Ladrando como un loco
Charlie abrió la puerta y Lily entró como una exhalación.
—Jane dice que tienes dos perros negros enormes. Tengo que verlos.
—Espera, Lily —gritó Charlie, pero ella había cruzado el cuarto de estar y entrado en la habitación de Sophie antes de que pudiera detenerla. Se oyó un gruñido bajo y Lily dio marcha atrás.
—Hostia, colega —dijo con una enorme sonrisa—. Son guays. ¿De dónde los has sacado?
—No los he sacado de ninguna parte. Estaban ahí.
Charlie se reunió con ella junto a la puerta de la habitación de Sophie. Lily se volvió y lo cogió del brazo.
—¿Son, yo qué sé, instrumentos de tus tratos con la muerte o algo así?
—Lily, creía que habíamos acordado no volver a hablar de eso.
Y así era. De hecho, Lily se había portado de maravilla. Desde que descubriera que Charlie era un Mercader de la Muerte, apenas había vuelto a sacar a relucir el tema. Había conseguido además acabar el bachillerato sin labrarse un historial delictivo de padre y muy señor mío y se había matriculado en el Instituto Culinario, lo cual tenía la ventaja de que llevaba al trabajo su chaqueta blanca de chef, sus pantalones a cuadros y sus zuecos de goma, cosa que tendía a suavizar su maquillaje y su pelo, que seguían siendo oscuros, serios y tirando a espeluznantes.
Sophie soltó una risilla y rodó por el suelo, apoyada contra uno de los sabuesos. Los perros habían estado dándole lametazos y estaba cubierta de baba de canes demoníacos. Su pelo pegoteado formaba una docena de insólitos pinchos que le daban un poco el aire de un personaje de anime con los ojos como platos.
Sophie vio a Lily en la puerta y saludó con la mano.
—Guauguau, Ily, guauguau —dijo.
—Hola, Sophie. Sí, son unos perritos muy bonitos —contestó Lily, y luego le dijo a Charlie—: ¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. No dejan que me acerque a ella.
—Bueno, eso está bien. Han venido para protegerla.
Charlie asintió con la cabeza.
—Creo que tienes razón. Anoche pasó algo. Ya sabes que El gran libro habla de los otros, ¿no? Creo que uno de ellos vino a por ella anoche, y que entonces aparecieron estos bichos.
—Estoy impresionada. Creía que estarías más acojonado.
Charlie no quería decirle que se había curado de espanto el día en que vio a su hijita matar a un viejo pronunciando la palabra «gatito». Lily ya sabía demasiado y ahora era ya evidente que fuera lo que fuese lo que estaba pasando, era peligroso.
—Supongo que debería estarlo, pero no han venido a hacerle daño. Tengo que ir a echar un vistazo a la biblioteca de Berkeley, a ver si encuentro algo sobre ellos. Pero primero tengo que apartarlos de Sophie.
Lily se echó a reír.
—Sí, ya, claro. Mira, hoy tengo trabajo y clase, pero mañana iré yo a investigar. Mientras tanto, puedes intentar hacerte amigo suyo.
—No quiero hacerme amigo suyo.
Lily miró a los sabuesos, a uno de los cuales Sophie estaba aporreando con sus puñitos mientras reía alegremente. Luego volvió a mirar a Charlie.
—Sí que quieres.
—Sí, supongo que sí —dijo Charlie—. ¿Alguna vez habías visto un perro de ese tamaño?
—No hay perros de ese tamaño.
—¿Qué crees que son, entonces?
—No son perros, Asher, son cancerberos.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé porque, antes de empezar a estudiar hierbas aromáticas, caldos y cosas así, pasaba mis ratos libres leyendo sobre el lado oscuro, y estos bichos salían a relucir de cuando en cuando.
—Si ya sabemos eso, ¿qué vamos a investigar?
—Voy a intentar averiguar por qué han venido. —Le dio unas palmaditas en el hombro—. Tengo que ir a abrir la tienda. Tú intenta llevarte bien con los guauguaus.
—¿Qué voy a darles de comer?
—Purina Dog Chow para cancerberos.
—¿Eso se fabrica?
—¿Tú qué crees?
—Vale —dijo Charlie.
Pasaron varias horas y al fin, cuando Sophie empezó a oler a sorpresita de pañal, uno de los perros gigantes la empujó con el hocico hacia Charlie como diciendo: «Límpiala y vuelve a traerla». Charlie, que notaba cómo lo observaban mientras cambiaba a su hija, dio gracias porque los pañales desechables no necesitaran imperdibles. Estaba seguro de que, si hubiera pinchado accidentalmente a Sophie con un alfiler, uno de los cancerberos le habría arrancado la cabeza de un mordisco. Los perros no le quitaron ojo cuando la llevó a la barra de la cocina y se sentaron a ambos lados de la trona mientras le daba el desayuno.
Por probar, Charlie hizo una tostada de más y se la tiró a uno. El perro la cogió en el aire y se la zampó sin quitar ojo a Charlie y a la barra de pan. Así que Charlie tostó cuatros rebanadas más y los perros las cogieron alternativamente al vuelo con tanta rapidez que a Charlie le pareció ver salir una especie de vapor de la presión de sus mandíbulas al cerrarse.
—Así que sois bestias infernales de otra dimensión y os gustan las tostadas. Vale.
Pero, cuando se disponía a tostar cuatro rebanadas más, se detuvo y se sintió de pronto un tanto estúpido.
—En realidad os da igual que esté tostado, ¿verdad? —Tiró un trozo de pan al perro que estaba más cerca y este lo cogió al vuelo—. De acuerdo, así será más rápido. —Charlie les dio el resto de la barra de pan. Untó un par de rebanadas con una gruesa capa de mantequilla de cacahuete, cosa que no sirvió de nada, y a continuación embadurnó media docena más con lavavajillas de limón, lo cual pareció no surtir efecto adverso alguno, como no fuera que les hizo eructar lindas burbujas de color aguamarina.
—Paseo, papi —dijo Sophie.
—Hoy no hay paseo, cielo. Creo que vamos a quedarnos aquí, en el apartamento, a ver si les pillamos el tranquillo a nuestros nuevos amigos.
Charlie quitó a Sophie de la trona, le limpió la mermelada de la cara y el pelo y se sentó con ella en el sofá para leerle los anuncios clasificados del Chronicle, que era (dejando a un lado sus tratos con la muerte) donde encontraba gran parte de sus negocios. Pero no bien había cogido el ritmo cuando uno de los cancerberos se acercó, lo cogió del brazo con las fauces y lo llevó a rastras hasta su dormitorio mientras Charlie protestaba, maldecía y le daba golpes en la cabeza con una lámpara de bronce. El perrazo lo soltó y se quedó mirando fijamente la agenda como si estuviera embadurnada de salsa de carne.
—¿Qué pasa? —dijo Charlie, y entonces lo vio. Con tantos nervios, no se había fijado en que había un nombre nuevo en la agenda—. Mira, el número que pone es treinta. Tengo un mes entero para encontrarlo. Déjame en paz. —Notó de pasada que en el gran collar de plata del cancerbero había un nombre grabado: Alvin.
—¿Alvin? Es el nombre más absurdo que he oído nunca.
Charlie volvió al sofá y el perro volvió a llevarlo a rastras al dormitorio, esta vez cogido por el pie. Al cruzar la puerta, Charlie agarró su bastón espada. Cuando Alvin lo soltó, se levantó de un salto y sacó el acero. El perrazo se tumbó de espaldas y empezó a gimotear. Su compañero apareció en la puerta, jadeando. (Mohamed, se llamaba aquel, según rezaba la placa de su collar). Charlie consideró sus opciones. El bastón espada siempre le había parecido un arma formidable. Hasta se había atrevido a atacar a las arpías del alcantarillado con él. De pronto, sin embargo, pensó que, obviamente, aquellos animales habían limpiado el suelo con una de aquellas criaturas de la oscuridad y que, un par de horas después, no habían tenido problema alguno en sentarse a comer una barra de pan embadurnada de jabón. En resumen, que no estaba en su terreno. Si ellos querían que fuera a buscar la vasija de aquel alma, iría a buscarla. Pero no pensaba dejar a su hija sola con ellos.
—Alvin sigue siendo un nombre ridículo —dijo mientras envainaba la espada.
Cuando llegó la señora Korjev, Charlie había puesto a Sophie a dormir la siesta y junto a la cuna de la niña dormitaban acurrucados los cancerberos, cuyos ronquidos lanzaban al aire grandes nubes de aliento perruno con olor a limón. Quizá porque cada vez era más pillo, dejó que la señora Korjev entrara en el cuarto de Sophie advirtiéndola solamente de que la niña tenía dos mascotas nuevas, y contuvo la risa cuando la gran abuela cosaca salió de espaldas de la habitación, lanzando exabruptos en ruso.
—Ahí dentro hay perros gigantes.
—Sí.
—Pero no perros gigantes normales. Son extra gigantes y negros como…
—¿Como osos? —sugirió Charlie.
—No, no iba a decir «osos», listillo. Como osos, no. Como lobos, solo que más grandes y más fuertes…
—¿Como osos? —aventuró Charlie.
—Hace que su madre se avergüence de usted cuando es malo, Charlie Asher.
—¿No son como osos? —preguntó Charlie.
—Eso no importa ahora. Solo estoy sorprendida. Vladlena es una vieja con el corazón débil. Pero tú ve a reírte a gusto. Yo me quedo con Sophie y los perros gigantes.
—Gracias, señora Korjev. Se llaman Alvin y Mohamed. Lo pone en los collares.
—¿Hay comida para ellos?
—Hay unos filetes en el congelador. Déles un par a cada uno y retírese.
—¿Cómo les gustan?
—Creo que bastará con que estén congelados. Comen como…
La señora Korjev levantó un dedo a modo de advertencia; su dedo se alineó con una enorme verruga que tenía a un lado de la nariz y dio la impresión de que la señora Korjev le estaba apuntando con un arma.
—Como caballos. Comen como caballos —dijo Charlie.
La señora Ling no se tomó el trabar conocimiento con Alvin y Mohamed con el mismo aplomo que su vecina rusa.
—¡Ay, ay, ayyyy! ¡Cacas de shiksas gigantes! —gritaba mientras corría por el pasillo detrás de Charlie—. ¡Cacas de shiksas gigantes!
En efecto, al regresar al apartamento, Charlie se encontró grandes baguettes de caca humeante esparcidas por el cuarto de estar. Alvin y Mohamed flanqueaban la puerta de la habitación de Sophie como gigantescos perros de pega a las puertas de un templo chino. Parecían tan feroces como avergonzados y contritos.
—Perros malos —dijo Charlie—. Mira que asustar a la señora Ling. Sois malos. —Consideró por un instante la posibilidad de restregarles el hocico por la caca, pero no estaba seguro de ser capaz, a no ser que llevara a casa una excavadora y los encadenara a ella—. Lo digo muy en serio, chicos —añadió en tono especialmente severo—. Lo siento, señora Ling —dijo a la minúscula matrona—. Estos son Alvin y Mohamed. Debí ser más claro cuando le dije que había comprado unas mascotas nuevas para Sophie. —En realidad, había sido poco concreto a propósito, con la esperanza de suscitar en ella alguna reacción histérica. No es que quisiera asustar a la anciana señora; era simplemente que los machos beta rara vez se encuentran en situación de asustar a nadie físicamente, así que, cuando se les presenta la ocasión, a veces se les va la mano.
—No importa —dijo la señora Ling mientras miraba fijamente a los cancerberos. Parecía distraída, sobre todo porque lo estaba. Tras recobrarse del susto inicial, se había puesto a hacer cálculos de cabeza: un ábaco veloz como el fuego de una ametralladora calculaba el peso y el volumen de cada uno de aquellos canes del tamaño de ponis, y lo dividía en chuletas, filetes y porciones de carne para estofado.
—No le importa quedarse, ¿entonces? —preguntó Charlie.
—No, pero no tarde, ¿de acuerdo? —dijo la señora Ling—. Quiero ir a Sears a comprar un arcón congelador. ¿Puede prestarme una sierra eléctrica?
—¿Una sierra eléctrica? Pues no, pero seguro que Ray tiene una y se la deja. Volveré dentro de un par de horas —dijo Charlie—. Pero primero voy a limpiar esto. —Se dirigió al sótano con la esperanza de encontrar la pala para el carbón que su padre solía guardar allí.
Ese día, al despedirse, tanto Charlie como la señora Ling contaban con los antecedentes de elevada mortalidad de las mascotas de Sophie para solventar en un santiamén sus respectivos problemas de caca y sopa. Tal, sin embargo, no iba a ser el caso.
Cuando pasaron varias semanas sin que los cancerberos sufrieran percance alguno, Charlie aceptó la posibilidad de que aquellos fueran, en efecto, los únicos animales domésticos que pudieran sobrevivir a las atenciones de su hija. Muchas veces sintió la tentación de llamar a Minty Fresh para pedirle consejo, pero como su última llamada parecía haber causado la aparición de los perros, se resistió a aquel impulso.
Las pesquisas de Lily dieron escaso resultado.
—Se ha hablado de ellos durante toda la historia —le dijo por el móvil desde la biblioteca de Berkeley—. Sobre todo, de lo mucho que les gusta perseguir a cantantes de blues. Y, obviamente, en Alemania hay un equipo de fútbol que se llama los Cancerberos, pero no creo que eso venga al caso. Lo que sale una y otra vez, en montones de culturas, es que vigilan el paso entre la vida y la muerte.
—Bueno, eso tiene sentido —dijo Charlie—. Supongo. No pondrá en algún sitio dónde está ese paso, ¿no? ¿En qué estación de metro?
—Pues no, Asher, no lo pone. Pero he encontrado un libro escrito por una monja que fue excomulgada en la década de 1890. ¿A que mola? Esta biblioteca es la bomba. Tienen como nueve millones de libros.
—Sí, es genial, Lily, pero ¿qué decía la ex monja?
—Buscó todas las referencias a los cancerberos, y todas parecían coincidir en que servían directamente al señor del Inframundo.
—¿Era católica y lo llamaba el Inframundo?
—Bueno, la expulsaron de la Iglesia por escribir ese libro, pero, sí, eso es lo que dice.
—¿Y no incluiría en ese libro un número al que pudiéramos llamar en caso de que se perdieran?
—Hoy es mi día libre y estoy aquí, intentando hacerte un favor, Asher. ¿Vas a seguir haciéndote el gracioso?
—No, perdona, Lily. Continúa.
—Eso es todo. No hay precisamente una guía de cuidados y alimentación. Pero básicamente el resultado de mis pesquisas da a entender que estar rodeado de cancerberos es mala señal.
—¿Cómo se titula ese libro, Guía completa de la puta obviedad?
—Vas a pagarme por esto, ¿sabes? El tiempo y el viaje.
—Perdona. Sí. Así que debería intentar librarme de ellos.
—Se comen a la gente, Asher. ¿Quién dice obviedades ahora?
Así que, después de aquello, Charlie llegó a la conclusión de que, para librarse de los canes monstruosos, debía pasar a la acción.
Como de lo único que estaba seguro respecto a los cancerberos era de que irían allá donde llevara a Sophie, se los llevó de excursión al zoo de San Francisco y los dejó encerrados en la furgoneta, con el motor en marcha y un tubo de aspiradora tendido entre el tubo de escape y la ventanilla de ventilación. Después de lo que le pareció una visita al zoo sumamente exitosa en vista de que ni un solo animal había abandonado los sinsabores de esta vida bajo la mirada alborozada de su hija, Charlie regresó a la furgoneta para encontrarse con dos cancerberos muy colocados, pero por lo demás ilesos, y que, tras comerse las tapicerías de los asientos, exhalaban al eructar un vapor con olor a plástico quemado.
Diversos experimentos revelaron que Alvin y Mohamed eran no solo inmunes a la mayoría de los venenos, sino que también les gustaba el sabor del insecticida, razón por la cual se dedicaron a quitar a lametazos la pintura del rodapié del apartamento de Charlie la semana que siguió a la visita trimestral del exterminador.
Con el paso del tiempo, Charlie intentó poner en la balanza el peligro de tener allí a aquellos canes gigantescos y el daño psicológico que sufriría su hija si presenciaba su muerte, dado que, obviamente, Sophie les estaba cogiendo cariño. Así que acabó por abandonar los ataques directos y dejó de lanzar salchichas al paso del autobús exprés número 90. (Tomar dicha determinación le resultó fácil cuando el ayuntamiento de San Francisco amenazó con demandarlo si uno de sus perros volvía a destrozar un autobús).
De hecho, los ataques directos le costaban gran trabajo (puesto que el único arte marcial que dominaba el macho beta se basaba enteramente en la bondad de los desconocidos), así que concentró en los cancerberos su asombroso poder de agresión pasiva, versión kung fu.
Empezó comedidamente: se los llevó a dar una vuelta por el este de la bahía en la furgoneta, los atrajo hasta las marismas de Oakland con una ristra de costillas de ternera y luego se largó a toda prisa, solo para encontrárselos esperándolo en el apartamento a su regreso. Habían cubierto todo el cuarto de estar con una pátina de barro seco. Charlie probó entonces un método aún más indirecto: los metió en una caja y los mandó por vía aérea a Corea con la esperanza de que acabaran sirviendo de primer plato, pero regresaron a la tienda antes de que él tuviera tiempo de limpiar el apartamento de pelos de perro.
Pensó que quizá pudiera utilizar los instintos naturales de los sabuesos para ahuyentarlos, tras leer en Internet que a veces se rociaban arbustos y flores con esencia de orina de puma para impedir que los perros se orinaran en ellos. Tras una búsqueda exhaustiva en la guía telefónica, encontró por fin el número de una tienda del sur de San Francisco, especializada en material para excursionistas, que era proveedora oficial de pis de puma.
—Claro que vendemos orina de puma —dijo el tipo. Por su voz parecía llevar una chaqueta de ante y una barba muy larga, pero quizá solo fueran imaginaciones de Charlie.
—¿Y se supone que eso ahuyenta a los perros? —preguntó Charlie.
—Funciona como un ensalmo. Perros, ciervos y conejos. ¿Cuánta necesita?
—No lo sé, puede que diez garrafas de cinco litros.
Se hizo el silencio y a Charlie le pareció oír a aquel tipo quitándose trozos de carne de alce de la barba.
—La vendemos en botes de treinta, sesenta y ciento cuarenta gramos.
—Pues con eso no voy a tener —dijo Charlie—. ¿No podría conseguirme un tamaño económico, preferiblemente de un puma que solo se haya alimentado de perros durante un par de meses? Porque supongo que será pis de puma domesticado, ¿no? Quiero decir que no irá usted mismo al monte a recogerlo.
—No, señor, creo que lo traen de los zoos.
—Pero seguramente el de puma salvaje será mejor, ¿no? —preguntó Charlie—. Si puede conseguirlo, claro. No me refiero a que lo consiga usted personalmente. No era mi intención insinuar que se echara usted al monte a perseguir a un puma con una tacita de medir. Me refería a un profesional… ¿Oiga? —El tipo de la barba y la chaqueta de ante había colgado.
Así que Charlie mandó a Ray al sur de San Francisco en la furgoneta para que comprara toda el orín de puma que tuvieran, pero al final solo consiguió que el segundo piso del edificio oliera de arriba abajo como la caja de un gato.
Cuando se hizo evidente que ni siquiera los intentos más pasivo-agresivos funcionarían, recurrió al arma definitiva del macho beta, que consistía en tolerar la presencia de Alvin y Mohamed, llenarse de rencor y dejar caer comentarios hirientes cada vez que surgía la ocasión.
Dar de comer a los cancerberos era como echar paletadas de carbón a dos voraces máquinas de vapor. Para mantenerlos, Charlie empezó a encargar veinticinco kilos de pienso para perros cada dos días, pienso que, a su vez, ellos convertían en enormes torpedos de caca que arrojaban en las calles y callejones en torno a Oportunidades Asher como si estuvieran llevando a cabo su particular Blitzkrieg canina sobre el vecindario.
Lo bueno de que estuvieran allí era que Charlie se pasó meses sin que las alcantarillas dijeran ni pío, ni ver la ominosa sombra de un cuervo sobre la pared cuando iba a recoger la vasija de algún alma. Los sabuesos, por otro lado, le servían también en sus tratos con la muerte, puesto que, cada mañana, desde que aparecía un nuevo nombre en su agenda, lo arrastraban hasta ella y no cejaban en su empeño hasta que volvía con el objeto que albergaba el alma, así que Charlie se pasó dos años sin perder ni llegar tarde a recoger una sola vasija. Los perrazos, naturalmente, acompañaban a Charlie y a Sophie en sus paseos, que estos retomaron cuando Charlie se aseguró de que su hija dominaba su peculiar habilidad lingüística. Los sabuesos, pese a ser, desde luego, los perros más grandes que había visto cualquiera, no eran tan desmesurados como para resultar increíbles, y allá donde iban la gente preguntaba a Charlie de qué raza eran. Cansado de dar explicaciones, él se limitaba a decir:
—Son cancerberos. —Y cuando le preguntaban de dónde los había sacado, respondía—: Aparecieron una noche en el cuarto de mi hija y ya no se marcharon. —Después de lo cual la gente no solo lo consideraba un embustero, sino también un cretino. Así que cambió su respuesta por esta otra—: Son cancerberos irlandeses. —Cosa que, por la razón que fuera, la gente aceptaba inmediatamente, menos un aficionado irlandés al fútbol que en un restaurante de North Beach le dijo:
—Yo soy irlandés y esos bichos no son paisanos míos ni de coña.
A lo cual Charlie contestó:
—Son irlandeses negros.
El aficionado al fútbol asintió con la cabeza como si lo supiera desde el principio y añadió dirigiéndose a la camarera:
—¿Puedo tomar otra puta pinta de cerveza antes de que me quede seco y me largue de aquí pitando, chavala?
En cierto modo, Charlie empezaba a disfrutar de la notoriedad que le otorgaba ser el tipo de la niña guapa y los dos perros gigantes. Cuando uno se ve obligado a mantener una identidad secreta, no puede evitar que le agrade recibir un poco de atención pública. Y a Charlie le agradaba hasta un día en que, yendo con Sophie, en una bocacalle de Russian Hill, le paró un barbudo vestido con un largo caftán de algodón y un gorro de punto. Sophie ya era lo bastante mayor como para andar sola, pero Charlie iba siempre equipado con una mochila para llevarla cuando se cansaba de caminar (aunque con más frecuencia se limitaba a sostenerla en equilibrio mientras ella montaba a lomos de Alvin o Mohamed).
El tipo de la barba pasó demasiado cerca de Sophie y Mohamed soltó un gruñido y se interpuso entre el hombre y la niña.
—Mohamed, ven aquí —dijo Charlie. Resultó que a los cancerberos se les podía adiestrar, particularmente si solo se les decían cosas que iban a hacer de todos modos. («Come, Alvin. Buen chico. Ahora, haz caca. Excelente»).
—¿Por qué ha llamado Mohamed a ese perro? —preguntó el de la barba.
—Porque se llama así.
—No debería haberle puesto Mohamed.
—Yo no le puse Mohamed —repuso Charlie—. Ya se llamaba así cuando lo compré. Lo ponía en su collar.
—Es una blasfemia llamar a un perro Mohamed.
—Intenté ponerle otro nombre, pero no me hacía caso. Mire. Steve, muérdele la pierna a este señor. ¿Lo ve?, nada. Spot, arráncale la pierna a este hombre. Ni caso. Es como si le hablara en farsi. ¿Ve usted adónde quiero ir a parar?
—Pues yo le he puesto Jesús a mi perro. ¿Qué le parece?
—Pues que lo siento mucho. No sabía que hubiera perdido usted a su perro.
—Yo no he perdido a mi perro.
—¿En serio? He visto un montón de anuncios por toda la ciudad en los que ponía: «¿Has encontrado a Jesús?». Será otro perro que se llama Jesús. ¿Ha ofrecido recompensa? Una recompensa ayuda, ¿sabe usted? —Charlie había notado que últimamente cada vez le costaba más resistirse a la tentación de pitorrearse de los demás, sobre todo cuando insistían en comportarse como idiotas.
—Yo no tengo ningún perro llamado Jesús y a usted no le molesta porque es un infiel descreído de Dios.
—No, de veras, no puede usted ponerle a su perro el nombre que quiera y que a mí me dé igual. Pero tiene usted razón, soy un infiel descreído de Dios. Al menos, así voté en las últimas elecciones. —Charlie le sonrió.
—¡Muerte al infiel! ¡Muerte al infiel! —gritó el de la barba en respuesta al irresistible encanto de Charlie. Luego se puso a danzar agitando el puño delante de la cara del Mercader de la Muerte, cosa que asustó a Sophie, que se tapó los ojos y empezó a llorar.
—Pare de una vez, está asustando a mi hija.
—¡Muerte al infiel! ¡Muerte al infiel!
Mohamed y Alvin se cansaron pronto de contemplar la danza y se sentaron a esperar que alguien les dijera que se comieran al tipo del camisón.
—Lo digo en serio —dijo Charlie—. Tiene que parar. —Miró alrededor, avergonzado, pero no había nadie más en la calle.
—Muerte al infiel. Muerte al infiel —canturreaba el barbudo.
—¿Ha reparado usted en el tamaño de estos perros, Mohamed?
—Muerte al… Oiga, ¿cómo sabe que me llamo Mohamed? No importa. Da igual. Muerte al infiel. Muerte al…
—Vaya, sí que es usted valiente —dijo Charlie—, pero la niña es muy pequeña y la está asustando, así que haga el favor de parar de una vez.
—¡Muerte al infiel! ¡Muerte al infiel!
—¡Gatito! —gritó Sophie al tiempo que se destapaba los ojos y señalaba al hombre.
—Ay, cariño —dijo Charlie—. Creía que habíamos quedado en que no ibas a hacer eso.
Charlie montó a Sophie a hombros y echó a andar para alejar a los cancerberos del muerto barbudo que yacía formando un apacible montón sobre la acera. Se había guardado el gorrito del hombre en el bolsillo. Desprendía un fulgor rojo y mortecino. Curiosamente, el nombre del barbudo no aparecería en su agenda hasta el día siguiente.
—¿Lo ves?, es importante tener sentido del humor —dijo mientras le hacía a su hija una mueca bobalicona por encima del hombro.
—Papi tonto —dijo Sophie.
Más tarde, Charlie se sintió culpable porque su hija usara la palabra «gatito» como un arma, y pensó que un padre decente intentaría dar algún significado a aquella experiencia, enseñar con ella alguna lección, de modo que sentó a Sophie junto a un par de osos de peluche y unas tacitas de té invisible, un plato de galletas imaginarias y dos sabuesos gigantes surgidos del infierno y tuvo con ella su primera conversación de padre a hija y de tú a tú.
—Cariño, entiendes por qué papá te dijo que no volvieras a hacer eso nunca más, ¿verdad? ¿Por qué nadie debe saber que puedes hacerlo?
—¿Porque somos distintos a los demás? —contestó Sophie.
—Eso es, cariño, porque somos distintos a los demás —le dijo él a la niña más lista y guapa del mundo—. Y sabes por qué, ¿no?
—¿Porque somos chinos y los Diablos Blancos no son de fiar?
—No, no es porque seamos chinos.
—¿Porque somos rusos y hay mucho dolor en nuestros corazones?
—No, no hay mucho dolor en nuestros corazones.
—¿Porque somos fuertes como osos?
—Sí, cielo, eso es. Somos distintos porque somos fuertes como osos.
—Ya lo sabía. ¿Más té, papi?
—Sí, me encantaría tomar más té, Sophie.
—Vaya —dijo el Emperador—, veo que has experimentado las múltiples formas en que la vida de un hombre puede verse enriquecida por la compañía de una buena jauría de sabuesos.
Sentado en el escalón de atrás de la tienda, Charlie iba sacando pollos congelados de una caja y lanzándoselos a Alvin y Mohamed, uno por uno. Cada pollo era atrapado en el aire con tanta fuerza que el Emperador, Holgazán y Lazarus, que estaban agazapados al otro lado del callejón y miraban recelosamente a los cancerberos, se sobresaltaban como si cada vez se disparara una pistola.
—Un enriquecimiento múltiple —dijo Charlie mientras lanzaba otro pollo—. Así es exactamente como lo describiría yo.
—No hay amigo mejor ni más leal que un buen perro —dijo el Emperador.
Charlie hizo una pausa: no había sacado de la caja un pollo, sino una batidora eléctrica de mano.
—Un amigo, en efecto —dijo—, todo un amigo. —Mohamed se tragó la batidora sin masticar siquiera: un metro de cable quedó colgando de un lado de sus fauces.
—¿Eso no le sentará mal? —preguntó el Emperador.
—Tiene mucha fibra —explicó Charlie, y tiró otro pollo congelado a Mohamed, que se lo zampó junto con el resto del cable de la batidora—. La verdad es que los perros no son míos. Son de Sophie.
—Los niños necesitan una mascota —dijo el Emperador—. Un compañero con el que crecer. Aunque esos dos están ya muy creciditos.
Charlie asintió con la cabeza mientras lanzaba a las ávidas fauces de Alvin el alternador de un Buick del ochenta y tres. Se oyó un sonido metálico y el perro eructó mientras golpeaba con el rabo el contenedor de basura, pidiendo más.
—Bueno, no la dejan ni a sol ni a sombra —dijo Charlie—. Ahora, por lo menos, los tenemos adiestrados para que guarden el edificio en el que esté Sophie. Durante un tiempo no se apartaban de su lado. El momento del baño era todo un desafío.
El Emperador dijo:
—Creo que fue el poeta Billy Collins quien escribió: «A nadie le agrada un perro mojado».
—Sí, y eso que seguramente él nunca tuvo que sacar de un baño de burbujas a una criatura y a dos perros de ciento ochenta kilos.
—¿Y dices que ahora son más dóciles?
—No les ha quedado más remedio. Sophie ha empezado a ir al colegio. Y a su maestra no le gustaba tener perros gigantes en clase. —Charlie tiró un contestador automático a Alvin, que lo masticó como si fuera una galleta. Trozos de plásticos cubiertos de baba de perro chorreaban de sus mandíbulas.
—¿Y qué hicisteis?
—Tardamos varios días y hubo que dar muchas explicaciones, pero les enseñé a quedarse quietecitos junto a la puerta del colegio.
—¿Y el claustro lo permitió?
—Bueno, cada mañana tengo que rociarlos con una pintura en spray con textura de granito y luego les digo que se queden absolutamente quietos a cada lado de la puerta. Nadie parece fijarse en ellos.
—¿Y obedecen? ¿Todo el día?
—Bueno, ahora mismo solo es medio día. Sophie solo está en preescolar. Y hay que prometerles una galleta.
—Siempre hay que pagar un precio. —El Emperador sacó un pollo congelado de la caja—. ¿Puedo?
—Por favor. —Charlie le indicó con una seña que procediera.
El Emperador tiró un pollo a Mohamed, que se lo zampó de un solo bocado.
—Madre mía, así da gusto —dijo el Emperador.
—Pues eso no es nada —repuso Charlie—. Si les das de comer minibombonas de propano, echan fuego por la boca.