Cortesía corriente
Charlie se sentía dividido: le apetecía mucho llevarse su bastón espada, pero no podía manejarlo mientras llevara las muletas. Pensó en pegarlo con cinta aislante a una de las muletas, pero le pareció que llamaría demasiado la atención.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Ray—. Quiero decir que si puedes conducir, con la pierna y todo eso.
—Me las arreglaré —dijo Charlie—. Alguien tiene que vigilar la tienda.
—Charlie, antes de que te vayas, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Claro. —No preguntes, no preguntes, no preguntes, pensó.
—¿Para qué necesitabas que encontrara a esas mujeres?
Tenías que preguntar, cabrón con pescuezo de robot.
—Ya te lo dije, por un asunto de herencias. —Charlie se encogió de hombros. No pasa nada, déjalo ya, aquí no hay nada que fisgar.
—Sí, ya sé que eso fue lo que me dijiste, y normalmente tendría sentido, pero resulta que he descubierto un montón de cosas sobre esas dos mujeres mientras las buscaba… y en sus familias no ha muerto nadie últimamente.
—Es curioso —dijo Charlie mientras jugueteaba con las llaves, el bastón, la agenda y las muletas junto a la puerta trasera—. Los legados que recibieron no eran de parientes. Eran de viejos amigos. —No me extraña que no gustes a las mujeres, eres un pelmazo.
—Ajajá —dijo Ray, poco convencido—. ¿Sabes?, cuando la gente huye, cuando llega hasta el punto de fingir su propia muerte para escapar, suele huir de algo. ¿Eres tú ese algo, Charlie?
—Ray, escucha lo que estás diciendo. ¿Otra vez estás con ese rollo del asesino en serie? Pensaba que Rivera te lo había explicado.
—Entonces, ¿esto tiene que ver con Rivera?
—Digamos que está interesado en el asunto —contestó Charlie.
—¿Y por qué no lo has dicho antes?
Charlie suspiró.
—Ray, se supone que no debo hablar de estas cosas, ya lo sabes. La Cuarta Enmienda y todo eso. Recurrí a ti porque eres bueno y tienes contactos. Cuento contigo y confío en ti. Creo que tú también sabes que puedes contar conmigo y confiar en mí, ¿no? Quiero decir que, en todos estos años, nunca he puesto en peligro tu pensión de invalidez por un descuido en nuestro acuerdo, ¿verdad?
Era una amenaza, aunque sutil, y Charlie se sintió mal por ello, pero no podía permitir que Ray siguiera indagando, sobre todo teniendo en cuenta que él mismo se hallaba en territorio ignoto: ni siquiera sabía a qué clase de enredo se enfrentaba.
—Entonces, ¿la señora Johnson no va a acabar muerta porque la haya encontrado para ti?
—No voy a ponerle una mano encima a la señora Johnson ni a la señora Pojo… a la señora Pokojo… a esa otra señora. Te doy mi palabra. —Charlie levantó la mano como si jurara sobre la Biblia y se le cayó una muleta.
—¿Por qué no usas solo el bastón? —preguntó Ray.
—Tienes razón —dijo Charlie. Dejó las muletas contra la puerta e intentó apoyar el peso del cuerpo en la pierna mala y el bastón. Los médicos habían dicho que la herida era, en efecto, superficial, de modo que no había dañado ningún tendón, sino solo tejido muscular, pero apoyarse en aquel pie le dolía a rabiar. Resolvió que le bastaría con el bastón.
—Estaré de vuelta antes de las cinco para relevarte. —Salió cojeando por la puerta.
A Ray no le gustaba que le mintieran. Ya le habían mentido bastante las filipinas desesperadas y empezaba a tomarse a mal que lo tomaran por tonto. ¿A quién se creía Charlie Asher que estaba engañando? En cuanto tuviera organizada la tienda, daría un toque a Rivera para comprobarlo por sí mismo.
Entró en la tienda y limpió un poco el polvo; después, se acercó a la estantería «especial» de Charlie, donde guardaba las cosas raras, sacadas de legados de difuntos, por las que tanto se desvivía. Se suponía que solo había que vender uno de aquellos objetos por cliente, pero durante las dos semanas anteriores Ray había vendido cinco a la misma mujer. Sabía que debería habérselo dicho a Charlie, pero la verdad, ¿para qué? Por lo visto, Charlie no estaba siendo franco con él en nada.
Además, la mujer que había comprado aquellas cosas era muy guapa, y le había sonreído. Tenía el pelo bonito, una figura atractiva y unos ojos de color azul claro realmente llamativos. Además, había un algo en su voz… Parecía tan… ¿tan qué? Tan serena, quizá. Como si supiera que todo iba a salir bien y que no había que preocuparse por nada. Tal vez Ray estuviera proyectando en ella sus deseos. Y, además, no tenía nuez, lo cual era un gran aliciente para él últimamente. Había intentado averiguar su nombre y hasta echar un vistazo a su cartera, pero ella siempre pagaba en efectivo y ocultaba el interior de su cartera con tanto cuidado como un jugador de póquer sus cartas. Si iba allí en coche, aparcaba tan lejos que Ray no la veía meterse en él desde la tienda, de modo que no había podido anotar el número de la matrícula para seguirle la pista.
Resolvió preguntarle su nombre si iba ese día. Y seguramente iría. Solo aparecía cuando él estaba solo. Ray la había visto mirar por el escaparate una vez, cuando estaba trabajando con Lily, y ella solo había entrado en la tienda después, cuando Lily ya no estaba. Confiaba de todo corazón en que apareciera.
Intentó serenarse para llamar a Rivera. No quería parecerle un cretino a un tipo que todavía estaba en el oficio. Utilizó su teléfono móvil para hacer la llamada; de ese modo, Rivera sabría que era él quien llamaba.
A Charlie no le hacía ninguna gracia dejar sola a Sophie tanto tiempo después de lo sucedido hacía apenas unos días, pero, por otro lado, fuera lo que fuese lo que amenazaba a su hija, estaba claro que se debía al hecho de que él hubiera extraviado las vasijas de aquellas dos almas. Cuanto antes resolviera el problema, antes disminuiría la amenaza. Además, los cancerberos eran la mejor defensa de Sophie, y Charlie había dado instrucciones precisas a la señora Ling para que Sophie no se separara ni un segundo de los perros, por ningún motivo.
Tomó Presidio Boulevard a través del parque Golden Gate para salir al Sunset, y se dijo que debía llevar a Sophie al Jardín de Té Japonés para dar de comer a las carpas, ahora que su mala sombra con las mascotas parecía haber remitido.
El distrito de Sunset se extendía justo al sur del parque Golden Gate, bordeado por la American Highway y Ocean Beach al oeste, y por Twin Peaks y la Universidad de San Francisco al este. Antaño había sido un suburbio, hasta que la ciudad se expandió y acabó por incluirlo en ella, y muchas de sus casas eran modestas viviendas unifamiliares de una sola planta, construidas en serie en las décadas de 1940 y 1950. Eran como los mosaicos de cajitas que salpicaban los vecindarios de todo el país en aquel periodo posbélico, pero en San Francisco, donde se habían construido tantas cosas después del terremoto y el incendio de 1906, y más tarde durante el boom económico de fines del siglo XX, parecían un anacronismo. Charlie tenía la impresión de ir atravesando la era Eisenhower, al menos hasta que dejó atrás a una madre que, con la cabeza afeitada y tatuajes tribales en el cuero cabelludo, empujaba un carrito para gemelos.
La hermana de Irena Posokovanovich vivía en una casita de madera de una sola planta y con un porche de reducidas dimensiones en cuyas espalderas, a cada lado, crecían jazmines trepadores que se erizaban en el aire como cabelleras la mañana después de haber practicado el sexo. El resto del jardín diminuto estaba cuidado con esmero, desde el seto de acebo al pie de la acera hasta los geranios rojos que flanqueaban el caminito de cemento que llevaba a la casa.
Charlie aparcó a una manzana de allí y fue andando hasta la casa. Por el camino estuvo a punto de ser arrollado por dos corredores distintos, uno de ellos una madre joven que empujaba un carrito de bebé para correr. Aquellas personas no podían verlo: estaba de servicio. Pero ¿pero cómo iba a ingeniárselas para entrar en la casa? ¿Y qué haría luego? Si era el Luminatus, quizá su sola presencia se ocupara de resolver el problema.
Echó un vistazo a la parte de atrás y vio que había un coche en el garaje; sin embargo, las persianas de todas las ventanas estaban bajadas. Por fin se decidió por el ataque frontal y llamó al timbre.
Unos segundos después abrió la puerta una mujer menuda de unos setenta años, vestida con una bata de felpilla rosa.
—¿Sí? —dijo mientras miraba el bastón de Charlie con cierto recelo. Rápidamente, echó el cerrojo de la puerta mosquitera—. ¿Puedo servirle en algo?
Era la mujer de la fotografía.
—Sí, señora, estoy buscando a Irena Posokovanovich.
—Pues no está aquí —dijo Irena Posokovanovich—. Se habrá equivocado usted de casa. —Empezó a cerrar la puerta.
—¿No salió su esquela en el periódico hace un par de semanas? —preguntó Charlie. De momento, su sobrecogedora presencia de Luminatus no estaba surtiendo mucho efecto sobre ella.
—Pues sí, creo que sí —dijo la mujer, presintiendo una vía de escape. Abrió la puerta un poco más—. Fue una tragedia. Todos la queríamos mucho. Era la mujer más amable, más generosa, más encantadora, atractiva (bueno, para su edad, ya sabe) y culta que…
—Y evidentemente no sabía que se considera un gesto de cortesía corriente, cuando se publica una esquela, el morirse de verdad. —Charlie le mostró la fotografía agrandada de su carné de conducir. Se le pasó por la cabeza añadir «¡Ajá!», pero le pareció que sería pasarse un poco.
Irena Posokovanovich cerró la puerta de golpe.
—No sé quién es usted, pero se ha equivocado de casa —dijo a través de ella.
—Sabe perfectamente quién soy —contestó Charlie. La verdad era que seguramente aquella mujer no tenía ni idea de quién podía ser—. Y sé quién es usted, y se supone que murió hace tres semanas.
—Se equivoca. Ahora váyase antes de que llame a la policía y les diga que hay un violador en mi puerta.
A Charlie le dieron unas cuantas arcadas; luego, insistió.
—No soy un violador, señora Poso… Posokov… Soy la Muerte, Irena. Eso es lo que soy. Y usted está caducada. Tiene que morirse, en este preciso instante, si es posible. No hay nada que temer. Es como quedarse dormido. Bueno…
—No estoy preparada —gimoteó Irena—. Si lo estuviera, no me habría ido de casa. No estoy preparada.
—Lo siento, señora, pero he de insistir.
—Estoy segura de que está usted en un error. Puede que haya otra señora Posokovanovich.
—No, aquí está, en la agenda, con su dirección. Es usted. —Charlie levantó hasta el ventanillo de la puerta su agenda, abierta por la página en la que aparecía el nombre de la señora Posokovanovich.
—¿Y dice usted que esa es la agenda de la Muerte?
—Correcto, señora. Fíjese en la fecha. Y este es el segundo aviso.
—¿Y usted es la Muerte?
—Eso es.
—Pues qué estupidez.
—No soy ningún estúpido, señora Posokovanovich. Soy la Muerte.
—¿Y no se supone que debe llevar una guadaña y un sayo largo y negro?
—No, ya no lo hacemos así. Acepte mi palabra, soy la Muerte. —Intentó parecer realmente macabro.
—En los cuadros, la muerte es siempre muy alta. —Estaba de puntillas, Charlie lo notaba por cómo brincaba para mirarlo por el ventanillo—. Usted no parece tan alto.
—No hay exigencias de estatura.
—Entonces, ¿podría ver su tarjeta de visita?
—Claro. —Charlie sacó una tarjeta y la puso contra el cristal.
—Ahí dice «Tratante de ropa y accesorios usados».
—Eso es. Exacto. —Charlie comprendió que debería haber encargado un segundo juego de tarjetas de visita—. ¿Y de dónde cree que saco esas cosas? De los muertos. ¿Entiende usted?
—Señor Asher, voy a tener que pedirle que se marche.
—No, señora, soy yo quien va a tener que insistir en que fallezca usted en este instante. Se ha pasado usted de fecha.
—¡Váyase! Es usted un charlatán y creo que necesita ayuda psicológica.
—¡Con la Muerte! ¡Se las está viendo usted con la Muerte! ¡Con eme mayúscula, zorra! —Bueno, aquello estaba fuera de lugar. Charlie se sintió mal en cuanto lo dijo—. Perdone —masculló frente a la puerta.
—Voy a llamar a la policía.
—Adelante, señora… esto… Irena. ¿Sabe usted qué van a decirle? ¡Que está muerta! Salió en el Chronicle. Y esos casi nunca publican nada que no sea cierto.
—Váyase, por favor. Me entrené mucho tiempo para poder vivir más. No es justo.
—¿Qué ha dicho?
—Márchese.
—La he oído. Me refiero a eso de que se entrenó mucho tiempo.
—No haga caso. Váyase en busca de otro.
Charlie ignoraba qué haría si no lo dejaba entrar. Tal vez tuviera que tocarla para que sus facultades mortíferas entraran en acción. Recordaba haber visto de niño Dimensión desconocida, una vieja serie en la que Robert Redford hacía de la Muerte y una anciana no lo dejaba pasar, así que él se fingía herido y cuando ella iba a ayudarlo… ¡zas! Ella la palmaba y él se la llevaba tranquilamente al Agujero de la Pared, donde ella lo ayudaba a producir películas independientes. Tal vez eso funcionara. Tenía el reparto perfecto, y además un bastón.
Miró a un lado y a otro de la calle para asegurarse de que nadie lo veía; después se tendió en el suelo, entre el pequeño porche y los escalones de cemento. Lanzó el bastón contra la puerta para que retumbara con estruendo sobre el cemento y profirió entonces lo que le pareció un lamento muy convincente.
—¡Aaaaaaaay! ¡Me he roto la pierna!
Oyó pasos dentro y distinguió por el ventanillo el pelo gris de la señora Posokovanovich, que brincaba un poco para poder verlo.
—¡Ay, cómo duele! —gimoteó—. ¡Socorro!
Más pasos, los postigos de la ventana de la derecha de la puerta se separaron y Charlie vio un ojo. Fingió una mueca de dolor.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la señora Posokovanovich.
—Necesito ayuda. Tenía la pierna herida y me he resbalado en los escalones. Creo que me he roto algo. Hay sangre y sobresale un trozo de hueso. —Mantenía la pierna por debajo del nivel de su visión.
—Madre mía —dijo ella—. Espere un minuto.
—Socorro. Por favor. Qué dolor. ¡Qué… dolor! —Charlie tosió como tosen los vaqueros cuando se están muriendo en el polvo y las cosas se ponen feas de verdad.
Oyó correr el pestillo y un momento después se abrió la puerta de dentro.
—¿Está herido de verdad? —dijo ella.
—Por favor —dijo Charlie tendiéndole la mano—. Ayúdeme.
Ella quitó el cerrojo de l mosquitera. Charlie disimuló una sonrisa.
—Ay, gracias —gimió.
Ella abrió la mosquitera de par en par y de pronto le roció la cara con un chorro de aerosol de pimienta.
—¡Yo también vi ese capítulo de Dimensión desconocida, so hijoputa! —La puerta se cerró de golpe. El cerrojo volvió a cerrarse.
Charlie notaba la cara en llamas.
Por fin logró ver lo suficiente para caminar, y cuando volvía a su furgoneta oyó una voz femenina que le decía:
—Yo te habría dejado entrar, amor. —Luego, un coro de espeluznantes risas de muchacha salió de una alcantarilla. Charlie se pegó de espaldas a la furgoneta, listo para sacar la espada del bastón, pero entonces oyó salir de la alcantarilla lo que parecía el ladrido de un perrito.
—¿De dónde ha salido ese? —dijo una de las arpías.
—¡Me ha mordido! ¡Será cabrón!
—¡Cógelo!
—Odio a los perros. Cuando dominemos el mundo, nada de perros.
El ladrido se fue desvaneciendo, seguido por las voces de las arpías del, alcantarillado. Charlie respiró hondo e intentó aliviar el dolor de los ojos a fuerza de pestañear. Necesitaba reponerse, pero pensaba doblegar a la vieja señora, con aerosol de pimienta o sin él.
Tardó casi una hora en tomar posiciones, pero, en cuanto estuvo listo, dejó en el suelo el bloque de hormigón, abrió su móvil y marcó el número que le habían dado en información.
Contestó una mujer.
—Diga.
—Señora, soy de la compañía del gas —dijo Charlie con su mejor voz de empleado de la compañía del gas—. Según mi pantalla, su casa presenta pérdida de presión. Vamos a mandar una furgoneta inmediatamente, pero todo el mundo tiene que salir de la casa enseguida.
—Pues ahora mismo estoy sola, pero lo siento, no huelo a gas.
—Puede que se esté concentrando debajo de la casa —repuso Charlie, y se enorgulleció de sí mismo por ser tan sagaz—. ¿Hay alguien más en la casa?
—No, solo estamos yo y mi gatita, Samantha.
—Señora, por favor, coja al gato y salga a la calle. Nuestra furgoneta irá a su encuentro. Salga ahora mismo, ¿de acuerdo?
—Bueno, está bien.
—Gracias, señora. —Charlie colgó. Sintió movimiento dentro de la casa. Se acercó hasta el borde del tejado del porche y levantó el bloque de hormigón por encima de su cabeza. Parecerá un accidente, pensó, como si se hubiera caído un bloque de hormigón del tejado. Se alegraba de que nadie pudiera verlo allá arriba. Estaba sudando por la ascensión, tenía los sobacos manchados y los pantalones hechos un higo.
Oyó abrirse la puerta y se preparó para arrojar el bloque de hormigón en cuando su objetivo saliera de debajo del tejado.
—Buenas tardes, señora. —Una voz de hombre procedente de la calle.
Charlie bajó la mirada y vio al inspector Rivera de pie en la acera. Acababa de bajarse de un coche sin distintivos. ¿Qué coño estaba haciendo allí?
—¿Es usted de la compañía del gas? —preguntó la señora Posokovanovich.
—No, señora, soy de la policía de San Francisco. —Rivera le enseñó su insignia.
—Me han dicho que había un escape de gas —dijo ella.
—Ya nos hemos ocupado de eso, señora. ¿Podría volver a entrar en la casa? Enseguida estoy con usted, ¿de acuerdo?
—Bueno, vale.
Charlie oyó abrirse y cerrarse las puertas. Le temblaban los brazos de sujetar el bloque de hormigón por encima de la cabeza. Intentó respirar sigilosamente, pensando que el sonido de sus resoplidos tal vez atrajera la atención de Rivera y lo hiciera visible.
—Señor Asher, ¿qué está haciendo ahí arriba?
Charlie estuvo a punto de perder el equilibrio y caerse.
—¿Puede verme?
—Sí, señor, claro que puedo. Y también veo el bloque de hormigón que sostiene sobre su cabeza.
—Ah, se refiere a esta bobada.
—¿Qué pensaba hacer con eso?
—¿Reparaciones? —preguntó Charlie. ¿Cómo podía verlo Rivera si estaba en su papel de recuperador de vasijas de almas?
—Lo siento, pero no le creo, señor Asher. Va a tener que soltar el bloque de hormigón.
—Preferiría no hacerlo. Fue muy duro subirlo hasta aquí.
—Puede que sí, pero debo insistir en que lo suelte.
—Eso iba a hacer, pero entonces apareció usted.
—Por favor, hágame caso. Mire, está usted sudando. Baje de ahí y podrá sentarse en el coche conmigo. Tiene aire acondicionado. Charlaremos sobre trajes italianos, sobre los Giants… no sé… sobre por qué estaba a punto de aplastarle los sesos a esa encantadora señora con un bloque de hormigón. Aire acondicionado, señor Asher… ¿no le apetece?
Charlie bajó el bloque de hormigón y lo apoyó sobre su muslo. Al hacerlo, notó que sus pantalones se rasgaban irremediablemente.
—Menudo aliciente. ¿Qué cree que soy? ¿Un indio primitivo del Amazonas? Ya he probado otras veces el aire acondicionado. Hasta lo tengo en la furgoneta.
—Sí, reconozco que no es precisamente un fin de semana en París, pero la alternativa es bajarlo del tejado a tiros y que lo metan en una bolsa de plástico, lo cual resultaría muy agobiante con este calor.
—Bueno, sí —repuso Charlie—. Dicho así, el aire acondicionado parece mucho más atrayente. Gracias. Primero voy a tirar el bloque, si le parece bien.
—Eso sería fantástico, señor Asher.
Desengañado de las filipinas desesperadas, Ray estaba navegando por la selección de maestras solitarias de primer curso con másters en Física nuclear de Feminasamorosas.com cuando entró ella. Ray oyó la campanilla, la vio por el rabillo del ojo y, olvidándose de que tenía las vértebras del cuello dañadas, intentó volverse torciendo violentamente el lado izquierdo de la cara.
Ella lo vio mirarla y sonrió.
Ray le devolvió la sonrisa y después, por el rabillo del ojo, miró el monitor con la foto de una maestra de primer curso que se sostenía los pechos, y torció violentamente el lado derecho de la cara para intentar volverse a tiempo de apretar el botón de apagado antes de que ella pasara ante el mostrador.
—Solo voy a echar un vistazo —dijo el amor de su vida—. ¿Qué tal está hoy?
—Hola —contestó Ray. El «hola» (con el que empezaba siempre sus ensayos mentales) se le escapó antes de que se diera cuenta de que aquello lo dejaba un poco rezagado—. Digo, bien. Perdone. Estaba trabajando.
—Ya lo veo. —Otra vez aquella sonrisa.
Era tan comprensiva, tan tolerante… y tan amable… Se le notaba en los ojos. Ray sabía en el fondo de su corazón que, por aquella mujer, sería capaz hasta de tragarse una película de época. Podría ver de principio a fin Una habitación con vistas y El paciente inglés solo por compartir una pizza con ella. Y ella lo detendría cuando estuviera a punto de meterse en la boca el revólver reglamentario en mitad de la segunda película, porque así era ella: compasiva.
Ella aparentó echar un vistazo por la tienda, pero no habían pasado ni dos minutos cuando se hallaba ya ante la estantería especial de Charlie. El letrero ponía: «Mercancías especiales: solo un artículo por cliente», pero no decía si era un artículo por cliente y día, o uno de por vida. Pensándolo bien, Charlie no había especificado. Claro que Lily se había puesto muy pesada con que era importantísimo que respetaran aquella norma, pero Lily era Lily: tal vez hubiera madurado un poco, pero seguía siendo una perturbada.
Pasado un rato, ella escogió un despertador eléctrico y lo llevó al mostrador. Había llegado el momento. Ray oyó abrirse la puerta trasera.
—¿Esto es todo? —dijo.
—Sí —dijo la futura señora de Ray Macy—. Estaba buscando algo así.
—Sí, no hay nada como un Sunbeam —repuso Ray—. Son dos dieciséis con impuestos… Bueno, qué demontre, dejémoslo en dos.
—Es usted muy amable —dijo ella mientras hurgaba en un colorido bolsito guatemalteco de punto de algodón.
—Hola, Ray —dijo Lily, que de pronto apareció a su lado como un espectro malvado que surgiera de la nada para chupar, cual sanguijuela, cada momento potencialmente gozoso de su existencia.
—Hola, Lily —dijo él.
Lily pulsó unas teclas del ordenador. Retardado por su cara recientemente dislocada, Ray no pudo volverse antes de que apretara el botón de encendido del monitor.
—¿Qué es esto? —preguntó ella.
Con la mano libre, Ray le dio un puñetazo en el muslo por debajo del mostrador.
—¡Ay! ¡Gilipollas!
—Estoy seguro de que le encantará despertarse con esto —dijo Ray mientras le entregaba el despertador a la mujer que sería su reina.
—Muchísimas gracias —contestó su bella diosa morena.
—Por cierto —se lanzó a decir él—, ha venido un par de veces y me preguntaba, ya sabe, por curiosidad… esto… ¿cómo se llama?
—Audrey.
—Hola, Audrey. Yo soy Ray.
—Encantada de conocerte, Ray. Tengo que irme. Adiós. —Saludó por encima del hombro y salió por la puerta.
Ray y Lily la vieron alejarse.
—Bonito culo —dijo Lily.
—Ha dicho mi nombre —dijo Ray.
—Es un poco… no sé… real para ti.
Ray se volvió hacia Lily, su archienemiga.
—Tienes que cuidar la tienda. Yo tengo que irme.
—¿Porqué?
—Tengo que seguirla, descubrir quién es. —Ray empezó a recoger sus cosas: el teléfono, las llaves, la gorra de béisbol.
—Sí, eso es muy saludable, Ray.
—Dile a Charlie que… No le digas nada a Charlie.
—Vale. Entonces, ¿no pasa nada si salgo de la página de las feas?
—¿De qué estás hablando?
Lily se apartó de la pantalla y fue señalando las letras mientras leía.
—Féminas Amorosas: FE-AS. —Esbozó una sonrisa petulante y satisfecha, como esa niña que siempre ganaba los concursos de ortografía en tercer curso. ¿Verdad que era odiosa aquella niña?
Ray no daba crédito. Ya ni siquiera se andaban con sutilezas.
—Ahora no puedo hablar —dijo—. Tengo que irme. —Salió corriendo por la puerta y enfiló la calle Masón en pos de la hermosa y compasiva Audrey.
Rivera había llevado a Charlie en coche hasta el restaurante Cliff House, que daba a Seal Rocks, y lo había obligado a invitarlo a una copa mientras contemplaba a los surfistas de la playa. No era Rivera hombre morboso, pero sabía que, si iba allí las veces suficientes, al final vería a algún surfista atacado por un tiburón blanco. De hecho, confiaba angustiosamente en que ello ocurriera, porque, si no, el mundo no tenía sentido, no había justicia y la vida no era más que un ovillo enredado y caótico. Miles de focas en el agua y las rocas (el principal sostén de la dieta del tiburón blanco), centenares de surfistas en el agua vestidos como focas… En fin, era necesario que aquello ocurriera para que el mundo siguiera en pie.
—No le creí, señor Asher, cuando dijo que era la Muerte, pero dado que no puedo explicar qué era lo que había en el callejón con usted, ni quería explicarlo, de hecho, lo dejé correr.
—Y yo se lo agradezco —repuso Charlie, un poco incómodo por tener que beberse una copa de vino con las esposas puestas. Tenía la cara, quemada por el aerosol de pimienta, roja como una manzana garrapiñada—. ¿Este es el procedimiento normal para los interrogatorios?
—No —contestó Rivera—. Normalmente se supone que paga el municipio, pero le diré al juez que le descuente las copas en la sentencia.
—Genial. Gracias —dijo Charlie—. Y puede llamarme Charlie.
—Está bien. Usted puede llamarme inspector Rivera. Ahora, respecto a eso de dar a esa viejecita con un bloque de hormigón en la cabeza… ¿en qué estaba pensando exactamente?
—¿Necesito un abogado?
—Claro que no, no tiene de qué preocuparse, este bar está lleno de testigos. —Rivera había sido antaño un policía de manual. Pero eso fue antes de los demonios, los búhos gigantes, la bancarrota, los osos polares, los vampiros, el divorcio y la cosa en forma de mujer con garras de sable que se convertía en pájaro. Ahora, ya no lo era tanto.
—En ese caso, estaba pensando que nadie podía verme —contestó Charlie.
—¿Porque era invisible?
—Qué va. Es solo que nadie se fija en mí.
—Bueno, en eso le doy la razón, pero no creo que sea motivo para aplastarle el cráneo a una abuela.
—De eso no tiene pruebas —dijo Charlie.
—Claro que sí —contestó Rivera, y levantó su vaso para indicar a la camarera que quería otro Glenfiddich con hielo—. Vi fotos de sus nietos, me las enseñó cuando entré en la casa.
—No, me refiero a que no tiene pruebas de que fuera a aplastarle el cráneo.
—Entiendo —dijo Rivera, que no entendía nada en absoluto—. ¿De qué conocía a la señora Posokovanovich?
—No la conocía. Su nombre apareció en mi agenda, ya se lo he enseñado.
—Sí, me lo ha enseñado, me lo ha enseñado. Pero eso no le da permiso para matarla, ¿no?
—Ese es el quid de la cuestión. Se suponía que tenía que haber muerto hace tres semanas. Hasta apareció una esquela en el periódico. Yo intentaba corregir esa imprecisión.
—Así que, en lugar de pedir al Chronicle que rectificara, se le ocurrió desparramarle los sesos a la abuelita.
—Bueno, era eso o que mi hija le dijera «gatito», y me niego a explotarla de ese modo.
—Lo admiro por mantenerse firme en eso, Charlie —dijo Rivera mientras se decía, ¿A quién tengo que disparar para conseguir una copa en este sitio?—. Pero pongamos por una milésima de segundo que le creo y que se suponía que esa anciana debía morir y no murió, y que por eso le dispararon a usted con una ballesta y apareció esa cosa a la que acribillé en el callejón… Digamos que me creo todo eso. ¿Qué se supone que debo hacer al respecto?
—Debe usted tener cuidado —contestó Charlie—. Puede que se esté convirtiendo en uno de nosotros.
—¿Cómo dice?
—Eso fue lo que me pasó a mí. Cuando murió mi mujer, en el hospital, vi al tipo que fue a recoger la vasija de su alma, y ¡zas!, ya era un Mercader de la Muerte. Usted me ha visto hoy, cuando nadie más podía verme, y vio a la arpía de la alcantarilla esa noche en el callejón. Casi siempre solo las veo yo.
Rivera estaba deseando dejar a aquel tipo en el hospital, en manos de un psiquiatra, y no volver a verlo nunca más, pero el problema era que había visto a aquella cosa con forma de mujer, esa noche y otra vez en su propia calle, y que había recibido informes de que en la ciudad pasaban cosas extrañas desde hacía un par de semanas. Y no cosas raras normales en San Francisco, sino cosas raras raras, como una bandada de cuervos atacando a un turista en la torre Coit, y un tipo que estrelló su coche contra una tienda del barrio chino alegando que había dado un volantazo para esquivar a un dragón, y gente por todo Misión que decía haber visto una iguana vestida de mosquetero rebuscando en la basura, con su espadín y todo.
—Puedo demostrarlo —dijo Charlie—. Lléveme a la tienda de música del Castro.
Rivera miró los tristes y desnudos cubitos de hielo de su vaso y dijo:
—¿Le ha dicho alguien alguna vez que cuesta seguirle el hilo, Charlie?
—Tiene usted que hablar con Minty Fresh.
—Naturalmente, eso lo aclara todo. Y ya que estoy allí, hablaré también con Krispy Kreme.
—Minty también es un Mercader de la Muerte. Él puede decirle que lo que le estoy contando es la verdad. Así podrá soltarme.
—Levántese. —Rivera se puso en pie.
—No me he acabado el vino.
—Deje el dinero para las bebidas y levántese, por favor. —El inspector enganchó con un dedo las esposas de Charlie y tiró de él—. Nos vamos al Castro.
—No creo que pueda manejar el bastón con esto puesto —dijo Charlie.
Rivera suspiró y miró a los surfistas. Le pareció ver una cosa grande que se movía en medio de una ola, detrás de uno de ellos, pero mientras el corazón le daba un vuelco de emoción, un león marino asomó su cara patilluda por la cresta de la ola y el desánimo volvió a apoderarse del inspector. Lanzó a Charlie las llaves de las esposas.
—Nos vemos en el coche. Tengo que ir a cambiarle el agua al canario.
—Podría escaparme.
—Hágalo, Charlie… después de pagar.