19

Estamos bien, siempre y cuando no pasen cosas raras.

Alvin y Mohamed

Cuando Charlie llegó a casa después del funeral de su madre, fue recibido efusivamente en la puerta por dos enormes canes que, aliviados de sus labores de vigilancia sobre el rehén amoroso de Sophie, pudieron derramar sobre su amo, con ocasión de su regreso, un afecto y una alegría sin tasa. Es cosa bien sabida (y así lo reconocen, de hecho, los estatutos del Club Canino Americano: sección 5, párrafo 7, «Criterios de Restregamiento y Porculización») que uno no sabe lo que es estar bien jodido hasta que se le echan encima dos sabuesos infernales de ciento sesenta kilos de peso cada uno. Y pese a haberse puesto un desodorante extra fuerte esa misma mañana, antes de salir de Sedona, Charlie descubrió que el frotamiento reiterado en la zona axilar de dos húmedas pililas de perro del Averno le hacía sentirse no muy fresco.

—¡Sophie, llámalos! ¡Llámalos!

—Los perritos están bailando con papi. —Sophie soltó una risilla—. ¡Baila, papá!

La señora Ling le tapó los ojos para que no presenciara el abominable e involuntario viraje de su padre hacia el bestialismo.

—Ve a lavarte las manos, Sophie. Vamos a comer mientras tu padre hace guarrerías con los shiksas. —La señora Ling no pudo por menos de hacer una rápida tasación del valor monetario de los resbaladizos vergajos rojos que en ese instante, cual pintalabios dignos de un leviatán, golpeaban la camisa Oxford de su casero como impulsados por un pistón. La herboristería del barrio chino pagaría una fortuna por un poco de polvo hecho con los miembros disecados de Alvin y Mohamed (los hombres de la patria de la señora Ling hacían cualquier cosa con tal de aumentar su virilidad, incluyendo el reducir a polvo especies en peligro de extinción y cocerlas en tisana, no como ciertos presidentes norteamericanos, que creían que, para empalmarse, no había como bombardear a unos cuantos miles de extranjeros). Parecía, sin embargo, que la fortuna de las pollas de perro amojamadas quedaría sin reclamar. La señora Ling había cejado en su empeño de recolectar trozos de cancerbero cuando, hacía ya tiempo, intentó despachar a Alvin dándole en el cráneo un golpe retumbante y certero con su sartén de hierro fundido, y el perro le arrancó la sartén hasta el mango de un solo mordisco, la masticó y se la tragó entre una mezcla pastosa de baba canina y virutas de hierro, y luego se sentó y pidió repetir.

—¡Écheles agua! —gritó Charlie—. ¡Abajo, perritos! Qué perritos tan buenos. ¡Ay, qué asco!

Impelida a actuar por la llamada de auxilio de Charlie, la señora Ling coordinó sus movimientos con la oscilante pirámide que formaban el hombre y los perros frente a la puerta, pasó corriendo junto a Charlie, salió al pasillo y bajó las escaleras.

Lily

Lily subió las escaleras y se detuvo con un derrape en la alfombra del pasillo al ver a los cancerberos beneficiándose a Charlie.

—¡Serás cabrón, Asher! ¡Tú estás enfermo!

—Socorro —dijo Charlie.

Lily arrancó el extintor de la pared, lo arrastró hasta la puerta, quitó la clavija y procedió a descargar su contenido sobre el trío retozón. Dos minutos después, Charlie se había derrumbado sobre el umbral en medio de un montón de espuma y Alvin y Mohamed estaban encerrados en su dormitorio, donde mascaban alegremente el extintor vacío. Lily había conseguido atraerlos hasta allí cuando intentaron morder el chorro de CO2, pues parecían disfrutar de aquella refrescante novedad más que del magreo de bienvenida a casa que le estaban dispensando a Charlie.

—¿Estás bien? —dijo Lily. Llevaba una de sus camisas de chef encima de una falda de cuero rojo, con botas de plataforma hasta la rodilla.

—He tenido una semana más bien dura —contestó Charlie.

Ella lo ayudó a levantarse, procurando no tocar las manchas húmedas de su camisa. Charlie realizó una caída controlada hacia el sofá. Lily lo ayudó a aterrizar y acabó con un brazo atrapado incómodamente bajo su espalda.

—Gracias —dijo él. Todavía tenía espuma del extintor en el pelo y las pestañas.

—Asher —dijo Lily, que intentaba no mirarlo a los ojos—, no me siento cómoda con esto, pero creo que, dada la situación, es hora de que diga algo.

—Está bien, Lily. ¿Quieres un café?

—No. Por favor, cállate. Gracias. —Hizo una pausa y respiró hondo, pero no sacó el brazo de debajo de Charlie—. Te has portado bien conmigo todos estos años y, aunque no lo reconocería delante de nadie más, seguramente no habría acabado el instituto ni me habrían ido tan bien las cosas si no hubiera sido por tu influencia.

Charlie, que todavía intentaba ver, parpadeaba para quitarse los cristales de hielo de las pestañas mientras pensaba que quizá se le hubieran congelado los glóbulos oculares.

—No ha sido nada —dijo.

—Por favor, por favor, cállate —contestó Lily. Respiró hondo otra vez—. Siempre has sido bueno conmigo, a pesar de lo que yo llamaría algunos de mis momentos más tocapelotas, y aunque seas una especie de oscuro señor de la muerte y seguramente tengas cosas más importantes de que preocuparte… Siento lo de tu madre, por cierto…

—Gracias —repuso Charlie.

—Bueno, pues teniendo en cuenta lo que he oído contar sobre la noche que pasaste fuera antes de que muriera tu madre y lo que he visto hoy, creo que lo más justo es… que te eche un polvo.

—¿Que me eches un polvo?

—Sí —contestó ella—, por el bien de la humanidad, aunque tú no seas más que una herramienta.

Charlie se apartó de ella. La miró un segundo, procuró averiguar si lo estaba poniendo cachondo y, al decidir que no, dijo:

—Eres muy amable, Lily, y…

—Nada de cosas raras, Asher. Tienes que entender que solo hago esto por decencia y por compasión hacia el prójimo. Si quieres cosas raras, vete de putas a Broadway.

—Lily, no sé de qué…

—Y por el culo no —añadió ella.

Desde detrás del sofá surgió la risa aguda de una niña pequeña.

—Hola, papi —dijo Sophie, apareciendo tras él—. Te echaba de menos.

Charlie la levantó por encima del respaldo del sofá y le dio un gran beso.

—Yo también a ti, cariño.

Sophie lo apartó de un empujón.

—¿Por qué tienes espuma en el pelo?

—Ah, eso… Lily ha tenido que echar un poco de espuma a Alvin y Mohamed para que se calmaran, y me ha caído un poco a mí.

—Ellos también te echaban de menos.

—Ya lo he notado —dijo Charlie—. Cariño, ¿puedes irte a jugar un rato a tu habitación mientras hablo con Lily?

—¿Dónde están los perritos? —preguntó Sophie.

—Están descansando en la habitación de papá. ¿Puedes irte a jugar y dentro de un rato nos comemos unos ganchitos de queso?

—Vale —contestó Sophie, y se deslizó hasta el suelo—. Adiós, Lily. —La saludó con la mano.

—Adiós, Sophie —dijo Lily, que parecía aún más pálida que de costumbre.

Sophie se marchó al ritmo de su nueva tonada.

—Por el culo no… por el culo no… por el culo no…

Charlie se volvió para mirar a Lily.

—En fin, eso animará un poco la clase de primero de la señora Magnussen.

—Claro. Ahora da corte —dijo Lily sin perder un instante—, pero algún día me lo agradecerá.

Charlie intentó mirarse los botones de la camisa como si estuviera enfrascado en sus pensamientos, pero empezó a reírse, intentó parar y acabó resoplando un poco.

—Caray, Lily, eres como una hermana pequeña para mí, no podría…

—Ah, estupendo. Te ofrezco un regalo de corazón, por pura bondad, y tú…

—Café, Lily —dijo Charlie con un suspiro—. ¿Podrías limitarte a hacerme una taza de café en lugar de echarme un polvo… y sentarte a hablar conmigo mientras me lo tomo? Eres la única que sabe lo que nos pasa a Sophie y a mí, y necesito intentar aclarar las cosas.

—Bueno, eso seguramente llevará más tiempo que echarte un polvo —dijo Lily, y miró su reloj—. Voy a llamar a la tienda para decirle a Ray que tardaré un rato.

—Eso sería genial —dijo Charlie.

—De todos modos, solo iba a echarte un polvo a cambio de información acerca de ese asunto de los Mercaderes de la Muerte —contestó Lily mientras cogía el teléfono de la barra del desayuno.

Charlie suspiró otra vez.

—Eso es lo que necesito aclarar.

—En todo caso —añadió ella—, en lo del culo soy inflexible.

Charlie intentó asentir gravemente con la cabeza, pero le dio la risa otra vez. Lily le tiró las páginas amarillas de San Francisco.

Las Morrigan

—Esta alma huele a jamón —dijo Nemain con la nariz arrugada mientras olfateaba un trozo de carne ensartado en una de sus largas uñas.

—Yo quiero un poco —dijo Babd—. Dame. —Dio un zarpazo a la carroña y cortó un pedazo de carne del tamaño de un puño.

Estaban las tres en un subsótano olvidado debajo del barrio chino, tumbadas en vigas que el gran fuego de 1906 había quemado hasta ennegrecerlas. Macha, que empezaba a mostrar la cabellera color perla que lucía en su forma de mujer, observaba el cráneo de un animal a la luz de una vela que había hecho con manteca de bebés muertos (Macha había sido siempre la más mañosa de las tres, y sus hermanas envidiaban sus habilidades).

—No entiendo por qué el alma está en la carne y no en el hombre.

—Y encima me parece que sabe a jamón —dijo Nemain, y al hablar escupía pedazos del alma, coloreados por un fulgor rojizo—. ¿Tú te acuerdas del jamón, Macha? ¿Nos gustaba?

Babd se comió su trozo de carne y se limpió las garras en las plumas del pecho.

—Creo que el jamón es una cosa nueva —dijo—, como los teléfonos móviles.

—El jamón no es nuevo —contestó Macha—. Es cerdo ahumado.

—¡No! —dijo Babd, horrorizada.

—Sí —dijo Macha.

—¿No es carne humana? ¿Y entonces por qué tiene alma?

—Gracias —repuso Macha—. Eso es lo que intentaba decir.

—He decidido que nos gusta el jamón —dijo Nemain.

—Aquí pasa algo raro —añadió Macha—. No debería ser tan fácil.

—¿Fácil? —preguntó Babd—. ¿Fácil? Pero si nos ha costado cientos… no, miles de años llegar hasta aquí. ¿Cuántos miles de años, Nemain? —Babd miró a su venenosa hermana.

—Muchos —contestó ella.

—Muchos —repitió Babd—. Muchos miles de años. Eso no es fácil.

—Que nos lleguen almas sin cuerpo y sin ladrones de almas parece demasiado fácil.

—Pues a mí me gusta —dijo Nemain.

Se quedaron calladas un momento mientras Nemain mordisqueaba el alma refulgente, Babd se arreglaba las plumas y Macha observaba el cráneo del animal dándole vueltas entre sus zarpas.

—Creo que es una marmota —dijo.

—¿Se puede hacer jamón de marmota? —preguntó Nemain.

—No sé —dijo Macha.

—No me acuerdo de cómo eran las marmotas —añadió Nemain.

Babd exhaló un profundo suspiro.

—Las cosas van muy bien. ¿Vosotras pensáis alguna vez en cuando estemos siempre Arriba y la Oscuridad lo domine todo? ¿Sobre lo que, ya sabéis, pasará después?

—¿Qué quieres decir con lo que pasará después? —preguntó Macha—. Pues que dominaremos todas las almas y repartiremos la muerte como se nos antoje hasta consumir toda la luz de la humanidad.

—Sí, eso ya lo sé —dijo Babd—, pero ¿y luego qué? Porque lo del dominio y todo eso está muy bien, pero ¿tendrá que estar Orcus siempre por aquí, bufando y refunfuñando?

Macha dejó su cráneo y se incorporó sobre una viga ennegrecida.

—¿De qué va todo esto?

Nemain sonrió: sus dientes eran perfectamente regulares, los caninos un poco más largos que el resto.

—Está colada por ese ladrón de almas flacucho, el de la espada.

—¿Por Carne Nueva? —Macha no podía creer lo que captaban sus orejas, que se habían hecho visibles solo un par de días antes, cuando las primeras almas de regalo habían ido a parar a sus garras, así que hacía tiempo que no las ponía a prueba—. ¿Te gusta Carne Nueva?

—«Gustarme» es una palabra un poco fuerte —dijo Babd—. Solo me parece interesante.

—¿Interesante en el sentido de que te gustaría desparramar sus entrañas por el suelo formando un dibujo? —preguntó Macha.

—Bueno, no, yo no tengo tu talento para eso.

Macha miró a Nemain, que sonrió y se encogió de hombros.

—Seguramente podríamos intentar matar a Orcus cuando la Oscuridad se levante —dijo Nemain.

—Estoy un poco cansada de sus sermones y, si no aparece el Luminatus, se va a poner insoportable. —Macha se encogió de hombros, resignada—. Claro, ¿por qué no?

El emperador

El Emperador de San Francisco estaba inquieto. Notaba que algo terrible estaba pasando en la ciudad y pese a todo ignoraba qué hacer. No quería alarmar sin motivo a sus súbditos, pero tampoco quería que el peligro que afrontaban, fuera cual fuese, les pillara desprevenidos. Tenía la convicción de que un gobernante justo y benevolente no debía emplear el miedo para manipular a su pueblo y, hasta que tuviera pruebas de que existía una amenaza real, sería vergonzoso exigir que se hiciera algo al respecto.

—A veces —le dijo a Lazarus, el golden retriever, siempre firme y constante—, uno ha de mostrar todo su coraje estándose sencillamente quieto. ¿Cuántas vidas humanas no se habrán desperdiciado por culpa de la confusión entre el movimiento y el progreso, amigo mío? ¿Cuántas?

Aun así, llevaba un tiempo viendo cosas. Cosas raras. Una noche, ya de madrugada, había visto en el barrio chino un dragón hecho de niebla que se movía serpeando por las calles. Luego, una mañana temprano, junto a la panadería Boudin, en Ghirardelli Square, vio salir a rastras de un sumidero lo que parecía ser una mujer desnuda y cubierta de aceite de motor que, tras sacar de la basura un vaso alto de café con leche medio lleno, volvió a sumirse en la alcantarilla cuando un policía en bicicleta dobló la esquina de la calle. Sabía que veía aquellas cosas porque era más sensible que otras personas y porque vivía en las calles y percibía los más tenues cambios de matiz que se operaban en ellas, y también, en gran medida, porque estaba mal de la azotea. Pero nada de eso lo eximía de sus responsabilidades para con su pueblo, ni lo tranquilizaba respecto a la naturaleza perturbadora de lo que estaba viendo en ese preciso momento.

La ardilla de las enaguas lo estaba sacando de quicio, aunque no sabía decir muy bien por qué. Le gustaban las ardillas (de hecho, a menudo llevaba a sus hombres al parque del Golden Gate a cazarlas), pero una ardilla que caminaba erguida y hurgaba entre la basura de detrás del Empanada Emporium, ataviada con un vestido de baile rosa del siglo XVIII… en fin, resultaba inquietante. Estaba seguro de que Holgazán, que dormía enroscado en el bolsillo dado de sí de su chaqueta, estaría de acuerdo con él (Holgazán, que en el fondo era un ratonero, no tenía una opinión muy ilustrada acerca de la coexistencia con ningún roedor, ni aunque su vestimenta fuese digna de la corte de Luis XVI).

—No es por criticar —dijo el Emperador—, pero a ese conjunto no le vendrían mal como complemento unos zapatos, ¿no crees, Lazarus?

Lazarus, que normalmente toleraba a todas las criaturas irracionales, fueran grandes o pequeñas, gruñó a la ardilla, a la que parecía salirle por debajo de la falda una pata de pollo, cosa que, bien mirado, era rara.

El gruñido despertó a Holgazán, que se removió y salió de su alcoba de lana como Grendel[18] de su guarida. Al instante, presa de un frenesí, prorrumpió en ladridos furiosos como diciendo: «Tíos, por si no lo habéis notado, allí hay una ardilla en traje de baile rebuscando entre la basura ¡y vosotros estáis ahí sentados como un par de leones de cemento a la puerta de una biblioteca!». Así ladrado el mensaje, echó a correr cual peludo misil antiardillas, empeñado en la aniquilación implacable de todo tipo de roedores.

Holgazán —lo llamó el Emperador—, espera.

Demasiado tarde. La ardilla intentó huir por la pared lateral del edificio de ladrillo, pero se enganchó la falda en un canalón y volvió a caer a la calle mientras Holgazán corría que se las pelaba. La ardilla arrancó entonces un listón de madera no muy grande de un palé roto y se lo tiró a su perseguidor, que saltó justo a tiempo para que no se le clavara un clavo en uno de sus ojos saltones.

Se oyeron gruñidos.

Llegados a ese punto, el Emperador se percató de que la ardilla tenía manos de reptil, con las uñas pintadas de un bonito color rosa, a juego con el vestido.

—Eso no se ve todos los días —dijo. Lazarus le dio la razón con un ladrido.

La ardilla soltó el madero y echó a correr hacia la calle; se movía bien sobre sus patas de pollo mientras con las manos de lagarto iba levantándose la falda. Holgazán se había recuperado de la impresión que le había producido en principio encontrarse ante una ardilla portadora de armas (cosa que solo había visto antes en pesadillas perrunas inducidas por la ingestión nocturna de pizza de chorizo[19] regalada por algún alma caritativa del Domino’s) y salió detrás de la ardilla, seguido de cerca por Lazarus y el Emperador.

—¡No, Holgazán! —le gritó el Emperador—. ¡No es una ardilla normal!

Lazarus, que no sabía decir «Pero ¿qué me dices?», se detuvo en seco y miró al Emperador.

La ardilla salió a toda pastilla del callejón, cayó a cuatro patas y giró bruscamente siguiendo el ángulo de la tubería.

Al llegar a la esquina, el Emperador vio la cola de su vestidito rosa desaparecer por un desagüe, seguida de cerca por el intrépido Holgazán. El Emperador oyó salir por la rejilla el eco de su ladrido, que se fue desvaneciendo a medida que Holgazán se adentraba tras su presa en las tinieblas.

Rivera

Nick Cavuto se hallaba sentado frente a Rivera, con un plato de estofado de búfalo del tamaño, poco más o menos, de la tapa de un cubo de basura. Estaban comiendo en el Tommy’s Joynt, un restaurante de la vieja escuela situado en Van Ness, en el que todos los días del año se servía comida de estilo casero como pastel de carne, pavo asado con relleno o estofado de búfalo, y en cuyo televisor, encima de la barra, se podía ver a los equipos de San Francisco siempre que hubiera alguno jugando.

—¿Qué? —dijo el corpulento policía al ver que su compañero ponía los ojos en blanco—. ¿Qué, joder?

—Los búfalos estuvieron al borde de la extinción —dijo Rivera—. ¿No tendrás antepasados en las Grandes Llanuras?

—Es la ración especial de las fuerzas del orden. Proteger, servir al prójimo y esas cosas requieren muchas proteínas.

—¿Un bisonte entero?

—¿Me meto yo con tus aficiones?

Rivera miró su medio sandwich de pavo y su tazón de sopa de alubias, miró luego el estofado de Cavuto, volvió a echar un vistazo a su raquítico sandwich y de nuevo al estofado colosal de su compañero.

—Mi almuerzo se siente humillado —dijo.

—Te lo tienes merecido. Es mi revancha por lo de los trajes italianos. Me encanta que cuando acudo a un aviso la gente crea que la víctima soy yo.

—Podrías comprarte una vaporeta, o podría decirle a mi amigo que te busque ropa bonita.

—¿Te refieres a tu amigo el dueño de la tienda de gangas y asesino en serie? No, gracias.

—No es un asesino en serie. Le pasan cosas raras, pero no es un asesino.

—Lo que nos hacía falta, más cosas raras. ¿Qué estaba haciendo de verdad cuando denunciaste ese tiroteo?

—Pues lo que dije: yo pasaba por allí y un tío estaba intentando robarle a punta de pistola. Yo saqué el arma y di el alto al ladrón, pero me apuntó con la pistola y disparé.

—Y un cuerno. Tú no has disparado en tu vida once tiros sin que nueve dieran en el centro de la diana. ¿Qué cono pasó de verdad?

Rivera miró la larga mesa para asegurarse de que los tres tipos sentados al otro extremo estaban enfrascados viendo un partido en el televisor de encima de la barra.

—La acerté todas las veces.

—¿Que la acertaste? ¿Es que era una tía?

—Yo no he dicho eso.

Cavuto soltó su cuchara.

—Socio, no me digas que disparaste a la pelirroja. Creía que eso se había acabado.

—No. Esto era otra cosa… como si… Nick, tú me conoces, yo nunca disparo como no sea con un buen motivo.

—Tú dime lo que pasó, que yo te respaldo.

—Era una especie de mujer pájaro o algo por el estilo. Toda negra. Pero negra como la pez, joder. Tenía unas garras que parecían… no sé, como picahielos plateados de un palmo de largo o algo así. Los tiros le arrancaron trozos de carne. Había plumas, porquería y una cosa pegajosa y negra por todas partes. Pero le pegué nueve tiros en el pecho y salió volando.

—¿Que salió volando?

Rivera bebió un sorbo de su café y observó la reacción de su compañero por encima del borde de la taza. Habían visto cosas extraordinarias trabajando juntos, pero, de haber estado en su lugar, no estaba seguro de si se habría creído aquella historia.

—Sí, salió volando.

Cavuto asintió con la cabeza.

—Vale, ya veo por qué no podías poner eso en el informe.

—Sí.

—Entonces, esa mujer pájaro —añadió Cavuto como si diera el asunto por zanjado y se lo creyera a pies juntillas—, ¿estaba atracando al tal Asher, el de la tienda de gangas?

—Le estaba haciendo una paja.

Cavuto volvió a asentir con la cabeza, cogió su cuchara, se metió en la boca un enorme trozo de estofado con arroz y siguió asintiendo mientras masticaba. Parecía estar a punto de decir algo, pero luego, como si se refrenara, se echó a la boca otro pedazo de carne. Parecía distraído viendo el partido que pasaban por televisión y se acabó la comida sin decir palabra.

Rivera también se comió su sopa y su sandwich en silencio.

Cuando ya se iban, Cavuto cogió dos palillos del dispensador que había junto a la caja y le dio uno a Rivera al salir al bello día de San Francisco.

—Entonces, ¿estabas siguiendo a Asher?

—He intentado mantenerlo vigilado. Solo por si acaso.

—Y le pegaste nueve tiros a esa tía por hacerle una paja —dijo Cavuto por fin.

—Supongo que sí —dijo Rivera.

—¿Sabes, Alphonse?, por eso justamente no salgo contigo por ahí. Tienes unos valores que son una mierda.

—No era humana, Nick.

—Aun así. ¿Una paja? ¿Y tú le disparaste? No sé…

—No fue para tanto. No la maté.

—¿Con nueve tiros en el pecho?

—Anoche la vi… o lo vi. En mi calle. Me estaba mirando desde la rejilla de una alcantarilla.

—¿Alguna vez se te ha ocurrido preguntarle a Asher cómo conoció a esa mujer pájaro a prueba de balas?

—Sí, se lo pregunté, pero no puedo contarte lo que me dijo. Es demasiado raro.

Cavuto levantó los brazos.

—¡Claro, hombre! Y mejor no nos ponemos raritos, ¿no?

Lily

Iban por su segunda taza de café y Charlie le había contado lo de las vasijas de las dos almas que no había podido recuperar, lo de su encuentro con la arpía del alcantarillado, lo de la sombra que había salido de las montañas de Sedona y lo de la otra versión de El gran libro de la muerte, así como sus sospechas de que su hijita tenía algún problema espantoso, síntomas del cual eran los dos perros gigantes y su habilidad para matar usando la palabra «gatito». Pero, a su modo de ver, Lily no se estaba centrando en el quid de la cuestión.

—¿Te enrollaste con un demonio del Inframundo y yo no te sirvo?

—Esto no es un concurso, Lily. ¿Podríamos dejar eso? Sabía que no debía contártelo. Estoy preocupado por otras cosas.

—Quiero detalles, Asher.

—Lily, un caballero no habla de los pormenores de sus encuentros amorosos.

Lily cruzó los brazos y adoptó una pose de asqueada incredulidad, una pose elocuente porque, antes de que dijera nada, Charlie intuyó lo que se avecinaba.

—Eso son gilipolleces. Ese poli le arrancó trozos de carne a tiros ¿y a ti te preocupa proteger su honor?

Charlie sonrió melancólicamente.

—Ya sabes, compartimos un momento especial…

—Dios mío, eres un putero.

—Jopé, Lily, no puedes haberte ofendido por mi… por mi respuesta a tu generosa oferta, que, permíteme que lo diga enseguida, es extraordinariamente tentadora.

—Es porque soy demasiado alegre, ¿verdad? ¿No soy lo bastante tétrica para ti? Como eres el señor Muerte y todo eso…

—Lily, la sombra de Sedona iba a por mí. Cuando me fui del pueblo, desapareció. La arpía del alcantarillado iba a por mí. El otro Mercader de la Muerte me dijo que yo era distinto. Ellos nunca han matado a nadie con su presencia y yo sí.

—¿Me acabas de decir «jopé»? ¿Cuántos años crees que tengo? ¿Nueve? Soy una mujer…

—Creo que tal vez sea el Luminatus, Lily.

Lily se calló.

Levantó las cejas. Como si dijera «no».

Charlie asintió con la cabeza. Como diciendo «sí».

—¿La Gran Muerte?

—Con eme mayúscula —contestó Charlie.

—Pues te falta cualificación —dijo Lily.

—Gracias, ya me siento mejor.

Minty Fresh

Hallarse a sesenta metros de profundidad bajo el mar siempre ponía nervioso a Minty, sobre todo si había pasado toda la noche bebiendo sake y escuchando jazz, como era el caso. Iba en el último vagón del último tren que salía de Oakland y tenía el vagón para él solo, como si fuera un submarino privado en el que surcaba la bahía con el eco de un saxo tenor en los oídos a modo de sonar y, en el estómago, media docena de rollitos de atún especiados y mojados en sake a modo de cargas de profundidad.

Había pasado la noche en el Sato’s, un restaurante japonés y club de jazz del Embarcadero. Sushi y jazz, extraños compañeros de cama, mezclados por la opresión y la oportunidad. El local había tenido sus inicios en el distrito de Fillmore, que antes de la Segunda Guerra Mundial era un barrio japonés. Cuando los japoneses fueron deportados a campos de internamiento y sus hogares y pertenencias vendidos, los negros que fueron a la ciudad a trabajar en los astilleros construyendo buques de guerra y destructores ocuparon los edificios vacantes. Y el jazz llegó con ellos.

Durante años, el barrio de Fillmore fue el centro de la escena jazzística de San Francisco, y el Bop City de la calle Post el principal club de jazz. Cuando acabó la guerra y volvieron los japoneses, muchas noches podía verse a chavales de ojos rasgados apostados bajo las ventanas del Bop City, escuchando a Billie Holiday, a Osear Peterson o a Charles Mingus. Escuchando cómo el arte surgía y se disipaba en las noches de San Francisco. Sato era uno de esos chavales.

No se trataba solamente de una casualidad histórica: una noche, ya a última hora, cuando había acabado la música y el sake animaba su elocuencia, Sato le había explicado a Minty que se trataba de una alineación filosófica: el jazz era un arte zen, ¿no? La espontaneidad controlada. Como la pintura sumi-e a la tinta, como el haiku, como el tiro con arco, como la esgrima kendo; el jazz no era algo que se planeara, era algo que se hacía. Uno ensayaba, tocaba sus escalas, se aprendía sus fragmentos y luego ponía todos sus conocimientos, toda su preparación, al servicio del instante.

—Y, en el jazz, cada instante es una crisis —dijo Sato citando a Wynton Marsalis—, y uno pone toda su habilidad en juego para soportar esa crisis. —Como el espadachín, el arquero, el poeta y el pintor: todo está ahí. No hay futuro, ni pasado, solo ese instante y cómo te enfrentes a él. El arte sucede.

Minty, impelido por su necesidad de escapar de su vida como Muerte, había tomado el tren hasta Oakland en busca de un instante en el que poder cobijarse sin mala conciencia por el pasado ni ansiedad por el futuro, solo un ahora puro alojado en el timbre de un saxo tenor. Pero el sake, el futuro que se cernía ante él y el agua sobre su cabeza habían hecho surgir el blues, aquel instante se había esfumado y Minty estaba intranquilo. Las cosas se estaban poniendo feas. Había sido incapaz de recuperar sus dos últimas almas (por primera vez en su carrera) y empezaba a ver, o a oír, los efectos: voces burlonas salidas de las cloacas, más altas y numerosas que nunca; cosas que se movían por las sombras, en los márgenes de su visión, cosas oscuras que se arrastraban y reptaban por el suelo y desaparecían cuando las mirabas.

Había vendido tres discos del estante de las vasijas de las almas, a una misma persona, otra cosa inaudita. No se había percatado enseguida de que era la misma mujer, pero cuando las cosas empezaron a torcerse recordó su cara y cayó en la cuenta. La primera vez, ella iba vestida con la ropa de una especie de monje budista; llevaba una túnica marrón y dorada y el pelo muy corto, como si se lo hubiera afeitado y le estuviera creciendo. Lo que recordaba Minty era que tenía los ojos de un azul cristalino, cosa infrecuente en alguien con la piel y el pelo tan oscuros. Y que había en el fondo de aquellos ojos una sonrisa que le hizo sentir que un alma había encontrado su lugar, un buen hogar en un nivel superior. La siguiente vez que la vio habían pasado seis meses y ella iba con vaqueros y chaqueta de cuero, y tenía el pelo un poco desgreñado. Se llevó un cd del estante de «Uno por cliente», un disco de Sarah McLachlan (que era lo que Minty habría elegido para ella si le hubiera pedido consejo), y él apenas reparó en los ojos azul cristal, aparte de pensar que había visto antes aquella sonrisa. Luego, hacía una semana, ella apareció otra vez con el pelo a la altura de los hombros y vestida con una falda larga y una blusa de poeta de muselina con cinturón, como si se hubiera escapado de una feria del Renacimiento, lo cual no era raro en el Haight, pero chocaba en el Castro. Aun así, Minty no le dio importancia hasta que ella fue a pagarle y miró por encima de sus gafas de sol para sacar el dinero de la cartera. Aquellos ojos azules otra vez, eléctricos y serios. Minty no supo qué hacer. No tenía pruebas de que fuera la monje o la chica de la chaqueta de cuero, pero sabía que era ella. Hizo acopio de todas sus habilidades para afrontar la situación y, básicamente, se achantó.

—Entonces, ¿te gusta Mozart? —le preguntó.

—Es para un amigo —contestó ella.

Minty se dijo que no podía enfrentarse a ella por aquella sencilla afirmación. Se suponía que la vasija de un alma encontraba siempre al propietario que le correspondía, ¿no? En ninguna parte decía que él tuviera que vendérselo directamente al propietario en cuestión. De eso hacía una semana y desde entonces las voces, los susurros entre las sombras, la sensación general de sordidez eran casi constantes. Minty Fresh había pasado solo gran parte de su vida adulta, pero nunca antes había acusado tan profundamente la soledad. En las últimas semanas, había sentido muchas veces la tentación de llamar a alguno de los otros Mercaderes de la Muerte con la excusa de avisarles de que la había cagado, pero más que nada para hablar con alguien que supiera cómo era su vida.

Estiró sus largas piernas sobre los tres asientos del tren (aun así invadió el pasillo), cerró los ojos, recostó la cabeza contra la ventanilla y sintió el rítmico traqueteo del tren, que atravesaba el fresco cristal y rebotaba en su cráneo rasurado. No, aquello no iba a funcionar. Echó la cabeza hacia delante y abrió los ojos; entonces vio a través de las puertas que, dos vagones más allá, el tren se había quedado a oscuras. Se irguió y vio cómo las luces se apagaban en el coche contiguo. No, no era eso lo que ocurría. La oscuridad iba atravesando el coche como un gas cuyo flujo consumiera a su paso la energía de las lámparas.

—¡Ay, mierda! —dijo Minty en el vagón vacío.

Ni siquiera podía ponerse del todo derecho dentro del tren, pero se levantó de todos modos y se quedó un poco encorvado y con la cabeza contra el techo, de frente a aquel flujo de oscuridad.

La puerta del fondo del vagón se abrió y entró alguien. Una mujer. Bueno, no exactamente una mujer. Lo que parecía la sombra de una mujer.

—Hola, amor —dijo. Una voz baja y brumosa.

Minty había oído aquella voz antes, o una voz parecida.

Las tinieblas envolvieron en su corriente las dos luces del suelo del extremo del vagón y solo la silueta de la mujer (un reflejo gris metálico contra la pura negrura) quedó iluminada. Minty no recordaba haber vuelto a sentir miedo desde sus inicios como Mercader de la Muerte, pero ahora lo sentía.

—Yo no soy tu amor —dijo con voz tan suave y firme como el sonido de un saxo bajo, sin una nota de miedo. Una crisis a cada instante, pensó.

—Cuando te lo montas con una negra, ya no hay marcha atrás —dijo ella y, al dar un paso hacia él, su silueta negra azulada era lo único visible en cualquier dirección.

Minty sabía que a unos pocos pasos detrás de él había una puerta, cerrada con potentes mecanismos hidráulicos, que llevaba a un túnel oscuro a sesenta metros bajo la bahía, flanqueado por letales raíles electrificados, pero por algún motivo en ese momento el túnel le parecía un lugar sumamente acogedor.

—Yo ya me lo he montado con una negra —dijo.

—No, nada de eso, amor. Tú has conocido tonos de marrón, de chocolate oscuro y quizá de café, pero te aseguro que nunca de negro. Porque, cuando pruebas el negro, ya no hay vuelta atrás.

Minty la vio avanzar hacia él (fluir hacia él). Largos espolones plateados brotaron de las puntas de sus dedos. Jugaban con la luz tenue de las luces de seguridad y goteaban una sustancia que humeaba al tocar el suelo. A ambos lados de Minty se oían susurros, cosas que se movían en la oscuridad, rápidas y rastreras.

—Vale, me lo creo —dijo Minty.