24

Audrey y el pueblo ardilla

Charlie oyó deslizarse algo bajo el porche cuando se acercó a la puerta del centro budista, pero el peso de la enorme pistola que se había metido bajo el cinturón, a la espalda, lo tranquilizaba, aunque también le bajara un poco los pantalones. La puerta tenía casi cuatro metros de altura, era roja, con un cristal de junquillo a todo lo largo y un surtido de ruedas tibetanas de oración, semejantes a bobinas, a ambos lados. Charlie sabía lo que eran aquellas ruedas porque una vez un ladrón había intentado venderle unas recién robadas de un templo.

Sabía también que debía echar la puerta abajo a puntapiés, pero era una puerta muy grande y, aunque había visto muchas series y películas policíacas en las que se echaba la puerta abajo, no tenía experiencia en aquellas lides. Otra alternativa consistía en sacar la pistola y volar la cerradura, pero sabía tan poco de volar cerraduras como de derribar puertas a patadas, así que optó por llamar al timbre.

Los ruidos de merodeo aumentaron y oyó dentro unos pasos más pesados. La puerta se abrió y aquella morena tan guapa a la que conocía por el nombre de Elizabeth Sarkoff, la sobrina de Esther Johnson, apareció en el umbral.

—Vaya, señor Asher, qué sorpresa tan agradable.

No por mucho tiempo, hermana, dijo el tipo duro que Charlie llevaba dentro.

—Señora Sarkoff, me alegro de verla. ¿Qué está haciendo aquí?

—Soy la recepcionista. Pase, pase.

Charlie entró en el vestíbulo, que daba a una escalera y tenía a ambos lados puertas correderas. Vio que el vestíbulo conducía a un comedor con una mesa alargada y que más allá había una cocina. La casa, que había sido reformada con gusto, no parecía en realidad un edificio público.

El tipo duro que llevaba dentro dijo, A mi no intentes darme gato por liebre, zorra. Nunca he pegado a una mujer, pero estoy dispuesto a intentarlo si no contestas enseguida, ¿estamos?

Charlie dijo:

—No tenía ni idea de que fuera usted budista. Es fascinante. ¿Cómo está su tía Esther, por cierto? —La había pillado, y ni siquiera había tenido que volverle la cara del revés de un bofetón.

—Sigue muerta, pero gracias por preguntar. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Asher?

La puerta corredera de la izquierda se abrió el ancho de una pulgada y una voz de hombre dijo:

—Maestra, la necesitamos.

—Enseguida voy —dijo la presunta señora Sarkoff.

—¿Maestra? —Charlie levantó una ceja.

—En la tradición budista, a las recepcionistas se las tiene en muy alta consideración. —Puso una sonrisa amplia y bobalicona, como si ni siquiera ella se lo creyera. Charlie estaba totalmente cautivado por el buen humor y el franco abandono que veía en sus ojos. Sin saber por qué, confiaba en aquellos ojos.

—Santo cielo, qué mal miente usted —dijo.

—Veo que ha descubierto mi embuste, ¿eh? —Gran sonrisa.

—Entonces, ¿usted es…? —Charlie le tendió la mano.

—Soy la venerable Amitabha Audrey Rinpoche. —Hizo una reverencia—. O Audrey a secas, si tiene prisa. —Cogió dos dedos de Charlie y se los estrechó.

—Charlie Asher —dijo él—. Así que no es en realidad la sobrina de la señora Johnson.

—Y usted no es en realidad un vendedor de ropa usada.

—Pues, la verdad…

Eso fue lo único que le dio tiempo a decir. Delante de ellos se oyó de pronto un estrépito de madera y cristales rotos. Luego, Charlie vio que la mesa de la otra habitación caía al suelo y oyó gritar a Minty Fresh:

—¡Quietos! —Al tiempo que saltaba por encima de la mesa caída y se dirigía hacia ellos, pistola en mano, ajeno, evidentemente, al hecho de que medía dos metros trece y de que la puerta, construida en 1908, medía solo dos.

—¡Para! —gritó Charlie con medio segundo de tardanza, pues Minty Fresh había incrustado ya un palmo de frente en la moldura bellamente acabada del dintel de la puerta con un golpe seco que sacudió toda la casa.

Sus pies siguieron adelante, su cuerpo se tambaleó, y se hallaba en paralelo al suelo, a cosa de metro ochenta de altura, cuando la fuerza de la gravedad decidió manifestarse.

El Águila del Desierto cromada cruzó el vestíbulo con estruendo y golpeó contra la puerta de la calle. Minty Fresh aterrizó de plano e inconsciente en el suelo, entre Charlie y Audrey.

—Y este es mi amigo Minty Fresh —dijo Charlie—. No está muy ducho en estas cosas.

—Chico, esto no se ve todos los días —dijo Audrey mientras miraba al gigante dormido.

—Sí —repuso Charlie—. No sé dónde habrá encontrado seda salvaje de color verde musgo.

—¿No es lino? —preguntó ella.

—No, es seda.

Hum, está tan arrugada que me había parecido lino, o una mezcla.

—Bueno, creo que con tanta actividad…

—Sí, claro. —Audrey asintió con la cabeza y miró a Charlie—. Entonces…

—Señor Asher… —dijo una voz de mujer a la derecha de Charlie. Las puertas de su derecha se abrieron y apareció una señora mayor: Irena Posokovanovich. La última vez que la había visto, Charlie estaba sentado en el asiento trasero del coche patrulla de Rivera, con las manos esposadas.

—Señora Posokov… señora Posokovano… ¡Irena! ¿Cómo se encuentra?

—Eso no le preocupaba mucho ayer.

—No, es verdad. Tiene usted razón. Lo siento mucho. —Charlie sonrió, creyendo que aquella era su sonrisa más encantadora—. Espero que no lleve encima ese spray de pimienta.

—No —contestó Irena.

Charlie miró a Audrey.

—Tuvimos un pequeño malentendido.

—Tengo esto —dijo Irena, y se sacó de la espalda una pistola paralizante que apretó contra el pecho de Charlie. Una descarga de ciento veinticinco voltios atravesó el cuerpo de este. Mientras se retorcía de dolor en el suelo, vio animales, o criaturas que parecían animales, vestidas con trajes de gala de época, acercarse a él.

—Atadlos a los dos, chicos —dijo Audrey—. Voy a hacer té.

—¿Té? —dijo Audrey.

Así pues, por segunda vez en su vida, Charlie Asher se encontró atado a una silla mientras alguien le ofrecía una bebida caliente. Audrey se inclinaba ante él con una taza de té en las manos y, a pesar de lo embarazoso de la situación, y del peligro que conllevaba, Charlie se descubrió mirándole la pechera de la camisa.

—¿Qué clase de té? —preguntó para ganar tiempo, pues había visto el racimo de diminutas rosas de seda alegremente prendido en el cierre frontal de su sujetador.

—Me gusta el té como los hombres —dijo Audrey con una sonrisa—. Flojo y verde.

Charlie miró sus ojos risueños.

—Tienes libre la mano derecha —dijo ella—. Pero tuvimos que quitarte la pistola y el bastón, porque esas cosas no nos gustan.

—Eres la secuestradora más amable que he tenido —contestó Charlie mientras cogía la taza.

—¿Qué insinúas? —preguntó Minty Fresh.

Charlie miró a su derecha, donde Minty Fresh, atado a una silla, daba la impresión de haber sido apresado como rehén en una merienda infantil: las rodillas le llegaban casi a la barbilla y una de sus muñecas estaba sujeta con cinta aislante a ras del suelo. Alguien le había puesto en la cabeza una gran bolsa de hielo que parecía vagamente una boina escocesa.

—Nada —dijo Charlie—. Tú también eres un secuestrador estupendo, no te lo tomes a mal.

—¿Té, señor Fresh? —dijo Audrey.

—¿Tiene café?

—Enseguida vuelvo —contestó Audrey, y salió de la habitación.

Les habían trasladado a una de las habitaciones que daban al vestíbulo, aunque Charlie no sabía a cuál. En su día, aquella habitación tenía que haber sido un salón de recibir, pero ahora era una mezcla de oficina y sala de recepción: mesas de metal, un ordenador, algunos archivadores y un surtido de sillas de oficina de roble antiguas para trabajar y esperar.

—Creo que le gusto —dijo Charlie.

—Ha hecho que te aten a una silla —contestó Minty Fresh mientras con la mano libre tiraba de la cinta aislante que le sujetaba los tobillos. La bolsa de hielo le resbaló por la cabeza y cayó al suelo con estrépito.

—Cuando la conocí no me fijé en lo atractiva que era.

—¿Te importaría ayudarme a desatarme, por favor? —dijo Minty.

—No puedo —contestó Charlie—. El té. —Levantó su taza.

Se oyó un tintineo junto a la puerta. Levantaron la vista al tiempo que cuatro pequeñas criaturas bípedas, ataviadas con seda y satén, entraban en la habitación. Una, que tenía la cara de una iguana, las manos de un tejón e iba vestida de mosquetero, con sombrero de grandes plumas y todo, sacó una espada y pinchó a Minty Fresh en la mano con la que estaba tirando de la cinta aislante.

—Ay, joder. ¡Menudo engendro!

—Me parece que no quiere que te desates —dijo Charlie.

La iguana saludó a Charlie con una fioritura de la espada y con la otra mano se señaló la punta del morro como si dijera: «Diste en el clavo, colega».

—Bueno —dijo Audrey, que acababa de entrar llevando una bandeja con el café de Minty—, veo que ya conocéis al pueblo ardilla.

—¿El pueblo ardilla? —preguntó Charlie.

Una damisela con cara de pato y manos de reptil que lucía un vestido de noche de raso morado le hizo una reverencia; Charlie la saludó inclinando la cabeza.

—Así es como los llamamos —dijo Audrey—, porque los primeros que hice tenían cara y manos de ardilla. Luego se me acabaron las partes de ardilla y se volvieron más barrocos.

—¿No son criaturas del Inframundo? —preguntó Charlie—. ¿Las has hecho tú?

—Más o menos —contestó Audrey—. ¿Leche y azúcar, señor Fresh?

—Sí, gracias —dijo Minty—. ¿Fabrica usted estos monstruos?

Las cuatro criaturas se volvieron hacia él al unísono y se echaron hacia atrás como diciendo: «Oye, chaval, ¿quién eres tú para llamarnos monstruos?».

—No son monstruos, señor Fresh. El pueblo ardilla es tan humano como usted.

—Sí, pero tienen más estilo —dijo Charlie.

—No siempre voy a estar atado a esta silla, Asher —repuso Minty—. Señora, ¿quién o qué coño es usted?

—Sé amable —dijo Charlie.

—Supongo que debería explicárselo —dijo Audrey.

—¿Usted cree? —preguntó Minty.

Audrey se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y las ardillas se reunieron en torno a ella para escuchar.

—Bueno, es un poco embarazoso, pero creo que todo empezó cuando era una niña. Sentía una especie de inclinación por las cosas muertas.

—¿Como si le gustara tocar cosas muertas? —preguntó Minty Fresh—. ¿Desnudarse con ellas?

—¿Quieres dejar hablar a la señorita? —dijo Charlie.

—Esta bruja es un monstruo.

Audrey sonrió.

—Pues sí, lo soy, señor Fresh, y usted está atado en mi comedor, a merced de cualquier monstruosidad que se me ocurra. —Se dio unos golpecitos en los dientes con la cucharilla de plata que había usado para remover su té y puso los ojos en blanco como si imaginara algo delicioso.

—Continúe, por favor —dijo Minty Fresh con un escalofrío—. Lamento haberla interrumpido.

—No era ninguna monstruosidad —dijo Audrey mientras miraba a Minty como si lo desafiara a decir algo—. Era solo que tenía un sentimiento hipertrofiado de empatía con los moribundos, sobre todo con los animales. Cuando mi abuela murió, lo sentí desde kilómetros de distancia. En todo caso, no era algo que me dominara ni nada por el estilo, pero cuando llegué a la universidad decidí estudiar filosofía oriental para ver si podía llegar a entenderlo. Ah, sí, y diseño de moda.

—En mi opinión, es importante tener buena imagen cuando se trabaja con los muertos —dijo Charlie.

—Bueno… sí —dijo Audrey—. Y, además, se me daba bien la costura. Me gustaba mucho hacer disfraces. El caso es que conocí a un tipo y me enamoré.

—¿Un tipo muerto? —preguntó Minty.

—Lo estuvo pronto, señor Fresh, lo estuvo pronto. —Audrey miró la alfombra.

—¿Lo ves, bruto insensible? —dijo Charlie—. Has herido sus sentimientos.

—Oye, que estoy atado a una silla —contestó Minty—. Y rodeado de monstruitos, Asher. El insensible no soy yo.

—Perdona —dijo Charlie.

—No pasa nada —dijo Audrey—. Se llamaba William… Billy. Estuvimos juntos dos años antes de que enfermara. Solo llevábamos prometidos un mes cuando le diagnosticaron un tumor cerebral imposible de operar. Le dieron un par de meses de vida. Yo dejé la universidad y no me separé de él ni un momento. Una de las enfermeras del hospital, que sabía que estudiaba filosofía oriental, me recomendó que habláramos con Dorje Rinpoche, un monje del centro budista tibetano de Berkeley. Él nos habló del Bardo Thodrol, lo que se conoce como el Libro tibetano de los muertos. Ayudó a Billy a prepararse para el tránsito de su conciencia al otro mundo… a su siguiente vida. Aquello hizo que nos olvidáramos de la oscuridad y convirtió su muerte en algo natural, en una cosa llena de esperanza. Yo estaba con Billy cuando murió y sentí cómo migraba su conciencia. Lo sentí de verdad. Dorje Rinpoche dijo que tenía un don especial. Pensó que debía estudiar con un lama importante.

—Entonces, ¿te hiciste lama? —preguntó Charlie.

—Yo creía que una lama era una plancha de metal —dijo Minty Fresh.

Audrey no hizo caso.

—Estaba destrozada y necesitaba alguien que me guiara, así que me fui al Tíbet y fui aceptada en un monasterio donde durante doce años estudié el Bardo Thodrol bajo las enseñanzas del lama Karmapa Rinpoche, decimoséptima reencarnación del bodhisattva que fundó nuestra escuela budista hace mil años. Él me enseñó el arte del p’howa, la transferencia de la conciencia en el momento de la muerte.

—¿Para que pudieras hacer lo que el monje había hecho con tu novio? —preguntó Charlie.

—Sí. Practiqué el p’howa con muchos aldeanos de las montañas. Era una especie de especialista en eso…, además de hacer las túnicas de todo el monasterio. El lama Karmapa me dijo que intuía que yo era un alma muy antigua, la reencarnación de un ser iluminado procedente de muchas generaciones atrás. Pensé que tal vez intentaba ponerme a prueba, conseguir que sucumbiera a mi vanidad, pero cuando se acercó el momento de su muerte y me llamó para que le hiciera el p’howa, me di cuenta de que aquella era la auténtica prueba y de que me estaba confiando el tránsito de su alma.

—Solo para que nos aclaremos —dijo Minty Fresh—. Yo no le confiaría ni las llaves de mi coche.

La iguana mosquetero le pinchó en la pantorrilla con su espadín y el grandullón pegó un chillido.

—¿Lo ves? —dijo Charlie—. Cuando te pones desagradable, tu actitud se vuelve contra ti. Es como el karma.

Audrey le sonrió, puso su té en el suelo y cruzó las piernas en la posición del loto para acomodarse.

—Cuando el lama murió, vi su conciencia abandonar su cuerpo. Entonces sentí que mi propia conciencia abandonaba mi cuerpo y seguí al lama por las montañas, donde me mostró una pequeña cueva enterrada bajo la nieve. En esa cueva había una caja de piedra sellada con cera y fibras. Me dijo que debía encontrar la caja y luego se marchó, ascendió, y yo me encontré de vuelta en mi cuerpo.

—Entonces, ¿eres una iluminada? —preguntó Charlie.

—Ni siquiera sé qué es eso —contestó Audrey—. El lama se equivocaba en eso, pero algo cambió en mí mientras le hacía el p’howa. Cuando salí de la habitación con su cuerpo, vi una mancha roja que brillaba en la gente, justo en el chakra del corazón. Era lo mismo a lo que yo había seguido por las montañas, la conciencia inmortal: podía ver el alma de las personas. Pero lo que más me chocó es que podía ver que a algunas personas les faltaba ese resplandor, o que yo no podía verlo, ni en ellas ni en mí misma. No sabía por qué, pero sí sabía que tenía que encontrar la caja de piedra. Siguiendo el mismo camino por las montañas que me había enseñado el lama, di con ella. Dentro había un rollo de pergamino que los budistas consideraban en su mayoría, y todavía consideran, un mito: el capítulo perdido del Libro tibetano de los muertos. Resumía dos prácticas perdidas desde antiguo, el p’howa por proyección forzada, y una de la que yo no había oído hablar, el p’howa de los no muertos. El primero te permite trasladar por la fuerza un alma de un ser a otro, y el segundo permite a quien lo practica prolongar indefinidamente la transición, el bardo, entre la vida y la muerte.

—¿Significa que puedes hacer que la gente viva para siempre? —preguntó Charlie.

—Más o menos, aunque es más bien como si dejaran de morir. Estuve meditando durante meses acerca del asombroso don que se me había concedido. Temía llevar a cabo los rituales. Pero un día, mientras asistía al bardo de un anciano que se estaba muriendo de un cáncer de estómago muy doloroso, no pude soportar más su sufrimiento y probé el p’howa por proyección forzada. Guié su alma hasta el cuerpo de su nieto recién nacido, cuyo chakra yo había visto que no resplandecía. Vi cómo el resplandor cruzaba la habitación y cómo entraba el alma en el bebé. El hombre murió en paz unos segundos después.

»Unas semanas más tarde me llamaron para asistir al bardo de un niño enfermo que mostraba todos los síntomas de estar al borde de la muerte. No podía permitir que muriera, sabiendo que quizá pudiera impedirlo, así que le hice el p’howa de los no muertos y sobrevivió. De hecho, mejoró. Entonces sucumbí a mi ego y empecé a practicar el ritual con otros aldeanos, en lugar de ayudarlos a pasar a su vida siguiente. Lo hice cinco veces en otros tantos meses, pero había un problema. Los padres del niño me mandaron llamar. El niño no crecía. Ni siquiera le crecían el pelo o las uñas. Se había quedado atascado en los nueve años. Para entonces, todos los aldeanos acudían a mí con los moribundos, y se corrió la voz por las montañas, hasta otras aldeas. Los aldeanos hacían cola fuera del monasterio, pidiendo que saliera a verlos. Tuve que negarme a llevar a cabo el ritual, porque me di cuenta de que no les estaba ayudando, sino que en realidad paralizaba su progresión espiritual, además de asustarles, claro.

—Es lógico —dijo Charlie.

—No podía explicarles a los otros monjes lo que estaba pasando. Así que una noche me escapé. Me ofrecí a ayudar en un centro budista de Berkeley y me aceptaron como monje. Fue en esa época cuando vi por primera vez un alma humana contenida en un objeto inanimado, un día que entré en una tienda de música del Castro. Era la suya, señor Fresh.

—Sabía que era usted —dijo Minty—. Se lo dije a Asher.

—Sí —dijo Charlie—. Dijo que eras muy atractiva.

—No es verdad —añadió Minty.

—Lo dijo. «Unos ojos preciosos», dijo —repuso Charlie—. Continúa.

—No había error posible: el resplandor de aquel cd era exactamente el mismo que yo veía en la gente que tenía alma. Huelga decir que me llevé un susto de muerte.

—Huelga decirlo, sí —dijo Charlie—. A mí me pasó lo mismo.

Audrey asintió con la cabeza.

—Iba a hablar de todas estas cosas con mi maestro del centro, ¿saben?, para explicarle lo que había aprendido en el Tíbet y entregar los pergaminos a alguien que quizá entendiera qué pasaba con las almas contenidas en esos objetos, pero solo habían pasado un par de meses cuando llegó noticia desde el Tíbet de que me había marchado de allí en circunstancias sospechosas. No sé qué les dijeron exactamente, pero se me pidió que abandonara el centro.

—Así que formó una pandilla de animalillos espeluznantes y se mudó a Misión —dijo Minty Fresh—. Qué bonito. Ya puede soltarme de la silla, que me largo.

—Fresh, ¿te importa dejar que Audrey acabe de contar su historia? Estoy seguro de que hay un motivo perfectamente razonable para que ande por ahí con una pandilla de animalillos espeluznantes.

Audrey prosiguió.

—Encontré trabajo como sastra de un grupo de teatro de la ciudad. Estar rodeada de gente de teatro, de un montón de exhibicionistas natos, puede hacer que uno vuelva a sentirse en contacto con la corriente de la vida. Intenté olvidar mi experiencia en el Tíbet, me concentré en mi trabajo y procuré dejarme guiar por mi creatividad. No podía permitirme hacer trajes de tamaño real, así que empecé a fabricar versiones más pequeñas. Compré una colección de ardillas disecadas en una tienda de segunda mano de Misión y ellas fueron mis primeros maniquíes. Después empecé a fabricar mis maniquíes con partes de otros animales taxidermizados que mezclaba y conjuntaba, pero ya había empezado a llamarlos el pueblo ardilla. Muchos tenían pies de pájaro, de pollo o de pato, porque podía comprarlos en el barrio chino junto con otras cosas, como cabezas de tortuga y… En fin, en el barrio chino pueden comprarse un montón de partes de animales muertos.

—Dímelo a mí —dijo Charlie—. Vivo a una manzana de la tienda de trozos de tiburón. Pero nunca he intentado fabricar un tiburón a base de piezas sueltas. Apuesto a que sería divertido.

—Estáis chiflados —dijo Minty—. Los dos. Lo sabéis, ¿no? Manipular cosas muertas y todo eso.

Charlie y Audrey lo miraron cada uno levantando una ceja. Una criatura vestida con un kimono azul y la cara de un cráneo de perro miró a Minty con cuenca de ojo crítico y hasta habría levantado una ceja si la hubiera tenido.

—Está bien, continúe —dijo Minty, sacudiendo la mano libre hacia Audrey—. He captado el mensaje.

Ella suspiró.

—Empecé a frecuentar las tiendas de artículos de segunda mano de la ciudad en busca de toda clase de cosas, desde botones a manos. Y al menos en ocho tiendas encontré esos objetos con alma, todos agrupados en cada tienda. Me di cuenta de que yo no era la única que veía su resplandor rojizo. Alguien estaba aprisionando aquellas almas en objetos. Así fue como llegué a saber de ustedes, caballeros, sean lo que sean. Tenía que quitarles aquellas almas de las manos. Así que las compraba. Quería que pasaran a su siguiente renacer, pero no sabía cómo. Pensé en usar el p’howa de proyección forzada para obligar a esas almas a entrar en cuerpos de personas que no tuvieran alma, pero el proceso llevaba su tiempo. ¿Qué iba a hacer, atar a esa gente? Y ni siquiera sabía si funcionaría. A fin de cuentas, ese método se usaba para obligar al alma de una persona a entrar en el cuerpo de otra, pero no con objetos inanimados.

—Entonces —dijo Charlie—, ¿probaste eso de la proyección forzada con uno de tus animalitos?

—Sí, y funcionó. Pero con lo que no contaba era con que se convirtieran en seres animados. El maniquí empezó a caminar y a hacer cosas, cosas inteligentes. Y así es como mis ardillas se convirtieron en estos chiquitines que han visto hoy. ¿Más té, señor Asher? —Audrey sonrió y le acercó la tetera.

—¿Esas cosas tienen alma humana? —preguntó Charlie—. Eso es espantoso.

—Sí, ya, y es mejor tener el alma aprisionada en un par de zapatillas viejas en su tienda, ¿no? Las almas solo están en el pueblo ardilla hasta que encuentre un modo de transferirlas a personas. Quería salvarlas de usted y de los de su calaña.

—Nosotros no somos los malos. Díselo, Fresh, dile que no somos los malos.

—No somos los malos —dijo Minty—. ¿Puedo tomar más café?

—Somos Mercaderes de la Muerte —dijo Charlie, pero le salió con mucha menos alegría de lo que esperaba. No quería por nada del mundo que Audrey lo considerara uno de los malos. Como la mayoría de los machos beta, no se daba cuenta de que el ser un buen tipo no necesariamente atraía a las mujeres.

—Eso es lo que estoy diciendo —dijo ella—. No podía permitir que vendieran las almas como si fueran baratijas de segunda mano.

—Así es como encuentran su siguiente reencarnación —dijo Minty.

—¿Qué? —Audrey miró a Charlie en busca de confirmación.

Charlie asintió con la cabeza.

—Tiene razón. Nosotros recogemos las almas cuando alguien muere y luego otra persona las compra y pasan a su siguiente vida. Yo he visto cómo pasaba.

—No puede ser —dijo Audrey, y derramó el café de Minty.

—Sí —dijo Charlie—. Vemos el resplandor rojo, pero no en el cuerpo de las personas, como tú. Solamente en los objetos. Cuando alguien que necesita un alma entra en contacto con el objeto, el resplandor desaparece. El alma entra en esa persona.

—Yo creía que teníais atrapadas a las almas entre dos vidas. Entonces, ¿no están prisioneras?

—No.

—Después de todo, no era culpa nuestra —le dijo Minty Fresh a Charlie—. La que ha liado todo esto ha sido ella.

—¿La que ha liado el qué? —preguntó Audrey.

—Hay Fuerzas de la Oscuridad. No sabemos qué son —dijo Charlie—. Vemos solo cuervos gigantes y unas mujeres diabólicas. Las llamamos las arpías del alcantarillado porque salen de los desagües. Se hacen más fuertes cuando consiguen apoderarse de la vasija de un alma… y se están haciendo muy fuertes. La profecía dice que van a levantarse en San Francisco y que las tinieblas cubrirán el mundo.

—¿Y viven en las alcantarillas? —preguntó Audrey.

Los dos Mercaderes de la Muerte asintieron con la cabeza.

—Oh, no, así es como las ardillas se mueven por la ciudad sin que las vean. Las he mandado a las tiendas para recuperar las almas. Debo de haberlas enviado directamente a esas criaturas. Y muchas no han vuelto. Pensaba que quizá se hubieran perdido, o que estarían vagando por ahí. Suelen hacerlo. Tienen el potencial de una conciencia humana completa, pero parece que el cuerpo va perdiendo facultades con el paso del tiempo. A veces se ponen un poco tontorronas.

—No me digas —dijo Charlie—. ¿Por eso esa iguana de ahí está mordiendo el cable de la luz?

—¡Ignatius! ¡Quita de ahí! Si te electrocutas, el único sitio que tengo para poner tu alma es esa gallina que metí en el congelador. Y todavía está congelada y no tengo pantalones que le sirvan. —Se volvió hacia Charlie con una sonrisa avergonzada—. Hay cosas que uno nunca creyó que se oiría decir.

—Sí, pero ¿qué se le va a hacer? —preguntó Charlie, intentando parecer tan tranquilo—. ¿Sabes?, una de tus ardillas me disparó con una ballesta.

Audrey pareció angustiada. A Charlie le dieron ganas de reconfortarla. De darle un abrazo. De besarla en la coronilla y decirle que todo iba a salir bien. Quizá incluso de pedirle que lo desatara.

—¿Sí? ¿Con una ballesta? Ah, sería el señor Shelly. En una vida anterior fue espía o algo así. Tenía la costumbre de llevar a cabo sus propias misiones. Lo mandé a vigilarte para que me informara y averiguara lo que estabas tramando. Se suponía que nadie tenía que salir herido. No volvió a casa. Lo siento mucho.

—¿Para que te informara? —preguntó Charlie—. ¿Es que pueden hablar?

—Bueno, no hablan —contestó Audrey—, pero algunos saben leer y escribir. El señor Shelly hasta sabía escribir a máquina. He estado trabajando en eso. Tengo que conseguirles una caja de voz que funcione. Lo intenté con una de una muñeca que hablaba, pero acabé con un hurón vestido de samurai que lloraba y preguntaba constantemente si podía ir a jugar al parque. Era insoportable. Es un proceso extraño. Mientras sean partes orgánicas, cosas que han tenido vida, encajan, funcionan. Los músculos y los tendones forman sus propias conexiones. He estado usando jamones para hacer el torso, porque les da mucha fuerza muscular y porque huelen mejor hasta que acaba el proceso. Ya sabéis, a ahumado. Pero algunas cosas son un misterio. No les crece la laringe.

—Tampoco parece que les crezcan los ojos —dijo Charlie, y señaló con la taza a una criatura cuya cabeza era el cráneo sin ojos de un gato—. ¿Cómo ven?

—Ni idea. —Audrey se encogió de hombros—. En el libro no lo ponía.

—Sé lo que se siente —dijo Minty Fresh.

—Así que he estado haciendo experimentos con una laringe hecha de cuerda de tripa y jibión. Ya veremos si el que la lleva aprende a hablar.

—¿Por qué no vuelve a trasladar las almas a cuerpos humanos? —preguntó Minty—. Porque puede hacerlo, ¿no?

—Supongo que sí —contestó Audrey—. Pero, para ser sincera, no tenía cuerpos humanos a mano. Sin embargo, las ardillas tienen que llevar alguna parte humana. Eso lo aprendí a fuerza de hacer experimentos. El hueso de un dedo, sangre, lo que sea. Conseguí una columna vertebral a precio de ganga en una chamarilería del Haight y he estado usando una vértebra para cada ardilla.

—Entonces eres como una reanimadora monstruosa —dijo Charlie. Y añadió rápidamente—: Y lo digo con todo cariño.

—Gracias, señor Mercader de la Muerte. —Audrey le devolvió la sonrisa y se acercó a una mesa en busca de unas tijeras—. Me parece que tengo que soltaros y enterarme de cómo os metisteis en este oficio. Señor Greenstreet, ¿podría traernos más té y café?

Una criatura con cráneo de castor por cabeza, vestida con fez y chaqueta de esmoquin de rojo satén, hizo una reverencia, pasó junto a Charlie y se dirigió a la cocina.

—Bonita chaqueta —dijo Charlie.

El castor le hizo un gesto levantando el pulgar al pasar. Tenía dedos de lagarto.