18

Esto era una madre tan muerta, tan muerta que…

Su último día de vida, Lois Asher pareció revivir. Tras tres semanas sin poder levantarse para ir a desayunar a la mesa o al cuarto de estar a sentarse a ver la tele, se levantó y estuvo bailando con Buddy una vieja canción de los Ink Spots. Estaba juguetona y risueña, bromeaba con sus hijos y los abrazaba, se comió un helado de chocolate y malvavisco, y luego se lavó los dientes y se pasó la seda dental. Se puso sus joyas de plata preferidas para sentarse a la mesa a cenar y, al no encontrar su collar de diseños florales, se encogió de hombros como si fuera una minucia: debía de haberlo perdido. En fin…

Charlie sabía lo que estaba pasando porque lo había visto otras veces y Buddy y Jane lo sabían porque Grace, la enfermera, se lo explicó.

—Ocurre una y otra vez. Yo he visto a gente salir de un coma y ponerse a cantar sus canciones favoritas, y lo único que puedo deciros es que lo disfrutéis. La gente ve volver la luz a ojos que llevaban meses apagados y empieza a hacerse ilusiones. No es una señal de mejoría, es una oportunidad para decirse adiós. Es un regalo.

Charlie había aprendido, también mediante la observación, que ayudaba mucho el estar al menos medianamente sedado, así que Jane y él se tomaron unos ansiolíticos que el terapeuta le había prescrito a Jane, y Buddy se tragó una píldora de morfina de liberación lenta con un poco de güisqui escocés. Los fármacos y el perdón pueden convertir el morir en un momento gozoso: es como si los moribundos regresaran a la infancia y, como nada en el futuro importa, como no tiene uno que enseñarles a vivir, darles lecciones, forjar para ellos recuerdos prácticos y aplicables, puede extraerse toda la alegría de esos últimos instantes y guardarla en el corazón. Aquellos fueron los mejores momentos, y los más íntimos que Charlie había compartido nunca con su madre y su hermana; y Buddy, por el hecho de estar presente, se convirtió también en parte de la familia.

Lois Asher se fue a la cama a las nueve y murió a medianoche.

—No puedo quedarme al funeral —le dijo Charlie a Jane a la mañana siguiente.

—¿Cómo que no puedes quedarte al funeral?

Charlie miraba por la ventana el gigantesco pico de hielo de la sombra que descendía por la montaña, hacia la casa de su madre. Veía agitarse sus márgenes como una bandada de pájaros o un enjambre de insectos. La punta estaba a menos de un kilómetro de allí.

—Tengo que hacer una cosa en casa, Jane. Quiero decir que olvidé que tenía que hacerla y, de verdad, no puedo quedarme.

—No te pongas misterioso. ¿Qué coño tienes que hacer que no puedes asistir al funeral de tu madre?

Charlie estaba estirando su imaginación de macho beta hasta el límite para dar con una respuesta creíble. Entonces se le encendió una bombilla.

—La otra noche, cuando me mandaste a echar un polvo…

—¿Sí?

—Bueno, fue una aventura, claro, pero el caso es que cuando fui a que me dieran puntos en el cuero cabelludo, también me hice un análisis de sangre. Hoy he hablado con el médico y tengo que ponerme en tratamiento. Inmediatamente.

—Serás idiota, yo no te mandé a follar sin tomar precauciones. ¿En qué estabas pensando?

—Tomé precauciones. —Sí, ya, pensó, casi cabreado consigo mismo—. Son las heridas las que preocupan a los médicos. Pero si me tomo enseguida esos medicamentos, hay muchas posibilidades de que no me pase nada.

—¿Te van a dar el cóctel? ¿Como medida preventiva?

Claro, eso es, ¡el cóctel!, se dijo Charlie. Asintió con la cabeza gravemente.

—Bueno, entonces vete. —Jane se dio la vuelta y se tapó la cara.

—Tal vez pueda volver a tiempo para el funeral —dijo Charlie. ¿Podría? Tenía que recuperar dos vasijas atrasadas en menos de una semana y confiar en que no hubieran aparecido nuevos nombres en su agenda.

Jane se dio la vuelta parpadeando para quitarse las lágrimas.

—Será dentro de una semana —dijo—. Vete a casa, ponte en tratamiento y vuelve. Buddy y yo nos encargaremos de los preparativos.

—Lo siento —dijo Charlie. Rodeó a su hermana con los brazos.

—No te me mueras tú también, mamón —contestó Jane.

—No me pasará nada. Volveré en cuanto pueda.

—Tráeme ese Armani gris oscuro que tienes para que me lo ponga en el funeral, y las sandalias negras de tiras de Cassie, ¿vale?

—¿Tú con sandalias negras de tiras?

—Es lo que mamá habría querido —dijo Jane.

Cuando Charlie aterrizó en San Francisco, tenía en el móvil cuatro mensajes frenéticos de Cassandra. La novia de su hermana siempre le había parecido serena y comedida: un contrapunto de estabilidad para las veleidades de Jane. Pero al teléfono parecía histérica.

—Charlie, la niña lo tiene atrapado y los perros van a comérselo y yo no sé qué hacer. No quiero llamar a la policía. Llámame en cuanto aterrices.

Charlie llamó, se pasó llamando todo el trayecto hasta la ciudad en el minibús de enlace con el aeropuerto, pero siempre le salía el buzón de voz. Cuando se bajó del minibús delante de la tienda, oyó salir un siseo de la alcantarilla de la esquina.

—Me dio pena no acabar contigo, amor —dijo la voz.

—Ahora no tengo tiempo —contestó Charlie, y saltó el bordillo y corrió hacia la tienda.

—No me llamaste —ronroneó la Morrigan.

Ray estaba detrás del mostrador, mirando monadas asiáticas, cuando Charlie entró como una exhalación.

—Será mejor que subas —le dijo Ray—. Arriba están de los nervios.

—No me digas —contestó Charlie al pasar. Subió las escaleras saltando los peldaños de dos en dos.

Estaba luchando por meter la llave en la cerradura cuando Cassandra abrió la puerta y lo hizo entrar de un tirón.

—No deja que se vaya. Y me da miedo que se lo coman.

—¿Quién? ¿Qué? Eso era lo que decías en los mensajes. ¿Dónde está Sophie?

Cassandra lo llevó a rastras al cuarto de la niña, a cuya puerta salió a recibirlo, gruñendo, Mohamed.

—¡Papi! —chilló Sophie. Cruzó corriendo la habitación y saltó a sus brazos. Le dio un gran abrazo y un beso resbaladizo que le dejó en la mejilla una mancha de chocolate—. Abajo —dijo la niña—. Abajo, abajo. —Charlie la dejó en el suelo y su hija volvió a todo correr a la habitación, pero Mohamed impidió entrar a Charlie y, al empujarlo con el morro, le dejó en la camisa la huella de un gigantesco hocico de perro lleno de chocolate. Evidentemente, había habido una orgía de chocolate en su ausencia.

Charlie se esforzó por mirar más allá del cancerbero y vio a Sophie de pie, con la mano en el collar de Alvin, el cual se cernía amenazante sobre un niño pequeño agazapado en el rincón. El niño parecía un poco perplejo, pero por lo demás estaba intacto y no parecía muy asustado. De hecho, se abrazaba a una caja de crujientes ganchitos de queso; se comía uno y luego le daba otro a Alvin, que, a la espera del siguiente ganchito, iba derramando baba de perro infernal sobre los zapatos del crío.

—Lo quiero —dijo Sophie. Se acercó al niño y le dio un beso en la mejilla, dejando allí otra mancha de chocolate. No era la primera. Parecía que el chaval llevaba algún tiempo soportando las efusiones de Sophie, pues estaba embadurnado de chocolate y del polvillo naranja de los ganchitos—. Quiero quedármelo.

El niño sonrió.

—Vino a jugar. Supongo que quedasteis antes de que te fueras —dijo Cassandra—. Pensé que estaría bien. He intentado sacarlo de ahí, pero los perros no me dejan pasar. ¿Qué vamos a decirle a su madre?

—Quiero quedármelo —repitió Sophie. Y le dio un besazo.

—Se llama Matthew —dijo Cassie.

—Sé cómo se llama. Va al colegio de Sophie.

Charlie hizo amago de entrar en la habitación. Mohamed le cortó el paso.

—Matty, ¿estás bien?

—Ajá —contestó el crío empapado de chocolate, queso y baba de perro.

—Quiero que se quede, papá —dijo Sophie—. Y Alvin y Mohamed también quieren.

Charlie pensó que quizá no había sido lo bastante estricto a la hora de poner límites a su hija. Quizá, tras perder a Rachel, no había tenido valor para negarle nada, y ahora la niña tomaba rehenes.

—Cariño, Matty tiene que lavarse. Su madre va a venir a recogerlo para que vaya a traumatizarse a su casa.

—¡No! Es mío.

—Cariño, dile a Mohamed que me deje pasar. Si no limpiamos a Matty, no vendrá más.

—Puede dormir en tu habitación —contestó Sophie—. Yo cuidaré de él.

—No, jovencita. Dile a Mohamed que…

—Tengo que hacer pis —dijo Matthew. Se levantó y pasó junto a Alvin, junto a Mohamed y junto a Charlie y Cassandra, camino del cuarto de baño—. ¡Hola! —dijo al pasar. Cerró la puerta y oyeron el sonido del pis. Alvin y Mohamed cruzaron la puerta a empujones y esperaron junto al baño.

Sophie se sentó bruscamente con las piernas estiradas y el labio inferior hacia fuera, como el rastrillo delantero de una máquina de vapor. Sus hombros empezaron a agitarse antes de que Charlie oyera el sollozo (como si estuviera tomando aire). Luego, empezaron las lágrimas y los gemidos. Charlie se acercó a ella y la cogió en brazos.

—Yo… yo… yo… yo, él… él… él… él…

—No pasa nada, cariño. No pasa nada.

—Pero yo lo quiero.

—Lo sé, cariño. No pasa nada. Puedes seguir queriéndolo aunque se vaya a su casa.

—Nooooooooooooooooo…

La niña escondió la cara contra su chaqueta y, aunque a Charlie se le rompía el corazón, se puso a pensar en cuánto iba a cobrarle Wu Tres Dedos por quitar la mancha de chocolate.

—Solo le dejan ir a hacer pis —dijo Cassandra sin quitarle ojo a los cancerberos—. Así, porque sí. Yo creía que iban a comérselo. No dejan que me acerque a él.

—No importa —dijo Charlie—. Tú no lo sabías.

—¿Saber el qué?

—Que les encantan los ganchitos de queso.

—¿Estás de coña?

—Perdona. Mira, Cassie, ¿puedes limpiar a Sophie y a Matty y encargarte de esto? Tengo unas cosas en la agenda de las que tengo que ocuparme enseguida.

—Claro, pero…

—Sophie está perfectamente. ¿Verdad, cielo?

Sophie asintió con la cabeza tristemente y se limpió los ojos en su chaqueta.

—Te echaba de menos, papi.

—Yo a ti también, tesoro. Esta noche ya estoy en casa.

La besó, sacó su agenda del dormitorio y corrió por el apartamento recogiendo las llaves, el bastón, el sombrero y la mariconera.

—Gracias, Cassie. No sabes cuánto te lo agradezco.

—Siento lo de tu madre, Charlie —dijo Cassandra cuando él pasó a su lado.

—Sí, gracias —contestó Charlie mientras comprobaba rápidamente el filo de la espada de su bastón.

—Charlie, tu vida está fuera de control —dijo Cassandra, que volvía a ser la persona imperturbable a la que todos estaban acostumbrados.

—Vale. También voy a tener que pedirte prestadas tus sandalias negras de tiras —contestó Charlie al salir por la puerta.

—Creo que yo ya he dicho lo que tenía que decir —dijo Cassie tras él.

Ray detuvo a Charlie al pie de las escaleras.

—¿Tienes un minuto, jefe?

—Pues la verdad es que no, Ray. Tengo prisa.

—Bueno, solo quería disculparme.

—¿Por qué?

—Bueno, ahora parece una tontería, pero antes sospechaba que eras un asesino en serie.

Charlie asintió con la cabeza como si estuviera sopesando las graves consecuencias de la confesión de Ray, cuando, en realidad, estaba intentando recordar si le quedaba gasolina a la furgoneta.

—De acuerdo, Ray, acepto tus disculpas y siento haberte dado esa impresión.

—Creo que tantos años en el cuerpo me han vuelto desconfiado, pero el inspector Rivera se pasó por aquí y me dejó las cosas claras.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te dijo exactamente?

—Dijo que estabas haciendo unas comprobaciones en su nombre, entrando en sitios en los que él no podía entrar sin una orden judicial y cosas así, y que os meteríais los dos en un lío si alguien se enteraba, pero que le estabas ayudando a acabar con los malos. Dijo que por eso te andas con tanto secreto.

—Sí —dijo Charlie solemnemente—. He estado combatiendo el crimen en mis ratos libres, Ray. Lamento no haber podido decírtelo.

—Lo entiendo —contestó Ray mientras se apartaba de la escalera—. Te pido disculpas otra vez. Me siento como un traidor.

—No pasa nada, Ray. Pero de verdad tengo que irme. Ya sabes, a combatir a las Fuerzas de la Oscuridad y todo eso. —Charlie enarboló el bastón como si fuera una espada y se dispusiera a entrar en acción. Y, curiosamente, así era.

Charlie tenía seis días para recuperar las vasijas de tres almas si quería ponerse al día antes de volver a Arizona para el funeral de su madre. Dos de ellas (las de las personas cuyos nombres habían aparecido en su agenda el mismo día que el de Madison McKerny) llevaban ya mucho retraso. El último había aparecido en la agenda hacía solo un par de días, estando él en Arizona y, sin embargo, estaba escrito de su puño y letra. Siempre había creído que escribía en sueños, y aquel giro de los acontecimientos lo pilló completamente desprevenido. Se prometió a sí mismo acojonarse por ello en cuanto tuviera tiempo.

Mientras tanto, entre el asunto de la paja casi mortal y la muerte de su madre, ni siquiera había hecho las pesquisas preliminares sobre aquellos dos nombres, Esther Johnson e Irena Posokovanovich, y ya se había pasado la fecha de recogida de ambas. Una de ellas, hacía tres días. ¿Y si las arpías de las alcantarillas ya habían llegado? Con lo fuertes que se habían vuelto, Charlie no quería ni pensar en lo que podían hacer si se apoderaban de otra alma. Pensó en llamar a Rivera para que le cubriera las espaldas cuando entrara en la casa, pero ¿qué podía decirle? Aquel poli de cara afilada sabía que allí pasaba algo sobrenatural y había aceptado la palabra de Charlie de que él estaba en el bando de los buenos (lo cual no era muy difícil de creer después de haber visto a la arpía del alcantarillado meterle una uña de siete centímetros por la nariz, sobrevivir luego a nueve disparos de una nueve milímetros y, encima, salir volando).

Charlie conducía sin rumbo camino de Pacific Heights solo porque en aquella zona había menos tráfico. Paró junto a la acera y llamó a información.

—Necesito el número y la dirección de una tal Esther Johnson.

—No figura ninguna Esther Johnson, señor, pero tengo tres E. Johnson.

—¿Puede darme las direcciones?

La operadora le dio las únicas dos señas que aparecían en la guía. Una grabación se ofreció a marcar el número por él a cambio de un coste adicional de cincuenta centavos.

—Sí, ya, ¿y cuánto me cobras por llevarme? —preguntó Charlie a la voz cibernética. Luego colgó y marcó el número del que no tenía la dirección.

—Hola, ¿puedo hablar con Esther Johnson? —preguntó alegremente.

—Aquí no hay ninguna Esther Johnson —dijo una voz de hombre—. Me parece que se ha equivocado de número.

—Espere. ¿No viviría ahí una Esther Johnson hasta hace cosa de tres días? —preguntó Charlie—. He visto el nombre de E. Johnson en la guía.

—Soy yo —dijo el hombre—. Ed Johnson.

—Siento haberlo molestado, señor Johnson. —Charlie colgó y marcó el número del siguiente E. Johnson.

—¿Diga? —dijo una voz de mujer.

—Hola, ¿podría hablar con Esther Johnson, por favor?

Un profundo suspiro.

—¿Quién la llama?

Charlie utilizó una artimaña que le había funcionado muchas veces antes.

—Soy Charlie Asher, de Oportunidades Asher. Hemos recibido unas mercancías con el nombre de Esther Johnson y queríamos asegurarnos de que no son robadas.

—Bueno, señor Asher, siento decirle que mi tía falleció hace tres días.

—¡Bingo! —gritó Charlie.

—¿Cómo dice?

—Disculpe —dijo Charlie—. Mi socio está con un boleto de lotería de los de raspar aquí en la tienda, y acaba de ganar diez mil dólares.

—Señor Asher, este no es buen momento. ¿Son de valor esas mercancías?

—No, es solo ropa vieja.

—¿En otro momento, entonces? —La mujer parecía más agobiada que afligida—. Si no le importa.

—No. Le doy mi más sentido pésame —dijo Charlie. Colgó, comprobó la dirección y puso rumbo al parque Golden Gate y el barrio de Haight.

El Haight, la meca del movimiento del amor libre de los años sesenta, donde la generación beat[16] engendró a los niños de las flores, donde chavales de todo el país fueron a sintonizar entre sí, a colocarse y a extraviarse, y adónde habían seguido llegando jóvenes, aunque el barrio hubiera pasado por oleadas alternas de renovación y declive. Ahora, mientras circulaba por la calle Haight entre establecimientos dedicados a la marihuana, restaurantes vegetarianos, tiendas hippies, tiendas de música y cafeterías, Charlie veía hippies cuyas edades oscilaban entre los quince y los setenta años. Barbudos avejentados pidiendo limosna o repartiendo panfletos y adolescentes blancos con el pelo a lo rasta y faldas vaporosas o pantalones de cáñamo con cordel, piercings relucientes y miradas vacías y extasiadas por la maría. Pasó junto a yonquis de dientes pardos que bramaban a los coches al pasar; junto a supervivientes del movimiento punk con crestas, desperdigados aquí y allá; junto a tíos mayores con boina y a transeúntes que parecían salidos de un club de jazz de 1953. No era tanto que las manecillas del tiempo se hubieran detenido allí, sino más bien como si se hubieran levantado, exasperadas, y el reloj hubiera exclamado: «¡Venga, coño! Yo me largo de aquí».

La casa de Esther Johnson estaba sólo a un par de manzanas de la calle Haight, y Charlie tuvo la suerte de encontrar aparcamiento en una zona verde cercana, con un límite de veinte minutos. (Si alguna vez tenía ocasión de hablar con alguien que estuviera al mando, iba reclamar privilegios de aparcamiento especiales para los Mercaderes de la Muerte, porque, aunque estaba muy bien que nadie lo viera cuando iba a recuperar la vasija de un alma, aún mejor habría estado tener unas cuantas señales con la marca de la Muerte o algunas zonas de aparcamiento reservadas en negro).

La casa era un bungaló pequeño, raro en aquel barrio, donde casi todos los edificios tenían tres plantas y estaban pintados del color que más contrastaba con el de al lado. Charlie había enseñado los colores a Sophie allí, usando las grandes casas victorianas como muestrario de tonos.

—Naranja, papi, naranja.

—Sí, cariño, ese hombre ha vomitado una cosa naranja. Pero mira esa casa, Sophie, es morada.

La calle tenía mucho trasiego, así que Charlie comprendió que la puerta de los Johnson estaría cerrada. Llama al timbre e intenta colarte, ¿vale? No podía permitirse esperar: las arpías del alcantarillado le habían susurrado desde una rejilla al acercarse a la casa. Llamó al timbre y se hizo a un lado.

Una mujer guapa y de pelo oscuro que rondaba la treintena, vestida con vaqueros y blusa de campesina, abrió la puerta, miró a su alrededor y dijo:

—Hola, ¿qué quería?

Charlie estuvo a punto de caerse a través de la ventana. Miró hacia atrás y luego volvió a fijar la vista en la mujer. No, lo estaba mirando directamente a él.

—Sí, ¿ha llamado al timbre?

—¿Quién, yo? —dijo Charlie—. Yo, eh… Se refiere a mí, ¿verdad?

La mujer retrocedió hacia el interior de la casa.

—¿Qué puedo hacer por usted? —dijo, un poco severa.

—Eh, lo siento. Soy Charlie Asher… Tengo una tienda de artículos de segunda mano en North Beach, acabo de hablar con usted por teléfono, creo.

—Sí. Pero le dije que no era urgente.

—Sí, sí, sí. Es cierto, pero estaba en el barrio y pensé en pasarme por aquí.

—Me dio la impresión de que llamaba desde su tienda. ¿Ha cruzado toda la ciudad en cinco minutos?

—Bueno, sí, es que la furgoneta es como una tienda móvil para mí.

—Entonces, ¿la persona que ganó a la lotería está con usted?

—Pues no, se fue. Tuve que echarlo de la furgoneta. Un nuevo rico, ¿comprende? Muy pagado de sí mismo. Seguramente se comprará un pedrusco de cocaína y pagará a media docena de putas y este fin de semana estará arruinado. Menos mal que me he librado de él.

La mujer dio otro paso hacia el interior de la casa y entornó la puerta.

—Bueno, si tiene la ropa aquí, supongo que puedo echarle un vistazo.

—¿La ropa? —Charlie no podía creer que aquella mujer fuera capaz de verlo. La había cagado por completo. Nunca conseguiría la vasija del alma y entonces… En fin, no quería pensar en lo que podía pasar.

—La ropa que dijo que podía pertenecer a mi tía. Podría echarle un vistazo.

—Ah, no la tengo aquí.

Ella había cerrado la puerta hasta el punto de que Charlie ya solo veía un ojo azul, el bordado que rodeaba el escote de su blusa, el botón de sus vaqueros y dos dedos de un pie (iba descalza).

—Quizá sea mejor que venga en otro momento. Estoy intentando ordenar las cosas de mi tía, y lo estoy haciendo yo sola, así que ando un poco liada. Mi tía vivió en esta casa durante treinta y dos años. No doy abasto.

—Por eso estoy aquí —dijo Charlie mientras pensaba, ¿De qué coño estoy hablando?—. Yo hago estas cosas constantemente, señorita…

—Señora. Señora Elizabeth Sarkoff.

—Bueno, señora Sarkoff, yo hago mucho estas cosas, y a veces es abrumador repasar las posesiones de un ser querido, sobre todo si llevaba viviendo en un mismo sitio tanto tiempo como su tía. Para organizar las cosas, conviene estar acompañado de alguien que no tenga vínculos emocionales con ellas. Además, yo tengo muy buen ojo para lo que es de valor y lo que no.

Le dieron ganas de darse una palmada por habérsele ocurrido aquello a pesar de tanto ajetreo.

—¿Y cobra usted por ese servicio?

—No, no, no, pero hago una oferta si me interesa comprar algo de lo que quiera desprenderse. O podría dejar las cosas en depósito en mi tienda, si lo prefiere.

Elizabeth Sarkoff suspiró profundamente y bajó la cabeza.

—¿Está seguro? No quisiera aprovecharme.

—Será un placer —dijo él.

Ella abrió la puerta de par en par.

—Menos mal que ha venido usted, señor Asher. Me he pasado una hora intentando decidir con qué juego de salero y pimentero en forma de elefante me quedaba y cuáles tiraba. ¡Tiene diez pares! ¡Diez! Pase, por favor.

Charlie cruzó la puerta sintiéndose muy orgulloso de sí mismo. Seis horas después, cuando estaba hundido hasta la cintura en vacas de porcelana y aún no había encontrado la vasija del alma de Esther Johnson, se había olvidado por completo de su hazaña.

—Entonces, ¿sentía debilidad por las vacas Holstein? —le gritó a la señora Sarkoff, que estaba en la habitación de al lado, dentro de un armario empotrado, revisando otro enorme montón de morralla coleccionable.

—No creo. Pasó toda la vida aquí, en la ciudad. No estoy segura de que viera alguna vez una vaca, como no fueran esas que hablan y anuncian queso en la tele.

—Genial —dijo Charlie. Había registrado palmo a palmo la casa, excepto el armario en el que estaba atareada Elizabeth Sarkoff, y no había encontrado la vasija del alma. Se había asomado al armario un par de veces y había hecho un rápido inventario de su contenido, pero no había visto nada que brillara con luz rojiza. Empezaba a sospechar que, o había llegado demasiado tarde y los moradores del Inframundo le habían birlado la vasija del alma, o Esther Johnson se la había llevado a la tumba.

Iba otra vez de camino al sótano cuando sonó su móvil.

—Aquí Charlie Asher —dijo.

—Charlie, soy Cassie. Sophie quiere saber si vas a volver a casa a tiempo de contarle un cuento y arroparla. Le he dado la cena y la he bañado.

Charlie subió corriendo las escaleras y miró por las ventanas de la fachada. Había oscurecido y él ni siquiera se había dado cuenta.

—Vaya mierda, Cassie, lo siento. No me he dado cuenta de que era tan tarde. Estoy con un cliente. Dile que estaré allí para arroparla.

—Vale, se lo diré —dijo Cassandra, que parecía exhausta—. Y también puedes limpiar el suelo del baño, Charlie. Tienes que hacer algo para que esos perros no se metan en la bañera con ella. Hay pegotes de espuma por toda la casa.

—Les gusta mucho bañarse.

—Muy gracioso, Charlie. Porque quiero a tu hermana, que, si no, pagaría a alguien para que te rompiera las piernas.

—Mi madre acaba de morir, Cassie.

—¿Ahora vas a venirme con que ha muerto tu madre? Charlie Asher, eres…

—Tengo que dejarte —dijo Charlie—. Enseguida estoy en casa. —Apretó el botón de desconexión cuatro veces y luego otra más, por si acaso. Con lo dulce que era Cassandra hacía solo unos días… ¿Qué le pasaba a la gente?

Charlie entró en el dormitorio.

—¿Señora Sarkoff?

—Sí, sigo aquí —dijo una voz desde dentro del armario.

—Voy a tener que irme. Mi hija me necesita.

—Espero que no haya pasado nada.

—No, no es ninguna emergencia. Pero he estado fuera un par de días. Mire, si necesita más ayuda…

—No, creo que no. ¿Por qué no me da unos días para ordenar todo esto? Luego llevaré unas cuantas cosas a su tienda.

—No me importa volver, de veras. —Charlie se sentía estúpido por hablar a gritos con alguien metido en un armario.

—No, yo lo llamaré, se lo prometo.

A Charlie no se le ocurrió ningún modo de insistir y tenía que irse a casa.

—Bueno, está bien. Me voy.

—Gracias, señor Asher. Ha sido usted mi salvación.

—De nada. Adiós. —Charlie salió de la casa y la puerta se cerró tras él con un clic. Oyó removerse algo bajo la calle (un susurro de plumas, el graznido distante de unos cuervos) camino del lugar donde había aparcado. Y naturalmente, cuando llegó, la grúa se había llevado su furgoneta.

Cuando oyó cerrarse la puerta de la calle, Audrey volvió al armario, apartó una gran caja de cartón y dejó al descubierto a una anciana señora que hacía punto tranquilamente sentada en una silla jardinera plegable.

—Se ha ido, Esther. Ya puedes salir.

—Pues ayúdame a levantarme, querida, porque creo que me he quedado encajada —dijo Esther.

—Lo siento —contestó Audrey—. No sabía que iba a quedarse tanto.

—No entiendo por qué le has dejado pasar —dijo la anciana, que, aunque entumecida, había logrado ponerse en pie.

—Para que satisficiera su curiosidad. Para que lo viera con sus propios ojos.

—¿Y de dónde sacaste ese nombre de Elizabeth Sarkoff?

—Era mi maestra de segundo curso. Fue el primero que se me ocurrió.

—Pues creo que lo has engañado. No sé cómo darte las gracias.

—Volverá, lo sabes, ¿no? —dijo Audrey.

—Espero que no sé dé mucha prisa —repuso Esther—. Tengo que ir al tocador.

—¿Dónde está, mi amor? —siseó la Morrigan desde la alcantarilla de la calle Haight, cerca de donde Charlie intentaba parar un taxi—. Estás fallando, Carne —añadió el coro infernal.

Charlie miró a su alrededor para ver si alguien más había oído aquella voz, pero los transeúntes parecían enfrascados en sus conversaciones o, si iban solos, miraban fijamente a un punto a unos seis metros por delante de sí, ambas estrategias para evitar el contacto visual con los mendigos y chiflados que bordeaban la acera. Ni siquiera los locos parecían haberse dado cuenta.

—Que os jodan —murmuró Charlie, furioso, desde el bordillo—. Putas arpías.

—¡Ay, mi amor, este vacile es tan delicioso…! ¡La sangre de la pequeña estará riquísima!

Un joven mendigo que estaba sentado en el bordillo, un poco más allá, miró a Charlie.

—Colega, dile a tu médico que te suba la dosis de litio y desaparecerán. A mí me funcionó.

Charlie asintió con la cabeza y le dio un dólar.

—Gracias, me lo haré mirar.

Por la mañana tendría que llamar a Jane a Arizona para saber hasta qué punto había descendido la sombra por la colina, en caso de que se hubiera movido. ¿Por qué afectaba lo que él hiciera o dejara de hacer en San Francisco a lo que pasaba en Sedona? Todo aquel tiempo había intentado convencerse de que no se trataba de él, y de pronto parecía que, en efecto, se trataba de él, y mucho. El Luminatus se alzaría en la Ciudad de los Dos Puentes, había dicho Vern. Pero ¿hasta qué punto era de fiar una profecía obtenida de un tipo que se llamaba Vern? («Visiten Profecías de saldo Vern: el Nostradamus del bajo coste»). Era absurdo. Tenía que seguir adelante, cumplir su parte y hacer lo posible por recoger las vasijas de las almas que le llegaran. Y si no… En fin, las Fuerzas de la Oscuridad se alzarían y dominarían el mundo. ¿Y qué? ¡Adelante, putas del arroyo! Vaya cosa.

Sin embargo, el macho beta que llevaba dentro, aquel gen que había hecho perdurar a los de su especie durante tres millones de años, alzó su voz: ¿Las Fuerzas de la Oscuridad dominando el mundo? Menuda putada, dijo.

—Le gustaba tanto el olor del fregasuelos… —dijo la tercera señora que ese día aseguraba haber sido la mejor amiga de la madre de Charlie. El funeral no había ido tan mal, pero después se celebraba una comida en el club de una residencia de mayores privada de por allí, en la que Buddy había vivido antes de mudarse a casa de Lois. La pareja había vuelto a menudo a la residencia, a jugar a las cartas y a alternar con la antigua pandilla de Buddy.

—¿Has probado los sandwiches de chile? —preguntó la mejor amiga número tres. A pesar de que estaban a treinta y siete grados, lucía un chándal rosa adornado con caniches de pedrería y allá donde iba llevaba bajo el brazo un caniche negro muy pequeño y nervioso. El perro lamía su ensalada de patata mientras ella estaba distraída hablando con Charlie—. No sé si tu madre comía alguna vez sandwiches de chile. Siempre la veía tomando cócteles de güisqui. Le gustaba echarse una copita.

—Sí, así es —dijo Charlie—. Y creo que yo también voy a tomarme una ahora mismo.

Charlie había llegado a Sedona en avión esa misma mañana, tras pasar la noche en San Francisco intentando encontrar las dos vasijas pasadas de fecha. Aunque no había encontrado ninguna esquela sobre el entierro de Esther Johnson, aquella morena tan guapa que estaba en su casa le había dicho que la habían enterrado al día siguiente de que él visitara por primera vez la casa de Haight, y Charlie dedujo que, de nuevo, la vasija de su alma había sido enterrada con ella (¿Se llamaba Elizabeth la morenita? Claro que se llamaba Elizabeth, se estaba engañando si pretendía siquiera haberlo olvidado. Los machos beta nunca olvidan los nombres de las mujeres guapas. Charlie se acordaba del nombre de la chica del póster central del primer Playboy que había birlado de las estanterías de la tienda de su padre. Hasta se acordaba de que a aquella chica le daban asco el mal aliento, la mala gente y el genocidio, y de que él resolvió no tener, ser o cometer nunca ninguna de aquellas faltas, por si acaso se la encontraba alguna vez cuando ella estuviera oreándose los pechos sobre el capó de un coche). De la otra mujer, Irena Posokovanovich, que supuestamente había muerto hacía días, no había encontrado ni rastro. Ni esquela, ni registros en los hospitales, ni nadie que viviera en su casa. Era como si se hubiera evaporado y se hubiera llevado con ella la vasija de su alma. Charlie tenía aún un par de semanas para encontrar a la tercera persona cuyo nombre figuraba en su agenda, pero no estaba seguro de a qué tendría que enfrentarse para llegar hasta ella. La Oscuridad empezaba a alzarse.

Alguien dijo a su lado:

—Charlar de tonterías nunca es tan insoportable como cuando uno ha perdido a un ser querido, ¿eh?

Charlie se volvió hacia aquella voz y se sorprendió al ver a Vern Glover, el raquítico Mercader de la Muerte, masticando un poco de ensalada de col con alubias a la ranchera.

—Gracias por venir —dijo automáticamente.

Vern hizo un ademán con el tenedor de plástico para quitarle importancia al asunto.

—¿Viste la sombra?

Charlie asintió con la cabeza. Esa mañana, al llegar a casa de su madre, la sombra de la mesa había alcanzado ya el jardín delantero y los graznidos de los pájaros carroñeros que pululaban por sus márgenes eran ensordecedores.

—No me dijiste que los demás no podían verla. Llamé a mi hermana desde San Francisco para preguntarle si había avanzado, pero no vio nada.

—Perdona, ellos no pueden verla. Por lo menos, eso creo. Desapareció durante cinco días. Y volvió esta mañana.

—¿Cuando volví yo?

—Supongo. ¿Será culpa nuestra? ¿Nos tomamos un café con unos dónuts y es el fin del mundo?

—Perdí dos almas en casa —dijo Charlie mientras sonreía a un señor con traje de golf color burdeos que al pasar por su lado se llevó la mano al corazón en señal de pésame.

—¿Que las perdiste? ¿Se las…? ¿Cómo las llamas tú? ¿Se las llevaron las arpías del alcantarillado?

—Podría ser —contestó Charlie—. Pero, sea lo que sea lo que está pasando, parece que me persigue.

—Lo siento mucho —dijo Vern—. De todos modos, me alegro de que habláramos. Ya no me siento tan solo.

—Sí —dijo Charlie.

—Y siento lo de tu madre —añadió Vern rápidamente—. ¿Estás bien?

—Todavía no lo he asimilado —dijo Charlie—. Supongo que ahora soy huérfano.

—Estaré atento para ver quién se lleva su collar —dijo Vern—. Tendré cuidado.

—Gracias —contestó Charlie—. ¿Tú crees que tenemos algún control sobre quién se lleva las almas después? Quiero decir de verdad. El gran libro dice que pasan a quien deben pasar.

—Imagino que sí —dijo Vern—. Cada vez que he vendido una, el resplandor ha desaparecido enseguida. Eso no pasaría si no fuera la persona adecuada, ¿no?

—No, supongo que no —dijo Charlie—. Entonces, hay cierto orden en todo esto.

—El experto eres tú —repuso Vern… y luego se le cayó el tenedor—. ¿Quién es esa? Está buenísima.

—Es mi hermana —contestó Charlie. Jane iba cruzando la habitación hacia ellos. Se había puesto el traje cruzado de Armani gris oscuro de Charlie y las sandalias negras de tiras; se había peinado y lacado el pelo rubio platino en ondas estilo años treinta, que parecían fluir por debajo de un sombrerito negro con un velo que le tapaba la cara hasta los labios, los cuales relucían como rojos Ferraris. A ojos de Charlie parecía, como siempre, un cruce entre un robot asesino y un personaje del doctor Seuss[17], pero si hacía un esfuerzo por olvidarse de que era su hermana, y lesbiana, podía comprender que alguien pensara que, con su pelo, sus labios y su verticalidad, estuviera buenísima. Sobre todo si se trataba de alguien como Vern, que necesitaría equipamiento de escalada y bombonas de oxígeno para trepar hasta su altura.

—Vern, quiero que conozcas al bellezón de mi hermana Jane. Jane, este es Vern.

—Hola, Vern. —Jane le dio la mano y el Mercader de la Muerte hizo una mueca de dolor, cuando se la estrechó.

—Te acompaño en el sentimiento —dijo Vern.

—Gracias —contestó ella—. ¿Conocías a nuestra madre?

—Vern la conocía muy bien —dijo Charlie—. De hecho, uno de los últimos deseos de mamá en su lecho de muerte fue que dejaras que Vern te invitara a un dónut. ¿A que sí, Vern?

Vern asintió con tanto ímpetu que a Charlie le pareció oír el crujido de sus vértebras.

—Fue su último deseo —dijo Vern.

Jane no se movió, ni dijo nada. Como tenía los ojos velados, Charlie no veía su expresión, pero adivinó que tal vez estuviera intentando perforar su aorta con su visión de rayo láser.

—¿Sabes, Vern?, eso sería estupendo, pero ¿te importa que lo dejemos para otro día? Acabamos de enterrar a mi madre y tengo que hablar de unas cosas con mi hermano.

—Por mí, perfecto —dijo Vern—. Y no tiene por qué ser un dónut, si cuidas tu figura. Ya sabes, una ensalada, un café, lo que sea.

—Claro —dijo Jane—. Si era lo que mi madre quería… Ya te llamaré. Pero Charlie te habrá dicho que soy lesbiana, ¿no?

—¡Oh, Dios mío! —dijo Vern. Estuvo a punto de retorcerse de deseo, pero recordó que se hallaba en el ágape posterior a un funeral y que se estaba imaginando abiertamente un ménage à trois con la hija de la difunta—. Lo siento —graznó.

—Hasta otra, Vern —dijo Charlie mientras su hermana lo empujaba hacia la cocina del club—. Te mandaré un e-mail sobre ese otro asunto.

En cuanto doblaron la esquina de la cocina, Jane le dio tal puñetazo en el plexo solar que lo dejó sin respiración.

—Pero ¿tú qué te has creído? —siseó. Se echó el velo hacia atrás para que Charlie viera lo cabreada que estaba, por si acaso no se había dado cuenta por el puñetazo en el pecho.

Charlie se reía y jadeaba al mismo tiempo.

—Es lo que mamá habría querido.

—Mi madre acaba de morir, Charlie.

—Sí —dijo su hermano—. Pero no tienes ni idea de lo que acabas de hacer por ese tipo.

—¿En serio? —Jane levantó una ceja.

—Recordará siempre este día —contestó Charlie—. No volverá a tener una fantasía sexual en la que no aparezcas tú, seguramente con zapatos prestados.

—¿Y no te da repelús?

—Bueno, a mí sí, eres mi hermana, pero para Vern ha sido un momento seminal.

Jane asintió con la cabeza.

—Eres un buen tipo, Charlie, preocupándote así por un desconocido insignificante como ese.

—Sí, bueno, ya me conoces…

—Esto por ser tan capullo —añadió Jane, y volvió a hundirle el puño en el plexo solar.

Curiosamente, mientras intentaba recobrar el aliento, Charlie sintió que, allá donde se encontrara, su madre estaría satisfecha de él.

Adiós, mamá, se dijo.