Un día jodido
Fue un día jodido en la ciudad de la bahía. Con las primeras luces, bandadas de buitres se posaron en las superestructuras del Golden Gate y el puente de la Bahía y desde allí observaron ceñudos a los transeúntes, como si les reprocharan el seguir vivitos y conduciendo. Los helicópteros de tráfico que fueron desviados para fotografiar las hileras de aves carroñeras acabaron ocupándose de una espiral de murciélagos que durante diez minutos envolvió como una nube la pirámide de la Transamerica y que luego pareció evaporarse en la bruma negra que flotaba sobre la bahía. Tres nadadores que competían en el triatlón de San Francisco se ahogaron y la cámara de un helicóptero filmó algo bajo el agua, una forma oscura que se aproximaba a uno de ellos desde abajo y lo hundía. Numerosas revisiones de la cinta desvelaron que aquella criatura no tenía la forma aerodinámica de un escualo, sino grandes alas y una cabeza con cuernos bien visibles, y que en nada se parecía a ninguna manta raya que alguien hubiera visto jamás. Los patos del parque Golden Gate levantaron el vuelo de pronto y abandonaron la zona; los centenares de leones marinos que normalmente se tumbaban al sol en el muelle 39 también se esfumaron, y hasta las palomas parecieron desaparecer de la ciudad.
Un reportero de poca monta que esa noche había estado cubriendo los atestados policiales advirtió la coincidencia de que se hubieran recibido siete informes de incidentes violentos o desaparición de personas en tiendas de segunda mano de la ciudad, y a primera hora de la tarde las cadenas de televisión ya mencionaban el asunto, junto con las espectaculares imágenes del incendio de la librería Book’em Danno, en Misión. Hubo además cientos de sucesos singulares acaecidos a particulares: seres que se movían entre las sombras, voces y gritos que salían de las rejillas del alcantarillado, leche que se agriaba, gatos que arañaban a sus dueños, perros que aullaban, y mil personas que al despertarse descubrieron que ya no les gustaba el sabor del chocolate. Fue un día jodido.
Charlie pasó el resto de la noche en vilo; comprobó una y mil veces las cerraduras y buscó luego en Internet pistas acerca de los moradores del Inframundo, por si acaso alguien había colgado algún documento antiguo desde la última vez que miró. Hizo testamento y escribió varias cartas que fue a echar al buzón de la calle, en vez de dejarlas sobre el mostrador de la tienda con el resto del correo. Después, a eso del alba, completamente exhausto y sin embargo con su imaginación de macho beta funcionando a mil por hora, sacó dos de los somníferos que le había dado Jane y se pasó durmiendo aquel día tan jodido, hasta que a primera hora de la tarde lo despertó una llamada telefónica de su querida hija.
—Hola.
—La tía Cassie es antisemita —dijo Sophie.
—Cariño, son las seis de la mañana. ¿No podemos hablar del ideario político de la tía Cassie un poco más tarde?
—No es verdad, son las seis de la tarde. Es la hora de bañarme y la tía Cassie no deja que Alvin y Mohamed se metan en el baño conmigo porque es antisemita.
Charlie miró su reloj. Se alegró en cierto modo de que fueran las seis de la tarde y estuviera hablando con su hija. Fuera lo que fuese lo que había pasado mientras dormía, al menos no había afectado a aquello.
—Cassie no es antisemita. —Era Jane, en la otra línea.
—Sí que lo es —repuso Sophie—. Ten cuidado, papi, la tía Jane es una simpatizante antisemita.
—No lo soy —dijo Jane.
—Hay que ver lo lista que es mi hija —dijo Charlie—. Yo a su edad no conocía palabras como «antisemita» y «simpatizante», ¿tú sí?
—No puede uno fiarse de los goyim[22], papi —dijo Sophie. Bajó la voz hasta un susurro—. Odian bañarse, los goyim.
—Papá también es un goyim, nena.
—¡Dios mío, están por todas partes, como los ladrones de cuerpos! —Charlie oyó que su hija soltaba el teléfono y gritaba; a continuación oyó cerrarse una puerta.
—Sophie, abre esa puerta ahora mismo —dijo Cassie al fondo.
Jane dijo:
—¿De dónde saca esas cosas, Charlie? ¿Se las enseñas tú?
—Es la señora Korjev. Desciende de cosacos y se siente un poco culpable por lo que sus antepasados les hicieron a los judíos.
—Ah —dijo Jane, que había perdido el interés ahora que ya no podía echar la culpa a su hermano—. Bueno, no deberías dejar que los perros se metan en el cuarto de baño con ella. Se comen el jabón y a veces se meten en la bañera y luego…
—Deja que pasen, Jane —la interrumpió Charlie—. Tal vez sea lo único que puede protegerla.
—Vale, pero solo voy a dejar que se coman el jabón barato. El francés, ni hablar.
—Les basta con el jabón corriente, Jane. Mira, anoche hice un testamento hológrafo. Si algo me pasa, quiero que críes a Sophie. Lo he puesto en el testamento.
Jane no contestó. Charlie la oía respirar al otro lado.
—¿Jane?
—Claro, claro. Por supuesto. ¿Se puede saber qué coño os pasa? ¿En qué grave peligro está Sophie? ¿Por qué te pones tan misterioso? ¿Y por qué no has llamado antes, mamón?
—Me he pasado en pie toda la noche, haciendo cosas. Luego me tomé dos de esas pastillas para dormir que me diste. Y de repente han pasado doce horas.
—¿Te tomaste dos? Nunca te tomes dos.
—Ya, gracias —contestó Charlie—. De todos modos, seguro que no me pasa nada, pero si me pasa, coge a Sophie y llévatela de la ciudad una temporada. A las Sierras, por ejemplo. También te he mandado una carta explicándotelo todo, o lo que sé, por lo menos. Ábrela solo si me pasa algo, ¿vale?
—Será mejor que no te pase nada, cabrón. Acabo de perder a mamá y… ¿Por qué coño hablas así, Charlie? ¿En qué lío andas metido?
—No puedo explicártelo, Jane. Tienes que creerme: no tuve elección.
—¿Cómo puedo ayudarte?
—Haciendo exactamente lo que estás haciendo, cuidar de Sophie, mantenerla a salvo y no separarla de los perros ni un segundo.
—Está bien, pero más vale que no te pase nada. Cassie y yo vamos a casarnos y quiero que seas mi padrino. Y también quiero que me prestes tu esmoquin. Es de Armani, ¿no?
—No, Jane.
—¿No vas a ser mi padrino?
—No, no, no es eso. Pagaría a Cassie con tal de que se quedara contigo.
—Entonces es que piensas que a los homosexuales no nos deberían permitir que nos casáramos, ¿no es eso? Por fin hablas claro. Lo sabía, después de todo…
—Es solo que no creo que a los homosexuales deba permitírseles casarse con mi esmoquin.
—¡Ah! —dijo Jane.
—Tú te pondrás mi esmoquin de Armani y yo tendré que alquilar uno de mala muerte o comprarme uno nuevo y barato, y luego quedaré inmortalizado en las fotos de boda con pinta de capullo. Y sé lo mucho que os gusta enseñar las fotos de boda. Es como una enfermedad.
—¿Te refieres a las lesbianas? —preguntó Jane, que de pronto parecía una fiscal.
—Sí, me refiero a las lesbianas, cabeza de chorlito —contestó Charlie en tono de testigo hostil.
—Bueno, vale —dijo Jane—. Es mi boda, supongo que puedo comprarme un esmoquin.
—Eso estaría muy bien —dijo Charlie.
—De todos modos, últimamente necesito los pantalones un poco más holgados por la parte del trasero —repuso Jane.
—Así me gusta.
—Entonces, no te va a pasar nada y vas a ser mi padrino.
—Lo intentaré, eso seguro. ¿Crees que Cassandra me dejará llevar a la pequeña judía?
Jane se echó a reír.
—Llámame a cada hora —dijo.
—No voy a poder.
—Vale, entonces cuando puedas.
—Sí —dijo Charlie—. Adiós. —Se sonrió y salió de la cama preguntándose si esa sería la última vez que haría aquello: sonreír.
Charlie se duchó, comió un sandwich de mantequilla de cacahuete y mermelada y se puso un traje de mil dólares por el que había pagado cincuenta. Estuvo unos minutos cojeando por el dormitorio y al fin resolvió que tenía la pierna izquierda bastante bien y que podía pasar sin la férula de gomaespuma, así que la dejó en el suelo, junto a la cama. Puso a hervir una cafetera y llamó al inspector Rivera.
—Ha sido un día jodido —dijo Rivera—. Charlie, tiene que coger a su hija y largarse de la ciudad.
—No puedo. Esto es por mi culpa. Me mantendrá informado, ¿verdad?
—¿Me promete que no intentará hacer nada estúpido ni heroico?
—No lo llevo en el ADN, inspector. Lo llamaré si veo algo.
Charlie colgó. Ignoraba qué iba a hacer, pero tenía la sensación de que debía hacer algo. Llamó a casa de Jane para dar las buenas noches a Sophie.
—Solo quiero que sepas que te quiero mucho, tesoro.
—Yo también a ti, papi. ¿Por qué llamabas?
—¿Qué pasa? ¿Es que tienes una reunión o algo así?
—Estamos comiendo helado.
—Eso está muy bien. Mira, Sophie, papá tiene que irse a hacer unas cosas, así que quiero que te quedes con la tía Jane unos días, ¿vale?
—Vale. ¿Necesitas ayuda? Estoy libre.
—No, cielo, pero gracias.
—Vale, papi. Alvin está mirando mi helado. Parece hambriento como un oso. Tengo que dejarte.
—Te quiero, cielo.
—Te quiero, papi.
—Pide perdón a la tía Cassie por llamarla antisemita.
—Vale. —Clic.
Le colgó. La niña de sus ojos, la luz de su vida, su orgullo y su alegría, le había colgado. Charlie suspiró, pero se sintió mejor. El desamor es el hábitat natural del macho beta.
Pasó unos minutos en la cocina afilando el bastón espada con la parte de atrás del abrelatas eléctrico que les habían regalado a Rachel y a él por su boda. Después salió a echar un vistazo a la tienda.
En cuanto abrió la puerta de la escalera de atrás, oyó extraños ruidos animales procedentes de la tienda. Parecían salir de la oficina, y no había luces encendidas, aunque veía colarse mucha luz desde la tienda. ¿Había llegado el momento? Aquello resolvía en cierto modo la cuestión de qué iba a hacer.
Sacó la espada del bastón y bajó con sigilo las escaleras, agazapado, pisando en el borde de cada escalón para que no le chirriaran los zapatos. A medio camino vio el origen de aquellos ruidos animales, retrocedió y subió casi de un salto la mitad de la escalera.
—¡Por el amor de Dios!
—Era necesario —dijo Lily. Estaba sentada a horcajadas sobre Ray Macy, con la falda plisada de cuadros escoceses afortunadamente desplegada sobre él, tapando las partes que habrían hecho que Charlie tuviera que apartar los ojos, cosa que pensaba hacer de todos modos.
—Sí, era necesario —convino Ray, jadeante.
Charlie se asomó a la trastienda: ellos seguían en plena faena. Lily cabalgaba a Ray como si fuera un toro mecánico y uno de sus pechos, desnudo, asomaba rebotando por la solapa de su chaqueta de chef.
—Estaba deprimido —dijo ella—. Me lo encontré abrazado a la aspiradora. Es por el bien común, Asher.
—Pues para de una vez —dijo Charlie.
—No, no, no, no, no —dijo Ray.
—Es una obra de caridad —añadió Lily.
—¿Sabes, Lily? —dijo Charlie tapándose los ojos—, podrías ejercitar la caridad de otras maneras, con los Santa Claus del Ejército de Salvación o algo así.
—No quiero tirarme a esos tíos. La mayoría son alcohólicos empedernidos y apestan. Ray por lo menos está limpio.
—No me refiero a que te los tires, me refiero a que te unas a ellos. A hacer sonar la campanilla con la teterita roja. Jolín.
—Yo soy limpio —dijo Ray.
—Cállate —dijo Charlie—. Es tan joven que podría ser tu hija.
—Se había puesto en plan suicida —dijo Lily—. Puede que le esté salvando la vida.
—Sí —dijo Ray.
—Cállate, Ray —dijo Charlie—. Esto es patético. Sexo desesperado y por caridad, eso es lo que es.
—Él ya lo sabe —dijo Lily.
—Y no me importa —añadió Ray.
—Además, lo estoy haciendo por la causa —dijo Lily—. Ray te estaba ocultando información.
—¿Ah, sí? —dijo Ray.
—¿Cómo? —preguntó Charlie.
—Localizó a una mujer que estaba comprando todas las vasijas de las almas. Estaba con las clientas que se te perdieron. En no sé qué sitio de Misión. Y no iba a hablarte de ella.
—No sé de qué estás hablando —dijo Ray. Luego añadió—. Más rápido, por favor.
—Dile la dirección —dijo Lily.
—Lily —dijo Charlie—, esto no es necesario, de veras.
—No —dijo Ray.
Se oyó un bofetón. Charlie abrió los ojos. Seguían allí, copulando, pero Ray tenía la mejilla derecha muy colorada y Lily se preparaba para abofetearlo de nuevo.
—¡Díselo!
—Es en la calle Guerrero, entre la Dieciocho y la Diecinueve, no sé el número, pero es un edificio grande de color verde, no tiene pérdida. El centro budista Tres Joyas.
¡Zas!
—¡Ay! ¡Se lo he dicho! —gimoteó Ray.
—Eso por no apuntar la dirección, capullo —respondió ella. Luego le dijo a Charlie—: Ahí lo tienes, Asher. Quiero un puesto de primera cuando domines el Inframundo.
Charlie pensó que una de las primeras medidas que iba a tomar cuando ocupara el poder sería alargar El gran libro de la muerte para que incluyera el modo de enfrentarse a situaciones como aquella. Pero dijo:
—Hecho, Lily. Te encargarás de las secciones de vestuario y tortura.
—Qué maravilla —dijo Lily—. Perdona, Asher, pero tengo que acabar esto. —Luego le dijo a Ray—: ¿lo has oído? Se te acabaron las camisas de franela, grumete. —¡Zas!
Los gruñidos que emitía Ray aumentaron en frecuencia e intensidad.
—Vale —dijo Charlie—. Saldré por la otra puerta.
—Hasta luego —dijo Ray.
—No voy a volver a miraros a la cara a ninguno de los dos, ¿de acuerdo?
—Estupendo, Asher —contestó Lily—. Ten cuidado.
Charlie volvió a subir con sigilo las escaleras, salió por la puerta de su apartamento y bajó en ascensor hasta la entrada de la calle, sin dejar, entre tanto, de sofocar las ganas de vomitar. En la calle paró un taxi y puso rumbo a Misión mientras intentaba borrar de su cabeza el recuerdo de sus empleados fornicando.
Las Morrigan siguieron a las almas de regalo que habían escapado por los desagües hasta una calle desierta en Misión y allí esperaron, observando el edificio Victoriano de color verde desde las rejillas del alcantarillado, a ambos lados de la acera. Eran ahora más cautelosas: la explosión de la noche anterior había menoscabado un tanto su naturaleza rapaz.
Las llamaban «almas de regalo» porque aquellas criaturillas hechas de retales les llevaban las almas a los desagües y porque aquellos «regalos» aparecían siempre en sus momentos más bajos. Después de que el maldito boston terrier las persiguiera por espacio de kilómetros y kilómetros de tuberías, dejándolas vapuleadas y exhaustas en el alero de un cruce de cañerías, aparecieron cerca de veinte de aquellos pequeños y hermosos engendros de pesadilla, vestidos de punta en blanco y portando justo lo que las Morrigan necesitaban para curar sus heridas y recobrar fuerzas: almas humanas. Así revivificadas, fueron capaces de ahuyentar a aquel terrible perrillo. Las Morrigan habían vuelto: no tenían tanta fuerza como antes de la explosión (ni siquiera, quizá, para volar), pero sí la suficiente para aventurarse de nuevo Arriba, sobre todo habiendo tantas almas a mano.
Esa noche no había nadie en la calle, fuera de los yonquis, las putas y los sin techo. Tras aquel día tan jodido, casi todo el mundo había llegado a la conclusión de que convenía quedarse en casa, a salvo. Para las Morrigan (y no es que les importara), los humanos estaban tan a salvo en sus casas como un atún en una lata, pero eso nadie lo sabía aún. Nadie sabía de qué se escondía, excepto Charlie Asher, que salió de un taxi justo delante de ellas mientras miraban.
—Es Carne Nueva —dijo Macha.
—Deberíamos ponerle otro nombre —dijo Babd—. Ya no es tan nuevo.
—Calla —dijo Macha.
—¡Eh, amor! —llamó Babd desde la alcantarilla—. ¿Me has echado de menos?
Charlie pagó al taxista y se quedó en medio de la calle, mirando el gran edificio estilo Reina Ana de color verde jade. Había luces arriba, en el torreón, y también en una ventana de la planta baja. Charlie distinguía a duras penas el letrero que decía: «Centro budista Tres Joyas». Empezó a avanzar hacia la casa y vio movimiento en la celosía, bajo el porche: unos ojos que brillaban. Un gato, quizá. Su teléfono móvil sonó y él lo abrió.
—Charlie, soy Rivera. Tengo buenas noticias. Hemos encontrado a Carrie Long, la mujer de la tienda de empeños, y está viva. La habían atado y arrojado a un contenedor, a una manzana de la tienda.
—Eso es fantástico —dijo Charlie. Pero no estaba muy entusiasmado. Las criaturas que se movían debajo del porche estaban saliendo de allí. Subieron las escaleras, se irguieron sobre el porche, en fila, y lo miraron de frente. Eran veinte o treinta, de poco más de medio metro de alto, e iban vestidas con recargados trajes de época. Cada una de ellas tenía la cara esquelética de un animal muerto: gatos, zorros, tejones y otros animales que Charlie no reconoció y de los que solo poseían los cráneos; las cuencas de los ojos estaban vacías y negras. Sin embargo, miraban fijamente.
—No va a creerse lo que esa mujer dice que la llevó allí, Charlie. Unas criaturillas, como monstruitos, dice.
—De unos treinta y cinco centímetros de alto —dijo Charlie.
—Sí, ¿cómo lo sabe?
—Con muchos dientes y garras, como trozos de animales pegados, vestidos de arriba abajo como si fueran a un gran baile de disfraces.
—¿Qué está diciendo, Charlie? ¿Qué es lo que sabe?
—Solo era una suposición —dijo Charlie. Desenganchó el cierre de su bastón espada.
—Eh, amor —dijo una voz femenina a su espalda—. ¿Me has echado de menos?
Charlie se volvió. Ella estaba saliendo a rastras de la alcantarilla, casi justo detrás de él.
—La mala noticia —añadió Rivera— es que hemos encontrado al chatarrero y al librero de Book’em Danno. O trozos de ellos, por lo menos.
—Sí que es mala noticia —dijo Charlie, y empezó a subir por la calle, alejándose de la arpía de la alcantarilla y del porche lleno de marionetas satánicas.
—Carne Nueva… —dijo una voz desde lo alto de la calle.
Charlie vio salir otra arpía de la alcantarilla. Sus ojos relucían, negros, a la luz de las farolas. Tras él, oyó un castañeteo de dientecillos animales.
—Charlie, sigo pensando que debería irse una temporada de la ciudad, pero, si no lo hace, y no le diga a nadie que le he dicho esto, debería buscarse una pistola, o quizá un par de pistolas.
—Me parece una idea estupenda —contestó Charlie. Las dos arpías se movían muy despacio hacia él, torpemente, como si sus nervios estuvieran cortocircuitando. La más cercana, la del callejón de North Beach, se lamía los labios. Parecía un poco ajada comparada con la noche que lo sedujo. Charlie siguió avanzando por la calle, lejos de ellas.
—O una escopeta, así no tendrá que aprender a disparar. Yo no puedo darle una, pero…
—Inspector, voy a tener que dejarlo.
—Hablo en serio, Charlie, sean lo que sean esas cosas, van a por los suyos.
—No sabe usted lo claro que lo tengo, inspector.
—¿Es el que me disparó? —preguntó la arpía más cercana—. Dile que le voy a sorber las cuencas de los ojos hasta que se los saque y a comérmelos en su oreja.
—¿Ha oído eso, inspector? —dijo Charlie.
—¿Está ahí?
—Están —contestó Charlie.
—Por aquí, Carne —dijo la tercera arpía al salir del desagüe del extremo de la manzana. Se irguió, extendió las garras y lanzó un hilillo de veneno al costado de un coche aparcado. Donde el veneno la tocó, la pintura chisporroteó y se derritió.
—¿Dónde está, Charlie? ¿Dónde está?
—En Misión. Cerca de Misión.
Las pequeñas criaturas estaban bajando las escaleras y avanzaban por la acera, hacia la calle.
—Mira —dijo la arpía—, ha traído regalos.
—Charlie, ¿dónde está exactamente? —preguntó Rivera.
—Tengo que colgar, inspector. —Charlie cerró el teléfono y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Luego sacó la espada del bastón y se volvió hacia la arpía del callejón—. Esto es para ti —le dijo, y blandió la espada con una floritura.
—Qué encanto —dijo ella—. Siempre pensando en mis necesidades.
El Cadillac Eldorado Brougham de 1957 era, entre las máquinas mortíferas, la de más perfecta chulería. Consistía en cerca de tres toneladas de acero prensado que hacían de él una bestia de inmensas fauces y cola alta, recubierta de cromo suficiente para fabricar un Terminator y que sobraran piezas, y estaba compuesto en su mayor parte por largas y afiladas tiras de metal que se despegaban al impactar, convirtiéndose en guadañas letales capaces de desollar a un transeúnte. Bajo sus cuatro faros ostentaba dos parachoques de cromo en forma de bala que semejaban torpedos sin estallar o mortíferas tetas de talla extragrande, del estilo de las de Madonna. Poseía una columna de dirección no abatible que, en caso de impacto serio, empalaba al conductor, y ventanillas eléctricas capaces de cercenar la cabeza de un niño. Carecía de cinturón de seguridad y tenía un motor de trescientos veinticinco caballos y ocho válvulas con una eficiencia energética tan atroz que al pasar se oía cómo intentaba chupar del suelo dinosaurios licuefactados. Alcanzaba una velocidad máxima de ciento setenta y siete kilómetros por hora, tenía una suspensión pulposa, como de barcaza, incapaz de estabilizar el coche a esa velocidad, y frenos de tamaño reducido que tampoco podían detenerlo. Los alerones que sobresalían de su parte trasera eran tan altos y afilados que el coche suponía una amenaza letal para los viandantes hasta aparcado, y el conjunto completo se sostenía sobre altos neumáticos adornados con una línea blanca que parecían, y solían manipularse, como enormes dónuts espolvoreados. En Detroit no habrían logrado un derroche de ostentación con aletas tan mortífero ni aunque hubieran recubierto con pedrería a una ballena asesina. Era una obra de arte.
Y el motivo por el que el lector necesita saber todo esto es que, junto con las vapuleadas Morrigan y aquellas quimeras tan bien vestidas, un Eldorado del 57 se dirigía velozmente hacia Charlie.
El Cadillac esmaltado en rojo sangre dobló suavemente la esquina; sus neumáticos chillaban como pavos reales, sus tapacubos se proyectaban hacia el bordillo, su motor rugía y, como si fuera un dragón flatulento, sus tubos de escape traseros escupían un humo azulado. La primera de las Morrigan se volvió a tiempo de recibir en el muslo el impacto de un parachoques en forma de proyectil antes de ser arrastrada y plegarse bajo el coche, que la escupió por detrás en forma de un montón negro. Se encendieron los faros y el Cadillac viró hacia la Morrigan que estaba más cerca de Charlie.
Las criaturillas animales se escabulleron hacia la acera y Charlie corrió a subirse al capó de un Honda aparcado, al tiempo que el Eldorado golpeaba a la segunda Morrigan. Pasó esta sobre el capó como una muñeca de trapo mientras los frenos del coche chirriaban, y voló luego veinte metros calle abajo. El Cadillac aceleró y volvió a golpearla, pasó sobre ella con una serie de golpes sordos y la dejó retorciéndose sobre el asfalto. Mientras rodaba, se iban desprendiendo trozos de ella. El Cadillac enfiló a la última Morrigan.
Tuvo esta unos segundos de ventaja sobre sus hermanas y echó a correr calle arriba. Su forma iba cambiando: los brazos se convirtieron en alas y las plumas de la cola intentaron manifestarse, pero no pudo completar su metamorfosis a tiempo de echar a volar. El Eldorado le pasó por encima; después frenó en seco, dio marcha atrás y quemó rueda sobre su lomo.
Charlie se subió al techo del Honda, listo para apartarse de un salto de la calle, pero el Cadillac se detuvo y su ventanilla ahumada bajó.
—Métete en el puto coche —dijo Minty Fresh.
Minty Fresh volvió a arrollar a la última Morrigan al salir a toda pastilla calle abajo, giró dos veces hacia la izquierda con gran chirrido de frenos, acercó el coche al bordillo de la acera, se bajó de un salto y corrió a la parte delantera.
—Maldita sea —dijo con entonación descendente, dolor y sentimiento—. Maldita sea, me han jodido el capó y la rejilla. Maldita sea. Vale que las tinieblas se alcen y cubran el mundo, pero a mí que no me jodan el buga.
Volvió a montarse en el coche, metió la marcha y dobló la siguiente esquina a toda velocidad.
—¿Adónde vas?
—-Voy a volver a atropellar a esas zorras. A mí nadie me jode el coche.
—¿Y qué creías que iba a pasar cuando las atropellaras?
—Esto no. Nunca había atropellado a nadie. Y no finjas que te sorprende.
Charlie miró el interior reluciente del coche: los asientos de cuero rojo sangre, el salpicadero adornado con madera de nogal y botones plateados.
—Es un coche genial. A mi cartero le encantaría.
—¿A tu cartero?
—Colecciona cosas de chuleta trasnochado.
—¿Qué insinúas?
—Nada.
Estaban ya en la calle Guerrero y Minty pisó a fondo el acelerador al acercarse a su lugar de destino. La primera Morrigan a la que había arrollado acababa de ponerse de rodillas cuando volvió a golpearla, la lanzó por encima de dos coches aparcados y la dejó en el lateral de un edificio abandonado. La segunda se volvió para mirarlos y enseñó las uñas, que arañaron el capó cuando Minty le pasó por encima con un redoble de golpazos; después atropello las piernas de la tercera, que se estaba metiendo a rastras por una alcantarilla.
Charlie se volvió para mirar por la ventanilla de atrás.
—Jolín —dijo.
Minty Fresh parecía haber concentrado de pronto toda su atención en conducir con prudencia.
—¿Qué coño son esas cosas?
—Yo las llamo las arpías de las alcantarillas. Son las que nos llaman desde los desagües. Ahora son mucho más fuertes que antes.
—Son horripilantes, eso es lo que son —dijo Minty.
—No sé —dijo Charlie—. ¿Te has fijado bien? Porque tienen un culo y unas tetas de puta madre, ¿sabes, tronco? ¿Chocas esos cinco? —Ofreció el puño para entrechocarlo con el de Minty, pero ¡ay!, el mentolado lo dejó con un palmo de narices.
—Vale ya —dijo Fresh.
—Perdona —dijo Charlie.
—¿Habla como un negrata en diez días o menos, de Ediciones El Camello?
Charlie asintió con la cabeza.
—Nos llegó el cd a la tienda hace un par de meses. Practico en la furgoneta. ¿Qué tal lo hago?
—Tu negritud es pavorosa. He tenido que mirarte para comprobar que seguías siendo blanco.
—Gracias —repuso Charlie y luego, como si se le encendiera una luz, añadió—: Oye, te he estado buscando. ¿Dónde coño te has metido?
—Estaba escondiéndome. Una de esas cosas fue a por mí en el metro hace un par de noches, cuando volvía de Oakland.
—¿Y cómo te libraste?
—Por esos animalillos. Un montón de ellos la atacó en la oscuridad. Yo la oía gritar y hacerles pedazos, pero la contuvieron hasta que el tren paró en la estación, que estaba llena de gente. Ella volvió a saltar al túnel. En el vagón había trozos de animales por todas partes.
Minty tomó Van Ness y puso rumbo al barrio de Charlie.
—Entonces, ¿te ayudaron? ¿No forman parte de los moradores del Averno que intentan apoderarse del mundo?
—Parece que no. A mí me salvaron el pellejo.
—¿Sabías que algunos Mercaderes de la Muerte han sido asesinados?
—No, no lo sabía. No ha salido en los periódicos. Anoche vi que la tienda de Antón había ardido. ¿No salió con vida?
—Encontraron trozos de su cuerpo —contestó Charlie.
—Charlie, creo que la culpa de todo esto la tengo yo. —Minty Fresh se volvió y miró a Charlie por primera vez. Sus ojos dorados parecían tristes y desamparados—. No conseguí recoger mis dos últimas almas, y luego empezó todo esto.
—Yo pensaba que la culpa era mía —dijo Charlie—. También perdí dos. Pero no creo que seamos nosotros. Mis dos clientas están vivas, creo que están en esa casa a la que iba cuando me salvaste: el centro budista Tres Joyas. Y, además, hay allí una mujer que ha estado comprando vasijas de almas.
—¿Una morenita muy mona? —preguntó Minty.
—No lo sé. ¿Por qué?
—A mí también me compró algunas. Intentó disfrazarse, pero era ella.
—Pues está en esa casa de ahí atrás. Tengo que volver.
—No quiero tener nada más que ver con esas zorras de uñas afiladas —dijo Minty.
—Ya te digo, tío —contestó Charlie—. Aunque yo tuve un rollito con una.
—¡No!
—Sí, se me puso a cien y tuve que darle caña.
—Vale ya.
—Perdona. De todos modos, tengo que volver.
—¿Seguro? No creo que estén muertas. No parece que puedan morirse.
—Podrías atropellarlas otra vez. Por cierto, ¿cómo sabías dónde encontrarme?
—Cuando me enteré de que la tienda de Antón se había incendiado, intenté llamarte, pero tenías el teléfono desconectado, así que fui a tu tienda. Hablé con esa chica gótica que trabaja para ti. Me dijo dónde habías ido. Estuve charlando con ella unos diez minutos. ¿Sabe lo mío… digo, lo nuestro? ¿Lo de los Mercaderes de la Muerte?
—Sí, se lo dije hace mucho tiempo. ¿No estaba, esto, ocupada cuando llegaste? Con un tío, quiero decir.
—No. ¿Es que sale con alguien?
—Creía que eras gay.
—Yo nunca he dicho eso.
—Sí, pero tampoco te esforzaste por negarlo.
—Charlie, tengo una tienda de música en el Castro, hago más negocio siendo una Mercader de la Muerte gay que un tendero heterosexual.
—Tienes razón. No se me había ocurrido.
—No me digas. Entonces, ¿sale con alguien?
—Le doblas la edad y además creo que es un poco retorcida. Sexualmente, quiero decir.
—Entonces, ¿no sale con nadie?
—Es como una hermana pequeña para mí, Fresh. ¿Tú no tienes empleados así?
—¿Nunca has conocido a nadie que trabaje en una tienda de discos? No hay mayor depósito de arrogancia injustificada en todo el mundo. Yo envenenaría a mis empleados si creyera que puedo encontrarles sustitutos.
—No creo que salga con nadie, pero dado que el mundo está a punto de caer bajo el dominio de las Fuerzas de la Oscuridad, puede que no tengas tiempo de salir con chicas.
—No sé. Parece que le atraen las Fuerzas de la Oscuridad. Me gusta, es divertida, aunque un poco macabra, y le gusta Miles.
—¿A Lily le gusta Miles Davis?
—¿Es como tu hermana pequeña y no lo sabes?
Charlie levantó las manos.
—Llévatela, úsala, déjala tirada. No me importa, solo trabaja media jornada para mí. También puedes salir con mi hija. Va a cumplir seis años y seguramente le encanta Coltrane, aunque yo no lo sepa.
—Cálmate, estás exagerando.
—Da la vuelta y llévame a ese centro budista. Tengo que detener esto. Todo esto es por mí, Fresh. Soy el Luminatus.
—Qué va.
—Que sí —dijo Charlie.
—¿Eres la Gran Muerte… con eme mayúscula? ¿Tú? ¿Lo sabes seguro?
—Sí —contestó Charlie.
—Sabía que había algo distinto en ti, pero pensaba que el Luminatus sería… no sé… más alto.
—No empieces con eso, ¿vale?
Minty dejó la avenida Van Ness y cambió de sentido en la entrada de un hotel.
—¿Adónde vas? —dijo Charlie.
—A atropellar otra vez a esas arpías.
—¿Al centro budista?
—Ajá. ¿Tienes algún arma, aparte de esa ridícula espada?
—Mi amigo el policía me aconsejó que me agenciara una pistola.
Minty Fresh metió la mano en su chaqueta verde musgo y sacó la pistola más grande que Charlie había visto nunca. La puso sobre el asiento.
—Cógela. Es un Águila del Desierto del calibre 50. Capaz de pararle los pies a un oso.
Charlie recogió la pistola plateada. Pesaba como dos kilos y medio y el cañón parecía lo bastante grande para meter dentro el pulgar.
—Este chisme es enorme.
—Yo soy grandullón. Mira, tiene ocho balas. La recámara está llena. Tienes que amartillarla y soltar el seguro antes de disparar. Ahí y ahí. —Señaló el seguro y el martillo—. Si tienes que disparar, agárrala con fuerza. Si no estás preparado, te tirará de culo.
—¿Y tú?
Minty dio unas palmaditas en el otro lado de su chaqueta.
—Tengo otra.
Charlie volteó la pistola entre sus manos y vio cómo la luz de las farolas jugueteaba sobre su superficie cromada. (A los machos beta, que sienten instintivamente que siempre están en desventaja, les vuelven locos los cacharros vistosos capaces de igualar la situación).
—Es usted una caja de sorpresas, señor Fresh. No es el típico Mercader de la Muerte de dos metros de alto vestido de verde pastel.
—Gracias, señor Asher. Es usted muy amable.
—El placer es mío.
Su teléfono móvil sonó y Charlie lo abrió.
—Asher —dijo Rivera—, ¿dónde coño se ha metido? Llevo un rato dando vueltas por Misión y aquí no hay nada más que un montón de plumas negras volando por el aire.
—Sí, no pasa nada. Estoy bien, inspector. He encontrado a Minty Fresh, el de la tienda de discos. Estoy en el coche, con él.
—Entonces, ¿está a salvo?
—Relativamente.
—Bien. Intente pasar desapercibido. Yo volveré a llamarlo, ¿de acuerdo? Mañana mismo quiero hablar con su amigo.
—Entendido, inspector. Gracias por venir en mi auxilio.
—Tenga cuidado, Asher.
—De acuerdo. Intentaré no hacerme notar. Adiós.
Charlie cerró el teléfono y se volvió hacia Minty Fresh.
—¿Listo?
—Absolutamente —dijo el fresco.
La calle estaba desierta cuando se detuvieron frente al centro budista Tres Joyas.
—Yo iré por detrás —dijo Minty.
—Pues los coches son un asco, os lo digo yo —dijo Babd, que intentaba recomponerse mientras volvía renqueando con sus hermanas al gran barco—. Cinco mil años usando caballos y de repente hay que tener calles pavimentadas y automóviles. No les veo la gracia.
—Yo ni siquiera estoy segura de que tengamos que levantarnos y dejar que gobierne la Oscuridad —añadió Nemain—. Por lo visto, la Oscuridad se ha quedado obsoleta. Hablando como agente suyo, creo que necesita más tiempo. —Había quedado reducida a una forma mitad mujer, mitad cuervo, e iba perdiendo plumas mientras avanzaban a trompicones por la tubería.
—Es como si ese Carne Nueva tuviera alguien que velara por él —dijo Macha—. La próxima vez, que se las entienda Orcus con él.
—Eso, que vaya Orcus a buscarlo —dijo Babd—. A ver qué opina de los coches.