22

Replanteándose el oficio de tratante de géneros usados

Antón Dubois, el propietario de la librería Book’em Danno, en Misión, era el Mercader de la Muerte más antiguo de San Francisco. Al principio, claro está, no se había dado el nombre de «Mercader de la Muerte», pero cuando aquel tal Minty Fresh que abrió una tienda de discos en el Castro acuñó el término, no volvió a pensar en sí mismo de otro modo. Tenía sesenta y cinco años y, como no había usado el cuerpo para mucho más que para llevar la cabeza, que era donde vivía casi todo el tiempo, no gozaba de muy buena salud. A lo largo de sus muchos años de lectura, no obstante, había adquirido un conocimiento enciclopédico acerca de la ciencia y la mitología de la muerte. Así que, ese martes por la noche, justo después de que se pusiera el sol, cuando las vidrieras de su establecimiento se ennegrecieron como si de pronto el universo se hubiera quedado sin luz y las tres figuras femeninas avanzaron hacia él en la tienda mientras se hallaba sentado bajo su lamparita de leer, junto al mostrador del fondo, como en una diminuta isla amarilla en el vasto abismo del espacio, fue el primer hombre en mil quinientos años que supo con precisión qué (o quiénes) eran aquellas criaturas.

—Las Morrigan —dijo sin una sola nota de temor en la voz. Dejó su libro, pero no se molestó en marcar la página. Se quitó las gafas, las limpió con la camisa de franela y volvió a ponérselas como si no quisiera perderse detalle. En ese instante ellas eran solo tachones de luz negra azulada que se desplazaban entre las sombras profundas de la tienda, pero Antón podía verlas. Se detuvieron cuando habló. Una de ellas siseó, no con el siseo de un gato, sino con un sonido prolongado y firme, más parecido al silbido del aire al escapar de la balsa de goma que es lo único que lo separa a uno de un mar opaco repleto de tiburones: el siseo de la propia vida escapándose por las costuras.

—Ya me parecía que pasaba algo —dijo, ya un poco nervioso—. Con todas esas señales y la profecía sobre el Luminatus, sabía que pasaba algo, pero no creía que vinierais vosotras en carne y hueso, por decirlo así. Esto es muy emocionante.

—¿Un devoto? —preguntó Nemain.

—Un admirador —dijo Babd.

—Un sacrificio —añadió Macha.

Se movían a su alrededor, en las márgenes de su círculo de luz.

—Trasladé las vasijas de las almas —dijo Antón—. Supuse que a los otros les había pasado algo.

—Vaya, ¿te escuece no ser el primero? —dijo Babd.

—Será como la primera vez, tesoro —dijo Nemain—. Para ti, por lo menos. —Soltó una risilla.

Antón metió la mano bajo el mostrador y apretó un botón. Los cierres de acero comenzaron a desplegarse ante la tienda, por encima de los escaparates y la puerta.

—¿Te da miedo que nos escapemos, tortuga? —dijo Macha—. ¿A que parece una tortuga?

—Bueno, sé que los cierres no os van a impedir salir, no son para eso. Los libros dicen que sois inmortales, pero sospecho que eso no es del todo exacto. Hay muchas narraciones de guerreros que os han herido y os han visto curaros en el campo de batalla.

—Estaremos aquí diez mil años después de tu muerte, que tendrá lugar muy pronto, he de añadir —contestó Nemain—. Las almas, tortuga. ¿Dónde las has puesto? —Extendió sus garras y sacó las uñas para que captaran la luz del flexo de Antón. De sus puntas brotaba en gotas el veneno, que crepitaba al caer al suelo.

—Tú debes de ser Nemain, entonces —dijo él. La Morrigan sonrió. Antón distinguió sus dientes en la oscuridad.

Sintió que una extraña paz lo embargaba. Durante treinta años se había estado preparando de un modo u otro para aquel momento. ¿Qué era lo que decían los budistas? «Solo estando preparado para tu muerte puedes vivir plenamente». Si recoger almas y ver morir a la gente durante treinta años no lo preparaba a uno, ¿qué podía prepararlo? Debajo del mostrador, desenroscó con cuidado una tapa de acero inoxidable que ocultaba un botón rojo.

—Instalé esos cuatro altavoces en la parte de atrás de la tienda hace unos meses. Estoy seguro de que los veis, aunque yo no los vea —dijo.

—¡Las almas! —bramó Macha—. ¿Dónde están?

—Naturalmente, no sabía que seríais vosotras. Creía que tal vez fueran esas criaturitas que he visto paseándose por el vecindario. Creo que os gustará la música, empero.

Las Morrigan se miraron.

—¿Quién dice cosas como «empero»? —refunfuñó Macha.

—Está parloteando —dijo Babd—. Vamos a torturarlo. Arráncale los ojos, Nemain.

—¿Os acordáis de qué es una claymore[20]? —preguntó Antón.

—Una espada excelente para manejar con dos manos —dijo Nemain—. Muy buena para cortar cabezas.

—Lo sabía, lo sabía —dijo Babd—. ¡Ya se está pavoneando!

—Pues hoy en día una claymore es otra cosa —dijo Antón—. Después de trabajar tres décadas en el comercio de artículos de segunda mano, adquiere uno cosas sumamente interesantes. —Cerró los ojos y apretó el botón. Confiaba en que su alma acabara en un libro; preferiblemente, en su primera edición de Cannery Row[21], que había guardado a buen recaudo.

Las minas antipersonales esféricas Claymore que había instalado en los armarios para altavoces del fondo de la tienda estallaron de pronto, lanzando dos mil ochocientos balines de acero hacia los cierres de la puerta, justo por debajo de la velocidad del sonido, y haciendo jirones a Antón y a cuanto se les puso por delante.

Ray siguió al amor de su vida por espacio de una manzana a lo largo de la calle Mason, donde ella montó de un salto en un funicular que la condujo el resto del camino colina arriba, hacia el interior del barrio chino. El problema era que, aunque resultaba bastante fácil adivinar adónde iba un funicular, estos solo pasaban cada diez minutos, así que Ray no podía esperar al siguiente, subirse de un brinco y gritar:

—¡Siga a ese anticuado pero encantador transporte público y abórdelo!

Y no había taxis a la vista.

Resultó que subir al trote una de las empinadas colinas de la ciudad en un caluroso día de verano y en ropa de calle era algo distinto a correr en una cinta andadora dentro de un gimnasio con aire acondicionado detrás de una fila de prietas muñecas hinchables y, para cuando llegó a la calle California, Ray estaba empapado en sudor y no solo odiaba la ciudad de San Francisco y todo cuanto había en ella, sino que estaba dispuesto a pasar de Audrey y a volver a la relativa desesperación de las finlandesas que lo amaban desde lejos.

Tuvo un respiro en el intercambiador de la calle Powell, donde paran los funiculares en el barrio chino y pudo montarse de un salto en el coche que salió detrás del de Audrey y proseguir aquella persecución vertiginosa a doce kilómetros por hora a lo largo de diez manzanas más, hasta la calle Market.

Audrey se apeó del funicular, se fue derecha a la isleta de la calle Market y montó en un viejo tranvía que salió antes de que Ray llegara siquiera a la isleta. Era como una especie de bruja diabólica aficionada a los vehículos que circulaban por raíles, pensó Ray. Había que ver cómo aparecían los coches cuando los necesitaba y cómo se iban cuando llegaba él. Dominaba una suerte de magia negra tranviaria, de eso no había duda (en cuestiones del corazón, la imaginación de los machos beta puede volverse rápidamente en contra de un pretendiente indeciso, y en ese momento a Ray empezaba a agotársele la poca confianza en sí mismo que había logrado reunir).

Estaba, sin embargo, en la calle Market, la más concurrida de la ciudad, y pudo coger un taxi rápidamente y seguir a Audrey hasta el distrito de Misión, y hasta siguió en el taxi unas cuantas manzanas más cuando ella siguió el camino a pie.

Se mantuvo a una manzana de distancia y la siguió hasta un gran edificio Victoriano estilo Reina Ana, de color verde jade, en la calle Diecisiete, en cuya columna del porche una pequeña placa rezaba: «Centro budista Tres Joyas». Recuperó el aliento y la compostura y pudo observar cómodamente desde detrás de una farola, al otro lado de la calle, cómo subía Audrey las escaleras del centro. Cuando llegó al último escalón, la puerta de cristal emplomado se abrió de pronto y dos ancianas salieron corriendo, ansiosas al parecer por contarle algo, pero completamente desquiciadas. Las señoras le resultaban familiares. Ray contuvo el aliento y se metió la mano en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Sacó las fotocopias que se había guardado de las fotografías de los carnés de conducir de las mujeres a las que Charlie le había pedido que encontrara. Eran ellas: Esther Johnson e Irena Posokovanovich, y estaban allí, con la futura señora Macy. Entonces, mientras Ray intentaba dilucidar cuál podía ser la relación entre aquellos sucesos, la puerta del centro budista se abrió de nuevo y de ella salió lo que parecía una nutria ataviada con un minivestido de lentejuelas y botas de gogó, nutria que parecía dispuesta a cortarle los tobillos a Audrey con un par de tijeras.

En el Castro, Charlie y el inspector Rivera intentaban mirar por los escaparates de Fresh Music, más allá de los pósters de cartón duro y las carátulas gigantes de discos. Según el horario que figuraba en la puerta, la tienda debería estar abierta, pero la puerta estaba cerrada con llave y dentro estaba todo a oscuras. Por lo que Charlie podía ver, el local seguía igual que como lo había visto años antes, cuando fue a plantar cara a Minty Fresh, salvo por una diferencia: faltaba la estantería llena de refulgentes vasijas de almas.

Al lado había una tienda de yogur helado en la que Rivera hizo entrar a Charlie para hablar con el propietario, un tipo que parecía demasiado en forma para llevar una tienda de dulces y que dijo:

—Hace cinco días que no abre. A nosotros no nos ha dicho nada. ¿Le pasa algo?

—Estoy seguro de que está bien —dijo Rivera.

Tres minutos después, el inspector había conseguido los números de teléfono y la dirección de Minty Fresh gracias al operador del Departamento de Policía de San Francisco y, tras probar con los teléfonos y dar con el buzón de voz, fueron al apartamento de Fresh en Twin Peaks y descubrieron un montón de periódicos apilados junto a la puerta.

Rivera se volvió hacia Charlie.

—¿Conoce a alguien más que pueda respaldar lo que me ha contado?

—¿Se refiere a otros Mercaderes de la Muerte? —preguntó Charlie—. No los conozco, pero sí que sé de ellos. Seguramente no querrán hablar con usted.

—El dueño de una tienda de libros usados en el Haight y un chatarrero de la parte baja de la calle Cuatro, ¿no? —dijo Rivera.

—No —dijo Charlie—. A esos no los conozco. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque los dos han desaparecido —contestó Rivera—. Las paredes de la oficina del chatarrero estaban llenas de sangre. Y en el suelo de la librería del Haight había una oreja humana.

Charlie retrocedió hacia la pared.

—Eso no salió en el periódico.

—De ese tipo de cosas no informamos. Los dos vivían solos, nadie vio nada y ni siquiera sabemos si se cometió algún delito. Pero ahora que falta ese tal Fresh…

—¿Cree que esos tipos también eran Mercaderes de la Muerte?

—No estoy diciendo que me lo crea, Charlie, podría ser solo una coincidencia, pero cuando Ray Macy me llamó hoy para contarme lo suyo, en realidad fui a buscarlo por ese motivo: iba a preguntarle si los conocía.

—¿Ray me delató?

—Olvídelo. Puede que le haya salvado la vida.

Charlie pensó en Sophie por enésima vez esa noche. Lo preocupaba no estar con ella.

—¿Puedo llamar a mi hija?

—Claro —dijo Rivera—. Pero luego…

—La librería Book’em Danno, en Misión —dijo Charlie mientras se sacaba el móvil del bolsillo de la chaqueta—. No debe de estar ni a diez minutos de aquí. Creo que el dueño es uno de los nuestros.

Sophie estaba bien; estaba con la señora Korjev, dando de comer ganchitos de queso a los cancerberos. Preguntó a Charlie si necesitaba ayuda y a él se le saltaron las lágrimas y tuvo que hacer un esfuerzo por dominar su voz antes de contestar.

Siete minutos después aparcaron atravesados en medio de la calle Valencia, donde cinco camiones lanzaban agua hacia el segundo piso del edificio que albergaba la librería Book’em Danno. Salieron del coche y Rivera enseñó su insignia al agente de policía que había llegado el primero al lugar de los hechos.

—Los bomberos no pueden entrar —dijo el policía—. En la parte de atrás hay una puerta de acero contra incendios, y esos cierres deben de tener un cuarto de pulgada de grueso o más.

Los cierres de seguridad estaban combados hacia fuera y salpicados de miles de bultitos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Rivera.

—Todavía no lo sabemos —dijo el policía—. Los vecinos informaron de una explosión y eso es lo único que sabemos de momento. Arriba no vivía nadie. Hemos evacuado todos los edificios adyacentes.

—Gracias —dijo Rivera. Miró a Charlie con una ceja levantada.

—El Fillmore —dijo Charlie—. Una tienda de empeños, entre Fulton y Fillmore.

—Vamos —dijo el inspector, y lo agarró del brazo para ayudarlo a llegar al coche cojeando a toda prisa.

—Entonces, ¿ya no soy sospechoso? —preguntó Charlie.

—Ya veremos, si sobrevive —contestó Rivera mientras abría la puerta del coche.

Una vez dentro, Charlie llamó a su hermana.

—Jane, necesito que vayas a recoger a Sophie y a los cachorros y los lleves a tu casa.

—Claro, Charlie, pero acabamos de llevar las alfombras al tinte y Alvin

—No separes a Sophie de los cancerberos ni un segundo, Jane, ¿entendido?

—Hombre, Charlie, por supuesto.

—Lo digo en serio. Puede que esté en peligro. Los perros la protegerán.

—¿Qué está pasando? ¿Quieres que llame a la policía?

—Estoy con la policía, Jane. Por favor, ve a buscar a Sophie enseguida.

—Me voy ahora mismo. Pero ¿cómo voy a meterlos a todos en mi Subaru?

—Ya te las arreglarás. Si es necesario, ata a Alvin y Mohamed al parachoques y conduce despacio.

—Eso es espantoso, Charlie.

—No, no lo es. No les pasará nada.

—No, quiero decir que la última vez que lo hice me arrancaron el parachoques. Me costó seiscientos pavos arreglarlo.

—Tú vete a buscarla. Te llamo dentro de una hora. —Charlie desconectó el teléfono.

—Pues las claymore son un asco, eso está claro —dijo Babd—. A mí antes me gustaban las espadas escocesas, pero ahora… ahora tienen que hacerlo todo con explosivos y lleno de… ¿cómo se llama eso, Nemain?

—Metralla.

—Metralla —dijo Babd—. Y yo que empezaba a sentirme como antiguamente…

—¡Cállate! —bramó Macha.

—Pero es que duele —dijo Babd.

Iban flotando por la tubería de un desagüe por debajo de la calle Dieciséis, en Misión. Volvían a ser apenas bidimensionales y parecían negros estandartes de batalla hechos jirones, sombras raídas que supuraban una sustancia negra y viscosa al ascender por la tubería. A Nemain le faltaba por completo una pierna, que llevaba metida bajo el brazo mientras sus hermanas la remolcaban por el conducto.

—¿Puedes volar, Nemain? —preguntó Babd—. Empiezas a pesar.

—Aquí abajo no, y no pienso volver Arriba.

—Tenemos que volver —dijo Macha—. Si quieres curarte antes de que pase un milenio.

Al llegar a un ancho cruce de cañerías bajo la calle Market, las tres divas de la muerte oyeron que algo chapoteaba en la tubería, delante de ellas.

—¿Qué es eso? —preguntó Babd. Se pararon.

Algo pasó correteando velozmente por la tubería a la que se estaban acercando.

—¿Qué era eso? ¿Qué era eso? —preguntó Nemain, que no veía más allá de sus hermanas.

—Parecía una ardilla en traje de baile —contestó Babd—. Pero estoy débil y puede que me falle la vista.

—Además, eres idiota —dijo Macha—. Era un alma de regalo. ¡Cógela! Podemos curarle la pierna a Nemain con ella.

Macha y Babd soltaron a su hermana impedida y se abalanzaron hacia el cruce de cañerías al tiempo que el boston terrier se interponía en su camino.

Los pasos de las Morrigan al retroceder por la tubería hicieron el mismo ruido que un gato rasgando encaje.

—Vaya, vaya, vaya —canturreó Macha, mientras arañaba la tubería con lo que quedaba de sus garras para dar marcha atrás.

Holgazán lanzó una andanada de agudos y amenazantes ladridos y echó a correr por el túnel, detrás de ellas.

—¡Cambio de planes, cambio de planes, cambio de planes! —dijo Babd.

—Odio a los perros —dijo Macha.

Cogieron a su hermana al pasar.

—Nosotras, las diosas de la muerte, que pronto lo anegaremos todo en tinieblas, huyendo de un perrito —dijo Nemain.

—¿Y qué sugieres que hagamos, bonita? —preguntó Macha.

Allá en el Fillmore, Carrie Lang había cerrado su tienda de empeños y estaba esperando a sacar del limpiador ultrasónico unas joyas que había recibido ese día para ponerlas en la vitrina. Quería acabar de una vez y marcharse de allí, irse a casa, cenar y salir luego, quizá, un par de horas. Tenía treinta y seis años, era soltera y se sentía en la obligación de salir por si acaso conocía a algún tipo simpático, aunque prefiriera quedarse en casa y ver series policíacas en la tele. Se preciaba de no haberse vuelto una cínica. Un prendero, como un prestamista de fianzas, suele ver a la gente en sus peores momentos, y Carrie luchaba cada día contra la convicción de que el último tío decente sobre la faz de la tierra se hubiera convertido en un mangante o un drogata.

Últimamente no quería salir por culpa de las cosas extrañas que veía y oía en la calle: seres que se escabullían entre las sombras o murmullos procedentes de las alcantarillas. Cada vez le parecía más atrayente la perspectiva de quedarse en casa. Hasta había empezado a llevarse al trabajo a Cascabel, su basset hound de cinco años. A decir verdad, el perro no era gran cosa como medida defensiva (a menos que diera la casualidad de que el agresor no levantara del suelo ni la altura de una rodilla), pero tenía un ladrido potente y era muy posible que ladrara a los malos, siempre y cuando no llevaran en la mano una galleta para perros. Al final, resultó que las criaturas que estaban invadiendo la tienda esa noche no le llegaban ni a la altura de la rodilla.

Carrie era Mercader de la Muerte desde hacía nueve años y, cuando la conmoción inicial del fenómeno de la transferencia de las almas remitió y pudo acostumbrarse a aquello (cosa que solo le llevó cuatro años) comenzó a ver aquel asunto como una parte más del negocio. Sabía, sin embargo, por El gran libro de la muerte, que algo estaba pasando, y ello le ponía los pelos de punta.

Al acercarse a la fachada de la tienda para bajar los cierres de seguridad, oyó que algo se movía tras ella en la penumbra, algo de escasa estatura, en algún lugar cerca de las guitarras. Aquella cosa rozó una cuerda al pasar y un mi vibró en el aire como una advertencia. Carrie dejó de echar los cierres y comprobó que llevaba las llaves encima, por si acaso tenía que salir pitando a la calle. Desabrochó la funda de su revólver del 38 y pensó, Qué coño, yo no soy poli, y sacó el arma y apuntó hacia la guitarra todavía resonante. Un policía con el que había salido hacía unos años la había convencido de que llevara siempre encima una Smith & Wesson cuando estuviera en la tienda, y aunque nunca antes había tenido que sacarla, sabía que la pistola había servido de elemento disuasorio para ladrones.

¿Cascabel?

Le contestó un arrastrar de pie en la trastienda. ¿Por qué había apagado casi todas las luces? Los interruptores estaban en la trastienda, y se movía guiándose por las luces de emergencia, que casi no alumbraban el suelo, de donde procedían los ruidos.

—Tengo una pistola y sé usarla —dijo, y se sintió estúpida mientras aquellas palabras salían de su boca.

Esta vez le contestó un gemido ahogado.

¡Cascabel!

Carrie pasó por debajo de la abertura del mostrador y corrió a la trastienda. Al mismo tiempo barría la zona con la pistola como veía hacer en las series policíacas. Otro gemido. Distinguió a Cascabel tendido en su lugar de costumbre, junto a la puerta trasera. Pero el perro tenía algo prendido alrededor de las pezuñas y el hocico. Cinta aislante.

Carrie alargó la mano para encender las luces y algo le golpeó las corvas. Intentó darse la vuelta y aquella cosa la golpeó en el pecho, haciéndola perder el equilibrio. Unas garras afiladas arañaron sus muñecas mientras caía, y perdió el revólver. Se golpeó la cabeza contra la jamba de la puerta, lo cual disparó dentro de su cráneo una especie de luz estroboscópica; después, algo le golpeó la nuca con fuerza y todo se volvió negro.

Todavía estaba a oscuras cuando volvió en sí. No sabía cuánto tiempo había pasado inconsciente y no podía moverse para mirar el reloj. Dios mío, me han roto el cuello, pensó. Veía objetos moverse más allá de ella; cada uno de ellos resplandecía con una luz roja y mortecina, iluminando apenas a la criatura que lo llevaba: diminutas caras esqueléticas, colmillos, garras y cuencas oculares muertas y vacías. Las vasijas de las almas parecían cruzar flotando la habitación, escoltados por una marioneta de carroña. Luego sintió las garras, las criaturas que la tocaban y se movían bajo ella. Intentó gritar, pero tenía la boca tapada con cinta aislante.

Sintió que la levantaban y distinguió la forma de la puerta trasera al abrirse cuando la pasaron por ella, a cosa de medio metro del suelo. La elevaron luego hasta ponerla casi en posición vertical y se sintió caer a un negro abismo.

Encontraron abierta la puerta de atrás de la tienda de empeños y al basset hound atado y amordazado en un rincón. Rivera inspeccionó la tienda con el arma en alto y una linterna en la mano y, al no ver a nadie dentro, llamó a Charlie para que entrara desde el callejón.

Charlie encendió las luces al entrar.

—¡Oh, oh! —dijo.

—¿Qué pasa? —preguntó Rivera.

Charlie señaló una vitrina con el cristal roto.

—En esa vitrina guardaba las vasijas de las almas. Estaba casi llena cuando estuve aquí. Y ahora, en fin…

Rivera miró la vitrina vacía.

—No toque nada. No sé qué ha pasado aquí, pero no creo que el responsable sea el mismo que atacó a los otros tenderos.

—¿Por qué? —Charlie miró hacia la trastienda, al basset hound.

—Por él —dijo Rivera—. No se ata a un perro si uno piensa asesinar a alguien y dejar sangre y restos humanos por todas partes. Es otra mentalidad.

—Puede que ella estuviera atando al perro cuando la sorprendieron —dijo Charlie—. Tenía pinta de mujer policía.

—Sí, ya, y a todos los policías nos va el bondage canino, ¿es eso lo que insinúa? —Rivera se enfundó el arma, sacó del bolsillo una navaja y se acercó al basset hound, que se retorcía en el suelo.

—No, no es eso. Perdone. Pero tenía una pistola.

—La dueña debía de estar aquí —dijo Rivera—. Si no, estaría puesta la alarma. ¿Qué es eso que hay en la jamba de la puerta? —Estaba cortando la cinta aislante de las patas del perro, con cuidado de no hacerle daño. Señaló con la cabeza hacia la puerta que comunicaba la tienda con la trastienda.

—Sangre —dijo Charlie—. Y un poco de pelo.

Rivera asintió con la cabeza.

—¿Eso que hay en el suelo también es sangre? No lo toque.

Charlie miró un charco de unos siete centímetros que había a la izquierda de la puerta.

—Sí, creo que sí.

Rivera soltó las patas del perro y se arrodilló sobre él para sujetarlo mientras le quitaba la cinta del hocico.

—Esas marcas que hay, no las embadurne. ¿Qué son? ¿Pisadas de zapato parciales?

—Parecen más bien huellas de pájaro. De pollo, quizá.

—No. —El inspector soltó al perro, que inmediatamente intentó abalanzarse sobre su traje italiano y lamerle la cara para celebrarlo. Rivera lo sujetó por el collar y se acercó a donde Charlie estaba examinando las marcas del suelo.

—Pues sí que parecen pisadas de pollo —dijo.

—Sí —repuso Charlie—. Y tiene usted baba de perro en la chaqueta.

—Tengo que informar de esto, Charlie.

—Entonces, ¿a baba de perro es el factor decisivo para pedir refuerzos?

—Olvídese de la baba de perro. La baba de perro no es relevante. Tengo que informar de esto y llamar a mi compañero. Se va a cabrear porque le haya hecho esperar tanto. Y tengo que llevarlo a usted a casa.

—Ya le parecerá relevante, ya, si no consigue quitar la mancha de esa chaqueta de mil dólares.

—Céntrese, Charlie. En cuanto llegue otra unidad, lo mandaré a casa. Tiene mi móvil. Avíseme si pasa algo. Lo que sea.

Rivera llamó a comisaría desde su teléfono móvil y pidió al operador que enviara una unidad de agentes uniformados y un equipo de investigación forense en cuanto estuvieran disponibles. Cuando cerró el teléfono, Charlie preguntó:

—Entonces, ¿ya no estoy detenido?

—No. Manténgase en contacto. Y tenga cuidado, ¿de acuerdo? Puede que incluso le convenga pasar unas cuantas noches fuera de la ciudad.

—No puedo. Soy el Luminatus. Tengo responsabilidades.

—Pero no sabe cuáles son…

—El hecho de que no sepa cuáles son no significa que no las tenga —replicó Charlie, quizá poniéndose en exceso a la defensiva.

—¿Y seguro que no sabe cuántos más de estos Mercaderes de la Muerte hay en la ciudad, ni dónde pueden estar?

—Minty Fresh me dijo que había por lo menos una docena, es lo único que sé. Pero en mis paseos sólo me encontré con esta mujer y con ese tipo de Misión.

Oyeron parar un coche en el callejón y Rivera se acercó a la puerta trasera y dio indicaciones a los agentes; luego se volvió hacia Charlie.

—Váyase a casa y duerma un poco si puede, Charlie. Estaremos en contacto.

Charlie dejó que el agente uniformado lo condujera al coche patrulla y lo ayudara a subir a la parte de atrás. Mientras el coche retrocedía por el callejón, saludó con la mano a Rivera y al basset hound.