15

La llamada del deber (sexual)

—Muñecas hinchables —dijo Ray sin venir a cuento.

Estaba en la máquina de subir escalones, al lado de Charlie, y ambos miraban sudorosos una hilera de seis traseros femeninos perfectamente tonificados que apuntaban hacia ellos desde las máquinas de enfrente.

—¿Qué has dicho? —preguntó Charlie.

—Muñecas hinchables —repitió Ray—. Eso es lo que son.

Ray había convencido a Charlie para que fuera con él al gimnasio con el pretexto de introducirlo en el mundo de la soltería. En realidad, como era ex policía, Ray observaba a la gente con malsana atención, disponía de demasiado tiempo libre y no salía mucho, así que el verdadero motivo por el que había pedido a Charlie que fuera al gimnasio con él era llegar a conocerlo mejor fuera de la tienda. Desde la muerte de Rachel, había visto desarrollarse en Charlie una extraña pauta de comportamiento, según la cual su jefe se presentaba en la tienda con las pertenencias de personas cuya necrológica aparecía poco después en el periódico. Como Charlie se relacionaba poco y era muy reservado respecto a lo que hacía cuando no estaba en la tienda (eso por no hablar de los animalitos que acababan muertos en su apartamento), Ray sospechaba que podía ser un asesino en serie y había decidido intentar acercarse a su jefe para averiguar si estaba en lo cierto.

—Baja la voz, Ray —dijo Charlie—. Caray. —Como Ray no podía volver la cabeza, hablaba directamente a los culos de las mujeres.

—No pueden oírme. Mira, todas las solteras llevan auriculares. —Tenía razón, todas ellas estaban hablando por sus teléfonos móviles—. Tú y yo somos invisibles para ellas.

Charlie, que a veces era de veras invisible para los demás, o casi, volvió a mirar. Era media mañana y el gimnasio estaba lleno de mujeres en la veintena, enfundadas en licra, con pechos desmesuradamente grandes, piel perfecta y costosos peinados, y que parecían dotadas de la habilidad de ver a través de él, como hacía todo el mundo cuando andaba a la busca de la vasija de algún alma. De hecho, al entrar con Ray en el gimnasio, Charlie había mirado a su alrededor en busca de algún objeto que palpitara y emitiera una luz roja, pensando que esa mañana había pasado por alto algún nombre escrito en su agenda.

—Después de que me pegaran el tiro, salí con una fisioterapeuta que trabajó aquí una temporada —dijo Ray—. Ella las llamaba así: muñecas hinchables. Todas tienen un apartamento que paga algún ejecutivo entrado en años, que también se encarga de pagar la cuota del gimnasio y las tetas falsas. Se pasan los días haciéndose limpiezas de cutis y manicuras, y las noches debajo de algún trajeado sin traje.

A Charlie lo incomodaba indeciblemente la letanía de Ray sobre aquellas mujeres que estaban a unos pocos pasos de distancia. Como cualquier macho beta, se habría sentido de todos modos indeciblemente incómodo en presencia de tantas mujeres hermosas, pero aquello empeoraba las cosas.

—¿Son como mujeres florero, entonces? —preguntó.

—Qué va, son como aspirantes a mujeres florero. Nunca consiguen al tío, la casa y todo eso. Solo existen para ser su culito perfecto.

—¿Muñecas hinchables? —dijo Charlie.

—Muñecas hinchables —repuso Ray—. Pero olvídate de ellas, no has venido por eso.

Ray tenía razón, por supuesto. Charlie no estaba allí por ellas. Habían pasado cinco años desde la muerte de Rachel y todo el mundo le decía que tenía que volver a salir, pero no era por eso por lo que había aceptado acompañar al ex policía al gimnasio. Como pasaba mucho tiempo solo, sobre todo desde que Sophie había empezado a ir al colegio, y como ocultaba una identidad y una dedicación secretas, había empezado a sospechar que lo mismo le pasaba a todo el mundo. Y como Ray era muy reservado, hablaba mucho de la gente del vecindario que había muerto y no parecía tener vida social más allá de las filipinas con las que contactaba a través de Internet, Charlie sospechaba que quizá fuera un asesino en serie y se le había ocurrido acercarse a él para averiguarlo.

—Entonces, ¿son como queridas? —preguntó—. ¿Como en Europa?

—Supongo que sí —dijo Ray—. Pero ¿alguna vez has tenido la impresión de que las queridas se esforzaran tanto por estar buenas? Yo creo que «muñeca hinchable» es una definición más precisa, porque, cuando se hacen mayores y el tipo pasa de ellas, no tienen nada más que ofrecer. Están acabadas, como marionetas sin nadie que maneje los hilos.

—Vaya, Ray, eso es muy duro. —Puede que esté acechando a alguna de estas mujeres, pensó Charlie.

Ray se encogió de hombros.

Charlie miró a un lado y otro de la fila de traseros perfectos y, al sentir el peso de sus años de soledad en compañía de una niña pequeña y dos perros gigantes, dijo:

—Yo quiero una muñeca hinchable.

¡Ajá!, pensó Ray. Está eligiendo una víctima.

—Yo también —dijo—. Pero los tíos como tú y como yo no tenemos muñecas hinchables, Charlie. A nosotros nos ignoran.

¡Ajá!, se dijo Charlie. El sociópata amargado sale a la luz.

—¿Y para eso me has traído aquí, para dejar claro que no estoy en forma delante de mujeres preciosas que ni se fijan en mí?

—No, es divertido mirar a las muñecas hinchables, pero aquí también vienen mujeres más normales. —Que tampoco hablan conmigo, pensó.

—Que tampoco hablan contigo —dijo Charlie. Porque notan que eres un psicópata asesino.

—Cuando acabemos de entrenar, iremos a ese sitio de zumos —dijo Ray. Donde me sentaré en un rincón desde donde pueda verte elegir a tu víctima.

Puto enfermo, pensaron ambos.

Charlie encontró al despertar no uno, sino tres nombres nuevos en su agenda, y solo tenía tres días para recuperar la vasija del alma del último de ellos, Madison McKerny. Como guardaba un montón de periódicos en casa, tenía por costumbre revisar los del mes anterior en busca de la necrológica de cada nuevo cliente. Más a menudo, sin embargo, si los cancerberos lo dejaban en paz, esperaba sencillamente a que el nombre apareciera en la sección de necrológicas y luego iba a buscar la vasija del alma cuando era fácil entrar en la casa con los deudos o haciéndose pasar por un comprador de mercancías de saldo. Pero esta vez solo tenía tres días, y Madison McKerny no había aparecido en los obituarios, lo cual significaba que seguramente seguía viva y que, como tampoco la encontró en la guía telefónica, tendría que ponerse en marcha sin perder un momento. A la señora Ling y la señora Korjev les gustaba hacer la compra los sábados, así que llamó a su hermana Jane y le pidió que fuera a cuidar de Sophie.

—Quiero un hermanito —le dijo Sophie a su tía Jane.

—Ay, cielo, lo siento, no puedes tener un hermanito porque eso significaría que tu papá tendría que practicar el sexo, y eso no va a ser posible.

—Jane, no le hables así a la niña —dijo Charlie. Estaba preparándoles unos sandwiches y se preguntaba por qué siempre le tocaba a él hacer los sandwiches. Dijo dirigiéndose a Sophie—: Cariño, ¿por qué no vas a tu habitación a jugar con Alvin y Mohamed? Papá tiene que hablar con la tita Jane.

—Vale —dijo Sophie, y salió corriendo de la habitación.

—¡Y no vuelvas a cambiarte de ropa! ¡Con esa estás bien! —dijo Charlie—. Es el cuarto traje que se pone hoy —le dijo a Jane—. Cambia de ropa como tú de novia.

—Eh, no seas malo, Chuck. Estoy muy sensible y todavía puedo patearte el culo.

Charlie embadurnó violentamente con mayonesa una rebanada de pan integral para demostrar que hablaba en serio.

—Jane, no estoy seguro de que sea sano para la niña tener tantas tías alrededor. Ya lo ha pasado mal por haber perdido a su madre, y encima tú te has mudado. No creo que le convenga coger cariño a todas esas mujeres para que luego desaparezcan de su vida. Necesita una influencia femenina consistente.

—Primero, no me he ido tan lejos, me he mudado al otro lado de la ciudad, y la veo tan a menudo como cuando vivía en este edificio. Segundo, no soy precisamente promiscua, lo que pasa es que siempre la cago con las relaciones de pareja. Tercero, Cassie y yo llevamos juntas tres meses y de momento nos va bien, por eso me he mudado. Y cuarto, Sophie no perdió a su madre, nunca ha tenido madre, te ha tenido a ti, y, si quieres ser una persona decente, necesitas echar un polvo.

—A eso me refiero. No puedes decir esas cosas delante de Sophie.

—¡Pero es cierto, Charlie! Hasta Sophie se da cuenta. No sabe qué pasa, pero nota que no te comes un colín.

Charlie dejó de hacer los sandwiches y se acercó a la encimera.

—No se trata de sexo, Jane. Se trata de contacto humano. El otro día me estaba cortando el pelo y la peluquera me rozó el hombro con el pecho y casi me corro. Luego estuve a punto de echarme a llorar.

—Pues a mí eso me suena a sexo, hermanito. ¿Has estado con alguien desde que murió Rachel?

—Ya sabes que no.

—Pues muy mal. A Rachel no le gustaría nada. Y seguro que tú lo sabes. Quiero decir que ella se apiadó de ti y se lió contigo, y no tuvo que ser fácil para ella, sabiendo que podía haber encontrado algo mucho mejor.

—¿Se apiadó de mí?

—Eso es lo que estoy diciendo. Era una mujer muy dulce, y tú ahora das mucha más pena que entonces. En aquella época tenías más pelo y no tenías una niña pequeña y dos perros del tamaño de un Volvo. Qué coño, seguro que hasta hay monjas de alguna orden dispuestas a echarte un polvo por simple caridad. O como acto de penitencia.

—Vale ya, Jane.

—Las Hermanas de la Perpetua Sequía.

—Tan mal no estoy —dijo Charlie.

—La Sagrada Orden de San Bonifacio de la Mamada, santo patrón del porno online y los pajilleros empedernidos.

—Está bien, Jane, siento haber dicho eso sobre tus novias. Estaba fuera de lugar.

Jane se echó hacia atrás en su taburete y cruzó los brazos; parecía satisfecha, aunque escéptica.

—Pero el problema persiste.

—Estoy bien. Tengo a Sophie y el negocio, no necesito una novia.

—¿Una novia? Eso es mucho pedir para ti. Lo que necesitas es alguien con quien acostarte.

—No lo necesito.

—Sí lo necesitas.

—Sí, lo necesito —dijo Charlie, derrotado—. Pero ahora tengo que irme. ¿Seguro que no te importa cuidar de Sophie?

—Claro que no, voy a llevármela a casa. Tengo un vecino insoportable al que quiero presentarle a los perritos. ¿Se cagarán si se lo mando?

—Si se lo dice Sophie, sí.

—Perfecto. Nos vemos esta noche. Prométeme que le pedirás salir a alguien. O que por lo menos buscarás a alguien a quien pedírselo.

—Te lo prometo.

—Bien. ¿Te han arreglado ya ese traje azul nuevo de raya diplomática?

—Mantente alejada de mi armario.

—¿No tenías que irte?

Ray se figuraba que la cosa había empezado, quizá, cuando Charlie asesinó a todos esos animalitos que llevaba a casa para su hija. Tal vez comprar aquellos dos perrazos negros fuera un grito de auxilio: unas mascotas en cuya falta alguien reparara de verdad. Según las películas, todos empezaban así: con animalitos. Luego, no tardando mucho, se pasaban a los excursionistas y a las putas, y poco después estaban momificando a todo un rebaño de monitores en algún remoto campamento de verano y colocando sus restos crujientes alrededor de la mesa de naipes de un refugio de montaña. Lo del refugio de montaña no encajaba en el perfil de Charlie, puesto que era alérgico, pero quizá ello fuese un rasgo de su genio diabólico (Ray había sido policía de calle, así que nunca había tenido que aprender a trazar perfiles criminales, y sus teorías tendían hacia lo colorido por efecto secundario de su imaginación de macho beta y su ingente colección de DVD).

Charlie, en todo caso, le había pedido media docena de veces que usara sus contactos en el cuerpo y en el Departamento de Vehículos a Motor para localizar a ciertas personas que habían acabado muertas a las pocas semanas. No habían sido asesinadas, sin embargo. Y aunque un montón de objetos pertenecientes a los fallecidos habían terminado en la tienda en los últimos años (Ray había encontrado números antirrobo grabados en un puñado de ellos y se los había llevado a un amigo del cuerpo que identificó a los propietarios) ninguna de aquellas personas había sufrido una muerte violenta. Había varios casos de accidentes, pero la mayoría había muerto por causas naturales. O bien Charlie era astuto en grado sumo, o bien Ray estaba chiflado, posibilidad esta que no descartaba por completo, aunque solo fuera porque tenía tres ex esposas que lo afirmaban rotundamente. Así pues, había ideado la treta del gimnasio para que Charlie se delatara. Claro que Charlie siempre le había tratado bien y Ray sabía que, si al final resultaba que no tenía un refugio de montaña lleno de monitores de campamento momificados, se sentiría fatal por haberle tendido una trampa.

¿Y si lo único que le pasaba era que necesitaba echar un polvo?

Ray estaba chateando con Eduardo, su nueva novia de Filipinasdesesperadas.com, cuando Charlie bajó por la escalera de atrás.

—Ray, necesito que me busques a alguien.

—Espera un segundo, tengo que despedirme. Charlie, échale un vistazo a mi nuevo ligue. —Ray hizo aparecer en la pantalla la foto de una asiática profusamente maquillada, pero atractiva.

—Es muy guapa, Ray. Pero ahora mismo no puedo darte días libres para que te vayas a Filipinas. Por lo menos, hasta que contratemos a alguien que se haga cargo de los turnos de Lily. —Charlie se inclinó hacia la pantalla—. Vaya, pero si se llama Eduardo.

—Lo sé. Es un nombre filipino, como Edwina.

—Pero se le nota un poco la barba.

—Te estás poniendo racista. Algunas etnias tienen más vello facial que otras. A mí eso no me importa. Solo quiero una persona sincera, cariñosa y atractiva.

—También tiene nuez.

Ray escudriñó la pantalla, apagó rápidamente el monitor y se giró en el taburete.

—Bueno, ¿a quién quieres que encuentre?

—No tiene importancia, Ray —dijo Charlie—. El hecho de que a una mujer se le note la nuez no significa que no sea sincera, cariñosa y atractiva. Solo lo hace menos probable.

—Exacto. Pero creo que es solo una cuestión de mala iluminación. Es igual. ¿A quién quieres que busque?

—Solo tengo un nombre: Madison McKerny. No sé si es hombre o mujer, pero sé que vive en la ciudad, nada más.

—Es mujer.

—¿Cómo dices?

—Madison es nombre de chica de alterne.

Charlie sacudió la cabeza.

—¿La conoces?

—No la conozco, aunque el nombre me suena. Pero Madison es nombre de chica de alterne de nueva generación. Como Reagan o Morgan.

—Me pasmas, Ray.

—He pasado algunos ratos en clubes de alterne, Charlie. No es que me sienta orgulloso de ello, pero son cosas que se hacen cuando uno es policía. Y al final te fijas en la pauta que siguen los nombres de las chicas.

—No lo sabía.

—Pues sí, y desde los años cincuenta ha habido una especie de progresión: Bubbles, Boom Boom y Blaze engendraron a Bambi, Candy y Jewel, que a su vez engendraron a Sunshine, Brandy y Cinnamon, que engendraron a Amber, Brittany y Brie, que engendraron a Reagan, Morgan y Madison. Madison es nombre de chica de alterne.

—Ray, tú ni siquiera habías nacido en los años cincuenta.

—No, ni tampoco en los cuarenta, pero sé cosas sobre la Segunda Guerra Mundial y la música de big band. Me gusta la historia.

—Ya. Entonces, ¿tengo que buscar a una chica de alterne? Eso no me sirve de nada. Ni siquiera sé por dónde empezar.

—Miraré en Tráfico y en Hacienda. Si vive en la ciudad, esta tarde tendremos su dirección. ¿Para qué tienes que encontrarla?

Hubo un silencio mientras Charlie fingía ver una mancha en la vitrina del mostrador y limpiarla. Luego contestó:

—Esto… es un asunto de una herencia. En uno de los lotes que recibimos hace poco hay un par de cosas que le dejó el difunto.

—¿Y de eso no debería ocuparse el albacea de la herencia o su abogado?

—Es una minucia, no aparece en el testamento. El albacea me ha pedido que me encargue yo. Te doy cincuenta pavos si me ayudas.

Ray sonrió.

—Da igual, iba a ayudarte de todos modos, pero, si resulta ser una chica de alterne, me voy contigo, ¿vale?

—Vale —respondió Charlie.

Tres horas después, Ray dio la dirección a Charlie y vio a su jefe salir pitando de la tienda y coger un taxi. ¿Por qué un taxi? ¿Por qué no llevarse la furgoneta? Ray quería seguirlo, necesitaba seguirlo, pero tenía que encontrar a alguien que atendiera la tienda. Debería haberlo previsto, pero estaba distraído.

Y estaba distraído desde que había hablado con Charlie, no solo por la búsqueda de Madison McKerny, sino también porque intentaba averiguar cómo dejar caer como si tal cosa la pregunta «¿Tienes pene?» en la conversación con Eduardo, su enamorada. Tras un par de correos provocativos, no pudo soportarlo más y escribió: «Eduardo, no es que me importe, pero estoy pensando en mandarte algo de lencería sexy como regalo de amistad y me preguntaba si debo hacerles algún arreglo especial a las bragas».

Luego esperó. Y esperó. Y, dejando a un lado que en Manila eran las cinco de la mañana, empezó a dudar. ¿Había sido demasiado impreciso o no lo suficiente? Y ahora tenía que irse. Sabía adónde iba Charlie, pero tenía que llegar allí antes de que ocurriera algo. Llamó a Lily al móvil con la esperanza de que no estuviera en su otro trabajo y le hiciera un favor.

—Habla, ingrato —contestó ella.

—¿Cómo sabías que era yo? —preguntó Ray.

—¿Ray?

—Sí, ¿cómo sabías que era yo?

—No lo sabía —dijo Lily—. ¿Qué quieres?

—¿Puedes sustituirme en la tienda un par de horas? —Luego, al oírla respirar hondo para, estaba seguro, lanzarle una andanada de insultos, añadió—: Te doy cincuenta pavos. —La oyó exhalar. ¡Sí! Tras graduarse en el Instituto Culinario, Lily había encontrado trabajo como segundo chef en un bistró de North Beach, pero aún no ganaba lo suficiente para irse de casa de su madre, así que había dejado que Charlie la convenciera para hacer un par de turnos en Oportunidades Asher, al menos hasta que encontrara quien la sustituyera.

—Está bien, Ray, iré un par de horas, pero tengo que estar en el restaurante a las cinco, así que vuelve puntual o cierro temprano.

—Gracias, Lily.

Charlie confiaba sinceramente en que Ray no fuera un asesino en serie, a pesar de todos los indicios en contra. Jamás habría encontrado a aquella mujer sin sus contactos en la policía, ¿y qué haría en un futuro si tenía que encontrar a alguien y Ray estaba en prisión? Claro que la experiencia de Ray como policía explicaba tal vez por qué nunca dejaba una prueba. Pero ¿por qué, entonces, seguía persiguiendo a filipinas por Internet si solo estaba buscando gente a la que matar? Quizá fuera eso lo que hacía cuando iba a las islas Filipinas a visitar a sus ligues. Tal vez se dedicaba a matar filipinas desesperadas. Acaso fuera un turista asesino en serie. Ya te ocuparás de eso más tarde, se dijo Charlie. Ahora mismo, tienes que recuperar la vasija de un alma.

Charlie se bajó del taxi frente al Fontana, un edificio de apartamentos a una manzana de Ghirardelli Square, la fábrica de chocolate situada en primera línea de costa y convertida en centro comercial. El Fontana era un edificio grande y curvo, de cemento y cristal, que dominaba las vistas sobre Alcatraz y el Golden Gate, y que despertaba el desdén de los habitantes de San Francisco desde su construcción en los años sesenta. No es que fuera feo (aunque nadie discutiría que lo era), sino que, rodeado de edificios Victorianos y eduardianos, parecía un aparato de aire acondicionado que, surgido del espacio exterior, hubiera atacado un barrio del siglo XIX. Las vistas desde los apartamentos eran, no obstante, exquisitas. Había portero, aparcamiento subterráneo y una piscina en la azotea, de modo que, si uno era capaz de sobrellevar el estigma de residir en un paria arquitectónico, el Fontana era un lugar estupendo para vivir.

Según las señas que le había dado Ray, Madison vivía en el piso veintidós y allí, presumiblemente, estaría también la vasija de su alma. Charlie no estaba del todo seguro del alcance máximo de su facultad para pasar desapercibido (se resistía a llamarla «invisibilidad», porque no lo era), pero confiaba en que abarcara veintidós pisos. Iba a tener que pasar delante del portero para montar en el ascensor, y hacerse pasar por comprador de lotes de pertenencias de personas difuntas no le serviría de nada.

En fin, quien no se aventura no halla ventura. Si lo pillaban, tendría que encontrar otro modo de entrar. Esperó junto a la puerta hasta que entró una joven en traje de chaqueta y la siguió por el vestíbulo. El portero ni lo miró.

Ray vio salir a Charlie del taxi y le dijo al conductor del suyo que parara a una manzana de allí, donde se apeó de un salto, arrojó al taxista un billete de cinco dólares diciéndole que se quedara con el cambio y a continuación tuvo que hurgar en su bolsillo en busca del resto del importe de la carrera mientras el conductor daba golpecitos en el volante con impaciencia y murmuraba exabruptos en urdu.

—Perdone, es que hace mucho que no cojo un taxi —dijo. Ray tenía coche, un Toyota pequeño, muy mono, pero solo encontraba sitio donde aparcar a ocho calles de su casa, en el aparcamiento de un hotel que dirigía un amigo suyo y, en San Francisco, si uno encuentra un sitio donde aparcar, se lo queda, así que Ray solía usar el transporte público y solo sacaba el coche en sus días libres para que no se le descargara la batería. Se había montado en el taxi frente a la tienda de Charlie y gritado:

—¡Siga a ese taxi! —Lo cual había llenado de pánico a la familia japonesa que iba sentada detrás.

—Perdonen —había dicho Ray—. Konichiwa. Es que hace mucho que no cojo un taxi. —Luego había vuelto a bajar y había cogido un taxi libre.

Subió a hurtadillas por la calle, a toda prisa, desplazándose de una farola a una máquina de periódicos y de esta a un kiosco de anuncios. Se metía detrás de aquellas cosas con la cabeza gacha y se quedaba allí agazapado, pero no consiguió otra cosa que parecerle un completo tarado al chaval que esperaba en la parada de autobús del otro lado de la calle. Llegó a la entrada del aparcamiento subterráneo del Fontana justo cuando Charlie se acercaba a la puerta y se agazapó detrás del pilar donde se metía la tarjeta del garaje.

No tenía muy claro qué haría si Charlie entraba en el edificio. Por suerte, había memorizado el número de teléfono de Madison McKerny y podía avisarla de la llegada de Charlie. En el taxi, de camino allí, había recordado de pronto dónde había visto su nombre: en el registro de su gimnasio. Madison McKerny era una de las muñecas hinchables que frecuentaban el gimnasio a media mañana y, tal como Ray sospechaba, Charlie andaba tras ella.

Lo vio echar a andar detrás de una joven en traje de chaqueta que subía por el camino de entrada al Fontana. Luego, Charlie desapareció. Así, sin más.

Ray salió a la acera para tener mejor ángulo de visión. La mujer seguía allí, solo había dado un par de pasos, pero a Charlie no lo veía por ninguna parte. Allí, sin embargo, no había setos, ni muros, y el dichoso vestíbulo era de arriba abajo de cristal. ¿Dónde cono se había metido? Ray estaba seguro de no haberle quitado ojo (ni siquiera creía haber pestañeado) y de que habría visto cualquier movimiento repentino que hubiera hecho Charlie.

Echando mano de la tendencia del macho beta a culparse a sí mismo, Ray se preguntó si no habría sufrido quizá un pequeño ataque epiléptico que le hubiera privado de la conciencia por un instante. Fuera así o no, tenía que advertir a Madison McKerny. Se llevó la mano al cinto y notó que la funda de su teléfono móvil estaba vacía. Entonces recordó que esa mañana, al entrar a trabajar, había puesto el teléfono debajo de la caja registradora.

Charlie dio con el apartamento y llamó al timbre. Si conseguía que Madison McKerny saliera al pasillo, podría colarse tras ella y registrar el apartamento en busca de la vasija de su alma. Al fondo del pasillo había una mesa con un centro de flores artificiales. Lo volcó, con la esperanza de que Madison fuera lo bastante maniática o curiosa para salir del apartamento a echar un vistazo. Si no estaba en casa, tendría que entrar por la fuerza. Era probable, que habiendo abajo un portero, Madison no tuviera sistema de alarma. Pero ¿y si lo veía? A veces los clientes podían verlo. No muy a menudo, pero sucedía y…

Ella abrió la puerta.

Charlie se quedó petrificado. Madison McKerny estaba como un tren. Charlie dejó de respirar y miró fijamente sus pechos.

No era solo que fuera una morena joven y guapísima, con la piel y el pelo perfectos. Ni que llevara una bata de seda blanca muy fina que apenas ocultaba su figura de modelo de trajes de baño. Ni que tuviera unos pechos desproporcionadamente grandes y turgentes que se comprimían contra la bata y asomaban por el escote en pico cuando se inclinó hacia el pasillo, aunque ello habría bastado para dejar sin aliento al pobre beta, bajo cualquier circunstancia. Era que sus pechos refulgían en rojo a través de la bata de seda, brillaban como dos soles nacientes por fuera del escote y latían como las tetas bombilla de la chica hawaiana de una lámpara kitsch. El alma de Madison McKerny residía en sus implantes mamarios.

—Tengo que apoderarme de ellos —dijo Charlie, olvidando que no estaba precisamente solo, ni pensando para sus adentros.

Entonces Madison McKerny notó que estaba allí y empezaron los gritos.