El Libro de los muertos de la ciudad de la bahía
Charlie bautizó a los hámsteres Romano y Parmesano (o Romy y Parm, para abreviar) porque dio la casualidad de que, cuando llegó el momento de ponerles nombre, estaba leyendo la etiqueta de un frasco de salsa Alfredo. Esa fue toda la reflexión que dedicó al asunto, y con ella bastó. De hecho, le pareció incluso que se había excedido, puesto que, cuando llegó a casa el día de la gran debacle pirotécnica en las alcantarillas, se encontró a su hija dando golpes alegremente sobre la bandeja de su trona con un hámster muerto en la mano.
El roedor vapuleado era Romano; Charlie lo supo porque le había puesto una gotita de laca de uñas entre las orejas para distinguirlo de su compañero, Parmesano, que yacía igualmente cadáver dentro de su jaula de plástico. En la parte de abajo de la rueda de ejercicios, más concretamente. Muerto en la noria.
—¡Señora Ling! —gritó Charlie. Quitó el roedor fenecido de la amada manita de su hija y lo tiró a la jaula.
—Soy Vladlena, señor Asher —dijo una voz gigantesca desde el cuarto de baño. Se oyó el ruido de la cadena y la señora Korjev salió del baño tirándose de los cierres de la bata—. Lo siento, he tenido que cagar como un oso. Sophie estaba a salvo en la silla.
—Estaba jugando con un hámster muerto, señora Korjev.
La señora Korjev miró a los dos hámsteres, dio un golpecito a la jaula de plástico y a continuación la sacudió adelante y atrás.
—Están dormidos.
—No están dormidos, están muertos.
—Están bien cuando voy al baño. Jugando, corriendo por la rueda, riéndose.
—No estaban riéndose. Estaban muertos. Sophie tenía uno en la mano. —Charlie miró más atentamente al roedor al que Sophie había hecho papilla. Su cabeza parecía extremadamente húmeda—. En la boca. Lo tenía metido en la boca. —Cogió una toalla de papel del rollo que había sobre la encimera y empezó a limpiar el interior de la boca de Sophie. Ella hacía «la-la-la» mientras intentaba comerse la toalla, lo cual le parecía parte del juego.
—¿Dónde está la señora Ling, por cierto?
—Tiene que ir a por recetas, así que yo cuido de Sophie un rato. Y los ositos están felices cuando voy al cuarto de baño.
—Son hámsteres, señora Korjev, no osos. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?
—Cinco minutos, quizá. Creía que iba a hacerme daño en el culete de tanto empujar.
—¡Ay, ay, ayyyy! —gritó la señora Ling desde la puerta, y corrió hacia Sophie—. Es hora de siesta —le espetó a la señora Korjev.
—Ya me quedo yo con ella —dijo Charlie—. Pero quédese una de ustedes con ella mientras me libro de los H-A-M-S-T-E-R-E-S.
—Se refiere a los ositos —dijo la señora Korjev.
—Yo los tiro, señor Asher —dijo la señora Ling—. No se preocupe. ¿Qué ha pasado?
—Están durmiendo —dijo la señora Korjev.
—Señoras, váyanse. Por favor. Veré a una de ustedes por la mañana.
—Me toca a mí —dijo la señora Korjev tristemente—. ¿Estoy desterrada? ¿No hay Sophie para Vladlena?
—No. Digo, sí. No pasa nada, señora Korjev. Hasta mañana.
La señora Ling estaba sacudiendo la jaula de plástico. A decir verdad, los hámsteres parecían dormiditos. Y a ella le gustaba el hamón.
—Yo me ocupo —dijo. Se metió la jaula bajo el brazo y retrocedió hacia la puerta mientras saludaba con la mano—. Adiós, Sophie. Adiós.
—Adiós, bubeleh[12] —dijo la señora Korjev.
—Adiós —dijo Sophie saludando con la manita.
—¿Cuándo has aprendido a decir «adiós»? —preguntó Charlie a su hija—. No puedo dejarte sola ni un segundo.
Pero volvió a dejarla sola al día siguiente para reemplazar a los hámsteres. Esta vez, se fue en furgoneta a la tienda de mascotas. El coraje (o la presunción) que había reunido para atacar a las arpías del alcantarillado se había esfumado, y no quería ni acercarse a un sumidero. En la tienda de mascotas eligió dos tortugas pintadas, cada una de ellas del ancho aproximado de la tapa de un frasco de mayonesa. Compró para ellas una bandeja grande en forma de riñon que tenía su propio islote, una palmera de plástico, algunas plantas acuáticas y un caracol. El caracol servía presumiblemente para reforzar la autoestima de las tortugas: «¿Nosotras te parecemos lentas? Pues fíjate en ese tipo». Del mismo modo, para apuntalar la moral del caracol, había una roca. Todos somos más felices si tenemos a alguien a quien mirar por encima del hombro, y alguien a quien admirar; sobre todo, si estamos resentidos con ambos. Esa no es solo la estrategia del macho beta para sobrevivir, sino también la esencia del capitalismo, de la democracia y de la mayoría de las religiones.
Tras dar la lata al dependiente durante un cuarto de hora acerca de la vitalidad de las tortugas, y después de que este le asegurara que probablemente sobrevivirían a un ataque nuclear siempre y cuando tuvieran algún bicho que comer, Charlie extendió un cheque y luego se puso a llorar a moco tendido encima de sus tortugas.
—¿Se encuentra bien, señor Asher? —preguntó el tipo de la tienda de mascotas.
—Lo siento —dijo Charlie—. Es que este es el último cheque del talonario.
—¿Y su banco no le ha dado un talonario nuevo?
—No, tengo uno nuevo, pero este es el último que rellenó mi mujer. Ahora que lo he usado, nunca volveré a ver su letra en el talonario.
—Lo siento —dijo el tipo de la tienda de mascotas, que hasta ese momento había creído que el mal trago del día iba a ser tener que consolar a un tío por la muerte de un par de hámsteres.
—No es problema suyo —dijo Charlie—. Cojo mis tortugas y me voy.
Y eso hizo. Mientras conducía, estrujaba la chequera en la mano. Rachel se le iba escapando cada día un poco más.
Una semana antes, Jane había bajado a pedirle un poco de miel y había encontrado la mermelada de ciruelas que le gustaba a Rachel al fondo del frigorífico, cubierta de moho verde.
—Hermanito, esto hay que tirarlo —dijo haciendo una mueca de asco.
—No. Era de Rachel.
—Lo sé, niño, y ella no va a volver a buscarlo. ¿Qué más tienes…? ¡Dios santo! —Se apartó de la nevera—. ¿Qué era eso?
—Lasaña. La hizo Rachel.
—¿Y lleva ahí más de un año?
—No he tenido valor para tirarla.
—Mira, el sábado vengo a limpiarte el apartamento. Voy a tirar todas las cosas de Rachel que no quieras.
—Las quiero todas.
Jane, que se disponía a tirar la lasaña verde y morada al cubo de la basura con fuente y todo, se detuvo.
—No, Charlie. Estas cosas no te ayudan a recordar a Rachel, solo te hacen sufrir. Tienes que concentrarte en Sophie y en el resto de vuestras vidas. Eres un tío joven, no puedes darte por vencido. Todos queríamos a Rachel, pero tienes que pensar en seguir adelante, tal vez en salir por ahí.
—No estoy preparado. Y no puedes venir este sábado, es el día que me toca atender la tienda.
—Ya lo sé —dijo Jane—. Y prefiero que no estés aquí.
—Pero no puedo fiarme de ti, Jane —repuso Charlie como si aquello fuera tan obvio como el hecho de que Jane era irritante—. Tirarás todos los recuerdos de Rachel y me robarás la ropa. —Jane le birlaba los trajes con mucha frecuencia desde que Charlie había empezado a vestir bien. En ese momento llevaba puesta una chaqueta cruzada hecha a medida que Hu Tres Dedos le había devuelto a Charlie unos días antes. Él no la había estrenado aún—. Además, ¿por qué sigues poniéndote trajes? ¿Tu nueva novia no es profesora de yoga? ¿No deberías ponerte pantalones anchos hechos de cáñamo y fibras de tofu, igual que ella? Pareces David Bowie, Jane. Ya está, ya lo he dicho. Lo siento, pero alguien tenía que decírtelo.
Jane le rodeó el hombro con un brazo y lo besó en la mejilla.
—Eres un encanto. Bowie es el único hombre que alguna vez me ha parecido atractivo. Déjame que te limpie el apartamento. Me quedaré con Sophie ese día. Así las viudas tendrán tiempo libre para arrasar la tienda de todo a dólar.
—Vale, pero solamente ropa y cosas así, nada de fotos. Y guárdalo todo en cajas en el sótano, no tires nada.
—¿Ni siquiera la comida? Porque la lasaña, Chuck…
—Está bien, la comida puedes tirarla. Pero que Sophie no se entere de lo que estás haciendo. Y deja el perfume de Rachel y su cepillo de pelo. Quiero que Sophie sepa cómo olía su madre.
La noche del sábado, cuando acabó en la tienda, Charlie bajó a su pequeño trastero del sótano a ver las cajas con todas las cosas que Jane había empaquetado. Como aquello no le sirvió de nada, las abrió y se despidió de cada uno de aquellos objetos, de aquellos fragmentos de Rachel. Tenía la impresión de estar siempre despidiéndose de fragmentos de Rachel.
Al volver a casa desde la tienda de mascotas, se había parado en la librería porque esta era también un fragmento de Rachel y porque él necesitaba una piedra de toque, pero no solo por eso, sino porque tenía que investigar sobre lo que estaba haciendo. Había buscado información en Internet acerca de la muerte y aunque había descubierto que había un montón de gente ansiosa por disfrazarse de muerte, desnudarse con los muertos, ver fotografías de muertos desnudos o vender pastillas para provocar erecciones a los difuntos, no había encontrado nada acerca de cómo comportarse cuando uno estaba muerto o era la Muerte. Nadie había oído hablar de los Mercaderes de la Muerte, de las arpías que moraban en las cloacas ni de nada por el estilo. Charlie salió de la librería con un montón de libros de un metro de alto acerca de la muerte y el morir, figurándose, como suele hacer el macho beta, que antes de presentar de nuevo batalla al enemigo le convenía averiguar alguna cosa acerca de a qué se estaba enfrentado.
Esa tarde se acomodó en el sofá, junto a su hija, y se puso a leer mientras las tortugas, Toro y Jeep (así bautizadas con la esperanza de insuflarles resistencia), comían bichos deshidratados y veían CSI Safari en la televisión por cable.
—Bueno, cariño, según esta tal Kübler-Ross, las cinco etapas de la muerte son la ira, la negación, el pacto, la depresión y la aceptación. Nosotros pasamos por todas esas etapas cuando perdimos a mamá, ¿verdad?
—Mamá —dijo Sophie.
La primera vez que Sophie había dicho «mamá», a Charlie se le habían saltado las lágrimas. En ese momento estaba mirando una foto de Rachel por encima de los pequeños hombros de la niña. La segunda vez que lo dijo, fue menos emotivo. Sophie estaba en su trona, junto a la barra del desayuno, y hablaba con el tostador.
—Esa no es mamá, Soph, es el tostador.
—Mamá —insistió Sophie mientras alargaba los brazos hacia el aparato.
—Intentas hacerme la puñeta, ¿eh? —dijo Charlie.
—Mamá —le dijo Sophie a la nevera.
—Genial —dijo su padre.
Charlie siguió leyendo, consciente de que la doctora Kübler-Ross tenía mucha razón. Cada mañana, cuando se despertaba y encontraba en la agenda, junto a su cama, otro nombre y un número, pasaba por aquellos cinco pasos antes de acabar el desayuno. Y ahora que las etapas tenían un nombre, empezaba a reconocerlas conforme las experimentaban los familiares de sus clientes. Así era como se refería a la gente cuyas almas recuperaba: sus clientes.
Luego leyó un libro titulado El último adiós acerca de cómo suicidarse con una bolsa de plástico, pero no debía de ser un libro muy efectivo, porque vio en la contraportada que había dos secuelas. Se imaginó la carta de un admirador:
Estimado autor de El último adiós:
Estaba medio muerto, pero se me llenó la bolsa de vaho y no podía ver la tele, así que le hice un agujerito para el ojo. Espero intentarlo otra vez con su próximo libro.
El libro no le sirvió de gran cosa, excepto para inspirarle una nueva paranoia en lo tocante a las bolsas de plástico.
Durante los meses siguientes leyó El libro egipcio de los muertos (del que aprendió cómo sacar un cerebro por la nariz con un abotonador, cosa que sin duda le vendría de perilla algún día) y una docena de libros sobre el dolor, sobre cómo encarar la muerte, sobre los rituales de enterramiento y sobre los mitos del Inframundo, libros de los que aprendió que las personificaciones de la Muerte existían desde el albor de los tiempos y que ninguna de ellas se parecía a él. Leyó también el Libro tibetano de los muertos, por el que supo que el bardo, la transición entre esta vida y la siguiente, duraba cuarenta y nueve días y que en su transcurso uno podía encontrarse con treinta mil demonios que, pese a aparecer descritos con escabroso detalle, no se parecían a las arpías del alcantarillado y a los que había que ignorar y no tener miedo porque no eran reales, dado que pertenecían al mundo material.
—Es curioso —le dijo Charlie a Sophie— que todos estos libros hablen del mundo material como si fuera insignificante, y sin embargo yo tenga que recuperar el alma de la gente, que está unida a objetos materiales. Se diría que la muerte es por lo menos irónica, ¿no te parece?
—No —contestó Sophie.
A los dieciocho meses, Sophie contestaba a todo diciendo «no», «galleta» o «como un oso» (esto último, Charlie lo achacaba a que la había dejado demasiado a menudo con la señora Korjev). Después de que las tortugas, dos hámsteres más, un cangrejo ermitaño, una iguana y dos ranas acabaran en el inmenso wok del cielo (o, mejor dicho, de la tercera planta), Charlie se dio por vencido y llevó a casa una enorme cucaracha sibilante de Madagascar, de siete centímetros y medio de largo, a la que puso de nombre Oso solo para que su hija no se pasara la vida diciendo tonterías.
—Como Oso —decía Sophie.
—Se refiere al bicho —dijo Charlie una noche que Jane se pasó por allí.
—No se refiere al bicho —dijo Jane—. ¿Qué clase de padre le compra una cucaracha a su hijita? Es asqueroso.
—Se supone que nada las mata. Llevan por ahí unos cien millones de años. Era eso o un tiburón blanco, y dicen que los tiburones son muy difíciles de mantener.
—¿Por qué no lo dejas ya, Charlie? Deja que se las apañe con animales de peluche.
—Los niños pequeños deben tener una mascota. Sobre todo, si se crían en la ciudad.
—Nosotros nos criamos en la ciudad y no tuvimos mascotas.
—Lo sé, y mira cómo hemos salido —repuso Charlie mientras señalaba a ambos: a él, que comerciaba con la muerte y tenía una cucaracha gigante llamada Oso, y a Jane, que en seis meses había tenido tres novias profesoras de yoga y llevaba puesto el nuevo traje Harris de tweed de su hermano.
—Hemos salido geniales. Por lo menos, uno de nosotros —dijo Jane, y señaló su espléndido traje como si fuera la azafata de un programa concurso llamado Androgínate y estuviera dando el primer premio—. Tienes que engordar un poco. Este pantalón es demasiado estrecho de culo —dijo, cayendo de nuevo en su obsesión por sí misma—. ¿Se me nota la raja?
—No pienso mirar, no pienso mirar, no pienso mirar —canturreó Charlie.
—Sophie no necesitaría mascotas si alguna vez viera lo que hay fuera de este apartamento —dijo Jane mientras se bajaba el tiro de los pantalones para contrarrestar el temido efecto pezuña de dromedario—. Llévala al zoo, Charlie. Que vea algo, aparte de esta casa. Sácala a la calle.
—Lo haré, mañana. La llevaré fuera y le enseñaré la ciudad —contestó Charlie. Y lo habría hecho, si no fuera porque al despertarse se encontró el nombre de Madeline Alby escrito en su agenda y, junto a él, el número uno.
Ah, sí, y la cucaracha había muerto.
—Voy a sacarte —dijo Charlie mientras ponía a Sophie en su trona para el desayuno—. De verdad, cariño. Te lo prometo. ¿Te puedes creer que solo me han dado un día?
—No —contestó Sophie—. Zumo —añadió, porque estaba en su silla y era la hora del zumo.
Charlie se puso a cepillarle el pelo de este lado y del otro, y al final se dio por vencido.
—Siento mucho lo de Oso, cielo —dijo—. Era un buen bicho, pero ya no existe. La señora Ling lo enterrará. Esa jardinera suya debe de estar llena a rebosar. —No recordaba que hubiera una jardinera en la ventana de la señora Ling, pero ¿quién era él para ponerlo en duda?
Abrió la guía telefónica y por fortuna encontró una M. Alby con dirección en Telegraph Hill, ni a diez minutos a pie de allí. Nunca había tenido un cliente tan cerca y, como hacía casi seis meses que las arpías del alcantarillado no decían ni pío, ni veía sombra de ellas, empezaba a sentir que tenía bajo control eso de ser un Mercader de la Muerte. Hasta había colocado la mayoría de las vasijas de almas que recogía. Pese a todo, un aviso con tan poco tiempo de antelación le daba mala espina. Muy mala espina.
La casa era un edificio Victoriano italianizante situado en la colina, justo por debajo de la torre Coit, la enorme columna de granito erigida en honor de los bomberos de San Francisco muertos en acto de servicio. Aunque se dice que fue diseñada a imagen y semejanza del boquerel de una manguera contra incendios, casi nadie que la vea podrá resistirse al impulso de hacer algún comentario sobre su parecido con un pene gigante. La casa de Madeline Alby (un rectángulo blanco de tejado plano con chambranas adornadas con volutas y rematada por una cornisa de querubines esculpidos) parecía un pastel de bodas sostenido en equilibrio sobre el escroto de la torre.
Así que, mientras subía penosamente por la «escroto» de San Francisco, Charlie iba preguntándose cómo iba a entrar en la casa. Normalmente tenía tiempo, podía esperar y colarse con alguien dentro de las casas, o idear alguna artimaña para meterse en ellas; esta vez, en cambio, solo disponía de un día para entrar, encontrar la vasija del alma y salir. Esperaba que Madeline Alby ya hubiera muerto. No le gustaba nada estar con enfermos. Pero cuando vio el coche aparcado delante de la casa, con su pegatinita verde de la residencia para enfermos terminales, sus esperanzas de encontrarse con un cliente muerto se vinieron abajo como un bizcocho al que hubieran dado un mazazo.
Subió los escalones de la izquierda que daban al porche y esperó junto a la puerta. ¿Podría abrirla él mismo? ¿Lo vería la gente, o aquella peculiar «invisibilidad» suya se extendía también a los objetos que movía? No lo creía. Entonces la puerta se abrió y una mujer más o menos de su edad salió al porche.
—Solo voy a fumar un cigarro —gritó hacia el interior de la casa y, antes de que cerrara la puerta, Charlie se coló dentro.
La puerta de entrada daba a un recibidor. A su derecha, Charlie vio lo que originalmente había sido el salón. Delante de él había una escalera y, más allá, otra puerta que supuso llevaba a la cocina. Oyó voces en el salón y al asomarse a la esquina vio a cuatro mujeres mayores sentadas en dos sofás enfrentados. Llevaban vestidos y sombreros y parecían recién llegadas de la iglesia, pero Charlie adivinó que habían ido a despedirse de su amiga.
—Cualquiera pensaría que iba a dejar de fumar, con su madre arriba muriéndose de cáncer —dijo una de las señoras, que lucía una falda y una chaqueta grises con sombrero a juego y un enorme alfiler de esmalte en forma de vaca Holstein.
—Bueno, siempre ha tenido la mollera muy dura —dijo otra que llevaba un vestido que parecía confeccionado del mismo tapizado de flores que el sofá—. Ya sabéis que solía quedar con mi hijo Jimmy en el parque Pioneer cuando eran pequeños.
—Decía que iba a casarse con él —dijo otra señora que parecía hermana de la primera.
Las damas se echaron a reír con una mezcla de frivolidad y tristeza.
—Pues no sé en qué estaría pensando, porque más caprichoso que mi hijo no se puede ser —dijo la madre.
—Sí, y además es falto —añadió la hermana.
—Bueno, sí, ahora sí.
—Desde que ese coche se lo llevó por delante —puntualizó la hermana.
—Pero ¿no fue él quien se puso delante del coche? —preguntó una señora que había permanecido callada hasta entonces.
—No es que se pusiera delante, es que se fue derecho a él —contestó la madre—. En aquel entonces estaba metido en las drogas. —Suspiró—. Yo siempre he dicho que tenía uno de cada: un hijo, una hija y un Jimmy.
Todas asintieron con la cabeza. Charlie dedujo que no era la primera vez que hacían aquello. Eran de las que compraban tarjetas de condolencia a granel y, cada vez que oían pasar una ambulancia, se acordaban de ir a recoger sus trajes de luto a la tintorería.
—Maddy tenía mala cara, la verdad —dijo la señora de gris.
—Bueno, es que se está muriendo, tesoro.
—Supongo que sí. —Otro suspiro.
El tintineo del hielo en los vasos.
Todas ellas acunaban pulcras copitas de licor. Charlie dedujo que las había preparado la mujer más joven que fumaba fuera. Paseó la mirada por la habitación en busca de algo que emitiera un resplandor rojizo. En un rincón había un escritorio de roble de tapa plegable al que le habría gustado echar un vistazo, pero eso tendría que esperar hasta después. Salió por la puerta agachando la cabeza y entró en la cocina, donde, sentados a una mesa de roble, dos hombres de treinta y pico o cuarenta y pocos años jugaban al scrabble.
—¿Jenny va a volver? Le toca a ella.
—A lo mejor ha subido a ver a mamá con una de las señoras. La enfermera de la residencia les está dejando subir de una en una.
—Ojalá se acabara esto de una vez. No soporto esperar. Tengo que volver con mi familia. Estoy que me subo por las paredes.
El más mayor de los dos alargó el brazo por encima de la mesa y puso dos pastillitas azules sobre las casillas de su hermano.
—Esto ayuda.
—¿Qué es?
—Morfina de liberación lenta.
—¿En serio? —El hermano más joven parecía alarmado.
—Casi ni las sientes, pero te quitan los nervios. Jenny lleva tomándolas dos semanas.
—¿Por eso os lo estáis tomando tan bien y yo estoy hecho polvo? ¿Os estáis colocando con los calmantes de mamá?
—Sí.
—Yo no tomo drogas. Y eso son drogas. Tú tampoco las tomas.
El hermano mayor se recostó en la silla.
—Son calmantes para el dolor, Bill. ¿Tú qué sientes?
—No, no pienso tomarme los calmantes de mamá.
—Tú mismo.
—¿Y si los necesita?
—Hay suficiente morfina en esa habitación como para tumbar a un oso pardo y, si necesita más, se la traerán del hospital.
A Charlie le dieron ganas de zarandear al hermano pequeño y gritarle: «¡Tómate los calmantes, cretino!». Quizá fuera la ventaja de la experiencia. Había visto una y otra vez aquella situación: familias a la espera de la muerte, locas de dolor y cansancio; amigos que entraban y salían de la casa como fantasmas, que iban a despedirse o simplemente a cumplir para poder decir que habían estado allí y no verse quizá solos en el momento de su muerte. ¿Por qué no ponía nada de eso en los libros de los muertos? ¿Por qué no hablaban las instrucciones de todo el dolor y la confusión que iba a tener que presenciar?
—Voy a buscar a Jenny —dijo el hermano mayor—, a ver si quiere que compremos algo de comer. Podemos acabar la partida luego, si quieres.
—Vale, de todas formas iba perdiendo. —El hermano pequeño recogió las fichas y el tablero—. Voy a subir a ver si puedo echar un sueñecito. Esta noche me toca cuidar a mamá.
El hermano mayor salió y Charlie vio al pequeño echarse las pastillas azules al bolsillo de la camisa y abandonar la cocina, dejando al Mercader de la Muerte a su aire para registrar la despensa y los armarios en busca de la vasija del alma. Presintió, sin embargo, antes incluso de empezar, que la vasija no estaba allí. Iba a tener que subir al piso de arriba.
Odiaba con toda su alma estar con enfermos.
Madeline Alby estaba incorporada en la cama, bien abrigada con un edredón alrededor del cuello. Estaba tan delgada que su cuerpo apenas abultaba bajo las sábanas. Charlie calculó que pesaba como mucho treinta o treinta y cinco kilos. Tenía la cara demacrada y Charlie distinguía el contorno de sus cuencas oculares y de su maxilar, que se destacaban a través de la piel amarillenta. Charlie dedujo que era cáncer de hígado. Una de sus amigas de abajo estaba sentada junto a la cama; la enfermera de la residencia, una mujerona de uniforme, leía en una silla al otro lado de la habitación. Un perrito, un yorkshire terrier, pensó Charlie, dormía acurrucado entre el hombro y el cuello de Madeline.
—Hola, hijo —dijo Madeline cuando Charlie entró en la habitación.
Él se quedó helado. Madeline lo miraba fijamente con sus ojos de un azul cristalino y una sonrisa. ¿Había chirriado el suelo? ¿Se había tropezado con algo?
—¿Qué haces ahí, chico? —Ella soltó una risilla.
—¿Qué es lo que ves, Maddy? —preguntó la amiga. Siguió la mirada de Madeline pero sus ojos atravesaron a Charlie sin verlo.
—A un chico, ahí.
—Está bien, Maddy. ¿Quieres un poco de agua? —La amiga cogió un vaso para bebés con una pajita que había sobre la mesilla de noche.
—No. Pero dile a ese chico que se acerque. Anda, ven aquí, muchacho. —Madeline sacó los brazos de las sábanas y empezó a mover las manos como si cosiera, como si bordara un tapiz en el aire, ante ella.
—Bueno, será mejor que me vaya —dijo la amiga—. Que te deje descansar un poco. —Miró a la enfermera de la residencia para enfermos terminales, que levantó la vista por encima de las gafas de leer y sonrió con los ojos. La única experta de la casa daba su permiso.
La amiga se levantó y besó a Madeline Alby en la frente. Madeline dejó de coser un segundo, cerró los ojos y se inclinó hacia el beso como una buena chica. Su amiga le apretó la mano y dijo:
—Adiós, Maddy.
Charlie se apartó para dejarla pasar. Notó que se le hundían los hombros en un sollozo cuando cruzó la puerta.
—Oye, muchacho —dijo Madeline—, ven aquí a sentarte. —Dejó de coser el tiempo justo para mirar a Charlie a los ojos, cosa que le asustó no poco. Charlie miró a la enfermera, que levantó la vista del libro un momento y luego volvió a ponerse a leer. Charlie se señaló con el dedo.
—Sí, tú —dijo Madeline.
Charlie estaba al borde del pánico. Madeline Alby podía verlo, pero la enfermera de la residencia no, o eso parecía.
La alarma del reloj de la enfermera empezó a pitar y Madeline levantó al perrito y se lo acercó a la oreja.
—¿Diga? Hola, ¿qué tal? —Miró a Charlie—. Es mi hija mayor. —El perrito también miró a Charlie con una expresión que decía a las claras: «Sálvame».
—Es la hora de la medicina, Madeline —dijo la enfermera.
—¿Es que no ves que estoy hablando por teléfono, Sally? —dijo Madeline—. Espera un segundo.
—De acuerdo, espero —contestó la enfermera. Cogió un frasco marrón con un gotero, llenó el gotero, comprobó la dosis y aguardó.
—Adiós. Yo también te quiero —dijo Madeline. Le tendió el perrito a Charlie—. Cógelo, ¿quieres? —La enfermera agarró al perro y lo puso en la cama, junto a Madeline.
—Abre la boca, Madeline —dijo. Madeline abrió la boca de par en par y la enfermera vació el gotero en ella.
—Mmm, sabe a fresa —dijo Madeline.
—Eso es, a fresa. ¿Quieres un poco de agua para tragártela? —La enfermera levantó el vasito.
—No. Queso. Me apetece comer un poco de queso.
—Puedo traértelo —dijo la enfermera.
—Queso cheddar.
—Muy bien, queso cheddar —repuso la enfermera—. Enseguida vuelvo. —La arropó bien y salió de la habitación.
La mujer mayor volvió a mirar a Charlie.
—¿Puedes hablar, ahora que se ha ido?
Charlie se encogió de hombros y miró de un lado a otro, con la mano sobre la boca, como si buscara un sitio donde escupir un bocado de marisco en mal estado.
—No hagas el mimo, cielo —dijo Madeline—. Los mimos no le gustan a nadie.
Charlie suspiró profundamente. ¿Qué tenía ya que perder? Ella podía verlo.
—Hola, Madeline. Soy Charlie.
—Siempre me ha gustado el nombre de Charlie —contestó ella—. ¿Cómo es que Sally no puede verte?
—Ahora mismo solo puedes verme tú —dijo Charlie.
—¿Porque me estoy muriendo?
—Creo que sí.
—Está bien. Eres un muchacho muy guapo, ¿lo sabías?
—Gracias. Tú tampoco estás mal.
—Estoy asustada, Charlie. No me duele. Antes me daba miedo que me doliera, pero ahora me asusta lo que pasa después.
Charlie se sentó en la silla, junto a la cama.
—Creo que por eso estoy aquí, Madeline, para que no tengas miedo.
—Yo bebía mucho coñac, Charlie. Por eso me ha pasado esto.
—Maddy… ¿Puedo llamarte Maddy?
—Claro, hijo, somos amigos.
—Sí que lo somos. Maddy, esto iba a pasar desde siempre. Tú no has hecho nada para causarlo.
—Bueno, eso está bien.
—¿Tienes algo para mí, Maddy?
—¿Como un regalo?
—Como un regalo que te hicieras a ti misma. Algo que pueda guardarte para dártelo después, cuando sea una sorpresa.
—Mi alfiletero —contestó Madeline—. Me gustaría que te quedaras con él. Era de mi abuela.
—Será un honor guardártelo, Maddy. ¿Dónde está?
—En mi costurero, en el estante de arriba de ese armario. —Señaló un armario de un solo cuerpo, de estilo antiguo, que había al otro lado de la habitación—. Ay, perdona, el teléfono.
Madeline habló con su hija mayor por el borde del edredón mientras Charlie sacaba el costurero del estante de arriba del armario. El costurero era de mimbre y Charlie veía dentro el resplandor rojizo de la vasija del alma. Sacó un alfiletero hecho de terciopelo rojo, con tiras de plata auténtica, y lo levantó para que Madeline lo viera. Ella sonrió y levantó el pulgar justo cuando la enfermera volvía con un platito de queso y galletas saladas.
—Es mi hija mayor —le explicó Madeline a la enfermera, acercando el borde del edredón a su pecho para que su hija no la oyera—. Ay, ¿eso es queso?
La enfermera asintió con la cabeza.
—Y galletas saladas.
—Luego te llamo, tesoro. Sally me ha traído queso y no quiero ser maleducada. —Colgó la sábana y dejó que Sally le fuera dando trocitos de queso con galleta—. Creo que este es el mejor queso que he probado nunca —dijo.
Charlie notó por su expresión que, en efecto, era el mejor queso que había probado. Paladeaba aquellos trocitos de cheddar con cada átomo de su ser y dejaba escapar pequeños gemidos de placer mientras masticaba.
—¿Quieres un poco de queso, Charlie? —preguntó, arrojando una lluvia de migas de galleta sobre la enfermera, que se volvió a mirar el rincón donde Charlie permanecía de pie, con el alfiletero guardado a buen recaudo en el bolsillo de la chaqueta.
—Oh, tú no puedes verlo, Sally —dijo Madeline mientras daba palmaditas a la enfermera en la mano—. Pero es un muchacho muy guapo. Aunque está un poco flaco. —Luego añadió dirigiéndose Sally, pero lo bastante alto como para que Charlie lo oyera—. Le vendría de puta madre un poco de queso. —Y se echó a reír, bañando de migas a la enfermera, que también se reía mientras intentaba que no se le cayera el plato.
—¿Qué ha dicho? —preguntó una voz desde el pasillo. Entonces entraron los dos hijos y la hija. Al principio parecían disgustados por lo que habían oído, pero luego se echaron a reír con la enfermera y su madre.
—He dicho que el queso está muy bueno —contestó Madeline.
—Sí, mamá, sí que está bueno —dijo la hija.
Charlie se quedó allí, en el rincón, viéndoles comer queso. Reía y pensaba, esto debería venir en el libro. Los vio ayudarla con la cuña y darle unos sorbos de agua, y limpiarle la cara con un paño húmedo; la vio morder el paño como hacía Sophie cuando él le limpiaba la cara. La hija mayor, que Charlie comprendió que había muerto hacía tiempo, llamó tres veces más, una por el perro y dos por la almohada. A eso de la hora de comer, Madeline se sintió cansada y se durmió, y cuando llevaba dormida cosa de media hora empezó a jadear; luego se detuvo, estuvo un minuto entero sin respirar, respiró hondo y ya no respiró más.
Charlie salió a hurtadillas de la habitación con su alma en el bolsillo.