedo para pedir una pausa.
—Charlie Asher —dijo.
—Charlie, soy Audrey —susurró una voz—. Están aquí, ahora mismo. Las Morrigan están aquí.