13

Grita «¡Devastación!» y suelta los guauguaus de la guerra13.

Ver morir a Madeline Alby fue para Charlie una conmoción. No tanto por su muerte, sino por la vida que vio en ella minutos antes de que falleciera. Si uno tiene que mirar a la parca a los ojos para extraer la vida de sus días, se decía, ¿quién mejor para hacerlo que quien afeita la cara a la Muerte?

—Lo del queso no venía en el libro —le dijo a Sophie cuando la sacó de la tienda en su sillita nueva, que, pese a parecer un híbrido entre una bicicleta de fibra de carbono y un coche de bebé (híbrido que hubiera dado como resultado un vehículo que podía usarse para hacer una excursión a la Cúpula del trueno[14]), era fuerte, fácil de manejar y mantenía a Sophie a salvo en su chasis de aluminio. A causa del queso, Charlie no le había puesto el casco. Quería que la niña pudiera mirar a su alrededor, ver el mundo que la rodeaba y formar parte de él. Fue el hecho de ver a Madeline Alby comer queso con cada fibra de su ser, como si aquella última vez fuera la primera y la mejor, lo que le hizo darse cuenta de que nunca había saboreado de verdad el queso, las galletas saladas ni la vida. Y no quería que su hija viviera así. La noche anterior la había trasladado a su propio cuarto, el cuarto que Rachel había decorado para ella con nubes pintadas en el techo y un alegre globo aerostático cargado de alegres animalitos que surcaban el cielo en su cesto. No había dormido bien y se había levantado cinco veces para ver cómo estaba la niña (a la que siempre encontraba durmiendo apaciblemente), pero podía sacrificar un poco de sueño con tal de que Sophie anduviese por la vida sin sus miedos y limitaciones. Quería que su hija saboreara por entero el espléndido queso de la vida.

Estuvieron paseando por North Beach. Charlie paró a comprar un café para él y un zumo de manzana para Sophie. Compartieron una gigantesca galleta de mantequilla de cacahuete y un tropel de palomas los siguió por la acera dándose un festín con el río de migajas que manaba del carrito de Sophie. En bares y cafés los televisores daban el mundial de fútbol y la gente salía a borbotones a las calles y las aceras, veía el partido, reía, bromeaba, se abrazaba, maldecía y, en general, escenificaba oleadas de euforia y abatimiento en compañía de recién estrenados amigos llegados de todo el mundo para visitar aquel barrio ítaloamericano. Sophie se entusiasmaba con los aficionados al fútbol y gritaba de alegría porque eran felices. Cuando el gentío se llevaba una desilusión (un chute parado, una jugada frustrada) Sophie se afligía y buscaba con la mirada a su padre para que arreglara aquello e hiciera que todo el mundo volviera a ser feliz. Un alemán muy alto le enseñó a cantar «¡Gooooooooooooooool!» como hacía el locutor y practicó con ella hasta que la niña aprendió a sostener el grito los cinco segundos de rigor. Sophie seguía practicando tres calles más allá, cuando, ante la mirada atónita de los viandantes, Charlie tuvo que encogerse de hombros como diciendo: «Me ha salido aficionada al fútbol, ¿qué le voy a hacer?».

Al acercarse la hora de la siesta, Charlie cruzó el barrio dando un rodeo y atravesó el parque de Washington Square, en el que la gente leía y descansaba tumbada a la sombra, un tipo tocaba la guitarra y cantaba canciones de Dylan a cambio de unas monedas, dos rastafaris blancos daban patadas a un balón de fútbol y la gente se acomodaba en general para pasar un agradable día de verano sin viento. Cerca de la concurrida avenida Columbus, vio que un gatito negro salía a hurtadillas de un seto en pos del envoltorio juguetón de una hamburguesa, y se lo señaló a Sophie.

—Mira, Sophie, un gatito. —Se sentía fatal por la muerte de Oso, la cucaracha. Tal vez esa tarde fuera a la tienda de animales a comprar otro amiguito para Sophie.

La niña chilló de alegría y señaló el gatito.

—¿Puedes decir «gatito»? —dijo Charlie.

Sophie señaló con el dedo y le dedicó una sonrisa llena de baba.

—¿Te gustaría tener uno? ¿Puedes decir «gatito», Sophie?

La niña señaló otra vez el gato.

—Gatito —dijo.

Y el gatito cayó muerto en el acto.

—Fresh Music —contestó al teléfono Minty Fresh con una voz que era como un esbozo de cool jazz tocado por un saxo bajo.

—¿Qué cojones está pasando? No me dijiste nada de esto. El libro no pone nada. ¿De qué coño va todo esto?

—Pruebe en una biblioteca o una iglesia —dijo Minty—. Esto es una tienda de discos, aquí no contestamos preguntas generales.

—Soy Charlie Asher. ¿Qué cojones has hecho? ¿Qué le has hecho a mi niñita?

Minty frunció el ceño y se pasó la mano por el cuero cabelludo. Esa mañana había olvidado afeitarse. Debería haber sospechado que iba a pasar algo malo.

—Charlie, no puedes llamarme. Ya te lo dije. Lo siento si le ha pasado algo a tu niña, pero te prometo que yo…

—Señaló a un gato con el dedo y dijo «gatito», y el gato se murió allí mismo.

—Bueno, eso no es más que una desafortunada coincidencia, Charlie. Los gatitos tienen una tasa de mortalidad bastante elevada.

—Sí, ya, pero es que señaló a un viejo que estaba dando de comer a las palomas y dijo «gatito» y el viejo también se murió.

Minty Fresh se alegró de que no hubiera en ese momento nadie en la tienda que pudiera verle la cara, porque estaba seguro de que el efecto del miedo que le subía y le bajaba por la espalda estaba desbaratando su pose de imperturbable frescura.

—Esa niña tiene un trastorno del habla, Charlie. Deberías llevarla al médico.

—¡Un trastorno del habla! ¡Un trastorno del habla! Cecear es un desorden del habla. Mi hija liquida a la gente con la palabra «gatito». Tuve que taparle la boca todo el camino hasta casa. Seguramente alguien lo habrá grabado en vídeo. La gente pensó que era uno de esos padres que zurran a sus hijos en los grandes almacenes.

—No seas ridículo, Charlie, la gente adora a los padres que zurran a sus hijos en los grandes almacenes. Es a los que dejan que sus hijos causen el caos a los que todo el mundo odia.

—¿Podríamos centrarnos en el tema, Fresh, por favor? ¿Qué sabes de esto? ¿Qué has descubierto en todos los años que llevas siendo un Mercader de la Muerte?

Minty Fresh se sentó en el taburete de detrás del mostrador y miró a los ojos a la silueta de cartón duro de Cher con la esperanza de encontrar allí la respuesta a la pregunta de Charlie. Pero la muy zorra se resistía.

—Yo no sé nada, Charlie. La cría estaba en la habitación cuando tú me viste, y ya sabes lo que te pasó a ti. Quién sabe lo que le pasó a ella. Ya te dije que tenía la impresión de que tú eras distinto a los demás. Puede que la niña también lo sea. Nunca he oído hablar de un Mercader de la Muerte capaz de matar a alguien diciendo «gatito», ni de causar la muerte de una persona fuera de los cauces normales, propios de cualquier mortal. ¿Has probado a enseñarle otras palabras, como «perrito»?

—Sí, eso iba a hacer, pero pensé que el precio de la vivienda se iría al carajo si todo el mundo en mi barrio se moría de repente. No, no he probado con otras palabras. Ni siquiera me atrevo a darle de comer judías verdes por miedo a que me «gatee» a mí.

—Seguro que tú gozas de una especie de inmunidad.

—El gran libro dice que no somos inmunes a la muerte. Y tengo la impresión de que la próxima vez que salga un gatito en el Discovery Channel, mi hija se pondrá a escoger ataúdes.

—Lo siento, Charlie, no sé qué decirte. Miraré en casa, en mi biblioteca, pero la niña parece acercarse mucho más que nosotros a la representación legendaria de la muerte. De todos modos, las cosas tienden a encontrar un equilibrio, así que puede que este… eh… desorden tenga su lado positivo. Mientras tanto, quizá deberías ir a Berkeley, a ver si encuentras algo en la biblioteca. Es una biblioteca de depósito. Hay un ejemplar de todos los libros que se publican.

—¿Tú no lo has intentado?

—Sí, pero yo no buscaba algo tan concreto. Y ten mucho cuidado al ir. No cojas el metro que pasa por debajo de la bahía.

—¿Crees que las arpías de las alcantarillas están en los túneles del metro? —preguntó Charlie.

—¿Las arpías de las alcantarillas? ¿Qué es eso?

—Es como las llamo yo —respondió Charlie.

—Ah. No sé. Los túneles son subterráneos y una vez que se fue la luz yo estaba en un tren. No creo que convenga que te arriesgues. Ese parece su territorio. Por cierto, yo hace como seis meses que no las oigo. No han dicho ni pío.

—Sí, lo mismo digo —dijo Charlie—. Pero supongo que eso cambiará con esta llamada.

—Seguramente. Pero, estando tu hija así, quizá nos encontremos ante un escenario completamente distinto. Vigila tus espaldas, Charlie Asher.

—Tú también, Minty.

—Señor Fresh.

—Digo señor Fresh.

—Adiós, Charlie.

En su camarote del galeón, Orcus se hurgaba los dientes con el fémur astillado de un bebé. Babd se peinaba con las garras la negra cabellera mientras la muerte con cabeza de toro reflexionaba acerca de lo que las Morrigan habían visto desde la alcantarilla de la avenida Columbus: Charlie y Sophie en el parque.

—Ha llegado la hora —dijo Nemain—. ¿No hemos esperado ya bastante? —Hizo resonar las garras como castañuelas y gotas de ponzoña salpicaron el suelo y las paredes.

—¿Te importaría tener cuidado? —dijo Macha—. Esa mierda mancha. Y acabo de poner una alfombra nueva.

Nemain sacó su lengua negra.

—Fregona —dijo.

—Puta —replicó Macha.

—Esto no me gusta —dijo Orcus—. Esa niña me pone nervioso.

—Nemain tiene razón. Mira lo fuertes que somos ahora —dijo Babd mientras acariciaba la membrana que iba creciendo entre las púas de los hombros de Orcus (parecía llevar montados abanicos a la espalda, como la armadura ornamentada de un samurai)—. Déjanos ir. Puede que el sacrificio de la niña te devuelva del todo las alas.

—¿Creéis que podréis?

—Podremos, cuando oscurezca —dijo Macha—. Hacía mil años que no éramos tan fuertes.

—Solo irá una, y con sigilo —contestó Orcus—. El suyo es un don muy antiguo, aunque sea en esta nueva encarnación. Si llega a dominarlo, puede que pasen otros mil años antes de que volvamos a tener una oportunidad. Mata a la niña y tráeme su cuerpo. No dejes que te vea hasta que ataques.

—¿Y su padre? ¿Lo mato también?

—No tienes tanta fuerza. Pero, si se despierta y ve que la niña no está, quizá la pena lo mate.

—No tienes ni idea de lo que haces, ¿verdad? —preguntó Nemain.

—Tú te quedas aquí esta noche —dijo Orcus.

—Maldita sea —replicó Nemain, y lanzó a la pared su ponzoña humeante—. Oh, perdón por cuestionar al exaltado. Oye tú, cabeza de toro, me pregunto qué te sale por el otro lado.

—Ja —dijo Babd—. Ja. Muy bueno.

—¿Y qué clase de cerebro tienes tú bajo las plumas? —preguntó Orcus.

—¡Ah! Ahí te ha pillado, Nemain. Piensa en cómo te ha pillado cuando esta noche yo esté matando a la niña.

—Me refería a ti —replicó Orcus—. Irá Macha.

Entró por el tejado, rompió la claraboya en forma de burbuja de la cuarta planta y saltó al pasillo. Sigilosa como una sombra, se deslizó por el corredor hasta alcanzar las escaleras y pareció luego descender flotando, sin que sus pies tocaran apenas los peldaños. En la segunda planta se detuvo ante la puerta y examinó las cerraduras. Había dos de cerrojo, además de la principal. Miró hacia arriba y vio un montante de cristal, sujeto con un pequeño pestillo de latón. Pasó rápidamente una garra por el hueco y, con un giro de la muñeca, el pestillo saltó y cayó con un tintineo sobre la tarima del otro lado. Trepó, entró por el montante, se pegó a la puerta y se quedó allí, esperando como un remanso de sombra.

Olía a la niña, oía sus suaves ronquidos al otro lado del apartamento. Avanzó hasta el centro de la habitación grande y allí se detuvo. Carne Nueva también estaba allí, lo sentía. Dormía en otra habitación, frente a la de la niña. Si se entrometía, le arrancaría la cabeza y se la llevaría al barco para demostrarle a Orcus que no debía subestimarla. Le daban ganas de llevársela de todos modos, pero no hasta que tuviera a la niña.

La luz nocturna de la habitación de la niña proyectaba una suave franja de claridad rosada sobre el cuarto de estar. Macha agitó su garra y la luz se apagó. Dejó escapar un suave ronroneo de satisfacción. Antaño había sido capaz de extinguir una vida humana del mismo modo, y tal vez aquellos tiempos fueran a retornar.

Se deslizó en el cuarto de la pequeña y se detuvo. A la luz de la luna que entraba por la ventana, vio a la niña acurrucada de lado en su cuna, abrazada a un conejo de peluche. No veía, en cambio, los rincones de la habitación: las sombras eran tan negras y líquidas que ni siquiera sus ojos de criatura nocturna las penetraban. Se acercó a la cuna y se inclinó sobre ella. La niña dormía con la boca abierta. Macha decidió introducirle una sola garra a través del paladar, hasta alcanzar el cerebro. No haría ruido, dejaría bastante sangre para que el padre la viera y ella podría llevarse el cuerpo de la chiquilla colgado de la uña como un pez para el mercado. Bajó lentamente el brazo y se inclinó sobre la cuna para lanzar el golpe con el máximo punto de apoyo. La luz de la luna brilló en su garra de siete centímetros y Macha se apartó, distraída por un momento por su hermoso fulgor. En ese instante, unas mandíbulas se cerraron sobre su brazo.

—¡Hipo de pu…! —chilló mientras era volteada y lanzada contra la pared. Otro par de mandíbulas apresó su tobillo. Macha se retorció, dividida en media docena de formas, pero no logró liberarse, y fue arrojada como una muñeca de trapo contra la cómoda, la cuna y de nuevo la pared. Arañó a su agresor con las garras, encontró asidero y un momento después sintió que le arrancaban las garras de raíz y soltó a su presa. No veía nada, sentía únicamente un movimiento frenético y confuso, y luego el impacto. Pateó con fuerza lo que agarraba su tobillo y aquella cosa la soltó, pero lo que le sujetaba el brazo la arrojó contra la ventana enrejada. Oyó los cristales al caer a la calle, empujó con todas sus fuerzas y cambió de forma a velocidad de vértigo, hasta que cupo por entre los barrotes y pudo lanzarse al pavimento.

—¡Ay! ¡Joder! —gritó una voz de mujer en la calle—. ¡Ay!

Charlie encendió la luz y vio a Sophie sentada en su cuna, abrazada a su conejo de peluche, riendo. Detrás de ella, la ventana estaba rota y el cristal había desaparecido. Todos los muebles, excepto la cuna, estaban volcados. Había agujeros del tamaño de pelotas de baloncesto en la pintura de dos paredes, y el maderamen de detrás del yeso también estaba astillado. El suelo estaba cubierto de plumas negras y de algo que parecía sangre. Pero, mientras Charlie miraba, las plumas empezaron a disolverse en humo.

Guauguau, papi —dijo Sophie—. Guauguau. —Y rompió a reír.

Sophie durmió el resto de la noche en la cama de papi, mientras papi permanecía sentado en una silla junto a ella sin quitar ojo a la puerta cerrada con llave, con el bastón espada a mano. En su dormitorio no había ventana, así que solo se podía entrar o salir por la puerta. Cuando Sophie se despertó, justo después de que amaneciera, Charlie la cambió y la vistió. Luego llamó a Jane para que le hiciera el desayuno mientras él recogía los cristales y la pintura desconchada del cuarto de la niña y bajaba en busca de unas planchas de contrachapado para tapar la ventana rota.

Odiaba no poder llamar a la policía, ni a nadie, pero, ante la posibilidad de que aquello lo hubiera causado una sola llamada a otro Mercader de la Muerte, no podía arriesgarse. Y, de todos modos, ¿qué podía decirle la policía sobre unas cuantas plumas negras y unas manchas de sangre que se disolvían mientras las mirabas?

—Anoche tiraron un ladrillo a la ventana de Sophie —le dijo a Jane.

—Vaya, y eso que está en la segunda planta. Pensé que estabas loco cuando mandaste poner rejas en todo el edificio, pero ya veo que no era tan mala idea. Deberías poner en la ventana cristal de ese con malla de alambre, solo por si acaso.

—Eso voy a hacer —dijo Charlie. ¿Por si acaso? No tenía ni idea de qué había pasado en la habitación de Sophie, pero el hecho de que su hija estuviera a salvo en medio de aquel desbarajuste le ponía los pelos de punta. Cambiaría la ventana, pero la niña iba a dormir en su habitación hasta que tuviera treinta años y se casara con un forzudo con las habilidades de un ninja.

Cuando regresó del sótano con la plancha de contrachapado, un martillo y unos clavos, se encontró a Jane sentada a la barra del desayuno, fumando un cigarro.

—Creía que lo habías dejado, Jane.

—Y lo dejé. Hace un mes. Pero he encontrado este en el bolso.

—¿Y qué haces fumando en mi casa?

—He entrado en el cuarto de Sophie a buscar su conejito.

—¿Sí? ¿Y dónde está Sophie? Ahí dentro habrá cristales por el suelo, ¿no la habrás dejado…?

—Sí, está ahí dentro. Y esto no tiene ni pizca de gracia, Asher. Lo tuyo con las mascotas pasa completamente de castaño oscuro. Voy a tener que dar tres clases de yoga, pagarme un masaje y fumarme un porro del tamaño de un termo para que me baje la adrenalina. Me han dado tal susto que me he hecho un poco de pis.

—¿De qué cono estás hablando, Jane?

—Muy gracioso —contestó ella con una sonrisa falsa—. Es como para desternillarse. Estoy hablando de los guauguaus, papi.

Charlie se encogió de hombros como diciendo «¿No podrías ponerte todavía un poquito más incoherente o decir más tonterías?», gesto que había perfeccionado a lo largo de treinta y dos años. Luego corrió al cuarto de Sophie y abrió la puerta de golpe.

Allí, a cada lado de su querida hija, estaban los dos perros más grandes y negros que había visto nunca. Sophie estaba sentada y apoyada contra uno mientras golpeaba al otro en la cabeza con su conejo de peluche. Charlie había dado solo un paso adelante para rescatarla cuando uno de los perros cruzó la habitación de un salto, lo tiró al suelo y lo inmovilizó. El otro se interpuso entre Charlie y la niña.

—Sophie, papi va a rescatarte, no tengas miedo. —Charlie intentó salir de debajo del perro, pero este se limitó a bajar la cabeza y a gruñir. No se movió. Charlie calculó que podía arrancarle casi toda una pierna y parte del torso de un solo mordisco. Tenía la cabeza más grande que los tigres de Bengala del zoo de San Francisco.

—Jane, ayúdame. Quítame a este bicharraco de encima.

El perrazo levantó los ojos sin apartar las zarpas de sus hombros.

Jane se giró en el taburete y dio una profunda calada a su cigarro.

—Me parece que no, hermanito. Después del susto que me has dado, vas a tener que apañártelas solo.

—Pero si no he sido yo. Nunca había visto a estos bichos. Nadie había visto nunca una cosa así.

—¿Sabes?, nosotras, las bolleras, tenemos una alta tolerancia a los canes, pero eso no te da derecho a hacerme esto. Bueno, te dejo —dijo su hermana, y cogió su bolso y sus llaves de la barra del desayuno—. Que te diviertas con tus perritos. Yo voy a llamar al trabajo para decir que no puedo ir porque me he llevado un susto de muerte.

—Jane, espera.

Pero ella ya se había ido. Charlie oyó cerrarse la puerta de golpe.

El perrazo no parecía interesado en comérselo, sino solo en que no se moviera. Cada vez que Charlie intentaba apartarse, se ponía a gruñir y lo empujaba con más fuerza.

—Abajo. Siéntate. Aparta. —Charlie probó con las órdenes que había oído gritar a los adiestradores de perros de la televisión—. Busca. Échate. Apártate de mí, bestia inmunda. —Esto último se lo inventó.

El animal le ladró en la oreja izquierda, tan fuerte que Charlie se quedó sordo y solo oyó un pitido por ese lado. Con el otro oído oyó una risilla de niña procedente del otro lado de la habitación.

—Sophie, cielo, no pasa nada.

Guauguau, papi —dijo ella—. Guauguau. —Tropezó y miró a Charlie. El perrazo le lamió la cara y estuvo a punto de tirarla al suelo. (A sus dieciocho meses, Sophie se movía casi siempre como una borrachina)—. Guauguau —repitió. Agarró al gigantesco sabueso por la oreja y lo apartó de Charlie. O, mejor dicho, el perro dejó que lo agarrara de la oreja y lo apartara. Charlie se levantó de un salto e intentó cogerla, pero el otro sabueso se colocó ante él y empezó a gruñir. Su cabeza le llegaba al pecho, hasta con las patas en el suelo.

Charlie calculó que los perros debían de pesar entre ciento ochenta y doscientos veinticinco kilos cada uno. Eran fácilmente el doble de grandes que el perro más grande que había visto nunca, un terranova al que había visto nadando en el parque acuático del Museo Marítimo. Tenían el pelo como un doberman, la anchura de hombros y pecho de un rottweiler y la cabeza ancha y cuadrada y las orejas puntiagudas de un gran danés. Eran tan negros que parecían absorber la luz, y Charlie solo había visto una clase de animales capaces de algo semejante: los cuervos del Inframundo. Estaba claro que, vinieran de donde viniesen aquellos sabuesos, no eran de por allí cerca. Pero también saltaba a la vista que no pretendían hacer daño a Sophie. Para unos animales de semejante tamaño, la niña no servía ni de aperitivo, y podrían haberla partido en dos mucho antes, si hubieran querido hacerle daño.

Los destrozos de esa noche en la habitación de Sophie debían de ser culpa de los perros, pero ellos no habían sido los agresores. Algo había entrado allí para hacerle daño, y ellos la habían defendido, igual que en ese momento. A Charlie no le importaba el motivo, solo daba gracias porque estuvieran de su parte. Ignoraba dónde estaban cuando él entró corriendo en la habitación después de que se rompiera la ventana, pero al parecer, ahora que estaban allí, no pensaban marcharse.

—Vale, no voy a hacerle daño —dijo. El perro se relajó y retrocedió unos pasos—. Tiene que ir a hacer caca —añadió Charlie, sintiéndose un poco estúpido. Acababa de reparar en que los perros lucían gruesos collares de plata, cosa que, curiosamente, le inquietó más que su tamaño. Después de las presiones a las que había estado sometida durante el año y medio anterior, a su imaginación de macho beta no le costaba aceptar que hubiera dos sabuesos gigantes en el cuarto de su hija, pero la idea de que alguien les hubiera puesto collar era superior a sus fuerzas.

Se oyó llamar a la puerta y Charlie salió reculando de la habitación.

—Cariño, papá vuelve enseguida.