16

La llamada del deber (sexual) II: réquiem por una muñeca hinchable

Ray abrió la puerta tan de golpe que la campanilla salió volando y rodó por el suelo con un tintineo.

—Dios mío —dijo—. No te lo vas a creer. Yo mismo no me lo creo.

Lily lo miró por encima de sus gafas de leer de media montura y dejó el libro de cocina francesa que estaba mirando. En realidad no necesitaba gafas para leer, pero mirar por encima de ellas transmitía una condescendencia y un desdén inmediatos, y tenía la impresión de que aquella mirada la favorecía.

—Yo también tengo que contarte una cosa —dijo.

—No —dijo Ray, y miró a su alrededor para asegurarse de que no había clientes en la tienda—. Lo que tengo que contarte es importantísimo.

—Vale —dijo Lily—. Lo mío no es tan importante. Tú primero.

—De acuerdo. —Ray respiró hondo y se lanzó—. Creo que Charlie podría ser un asesino en serie con poderes de ninja.

—Vaya, esa sí que es buena —repuso Lily—. Está bien, ahora me toca a mí. Te ha llamado una tal señorita Cachondona. Quería que supieras que tiene un rabo de veinte centímetros. —Levantó el teléfono móvil de Ray, que él había dejado bajo la caja registradora.

—¡Dios mío, otra vez no! —Ray se llevó las manos a la cabeza y se dejó caer contra el mostrador.

—Dijo que estaba ansiosa por compartirlo contigo. —Lily se miró las uñas—. Así que Asher es un ninja, ¿eh?

Ray levantó la vista.

—Sí, y está acosando a una muñeca hinchable de mi gimnasio.

—¿No te parece que ya tienes una vida fantástica lo bastante rica, Ray?

—Cállate, Lily, esto es una catástrofe. Mi trabajo y mi apartamento dependen de Charlie, eso por no hablar de que tiene una hija y de que la nueva luz de mi vida es un tío.

—No, no lo es. —Lily se extrañó de sí misma por ceder tan pronto: ya no disfrutaba tanto como antes torturando a Ray.

—¿Eh? ¿Qué?

—Te estaba puteando, Ray. No ha llamado. Pero he leído tus correos electrónicos y tus mensajes instantáneos.

—Eso es privado.

—¿Por eso lo tienes todo aquí, en el ordenador de la tienda?

—Paso mucho tiempo aquí y con la diferencia horaria…

—Y, hablando de cosas privadas, ¿qué es eso de que Asher es un ninja y un asesino en serie? ¿Las dos cosas? ¿Al mismo tiempo?

Ray se acercó a ella y habló para el cuello de su camisa, como si estuviera a punto de desvelar una inmensa conspiración.

—He estado vigilándolo. Trae un montón de cosas de gente muerta. Lleva años así. Siempre tiene que largarse a toda prisa, me pide que haga sus turnos y nunca dice adónde va. Poco después, alguna cosa del muerto aparece en la tienda. Así que hoy lo he seguido, y andaba detrás de una mujer que va a mi gimnasio y a la que vimos el otro día.

Lily dio un paso atrás, cruzó los brazos y miró a Ray con asco, cosa que le resultaba bastante fácil, dado que llevaba años practicando.

—Ray, ¿no se te ha ocurrido pensar que Asher compra lotes de pertenencias de personas muertas, y que la tienda va mucho mejor desde que los compra más a menudo? ¿Que la mercancía es de mucha mejor calidad, seguramente porque Charlie llega el primero?

—Lo sé, pero no es eso. Tú ya no vienes mucho por aquí, Lily. Yo fui policía, me fijo en estas cosas. Para empezar, ¿sabías que hubo un inspector de homicidios siguiéndole la pista? Pues es cierto. Me dio su tarjeta y me dijo que lo llamara si pasaba algo raro.

—No lo habrás llamado, Ray.

—Charlie desapareció, Lily. Lo estaba vigilando y de repente se esfumó delante de mis ojos. Y la última vez que lo vi iba a entrar en el edificio de la muñeca hinchable.

A Lily le dieron ganas de coger la grapadora del mostrador y poner en rápida sucesión cien grapas en la lustrosa frente de Ray.

—¡Serás capullo y desagradecido! ¿Has denunciado a Asher a la policía? ¿Al tío que lleva, cuántos, diez años dándote trabajo y techo?

—No llamé a la pasma, solo a ese tal inspector Rivera. Lo conozco de cuando estaba en el cuerpo. Será discreto.

—Coge tu chequera y tu coche —tronó Lily—. Vamos a pagarle la fianza.

—Seguramente no lo habrán denunciado aún —dijo Ray.

—Ray, eres un pajillero patético. Date prisa, anda. Yo voy a cerrar la tienda y te espero ahí delante.

—Lily, no puedes hablarme así. No tengo por qué soportarlo.

Como no podía volver la cabeza, Ray no pudo esquivar las dos primeras grapas que Lily le puso en la frente, pero para entonces ya había llegado a la conclusión de que lo mejor era ir a por la chequera y el coche, y dar marcha atrás.

—¿Y qué es una muñeca hinchable, de todas formas? —gritó Lily tras él, algo sorprendida por la vehemencia de su lealtad hacia Charlie.

La agente de policía tomó a Charlie las huellas dactilares nueve veces antes de levantar la mirada hacia el inspector Alphonse Rivera y decir:

—Este hijoputa no tiene huellas dactilares.

Rivera cogió la mano de Charlie, le volvió la palma hacia arriba y le miró los dedos.

—Yo veo las líneas, justo ahí. Tiene unas huellas perfectamente normales.

—Pues hágalo usted, entonces —contestó la mujer—. Porque a mí en la tarjeta no me sale nada.

—Muy bien —dijo Rivera—. Venga conmigo.

Llevó a Charlie a una pared que tenía pintada una regla de gran tamaño y le dijo que mirara a la cámara.

—¿Qué tal tengo el pelo? —preguntó Charlie.

—No sonría.

Charlie frunció el ceño.

—No haga muecas. Mire de frente y… El pelo lo tiene bien, aunque ahora tiene tinta en la frente. Esto no es tan difícil, señor Asher. Los delincuentes lo hacen constantemente.

—Yo no soy un delincuente —repuso Charlie.

—Ha forzado la entrada a un edificio privado y ha agredido a una joven. Eso lo convierte en un delincuente.

—Yo no he forzado nada ni he agredido a nadie.

—Ya veremos. La señorita McKerny dice que amenazó usted su vida. Va a denunciarlo, desde luego, y, si quiere saber mi opinión, los dos tuvieron suerte de que apareciera yo en el momento justo.

Charlie se quedó pensando en aquello. La muñeca hinchable había empezado a gritar y se había metido en su apartamento, y él la había seguido mientras intentaba explicarse y descubrir cómo iba a salir de aquella, sin quitarles al mismo tiempo ojo a sus pechos.

—Yo no la amenacé.

—Le dijo que iba a morir. Hoy mismo.

Bueno, eso era cierto. Con tanto grito y tanto jaleo, Charlie había dicho que tenía que apoderarse de sus pechos porque ella iba a morir ese mismo día. Al echar la vista atrás, le pareció que probablemente debería haberse callado aquello.

Rivera lo llevó a la planta de arriba, a un cuartito con una mesa y dos sillas. Igual que en la tele, Charlie buscó un falso espejo y se llevó un chasco al ver solo paredes de bloques de cemento pintadas de esmalte lavable de color verde musgo. Rivera le hizo sentarse y luego se acercó a la puerta.

—Voy a dejarlo aquí unos minutos, hasta que venga la señorita McKerny a presentar la denuncia. Esto es más hospitalario que el calabozo. ¿Quiere algo de beber?

Charlie negó con la cabeza.

—¿Debería llamar a un abogado?

—Como usted quiera, señor Asher. Está en su derecho, desde luego, pero yo no puedo aconsejarle ni en un sentido ni en otro. Volveré dentro de cinco minutos. Luego podrá hacer esa llamada, si quiere.

Rivera salió de la habitación y Charlie vio que su compañero, un tipo grande como un toro, calvo y gruñón, llamado Cavuto, estaba al otro lado de la puerta, esperándolo. Aquel tipo le daba miedo. No tanto como la perspectiva de tener que recuperar los implantes mamarios de Madison McKerny, ni de lo que pasaría si no lo hacía, pero casi.

—Suéltalo —dijo Cavuto.

—¿Que lo suelte? Pero si acabo de detenerlo. Esa tal McKerny…

—Está muerta. Su novio la mató y, cuando nuestros chicos acudieron al aviso del tiroteo, se pegó un tiro.

—¿Qué?

—El novio estaba casado, McKerny quería más seguridad y se lo iba a decir a su mujer. Al tío se le fue la olla.

—¿Y ya sabes todo eso?

—Su vecina se lo contó a los agentes en cuanto llegaron. Vamos, el caso es nuestro. Hay que ponerse en marcha. Suelta a ese tío. Ray Macy y una chica gótica que es cocinera lo están esperando abajo.

—Ray Macy fue quien me llamó, creía que Asher iba a matarla.

—Lo sé. Crimen correcto, culpable equivocado. Vámonos.

—Aún podemos denunciarlo por llevar un arma oculta.

—¿Un bastón con una espada dentro? ¿Qué pasa, es que quieres plantarte delante de un juez y decirle que has detenido a un tío bajo sospecha de ser un asesino en serie y que al final habéis hecho un trato y lo has dejado en que es un capullo como una casa?

—Vale, lo suelto, pero te digo, Nick, que ese tío le dijo a McKerny que iba a morir hoy mismo. Aquí está pasando algo raro.

—¿Y no tenemos ya suficientes cosas raras a las que enfrentarnos?

—En eso tienes razón —dijo Rivera.

Madison McKerny estaba preciosa con su vestido de seda beis, su pelo y su maquillaje perfectos, como siempre, sus pendientes de diamantes y un collar de platino con un diamante solitario, a juego con las asas plateadas de su ataúd de nogal. Para no respirar, estaba que quitaba el hipo, sobre todo a Charlie, que era el único que veía palpitar sus melones en rojo dentro del féretro.

Charlie no había estado en muchos velatorios, pero el de Madison McKerny parecía agradable y estaba bastante concurrido para tratarse de una persona de solo veintiséis años. Resultó que Madison se había criado en Mill Valley, justo a las afueras de San Francisco, así que la conocía mucha gente. Evidentemente, exceptuando a su familia, aquellas personas habían perdido en su mayoría el contacto con ella y parecían algo sorprendidas porque la hubiera matado a tiros un novio casado que la mantenía en un lujoso apartamento de la ciudad.

—No es que fuera la candidata más probable para terminar así, claro —dijo Charlie, intentando trabar conversación con un compañero de clase de Madison, un tipo que había acabado a su lado en los urinarios del aseo de caballeros.

—¿De qué conocía a Madison? —preguntó aquel tipo en tono condescendiente. Él, por su parte, parecía el candidato perfecto para fastidiar a todo el mundo por ser rico y tener el pelo bonito.

—¿Quién, yo? Soy amigo del novio —contestó Charlie. Se subió la cremallera y se dirigió al lavabo antes de que al del pelo bonito se le ocurriera algo que decir.

A Charlie le sorprendió ver en el velatorio a algunas personas que conocía; cada vez que se apartaba de una, se topaba con otra.

Primero se encontró con el inspector Rivera, que le mintió.

—Tenía que venir. El caso es nuestro. Debo conocer un poco a la familia.

Luego con Ray, que también le mintió.

—Iba a mi gimnasio. Se me ha ocurrido venir a presentar mis respetos.

Y luego con Cavuto, el compañero de Rivera, que no le mintió.

—Sigo pensando que es usted muy rarito, y eso va también por su amigo, el ex poli.

Y con Lily, que también fue sincera.

—Quería ver a una muñeca hinchable difunta.

—¿Quién se ha quedado en la tienda? —preguntó Charlie.

—He cerrado. Por defunción en la familia. Sabes que fue Ray quien llamó a la policía, ¿no?

No habían tenido ocasión de hablar desde que Charlie había sido puesto en libertad.

—Debí imaginarlo —dijo.

—Dice que te vio entrar en el edificio de la difunta y que desapareciste de repente. Cree que tienes poderes de ninja. ¿Es parte del asunto? —Movió las cejas arriba y abajo conspirativamente, al estilo de Groucho Marx solo que con menos eficacia por el hecho de que las tenía del grosor de un lápiz y pintadas de color magenta.

—Sí, es parte del asunto, más o menos. Pero Ray no sospecha nada, ¿no?

—No, te cubrí las espaldas. Pero sigue creyendo que podrías ser un asesino en serie.

—Eso pensaba yo de él.

Lily se estremeció.

—Dios, cuánta falta os hace echar un polvo.

—Cierto, pero ahora mismo estoy aquí para hacer una cosa concerniente a ese asunto.

—¿Todavía no has conseguido su… cosa?

—Ni siquiera se me ocurre cómo hacerme con ella. Su cosa sigue en la cosa. —Señaló con la cabeza el ataúd.

—Pues lo tienes jodido —dijo Lily.

—Tenemos que ir a sentarnos —repuso Charlie. Y la condujo a la capilla, donde estaba empezando el servicio religioso.

Detrás de ellos, Nick Cavuto, que estaba a metro y medio de Charlie, de espaldas a él, se fue derecho a su compañero y dijo:

—¿No podemos pegarle un tiro a Asher y buscar un motivo después? Estoy seguro de que el muy cabrón ha hecho algo para merecerlo.

Charlie no sabía qué iba a hacer, cómo iba a recuperar los implantes del alma, pero estaba seguro de que se le ocurriría algo. Alguna habilidad sobrenatural se manifestaría en el último instante. Estuvo dándole vueltas toda la ceremonia. Pensó en ello cuando cerraron el ataúd, durante la procesión hacia el cementerio y durante toda la ceremonia a pie de tumba. Empezó a perder la esperanza cuando los asistentes se dispersaron y el ataúd fue bajado a la tumba, y para cuando los enterradores empezaron a echar tierra en el hoyo con una excavadora, se había dado por vencido: no iba a ocurrírsele nada.

Podía saquear la tumba, pero no le parecía buena idea. Y hasta con sus años de experiencia en los tratos con la muerte, no creía estar preparado para colarse en un cementerio, pasar toda la noche desenterrando un féretro y extraer los implantes mamarios del cuerpo de una mujer muerta. Aquello no era lo mismo que llevarse un jarrón de la repisa de la chimenea. ¿Por qué no podía estar el alma de Madison McKerny en un jarrón en la repisa de la chimenea?

—No lo ha conseguido, ¿eh? —dijo una voz tras él.

Charlie se volvió y vio al inspector Rivera a medio metro de distancia. No lo había visto desde que habían salido del tanatorio.

—¿El qué?

—Sí, ¿el qué? —contestó Rivera—. No la han enterrado con los diamantes, lo sabe, ¿no?

—Habría sido una pena —dijo Charlie.

—Se los llevaron las hermanas —dijo Rivera—. ¿Sabe, Charlie?, la mayoría de la gente no se queda a ver cómo cubren la caja.

—¿De veras? —preguntó Charlie—. Yo tenía curiosidad. Por ver si usaban una pala o qué. ¿Y usted?

—¿Yo? Yo lo estoy vigilando. ¿Superó ya ese asunto con las alcantarillas?

—Ah, eso. Solo necesitaba ajustar un poco mi medicación. —Charlie había tomado prestada aquella expresión de Jane. Lo cierto era que Jane no tomaba medicación alguna, pero la excusa parecía funcionarle.

—Pues vigíleselo, Charlie. Yo, mientras tanto, lo vigilaré a usted. Adiós. —Rivera se alejó.

Adiós[15], inspector —contestó Charlie—. Eh, por cierto, bonito traje.

—Gracias, lo compré en su tienda —dijo Rivera sin volverse.

¿Cuándo ha estado en mi tienda?, pensó Charlie.

Las dos semanas siguientes, Charlie se sintió como si alguien hubiera subido el voltaje de su sistema nervioso más allá de lo recomendable y casi vibrara de ansiedad. Pensó que tal vez debiera llamar a Minty Fresh para avisarle que no había logrado recuperar la vasija del alma de Madison McKerny, pero, si las arpías del alcantarillado no se habían levantado por eso, quizá su contacto con otro Mercader de la Muerte las pusiera en pie de guerra. Dejó a Sophie en casa y se aseguró de que los cancerberos no la perdieran de vista. De hecho, mantenía a los perros encerrados casi todo el tiempo en la habitación de la niña; si no, lo arrastraban hasta su agenda, en la que no aparecieron nombres nuevos. Solo el de Madison McKerny, ya desfasado, y el de dos mujeres (Esther Johnson e Irena Posokovanovich), que aparecieron el mismo día, y para la expiración (o como se quiera llamar) de cuyo plazo aún quedaba algún tiempo.

De modo que Charlie retomó sus paseos y, al pasar por las tapas de las alcantarillas y los sumideros aguzaba el oído, pero las tinieblas no parecían estar levantándose.

Se sentía desnudo caminando por la calle sin su bastón espada, que Rivera le había requisado, así que se propuso sustituirlo y de paso se encontró con otros dos Mercaderes de la Muerte. Encontró al primero en Book’em Danno, una librería de viejo de Misión. Bueno, en realidad no era ya una librería: tenía todavía un par de estanterías muy altas llenas de libros, pero el resto del local era un batiburrillo de artículos curiosos, desde accesorios de fontanería a cascos de fútbol americano. Charlie entendía perfectamente cómo había ocurrido aquello. Se empezaba con una librería, luego se hacía un solo trueque inocente (un par de sujetalibros para una primera edición quizá) después otro, se compraba un cajón repleto de cosas en una venta callejera para conseguir un solo objeto, y muy pronto se tenía una sección completa de muletas desparejadas y radios obsoletas, y uno no se acordaba ni a tiros de cómo había adquirido una trampa para osos, y sin embargo allí estaba, junto al tutú verde lima y la bomba para el pene marca Armadrillo: cosas de segunda mano que se iban de las manos. Al fondo de la tienda, junto al mostrador, había una estantería de libros en la que todos los volúmenes refulgían con una luz mortecina y rojiza.

Charlie tropezó con una escupidera y se agarró a un perchero hecho de cuernos de alce.

—¿Se ha hecho daño? —preguntó el propietario, que había levantado la vista del libro que estaba leyendo. Rondaba quizá los sesenta años y tenía la piel llena de manchas producidas por el sol, aunque hacía tiempo que no le daba la luz del día y se había puesto macilento. Tenía el pelo largo y canoso, ya algo escaso, y llevaba unas lentes bifocales de gran tamaño que le daban el aire de una docta tortuga.

Charlie apartó la mirada con esfuerzo de aquellos libros que contenían almas.

—No, estoy bien —dijo.

—Sé que esto está un poco embarullado —dijo el tortuga—. Pensaba ordenarlo, pero llevo treinta años proponiéndomelo y aún no lo he conseguido.

—No importa. Me gusta su tienda —dijo Charlie—. Una selección estupenda.

El propietario miró el traje caro y los zapatos de Charlie y achicó los ojos. Estaba claro que conocía el valor de su indumentaria y lo había tomado por un coleccionista rico o un cazador de antigüedades.

—¿Busca algo en especial? —preguntó.

—Un bastón espada —contestó Charlie—. No hace falta que sea antiguo. —Quería invitar a aquel tipo a tomar un café para contarse anécdotas sobre cómo se apoderaban de los objetos que albergaban las almas, de cómo se enfrentaban a los moradores del Inframundo, de lo que significaba ser un Mercader de la Muerte. Aquel tipo era un espíritu afín y, por el tamaño de su colección de objetos-alma (todos aquellos libros) llevaba más tiempo en la profesión que Minty Fresh.

El tortuga sacudió la cabeza.

—Hace años que no veo uno. Si quiere darme su tarjeta, estaré atento por si encuentro alguno.

—Gracias —dijo Charlie—. Voy a seguir buscando. Forma parte de la diversión. —Empezó a retroceder por el pasillo, pero no podía marcharse sin decir algo más, sin obtener alguna información de la clase que fuera—. Oiga, ¿qué tal va el negocio en este barrio?

—Mejor ahora que antes —dijo el tipo—. Las bandas callejeras se han tranquilizado un poco. Esta parte de Misión se ha convertido en un barrio puntero y con pretensiones artísticas. Eso es bueno para el negocio. ¿Es usted de por aquí?

—Nacido y criado aquí, sí —contestó Charlie—. Pero no vengo mucho por este barrio. Entonces, ¿no ha oído nada raro en la calle estas últimas semanas?

El tortuga miró a Charlie con toda atención y hasta se quitó las gafas gigantes.

—Aparte de los coches que pasan con la música a todo volumen, nada de nada. ¿Cómo se llama?

—Charlie. Charlie Asher. Vivo en la zona entre North Beach y el barrio chino.

—Yo soy Antón, Charlie. Antón Dubois. Encantado de conocerte.

—Bueno —dijo Charlie—, tengo que irme ya.

—Charlie, hay una tienda de empeños en la calle Fillmore. Entre Fulton y Fillmore, creo. La dueña tiene muchas armas blancas. Puede que tenga tu bastón.

—Gracias —dijo Charlie—. Cuídate, Antón, ¿de acuerdo?

—Siempre lo hago —dijo Antón Dubois, y volvió a fijar la mirada en su libro.

Charlie salió de la tienda sintiéndose aún más ansioso, pero no tan solo como cinco minutos antes. Al día siguiente, encontró un bastón espada nuevo en la tienda de empeños de Fillmore, y también una caja de cubiertos y utensilios de cocina que refulgía con una luz rojiza. La propietaria era más joven que Antón Dubois, tenía treinta y tantos años quizá, y llevaba un revólver del calibre 38 en una funda debajo del brazo, cosa que a Charlie no le chocó tanto como el hecho de que fuera una mujer. Había imaginado que todos los Mercaderes de la Muerte eran hombres, pero naturalmente no había motivo para pensar así. Ella llevaba vaqueros y una camisa de cambray sencilla, pero iba cargada de joyas que desentonaban con su atuendo, y Charlie supuso que aquello era un capricho que se permitía por estar «en el negocio», por la misma razón que él llevaba trajes caros. Era guapa al estilo agente de policía, con una sonrisa bonita, y Charlie se descubrió preguntándose si tal vez debía invitarla a salir, pero un instante después oyó en su cabeza un estallido al romperse aquella burbuja de estupidez autodestructiva. Claro, invitarla a cenar y a ir al cine, y liberar a las Fuerzas de la Oscuridad para que se apoderaran del mundo. Una primera cita estupenda. Todos tenían razón: le hacía mucha falta echar un polvo.

Compró el bastón espada a tocateja, sin regatear, y se marchó de la tienda sin entablar conversación con la propietaria, pero al salir se llevó una tarjeta de un recipiente que había sobre el mostrador. La dueña se llamaba Carrie Lang. A Charlie le costó gran esfuerzo no avisarla, no decirle que tuviera cuidado de lo que pudiera salir de allá abajo, pero se daba cuenta de que con cada segundo que pasaba allí aumentaba el peligro para todos ellos.

—Cuídate, Carrie —murmuró para sí al alejarse.

Esa noche decidió entrar en acción para aliviar parte de la tensión de su existencia. O, al menos, alguien tomó la decisión por él cuando Jane y su novia, Cassandra, aparecieron en el apartamento y se ofrecieron a cuidar de Sophie.

—Vete a buscar una mujer —dijo Jane—. Yo me quedo con la niña.

—Las cosas no funcionan así —contestó Charlie—. He pasado todo el día fuera, casi no he estado con mi hija.

Jane y Cassandra (una pelirroja atlética y atractiva de unos treinta y cinco años, a la que Charlie se dijo que habría pedido salir si no estuviera viviendo con su hermana) lo sacaron a empujones por la puerta, la cerraron delante de sus narices y echaron la llave.

—¡Y no vuelvas hasta que hayas echado un polvo! —gritó Jane por el montante.

—¿A ti te funciona? —contestó Charlie a voces—. ¿Salir a buscar a alguien con quien enrollarte, como una carroñera?

—Aquí tienes quinientos dólares. Con quinientos dólares, le funciona a cualquiera. —Un fajo de billetes salió volando por el montante, seguido por su bastón, una chaqueta de sport y su cartera.

—El dinero es mío, ¿no? —gritó Charlie.

—Eres tú quien necesita un revolcón —replicó Jane—. Anda, vete. Y no vuelvas hasta que hayas ejecutado la danza de la bestia con dos espaldas.

—Puedo mentirte.

—No, no puedes —dijo Cassie. Tenía una voz dulce que le daba a uno ganas de que le contara un cuento antes de dormir—. Seguiría notándosete la desesperación en los ojos. Y lo digo con cariño, Charlie.

—Claro, ¿cómo iba a tomármelo, si no?

—Adiós, papi —dijo Sophie desde el otro lado de la puerta—. Que te diviertas.

—¡Jane!

—Relájate, acaba de entrar. Márchate.

Así fue como Charlie, arrojado de su hogar por su propia hermana, dijo adiós a la hija que adoraba y salió en busca de una perfecta desconocida con quien intimar.

—Solo un masaje —dijo Charlie.

—Está bien —contestó la chica mientras colocaba aceites y lociones en un estante. Era asiática, pero Charlie no lograba adivinar de qué parte de Asia; de Tailandia, quizá. Era menuda y la melena negra le llegaba por debajo de la cintura. Llevaba un kimono de seda rojo con dibujos de crisantemos. Nunca lo miraba a los ojos.

—De verdad, solo estoy un poco tenso. No quiero más que un masaje completamente ético e higiénico, tal y como pone en el cartel. —Charlie estaba de pie al fondo de un estrecho cubículo, completamente vestido, con una mesa de masaje a un lado y la masajista y su estante lleno de afeites al otro.

—Está bien —dijo la chica.

Charlie se limitaba a mirarla, sin saber qué hacer.

—La ropa fuera —dijo la chica. Puso una toalla blanca y limpia sobre la mesa de masaje, junto a Charlie, la señaló con la cabeza y se dio la vuelta—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestó Charlie, convencido de que, ya que estaba allí, tenía que llegar hasta el final. Había pagado cincuenta dólares por el masaje a la mujer de la entrada, después de lo cual ella le hizo firmar un papel que afirmaba que solo iba a recibir un masaje, que se aceptaban gustosamente propinas, pero que ello no implicaba ningún servicio más allá del masaje y que, si creía que iba a recibir algo más, aquel Diablo Blanco acabaría llevándose un gran chasco. Le hizo firmar cada uno de los seis impresos, cada uno de ellos redactado en un idioma distinto, luego guiñó un ojo (un guiño lento y parsimonioso, exagerado por sus larguísimas pestañas postizas) y ejecutó el gesto internacionalmente aceptado para la mamada, redondeando la boca y moviendo rítmicamente la lengua de modo que empujara hacia fuera la mejilla.

—Flor de Loto lo relajará mucho, señor Macy.

Charlie había firmado con el nombre de Ray, no tanto como una pequeña venganza por haberlo denunciado a la policía como porque pensó que quizá la gerencia del local reconociera su nombre y le hiciera un descuento.

Se dejó los calzoncillos puestos y se tumbó en la mesa, pero Flor de Loto se los quitó con la destreza de un mago que se sacara un pañuelo de la manga. Le puso una toalla sobre el trasero y se quitó el kimono. Charlie lo vio caer y al mirar hacia atrás vio a una mujer pequeña y semidesnuda que se frotaba las manos impregnadas de aceite para calentarse las palmas. Apartó la mirada y se golpeó varias veces la frente contra la mesa mientras notaba cómo, bajo él, su erección luchaba por liberarse.

—Me ha obligado a venir mi hermana —dijo—. Yo no quería.

—Está bien —dijo ella.

Empezó a untarle los hombros con aceite. El aceite olía a almendras y a sándalo. Debía de llevar mentol o espliego o algo así, porque Charlie notaba un cosquilleo en la piel. Cada sitio que ella tocaba, le dolía. Como si el día anterior hubiera excavado una zanja hasta el Ecuador o hubiera tirado de una barcaza por la bahía con una soga. Era como si ella tuviera poderes extrasensoriales, como si pudiera encontrar el lugar preciso donde Charlie llevaba su dolor y luego tocarlo y liberarlo. Charlie gimió, solo un poco.

—Muy tenso —dijo ella mientras deslizaba los dedos hacia arriba por su espalda.

—Hace dos semanas que no duermo bien —dijo Charlie.

—Qué bien. —Ella alargó los brazos para masajearle los costados y Charlie notó en la espalda la presión de sus pequeños pechos. Dejó de respirar un segundo y ella soltó una risilla.

—Muy tenso —repitió.

—Me ha pasado una cosa en el trabajo. Bueno, en el trabajo no, pero tengo miedo de haber hecho algo que tal vez ponga en peligro a todas las personas que conozco, y no me atrevo a hacer lo que hay que hacer para solucionarlo. Podría morir gente.

—Qué bien —dijo Flor de Loto mientras le masajeaba los bíceps.

—No hablas inglés, ¿verdad?

—Oh, poco. No preocuparte. ¿Quieres final feliz?

Charlie sonrió.

—¿No puedes seguir dándome friegas?

—¿Final feliz no? Está bien. Veinte dólares, quince minutos.

Así que Charlie le pagó y siguió hablando, y ella siguió frotándole la espalda, y él volvió a pagarle y le contó todas las cosas que no podía compartir con otras personas: todas sus preocupaciones, todos sus miedos, todos sus remordimientos. Le dijo cuánto echaba de menos a Rachel, aunque a veces se le olvidara su cara y corriera a la cómoda en plena noche para mirar su fotografía. Le pagó dos horas por anticipado y se quedó dormido notando sus manos sobre la piel, y soñó con Rachel y con el sexo, y cuando despertó Flor de Loto le estaba masajeando las sienes y a él le corrían las lágrimas por la cara hasta metérsele en las orejas. Le dijo que era por el mentol del aceite, pero era la soledad, que se apoderaba de él como el dolor de espalda en el que no había reparado hasta que alguien le había tocado el cuerpo.

Ella le masajeó el pecho alargando los brazos por encima de su cabeza y dejó que sus pechos le rozaran la cara mientras trabajaba, y cuando él volvió a tener una erección bajo la toalla, le preguntó:

—¿Quieres final feliz ahora?

—No, qué va —contestó Charlie—. Los finales felices son tan de Hollywood… —Luego la cogió de las muñecas, se sentó, le besó el dorso de las manos y le dio las gracias. Le dejó cien dólares de propia. Ella sonrió, se puso el kimono y salió del cubículo.

Charlie se vistió y salió del salón de masajes orientales Buenos Ratos, por el que había pasado mil veces a lo largo de su vida preguntándose siempre qué habría tras aquella puerta roja con el ventanuco tapado con papel de estraza. Ahora ya lo sabía: el patético charco de frustración y soledad que era Charlie Asher, para el que no habría un final feliz.

Subió hasta Broadway y enfiló la colina en dirección a North Beach. Solo estaba a un par de calles de su casa cuando sintió que alguien lo seguía. Se volvió, pero solo vio a un tipo a un par de manzanas de allí, comprando un periódico en una máquina. Caminó otra media manzana y vio el ajetreo de la calle que se extendía ante él: los turistas que paseaban o esperaban mesa en los restaurantes italianos, los voceros que intentaban atraer a los turistas a los clubes de alterne, los marineros que iban de bar en bar, los modernillos que fumaban junto a la entrada de la librería City Lights, tan literarios y mundanos, antes de la siguiente lectura de poesía, que tendría lugar en un bar al otro lado de la calle.

—Eh, soldado —dijo una voz a su lado. Una voz de mujer, suave y sexi. Charlie se volvió y miró por el callejón junto al que iba pasando. Vio una mujer en la penumbra, apoyada contra la pared. Llevaba unas mallas iridiscentes o algo parecido y una lámpara de mercurio al fondo del callejón dibujaba su silueta plateada. A Charlie se le erizó el vello del cuello, pero notó también una especie de punzada en la entrepierna. Aquel era su barrio y las putas llevaban llamándolo desde que tenía doce años, pero aquella era la primera vez que se paraba y les dedicaba más atención que un saludo con la mano y una sonrisa.

—Hola —dijo. Se sentía mareado (borracho o drogado); tal vez el largo masaje había liberado todas sus toxinas. El caso fue que tuvo que apoyarse en el bastón para no caerse.

Ella se apartó de la pared y la luz recortó su silueta y realzó sus curvas sobrenaturales. Charlie se dio cuenta de que estaba rechinando los dientes y de que había empezado a temblarle la rótula. Aquel no era el cuerpo desgastado de una yonqui, sino más bien el de una bailarina o una diosa.

—A veces —dijo ella, y siseó la última «s»—, un buen polvo en un callejón oscuro es la mejor medicina para un guerrero cansado.

Charlie miró a su alrededor: el ajetreo una manzana más adelante, el tipo que leía su periódico bajo la farola, dos manzanas más atrás. Nadie en el callejón esperando a tenderle una emboscada.

—¿Cuánto? —preguntó. Ni siquiera recordaba qué se sentía al practicar el sexo, pero en ese momento solo podía pensar en la descarga: un buen polvo en un callejón oscuro con aquella… con aquella diosa. No podía verle la cara, solo la línea del pómulo, pero esta era exquisita.

—El placer de tu compañía —contestó ella.

—¿Por qué yo? —preguntó Charlie sin poder remediarlo: era su carácter de macho beta.

—Ven a descubrirlo —dijo ella. Se agarró los pechos, se recostó contra la pared y apoyó un tacón en los ladrillos—. Ven.

Charlie entró en el callejón y apoyó el bastón en el muro; luego cogió con una mano la rodilla levantada de ella y uno de sus pechos con la otra y la atrajo hacia sí para besarla. Le pareció por el tacto que iba vestida de terciopelo; su boca era cálida y tenía un sabor vil y peleón, como a veneno o a hígado. Charlie ni siquiera notó que le desabrochaba los pantalones; solo sintió una mano fuerte sobre su erección.

Um, qué carne tan dura —siseó ella.

—Gracias, he estado yendo al gimnasio.

Ella le mordió el cuello con fuerza y él le estrujó el pecho y se frotó contra su mano. Ella le rodeó la espalda con la pierna que tenía subida y lo atrajo con fuerza hacia sí. Charlie notó que algo afilado se le clavaba dolorosamente en el escroto e intentó apartarse. Ella lo apretó con la pierna. Era increíblemente fuerte.

—Carne Nueva —dijo—, no te resistas o te los arranco.

Charlie sintió la garra sobre sus pelotas y se quedó sin respiración. Ella tenía la cara a unos centímetros de la suya, y Charlie buscó sus ojos, pero solo vio la negrura de obsidiana que reflejaba el resplandor de las farolas.

Ella puso una mano delante de su cara y Charlie vio cómo empezaban a crecerle en las puntas de los dedos garras que devolvían la luz de la calle como cromo bruñido hasta que tuvieron siete centímetros de largo. Ella las dejó suspendidas sobre sus ojos y él echó mano del bastón que había dejado apoyado contra la pared. Ella lo apartó de un golpe y volvió a ponerle las garras en la cara.

—Ah, no, Carne. Esta vez no. —Le metió una uña en uno de los agujeros de la nariz—. ¿Quieres que te la meta en el cerebro? Sería lo más rápido, pero no quiero apresurarme. He esperado demasiado tiempo para esto.

Aflojó la presión sobre sus pelotas y Charlie se dio cuenta, horrorizado, de que seguía empalmado. Ella comenzó a frotarle el miembro mientras le hundía un poco más la uña en la nariz para que se estuviera quieto.

—Ya sé, ya sé… Cuando te corras, te la meteré en la oreja y tiraré. Así le he arrancado la mitad de la cabeza a un hombre. Te gustará. Tienes suerte, si hubiera venido Nemain, ya estarías muerto.

—Zorra —logró decir Charlie.

Ella le acariciaba con más brío y él maldecía a su cuerpo por traicionarlo de aquel modo. Intentó apartarse y ella lo apretó con la pierna con tal fuerza que le cortó la respiración.

—No, tú te corres y luego yo te mato.

Sacó la uña de su nariz y la puso junto a su oído.

—No dejes que me vaya insatisfecha, Carne —dijo, pero en ese instante arañó con la garra un lado de su cuero cabelludo y él la golpeó con ambos puños en las costillas, con todas sus fuerzas.

—¡Cabrón! —chilló ella. Bajó la pierna, tiró de él hacia un lado por el pene y retrocedió para lanzarle un zarpazo a la cabeza. Charlie intentó levantar el brazo para detener el golpe, pero en ese momento se oyó una explosión que la hizo volverse bruscamente. Un trozo de su hombro salpicó la pared.

Charlie notó que le soltaba el pene y se arrojó hacia el otro lado del callejón. Ella rebotó contra la pared con las garras apuntadas hacia su cara. Se oyó otra explosión y ella volvió a caer hacia atrás. Esta vez, acabó de cara a la calle y, antes de que pudiera prepararse para saltar, dos disparos más se incrustaron en su pecho y ella chilló con un ruido semejante al de mil cuervos furiosos a los que alguien hubiera prendido fuego.

Cinco disparos más y danzó hacia atrás, empujada por los impactos; mientras se movía, iba cambiando: sus brazos se hicieron más anchos, sus hombros se ablandaron. Dos tiros más y el siguiente chillido no fue ni remotamente humano, sino el de un enorme cuervo. Ella se elevó hacia el cielo nocturno dejando un rastro de plumas y salpicaduras de un líquido que podría haber sido sangre, de no ser porque era negro.

Charlie se levantó como pudo y salió a trompicones del callejón, hacia el lugar donde el inspector Alphonse Rivera seguía en posición de disparo, con una Beretta de 9 mm apuntando hacia el cielo oscurecido.

—¿Conviene que sepa siquiera qué coño era eso? —preguntó Rivera.

—Seguramente no —dijo Charlie.

—Átese la chaqueta a la cintura —dijo el policía.

Charlie bajó la mirada y vio que tenía la parte delantera de los pantalones hecha jirones, como cortada a navajazos.

—Gracias —dijo.

—¿Sabe? —dijo Rivera—, todo esto podría haberse evitado si hubiera aceptado el final feliz, como todo el mundo.