17

¿Y a ti qué tal te fue?

A la mañana siguiente, Cassie, la novia de Jane, oyó a alguien en el pasillo y abrió la puerta. Charlie estaba allí, cubierto de sangre y de una sustancia pegajosa y negra, y oliendo a sándalo y aceite de almendras. Tenía un corte en la oreja, sangre seca en la nariz, el frente de los pantalones hecho jirones y plumillas negras pegadas por todas partes.

—Vaya, Charlie —dijo Cassie, un tanto sorprendida—, creo que te había subestimado. Cuando decides lanzarte al ataque, no te andas con chiquitas.

—Ducha —dijo Charlie.

—¡Papi! —gritó Sophie desde su cuarto. Salió corriendo con los brazos abiertos, seguida por dos perros gigantes y una tía lesbiana vestida de Brooks Brothers. En medio del cuarto de estar vio a su padre, dio media vuelta y salió corriendo de la habitación, aterrorizada.

Jane se paró junto al sofá y se quedó mirando a Charlie.

—Madre mía, Chuck, ¿qué has hecho? ¿Intentar follarte a un leopardo?

—Algo parecido —contestó él. Pasó tambaleándose junto a ella y cruzó su habitación camino del cuarto de baño grande.

Jane miró a Cassandra, que intentaba que la sonrisa no se le convirtiera en carcajada.

—Eras tú quien quería que saliera más.

—¿Le has dicho lo de mi madre? —dijo Jane.

—Me ha parecido que debías decírselo tú —respondió Cassandra.

—Pues las pistolas son un asco, os lo digo yo —dijo Babd, la última de las tres divas de la muerte que había hecho acto de presencia Arriba—. Sí, ya, desde aquí abajo parecen geniales, pero de cerca… Son ruidosas, impersonales… A mí, donde esté un hacha o una tranca…

—A mí me gustan las trancas —dijo Macha, que tenía las garras metidas dentro de la cabeza cortada de Madison McKerny y movía su boca como si fuera una marioneta.

—La culpa es tuya —dijo Nemain en tono de reproche. Tenía en las manos uno de los implantes mamarios de Madison McKerny (con trozos de carne sanguinolenta todavía adheridos a él) y lo apretaba contra las heridas de Babd para curarlas. A medida que la carne negra se regeneraba, el fulgor rojizo del implante iba a apagándose—. Esto está perdiendo poder. Y después de esperar años para apoderarnos de otra alma…

Babd suspiró.

—Supongo que lo de la paja no fue buena idea.

—Supongo que lo de la paja no fue buena idea —se mofó la marioneta de Macha.

—En los campos de batalla del norte lo hice, qué sé yo, ¿diez mil veces? —dijo Babd—. Una última gayola para el guerrero moribundo… Me parecía lo menos que podía hacer. Ya sabéis que se me da especialmente bien. Hay que tener mucha mano para mantenérsela dura a un soldado mientras se le salen las tripas por entre los dedos.

—Se le da bien —dijo Orcus—. Doy fe de ello. —Se recostó en su trono para mostrar metro y medio de verga negra como la de un toro y dura como madera muerta con la que atestiguar su entusiasmo.

—Ahora no, acabo de pintarme los labios —dijo Macha haciendo mover la boca a la cabeza, y le hizo sobresalir un poco los ojos con las uñas para que pareciera que el prodigioso aparato de Orcus impresionaba a la muerta.

Todas se rieron por lo bajo. Macha llevaba toda la mañana haciendo reír a Orcus y a sus hermanas las Morrigan con su numerito de la marioneta. Ponía los implantes en un estante y movía la cabeza por encima de ellos.

—Claro que son auténticas —decía—. Él las pagó con dinero auténtico, ¿no?

Estaban exultantes desde que habían sacado las vasijas del alma de la tumba de la muñeca hinchable. Aquella victoria había eclipsado incluso el fracaso de Babd a la hora de matar al Mercader de la Muerte, pero, a medida que la luz de los implantes se apagaba, su humor iba ensombreciéndose. Nemain tiró contra el mamparo del barco el implante gastado, que al estallar salpicó la habitación con una sustancia viscosa y transparente.

—Qué desperdicio —refunfuñó—. Cuando dominemos lo de Arriba, me comeré su hígado mientras mira.

—Qué manía con comerse el hígado —dijo Babd—. Yo lo odio.

—Paciencia, princesas —dijo Orcus mientras sopesaba en la garra el implante que quedaba—. Hemos tardado mil años en llegar hasta aquí, en prepararnos para esta batalla. Unos cuantos más para reunir fuerzas solo harán la victoria más dulce. —Le arrebató la cabeza a Macha y le dio un mordisco como si fuera una ciruela madura y jugosa—. Pero lo de la paja podías habértelo ahorrado —añadió, salpicando a Babd con trozos de cerebro.

—He conseguido un vuelo para Phoenix a las dos —dijo Jane—. Allí cogeremos un tren de cercanías y a la hora de la cena estaremos en Sedona.

Charlie acababa de salir de la ducha y solo llevaba puestos unos vaqueros limpios. Se estaba secando el pelo con una toalla beis, en la que iba dejando manchas rojas porque todavía le sangraba el cuero cabelludo. Se sentó en la cama.

—Espera, espera, espera. ¿Cuánto tiempo hace que lo sabe?

—Se lo diagnosticaron hace seis meses. Ya se le ha extendido desde el colon al resto de los órganos.

—Y ha esperado hasta ahora para decírnoslo.

—No nos lo ha dicho ella. Llamó un tal Buddy. Evidentemente, están viviendo juntos. Dijo que mamá no quería preocuparnos. Se derrumbó mientras hablábamos por teléfono.

—¿Mamá está viviendo con un hombre? —Charlie miraba las manchas rojas de la toalla. Se había pasado en vela toda la noche, intentando explicar al inspector Rivera qué había sucedido en el callejón sin contarle nada en realidad. Sangraba, estaba vapuleado y exhausto, y su madre se estaba muriendo—. No puedo creerlo. Pero si se enfadó cuando Rachel se vino a vivir a casa antes de que nos casáramos.

—Sí, bueno, esta noche cuando la veas puedes echarle la bronca por ser tan hipócrita.

—No puedo ir, Jane. Tengo la tienda y Sophie… es demasiado pequeña para algo así.

—He llamado a Ray y a Lily, y van a ocuparse de la tienda. Cassandra cuidará de Sophie por las noches y las damas del bloque comunista pueden quedarse con ella hasta que Cassie llegue a casa del trabajo.

—¿Cassie no va contigo?

—Charlie, mamá todavía me llama «su marimacho».

—Ah, sí, perdona. —Charlie suspiró. Sentía nostalgia de los tiempos en que Jane era la rara de la familia y él el normal—. ¿Vas a intentar explicárselo?

—No sé. No tengo ningún plan, la verdad. Ni siquiera sé si está lúcida. Estoy con el piloto automático puesto desde que me enteré. Estaba esperando que volvieras a casa para poder derrumbarme.

Charlie se levantó, se acercó a su hermana y la abrazó.

—Lo has hecho muy bien. Ya he vuelto, a partir de ahora me encargo yo. ¿Qué necesitas?

Ella le devolvió el abrazo y se apartó con lágrimas en los ojos.

—Tengo que ir a casa a hacer la maleta. Vendré a mediodía a recogerte en un taxi, ¿vale?

—Estaré listo. —Él sacudió la cabeza—. No puedo creer que mamá esté viviendo con un tío.

—Con un tío llamado Buddy —dijo Jane.

—Será zorra —dijo Charlie.

Jane se echó a reír, que era lo único que Charlie quería en ese momento.

Lois Asher estaba durmiendo cuando Charlie y Jane llegaron a su casa de Sedona. Un hombre barrigudo y quemado por el sol, vestido con bermudas y camisa de safari, les abrió la puerta: era Buddy. Se sentó a la mesa de la cocina con ellos y les confesó su amor por Lois, les habló de su vida como mecánico de aviones en Illinois antes de jubilarse y a continuación les contó con pelos y señales lo que habían hecho desde que a Lois le diagnosticaran la enfermedad. Su madre había pasado por tres tandas de quimioterapia y después, enferma y calva, se había dado por vencida. Charlie y Jane se miraban y se sentían culpables por no haber estado allí para ayudar.

—Ella no quería molestaros —dijo Buddy—. Se ha estado comportando como si morirse fuera algo que podía hacer en su tiempo libre, entre las citas para ir a la peluquería.

Charlie volvió en sí bruscamente. Cosas parecidas había pensado él varias veces cuando, al ir a recuperar la vasija de algún alma, veía gente tan empeñada en negar lo que le pasaba que seguía comprando calendarios quinquenales.

—¡Mujeres!, qué se puede hacer con ellas —dijo Buddy, y le guiñó un ojo a Jane.

Charlie sintió de pronto una inmensa oleada de afecto por aquel tipo bajito, calvo y tostado por el sol con el que su madre estaba arrejuntada.

—Queremos darte las gracias por quedarte con ella, Buddy.

—Sí —asintió Jane, todavía un poco aturdida.

—Bueno, voy a quedarme aquí hasta que pase todo el jaleo, y más, si me necesitáis.

—Gracias —dijo Charlie—. Seguro que sí. —Y lo necesitarían, porque enseguida se le hizo evidente que Buddy se mantendría entero solo mientras se sintiera necesitado.

—Buddy —dijo una voz femenina a su espalda. Charlie se volvió y vio a una mujerona de unos treinta años vestida de uniforme: otra trabajadora de hospital de desahuciados, otra de aquellas asombrosas mujeres a las que Charlie veía en los hogares de los moribundos, ayudándoles a superar el tránsito al otro mundo con la mayor comodidad, dignidad y hasta alegría de que fueran capaces: valquirias benévolas, comadronas de la luz final, eso eran. Y mientras las veía trabajar, Charlie había notado que, en lugar de distanciarse o volverse insensibles a su trabajo, se implicaban con cada paciente y cada familia. Estaban presentes. Él las había visto sufrir con cien familias distintas, participar de la intensidad de una emoción que la mayoría de la gente solo sentía un par de veces en la vida. Observarlas a lo largo de los años había hecho que sintiera más respeto hacia su propia tarea como Mercader de la Muerte. Para él podía ser una maldición, pero, a la postre, no se trataba de él, sino de servir al prójimo y de la trascendencia de aquel servicio. Eso se lo habían enseñado las enfermeras que trabajaban con desahuciados.

En la chapita del nombre de la enfermera ponía «Grace». Charlie sonrió.

—Buddy —dijo ella—, está despierta y pregunta por ti.

Charlie se levantó.

—Grace, soy Charlie, el hijo de Lois. Esta es mi hermana, Jane.

—Ah, habla de vosotros todo el tiempo.

—¿Sí? —dijo Jane, algo sorprendida.

—Sí. Me ha dicho que tú eras todo un chicazo —dijo Grace—. Y tú… —le dijo a Charlie—. Que eras muy bueno, pero que luego no sabe qué te pasó.

—Que aprendí a hablar —contestó Charlie.

—Fue entonces cuando dejó de caerme bien —añadió Jane.

Lois Asher estaba apoyada sobre un nido de almohadas. Llevaba una peluca gris perfectamente peinada y recogida hacia atrás (como había llevado siempre su verdadero pelo) un collar de plata con diseños florales, anillos y pendientes a juego y un camisón malva de seda que armonizaba tan bien con la decoración sureña del cuarto como si Lois intentara fundirse en su entorno. Y así era, a pesar de que el nicho que se había abierto en el mundo era en ese momento un poco más grande de lo que requería su cuerpo. Entre la peluca y su cráneo se abría una rendija, el camisón le colgaba casi vacío y los anillos le bailaban en los dedos como ajorcas. Charlie comprendió que no estaba dormida cuando llegaron, sino que había mandado a Buddy fuera con esa excusa para que Grace tuviera tiempo de vestirla y arreglarla antes de mostrarse ante sus hijos.

Notó también que el collar de plata refulgía con una tenue luz rojiza sobre el camisón de Lois y sintió que un largo suspiro de tristeza se alzaba en su pecho. Abrazó a su madre y sintió los huesos de su espalda y de sus hombros, tan delicados y frágiles como los de un pájaro. Jane intentó sofocar un sollozo tan pronto la vio, pero solo consiguió emitir lo que sonó como un bufido doloroso. Cayó de rodillas junto a la cama de su madre.

Charlie sabía que era quizá la pregunta más tonta que podía hacérsele a un moribundo, pero la hizo de todos modos.

—¿Qué tal estás, mamá?

Ella le dio unas palmaditas en la mano.

—Me vendría bien un cóctel. Buddy no me deja beber alcohol porque no lo retengo. ¿Ya conocéis a Buddy?

—Parece un buen hombre —dijo Jane.

—Y lo es. Ha sido muy bueno conmigo. Solo somos amigos, ¿sabéis?

Charlie miró a Jane por encima de la cama y su hermana levantó las cejas.

—No pasa nada, sabemos que vivís juntos —dijo él.

—¿Vivir juntos? ¿Yo? ¿Por quién me tomas?

—Da igual, mamá.

Su madre desdeñó aquella idea con un ademán, como si espantara una mosca.

—¿Y cómo está tu muchachita judía, Charlie?

—¿Sophie? Está muy bien, mamá.

—No, no es eso.

—¿Qué no es eso?

—No es Sophie, es otra. Una chica muy guapa… Demasiado guapa para ti, la verdad.

—Estás pensando en Rachel, mamá. Murió hace cinco años, ¿recuerdas?

—Bueno, no se le puede reprochar, ¿no crees? Eras un niñito tan dulce… y luego no sé qué te pasó. ¿Te acuerdas?

—Sí, mamá, era muy dulce.

Lois miró a su hija.

—¿Y tú qué, Jane? ¿Has encontrado un buen hombre? No me gusta pensar que estás sola.

—Todavía estoy buscando a mi media naranja —contestó Jane mientras miraba a Charlie haciendo un movimiento de cabeza que venía a decir «tenemos que escaparnos y mantener una reunión de emergencia», movimiento que había practicado en presencia de su madre desde que tenía ocho años.

—Mamá, Jane y yo volvemos enseguida. Luego podemos llamar a Sophie y hablar con ella, ¿de acuerdo?

—¿Quién es Sophie? —preguntó Lois.

—Es tu nieta, mamá. ¿Te acuerdas de Sophie, la pequeñina, tan guapa?

—No seas tonto, Charles, no tengo edad para ser abuela.

Fuera de la habitación, Jane hurgó en su bolso y sacó dos paquetes de cigarrillos, pero no logró decidir si fumar o no.

—Por el sagrado Cristo de la Motown, ¿qué coño está pasando ahí dentro?

—Está hasta arriba de morfina, Jane. ¿Has notado ese olor agrio? Son sus glándulas sudoríparas intentando eliminar los venenos que normalmente filtrarían sus riñones y su hígado. Sus órganos están empezando a colapsarse. Eso significa que un montón de toxinas van al cerebro.

—¿Y cómo sabes tú eso?

—Lo he leído. Mira, mamá nunca ha vivido por completo en el mundo real, lo sabes, ¿no? Odiaba la tienda y odiaba el trabajo de papá, aunque fuera su sustento. Odiaba que él coleccionara cosas, aunque ella era igual. Y eso de que Buddy no vive aquí… Está intentando reconciliar la idea que siempre ha tenido de sí misma con su verdadero yo.

—¿Por eso todavía me entran ganas de darle un puñetazo? —dijo Jane—. Eso está mal, ¿verdad?

—Bueno, supongo que…

—Soy una mala persona. Mi madre se está muriendo de cáncer y yo tengo ganas de darle un puñetazo.

Charlie rodeó con el brazo los hombros de su hermana y echó a andar con ella hacia la puerta de la calle para que saliera a fumar.

—No seas tan dura contigo misma —dijo—. Tú haces lo mismo, intentas reconciliar a todas las madres que ha sido mamá: la que querías que fuera, la que era cuando la necesitabas y estaba ahí, la que era cuando no te entendía… La mayoría de nosotros no vive con un solo yo integrado que se desenvuelve en el mundo, somos un manojo de yoes. Cuando alguien se muere, todos esos yoes se integran en el alma, en la esencia de lo que somos, más allá de las distintas caras que adoptamos a lo largo de nuestras vidas. Tú solo odias a los yoes que siempre has odiado y amas a los que siempre has amado. Es lógico que te hagas un lío.

Jane se detuvo y se apartó de él.

—¿Y cómo es que tú no estás hecho un lío?

—No sé. Será por lo que tuve que pasar con Rachel.

—Entonces, ¿tú crees que cuando alguien se muere así, de repente, eso de la reconciliación de las distintas facetas del yo también ocurre?

—No lo sé. No creo que sea un proceso consciente. Puede que lo sea más para ti que para mamá, ¿sabes lo que quiero decir? Tú sientes que tienes que arreglar las cosas antes de que se vaya, y es frustrante.

—¿Y qué pasa si no asimila todo eso antes de morirse? ¿Qué pasa si no lo asimilo yo?

—Me parece que uno tiene aún otra oportunidad.

—¿En serio? ¿Como en la reencarnación? ¿Y qué hay de Jesús y todo eso?

—Yo creo que hay un montón de cosas que no vienen en los libros. En ningún libro.

—¿De dónde te viene todo eso? Nunca me ha parecido que fueras una persona muy espiritual. Ni siquiera querías venir a yoga conmigo.

—No quería ir a yoga contigo porque no soy flexible, no porque no sea espiritual.

Habían llegado a la entrada y, cuando Charlie abrió la puerta, esta hizo el mismo ruido que la de una nevera. Al salir al porche comprendieron por qué: una ola de calor de más de cuarenta grados se abatió sobre ellos.

—Madre mía, ¿no habrás abierto por casualidad la puerta del infierno? —dijo Jane—. No me apetece tanto fumar. Entra, entra, entra. —Lo empujó adentro y cerró la puerta—. Esto es espantoso. ¿Por qué querría nadie vivir en este clima?

—Estoy hecho un lío —dijo Charlie—. ¿Has vuelto a fumar o no?

—La verdad es que no —contestó Jane—. Solo me fumo uno cuando estoy muy estresada. Es como tocarle un poco las narices a la Muerte. ¿A ti nunca te han dado ganas de hacer lo mismo?

—No lo sabes tú bien —dijo Charlie.

Como ya estaban ellos allí, Charlie y Jane mandaron a la enfermera a casa por las noches y empezaron a cuidar a Lois en turnos de cuatro horas. Charlie le daba su medicación, le limpiaba la boca, le daba de comer lo poco que comía (ya casi tomaba únicamente sorbitos de agua y zumo de manzana) y la escuchaba lamentarse por el deterioro de su físico, pues recordaba haber sido una gran belleza, la reina del baile en las fiestas antes de que él naciera, un objeto de deseo, cosa que evidentemente le gustaba más que ser esposa o madre o cualquiera otra de las diversas máscaras que había llevado en vida. A veces incluso fijaba su atención en su hijo.

—De pequeño te quería mucho. Te llevaba a los cafés de North Beach y todo el mundo te hacía carantoñas. Eras tan mono… Eras precioso. Los dos lo éramos.

—Lo sé.

—¿Te acuerdas de cuando vaciábamos las cajas de cereales para que sacaras el premio? Eran submarinos pequeñitos, creo. ¿Te acuerdas?

—Sí, me acuerdo, mamá.

—Entonces estábamos muy unidos.

—Sí, lo estábamos.

Charlie la cogía entonces de la mano y le dejaba recordar los grandes momentos que en realidad nunca habían compartido. Hacía mucho que había pasado el tiempo de corregir los hechos y cambiar impresiones.

Cuando ella se cansaba la dejaba dormir y leía a la luz de una linterna, sentado en una butaca junto a su cama. Estaba allí, en plena noche, leyendo una novela policíaca, cuando se abrió la puerta y un hombre enjuto de unos cincuenta años entró a hurtadillas en la habitación, se detuvo junto a la puerta y miró a su alrededor. Llevaba zapatillas de deporte, vaqueros negros y una camiseta negra de manga larga, y, de no ser por las grandes gafas de montura metálica y porque le faltaban la granada de mano y el machete, habría parecido un comando en plena misión.

—No hagas ruido —dijo Charlie suavemente—. Está dormida.

El hombrecillo saltó en vertical cosa de un metro y luego se agazapó. Respiraba con dificultad y Charlie temió que fuera a desmayarse si no se relajaba.

—No pasa nada. Está en el cajón de arriba de esa cómoda de ahí. Es un collar con diseño de flores. Cógelo.

El hombrecillo se agazapó detrás de la puerta y se asomó por el borde.

—¿Me ves?

—Sí. —Charlie dejó su libro, se levantó de la silla y se acercó a la cómoda.

—Ay, esto va fatal. Va fatal, fatal.

—No es para tanto —dijo Charlie.

El hombrecillo sacudió la cabeza violentamente.

—No, de verdad, va fatal. Mira para otro lado. Mira allí. Yo no estoy aquí. No estoy aquí. No puedes verme.

—Aquí está —dijo Charlie. Sacó el collar de su funda de terciopelo y lo levantó.

—¿Qué es eso?

—Lo que estás buscando.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque yo hago lo mismo que tú. Soy un Mercader de la Muerte.

—¿Un qué?

Charlie recordó entonces que Minty Fresh le había dicho que el término lo había acuñado él, así que quizá solo lo conocieran los Mercaderes de la Muerte de San Francisco.

—Recojo vasijas de almas.

—De eso nada. Tú no puedes verme. No puedes verme. Duérmete. Duérmete. —El hombrecillo agitaba las manos arriba y abajo como si corriera una cortina ilusoria delante de él o quitara las telarañas de la habitación.

—Estos no son los droides que buscas —dijo Charlie con una sonrisa.

—¿Cómo?

—Que no tienes poderes de jedi, imbécil. Coge el collar.

—No entiendo.

—Ven conmigo —dijo Charlie—. De todas formas, ya le toca a mi hermana cuidar de ella. —Sacó al hombrecillo de la habitación de su madre y lo llevó al cuarto de estar. Se quedaron junto a la ventana delantera y vieron salir el sol, que proyectaba a su alrededor las sombras de los dientes rotos de las montañas pedregosas y rojas.

—¿Cómo te llamas?

—Vern. Vern Glover.

—Yo soy Charlie. Encantado de conocerte. ¿Cuánto tiempo le queda, Vern?

—¿Qué quieres decir?

—Cuánto pone en tu calendario. ¿Cuántos días le quedan?

—¿Cómo sabes eso?

—Ya te lo he dicho. Hago lo mismo que tú. Puedo verte. Veo el brillo rojo de ese collar. Sé lo que eres.

—Pero no puede ser. El gran libro dice que las horrendas Fuerzas de la Oscuridad se levantarán si hablo contigo.

—¿Ves este corte que tengo en la oreja, Vern?

Vern asintió con la cabeza.

—Pues me lo hicieron las Fuerzas de la Oscuridad. Que les den por culo. Que se jodan las Fuerzas de la Oscuridad, Vern. ¿Cuánto tiempo le queda a mi madre?

—¿Es tu madre? Lo siento, Charlie. Le quedan dos días más.

—Está bien —dijo Charlie, asintiendo con la cabeza—. Entonces será mejor que vayamos a por un dónut.

—¿Perdona?

—¡Un dónut! ¡Un dónut! Te gustan los dónuts, ¿no?

—Sí, pero ¿por qué?

—Porque la pervivencia de la existencia humana tal y como la conocemos depende de que nos comamos un dónut juntos.

—¿En serio? —Vern tenía los ojos como platos.

—No, claro que no. Solo te estoy tomando el pelo. —Charlie le rodeó los hombros con el brazo—. Pero vamos a comernos uno de todos modos. Voy a despertar a mi hermana para su turno.

Charlie llamó a casa desde el móvil para ver qué tal estaba Sophie. Luego, satisfecho porque su hija estuviera a salvo, regresó a su asiento del Dunkin’ Donuts, donde lo esperaban Vern y un churro. Vern, que se había quitado el pasamontañas, tenía por encima de las grandes gafas de aviador unas greñas de pelo gris plata que le daban el aire de un científico loco, enjuto y bronceado.

—Entonces, ¿estaba muy buena?

—No te lo creerías, Vern. Te lo estoy diciendo, el cuerpo de una diosa. Toda cubierta de plumas muy finas, suaves como plumón. —Charlie reconocía instintivamente a cualquier macho beta, lo mismo que reconocía a cualquier otro Mercader de la Muerte, así que se había apresurado a contar la historia de su aventura con la seductora arpía de la alcantarilla, a sabiendas de que tenía un público entregado.

—Pero iba a atravesarte el cerebro con las garras, ¿no?

—Sí, eso dijo, pero ¿sabes qué? Yo creo que había cierta química.

—¿No sería solo que en ese momento le estaba dando a tu manivela? Porque eso puede nublarle a uno el juicio.

—Sí, también está eso, pero aun así tienes que pensar que, de todos los Mercaderes de la Muerte de todas las ciudades del planeta, me eligió a mí para hacerme una gayola mortal. Creo que siente debilidad por mí.

—Bueno, tú vives en la Ciudad de los Dos Puentes —dijo Vern mientras se quitaba una gotita de sirope de arce de la comisura de la boca—. Se supone que es ahí donde tiene que ocurrir.

—¿Dónde tiene que ocurrir? —Charlie había disfrutado de lo lindo haciéndose el Mercader de la Muerte veterano y comportándose como un sabio delante de Vern, que solo hacía seis meses que había sido reclutado para recoger almas. Pero de pronto estaba perplejo.

—En El gran libro de la muerte dice que no podemos hablar de lo que hacemos ni intentar encontrarnos los unos a los otros, o las Fuerzas de la Oscuridad se levantarán en la Ciudad de los Dos Puentes y habrá una espantosa batalla y el Inframundo se levantará y se apoderará de la tierra si perdemos. En San Francisco hay dos puentes, ¿no?

Charlie intentó ocultar su sorpresa. Estaba claro que Vern había recibido una versión de El gran libro distinta a la que tenían en San Francisco.

—Bueno, dos puentes principales, sí. Perdona, hace mucho que leí el libro. Recuérdame por qué es tan importante la Ciudad de los Dos Puentes.

Vern le lanzó una mirada de condescendencia.

—Porque allí es donde el nuevo Luminatus, la Gran Muerte, se hará con el poder.

—Ah, sí, claro, el Luminatus. —Charlie se dio una palmada en un lado de la cabeza. No tenía ni idea de qué estaba hablando Vern.

—¿Tú crees que, cuando la Gran Muerte se haga con el poder, ya no nos necesitarán? —preguntó Vern—. Quiero decir que si habrá despidos. Porque, por lo que dice El gran libro, parece que el alzamiento del Luminatus es buena cosa, pero yo estoy ganando un montón de pasta desde que tengo este curro.

Sí, ese va a ser nuestro problema: los despidos, pensó Charlie.

—Creo que nos irá bien. Como dice el libro, es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.

—Sí, sí, sí. Entonces, ese poli que disparó a la tía buena, ¿no hizo nada?

—No, nada. Primero me metió en la parte de atrás de su coche patrulla e intentó que le contara qué estaba pasando cuando apareció él y qué había estado pasando estos últimos años, cuando me había estado vigilando.

—¿Y qué le dijiste?

—Le dije que para mí era tan misterioso como para él.

—¿Y se lo creyó?

—No, no se lo creyó. Pero le dije que, si le contaba algo más, sería peor, y eso sí se lo creyó, así que nos inventamos una historia para justificar el que hubiera disparado su arma. Que un tipo me había disparado a mí y luego a él… Descripciones, todo ese rollo. Luego, cuando estuvo seguro de que estaba todo claro, me llevó a comisaría para que hiciera una declaración.

—Y ya está, te dejó marchar.

—No, luego me contó anécdotas sobre su carrera y sobre la cantidad de cosas raras que había visto y me dijo que por eso iba a dejarme marchar. Está completamente tarado por culpa del trabajo. Cree en vampiros y en demonios y en búhos gigantes. Me dijo que una vez recibió el aviso del ataque de un oso polar en Santa Bárbara.

—Vaya —dijo Vern—. Tuviste mucha suerte.

—Lo llamé antes de que nos fuéramos de la ciudad. Va a vigilar mi edificio hasta que yo vuelva, para asegurarse de que mi hija está bien. —Charlie no había hablado a Vern de los cancerberos.

—Estarás muy preocupado por ella —dijo Vern—. Yo también tengo una hija, está en el primer curso del instituto, vive con mi ex mujer, en Phoenix.

—Entonces ya sabes lo que es esto —dijo Charlie—. Bueno, Vern, entonces ¿nunca has visto a ninguna de esas criaturas de las tinieblas? ¿Nunca has oído salir voces de las alcantarillas? ¿Nada parecido?

—No. Así como lo dices, no. En Sedona no tenemos alcantarillas. Tenemos un desierto con ríos que lo cruzan.

—Ya, pero ¿alguna vez te ha sido imposible recuperar la vasija de un alma?

—Sí, al principio, cuando recibí El gran libro, pensé que era una broma. Me salté tres o cuatro.

—¿Y no pasó nada?

—Bueno, yo no diría eso. Me despertaba temprano y miraba hacia la montaña que hay por encima de mi casa y siempre había una sombra que parecía una gran mancha de aceite.

—¿Y?

—Pues que estaba en el lado de la montaña en el que no debía estar. En el mismo lado que el sol. Y cuando iba pasando el día, se movía hacia abajo por la montaña. Si no la mirabas fijamente, si no la observabas, no la veías, pero iba bajando hacia la ciudad hora tras hora. Así que me fui en coche al sitio donde me pareció que se dirigía y la esperé allí.

—¿Y?

—Se oían graznar cuervos. Esperé hasta que estuvo como a media manzana de mí. Se movía tan despacio que apenas se notaba el movimiento, pero cada vez hacía más ruido, como una enorme bandada de cuervos. Me acojoné. Así que me fui a casa, miré el nombre que había escrito por la noche y resulta que el tipo vivía en el barrio en el que yo había estado. La sombra bajaba por la montaña para llevarse la vasija de su alma.

—¿Y se la llevó?

—Supongo que sí. Yo no la recogí.

—¿Y no pasó nada?

—Oh, sí que pasó. La vez siguiente la sombra se movió más deprisa, como una nube arrastrada por el viento. La seguí y, claro, iba derecha a la casa de la mujer cuyo nombre aparecía en mi calendario. Entonces me di cuenta de que lo de El gran libro no eran gilipolleces.

—Pero ¿la sombra nunca fue a por ti?

—La tercera vez —dijo Vern.

—¿Hubo una tercera vez?

—Sí, ¿es que tú no pensaste que todo esto era una mamarrachada cuando empezó a pasarte?

—Está bien, tienes razón —contestó Charlie—. Perdona. Sigue.

—Pues la tercera vez la sombra bajó de una montaña por el otro lado de la ciudad, de noche, con luna llena, y esa vez se veían los cuervos volando dentro de ella. Bueno, no se veían en realidad, eran como sombras. Esa vez, hubo gente que se dio cuenta. Volví a meterme en el coche y me llevé a Scottie, mi perro. Ya sabía adónde iba la sombra. Aparqué a un par de puertas de la casa del tipo, para advertirle, ¿sabes? Todavía no me había dado cuenta de que el libro ponía que no se nos ve; si no, me habría ido derecho a por la vasija del alma. El caso es que estoy en la puerta y la sombra empieza a cruzar la calle, con todos los bordes en forma de cuervos, y Scottie se pone a ladrar como un loco y se va derecho a ella. Era muy valiente. Y en cuanto la sombra lo toca, Scottie gime y cae muerto. Entre tanto, una mujer abre la puerta y yo miro dentro y veo una estatuilla, una imitación de una figura de bronce de Remington, encima de la mesa de la entrada, detrás de ella. La estatuilla resplandecía como si estuviera al rojo vivo. Pasé corriendo al lado de la mujer y la cogí. Y de pronto la sombra se evaporó. Desapareció así, por las buenas. Esa fue la última vez que llegué tarde a recoger la vasija de un alma.

—Siento lo de tu perro —dijo Charlie—. ¿Qué le dijiste a la mujer?

—Eso es lo gracioso, que no le dije nada. Ella estaba hablando con su marido, que estaba en la otra habitación, y él no contestaba, así que corrió a ver qué le pasaba. Ni siquiera me miró. Resulta que al tipo le estaba dando un ataque al corazón. Cogí la estatuilla, me fui, recogí el cadáver de Scottie y me largué.

—Tuvo que ser duro.

—Durante un tiempo pensé que yo era la Muerte, ¿sabes?, algo especial. Porque el tipo la palmó estando yo allí. Pero fue solo una coincidencia.

—Sí, a mí también me pasó —dijo Charlie, que todavía estaba inquieto por la revelación acerca de la «gran batalla»—. Vern, ¿te importaría que le echara un vistazo a tu Gran libro?

—Prefiero que no, Charlie. De hecho, creo que será mejor que nos despidamos. Porque, si El gran libro tiene razón, y no tengo motivos para creer lo contrario, ni siquiera deberíamos estar hablando.

—Pero yo tengo una versión distinta del libro.

—¿Y no crees que será por algo? —preguntó Vern. Sus ojos, ampliados por las grandes lentes, le hicieron parecer un loco por un instante.

—Está bien —dijo Charlie—. Pero escríbeme por correo electrónico, ¿vale? Eso no hará ningún mal.

Vern miró su taza de café como si estuviera reflexionando, como si, al contar la historia de la sombra que bajaba de la montaña, se hubiera asustado a sí mismo. Por fin levantó la vista y sonrió.

—Me gustaría, ¿sabes? Me vendrían bien algunos consejos. Y si empiezan a pasar cosas raras, lo dejamos.

—Trato hecho —dijo Charlie. Llevó a Vern hasta su coche, que estaba aparcado a la vuelta de la esquina de la casa de su madre, y se dijeron adiós.

Jane salió a recibirlo a la puerta.

—¿Dónde has estado? Necesito el coche para ir a comprarle seda.

—He traído dónuts —dijo Charlie, y levantó la caja tal vez con demasiado orgullo.

—Bueno, no es lo mismo, ¿no?

—¿Que la seda?

—Que la seda dental. ¿Te lo puedes creer? Charlie, si yo sigo usando seda dental en mi lecho de muerte, tienes mi permiso para estrangularme con ella. No: voy a dejarte instrucciones precisas para que me estrangules con ella.

—De acuerdo —dijo Charlie—. Y, aparte de eso, ¿está bien?

Jane se había puesto a hurgar en su bolso, había encontrado sus cigarrillos y estaba buscando un mechero.

—Como si la piorrea fuera lo peor que puede pasarle. ¡Me cago en todo! ¿Se quedaron con mi mechero en el aeropuerto?

—Pero si ya no fumas, Jane —contestó Charlie.

Ella levantó la vista.

—¿Y qué?

—Nada. —Le dio las llaves del coche de alquiler—. ¿Puedes comprarme pasta de dientes, ya que sales?

Ella dejó de buscar el mechero y volvió a meter el tabaco en el bolso.

—Qué manía tiene esta familia con la higiene dental.

—Se me olvidó traer.

—Vale. —Jane cogió las llaves, lista para meterlas en el contacto, y se puso el bolso bajo el brazo como si fuera un balón. De pronto se agachó y se bajó las gafas de sol, envolventes y de espejo. Con las gafas puestas, el pelo corto rubio platino y el traje negro de raya diplomática de Charlie, tenía un poco el aire de un ciborg asesino venido del futuro que se aprestara a saltar a la atmósfera venenosa del planeta Duran Duran.

—Hace un calor de cojones ahí fuera, ¿verdad?

Charlie asintió con la cabeza y levantó otra vez la caja de dónuts.

—El glaseado ha quedado maltrecho.

—¡Ah! —dijo Jane mientras se subía de nuevo las gafas—, ha llamado Cassandra. Después de que llamaras esta mañana, se fijó en la agenda de tu mesilla de noche. Bueno, la verdad es que ha dicho que Alvin y Mohamed la llevaron a rastras hasta allí y le dieron un empujoncito. Quería saber si la necesitabas.

—¿Y Sophie? ¿Está bien?

—No, la han raptado unos extraterrestres, pero quería que digirieras primero la mala noticia de que te has olvidado la agenda.

—¿Sabes?, por eso es precisamente por lo que mamá se avergüenza de ti —dijo Charlie.

Jane se echó a reír.

—Pues ¿sabes qué? Que ya no.

—¿Ya no?

—Esta mañana, no. Me dijo que siempre ha sabido quién era y lo que era y que siempre me ha querido tal y como soy.

—¿Le pediste la documentación? Hay una impostora en la cama de nuestra madre.

—Cállate. Fue muy bonito. Y muy importante.

—Seguramente solo lo dijo porque se está muriendo.

—Dijo también que le gustaría que no fuera siempre vestida con trajes de hombre.

—Ya somos dos —dijo Charlie.

Jane volvió a aprestarse para el ataque.

—Me piro a por la seda dental. Tú llama a Cassandra.

—Hecho —dijo Charlie.

—Y Buddy necesita un dónut. —Jane abrió la puerta y salió corriendo al calor del día mientras gritaba como un guerrero enloquecido que cargara contra el enemigo.

Charlie cerró la puerta para que no se escapara el aire acondicionado y a través de la ventana vio correr a su hermana por el jardín de baldosas y plantas autóctonas como si este estuviera en llamas. Miró más allá, hacia la mesa de roca rojiza que emergía del desierto. Parecía haber en ella una brecha profunda en la que Charlie no había reparado antes. Miró otra vez y vio que no era una brecha, sino solo una sombra larga y afilada.

Salió corriendo al caminito de entrada y miró la posición del sol y luego a la sombra. Esta estaba en el lado equivocado de la mesa. No podía haber una sombra a ese lado: el sol también daba sobre aquella ladera. Se hizo parasol con la mano y estuvo observando la sombra hasta que creyó que se le cocía el cerebro al sol. La sombra se movía; lentamente, pero se movía, y no como se mueve una sombra. Se movía con un propósito, contra el sol, hacia la casa de su madre.

—Mi agenda —dijo para sí mismo—. Ay, mierda.