A veces, las chicas se ponen un poco tenebrosas
Al final, El gran libro de la muerte resultó no ser ni tan grande, ni tan exhaustivo. Charlie lo leyó una docena de veces, tomó notas, hizo fotocopias, buscó en Internet referencias a las cosas que se mencionaban, pero todo el material que contenían aquellas veintiocho páginas profusamente ilustradas se reducía a esto:
1. Enhorabuena, has sido elegido para hacer de Muerte. Es un trabajo muy sucio, pero alguien tiene que hacerlo. Tu deber consiste en recuperar las vasijas de las almas de los muertos y moribundos y ocuparte de que lleguen a su siguiente encarnación. Si fracasas, las tinieblas cubrirán el mundo y reinará el caos.
2. Hace algún tiempo, el Luminatus, o la Gran Muerte, que mantenía el equilibrio entre la luz y la oscuridad, cesó de existir. Desde entonces, las Fuerzas de la Oscuridad tratan de levantarse desde el mundo subterráneo. Tú eres lo único que se interpone entre ellas y la destrucción del alma colectiva de la humanidad.
3. Para contener a las Fuerzas de la Oscuridad, necesitarás un lápiz del número dos y un calendario, preferiblemente uno sin fotografías de gatitos.
4. Te llegarán nombres y números. El número es cuántos días tienes para recuperar la vasija del alma. Reconocerás las vasijas por su resplandor carmesí.
5. No le digas a nadie lo que haces o las Fuerzas de la Oscuridad etcétera, etcétera, etcétera.
6. Puede que la gente no te vea cuando desempeñas tus obligaciones como Muerte, así que ten cuidado al cruzar la calle. No eres inmortal.
7. No busques a otros. No vaciles en tus deberes o las Fuerzas de la Oscuridad destruirán todo lo que te importa.
8. Tú no causas la muerte, ni la impides, eres un servidor del destino, no su agente. No te des tantos aires.
9. Bajo ninguna circunstancia dejes que la vasija de un alma caiga en manos de los de abajo… porque sería fatal.
Pasaron unos meses antes de que Charlie volviera a atender la tienda a solas con Lily. Ella le preguntó:
—¿Conseguiste un lápiz del número dos?
—No, tengo un lápiz del número uno.
—¡Serás capullo! Despierta, Asher, las Fuerzas de la Oscuridad…
—Si el equilibrio del mundo es tan precario sin ese Luminatus que el hecho de que yo compre un lápiz con la mina un punto más dura va a precipitarnos en el abismo, a lo mejor ya va siendo hora de que eso pase.
—¡Vamos, vamos, vamos! —canturreó Lily como si intentara controlar a un caballo espantado—. Una cosa es que yo sea una nihilista y todo eso. Para mí es una especie de afirmación de estilo. Tengo ropa a tono. Pero tú no puedes estar loco por irte a la tumba con uno de esos absurdos trajes de Savile Row.
Charlie se sintió orgulloso porque Lily se hubiera fijado en que llevaba uno de sus costosos trajes de segunda mano de Savile Row. La chica estaba aprendiendo el oficio, a pesar de sí misma.
—Estoy harto de tener miedo —dijo—. Me he enfrentado a las Fuerzas de la Oscuridad o lo que sean ¿y sabes qué, Lily? Que estamos a la par.
—¿Conviene que me cuentes esto? Porque el libro decía…
—Creo que yo soy distinto a lo que dice el libro, Lily. El libro dice que no causo la muerte, pero dos personas han muerto más o menos por culpa de mis actos.
—Repito, ¿conviene que me cuentes esto? Como tú mismo has dicho muchas veces, soy una cría y además una loca irresponsable. Es una loca irresponsable, ¿no? Nunca te hago mucho caso.
—Tú eres la única que lo sabe —dijo Charlie—. Y ya tienes diecisiete años, no eres una cría, eres una mujer joven.
—No me jodas, Asher. Si sigues hablando así, me haré otro piercing, tomaré rayos uva hasta que esté deshidratada como una momia, hablaré por el móvil hasta que se me muera la batería y me buscaré un tío pálido y flacucho y se la chuparé hasta que se ponga a gritar.
—Entonces ¿será como un viernes cualquiera? —preguntó Charlie.
—Lo que yo haga los fines de semana es asunto mío.
—Ya lo sé.
—¡Pues, entonces, cállate!
—¡Estoy harto de tener miedo, Lily!
—¡Pues deja de tener miedo, Charlie!
Los dos miraron para otro lado, avergonzados. Lily fingió hojear los recibos de ese día, mientras Charlie hacía como que buscaba algo en lo que él llamaba su bolso de paseo y Jane su mariconera.
—Perdona —dijo Lily sin levantar la vista de los recibos.
—No importa —contestó Charlie—. Yo también lo siento.
Todavía sin levantar los ojos, ella dijo:
—Pero, en serio, ¿conviene que me cuentes esas cosas?
—Seguramente no —respondió él—. Pero es que es una carga muy grande. Una especie de…
—¿Trabajo sucio? —Lily lo miró con una sonrisa.
—Sí —Charlie sonrió, aliviado—. No volveré a sacar el tema.
—No, si no pasa nada. Mola bastante.
—¿En serio? —Charlie no recordaba que nadie hubiera dicho que sus cosas molaban. Estaba conmovido.
—No me refería a ti, sino a ese rollo de la Muerte.
—Sí, ya —dijo Charlie. Sí, en cuanto a molar, era un fenómeno: su marcador seguía arrojando un cero—. Pero tienes razón, es peligroso. No volveremos a hablar de mi… eh… pasatiempo.
—Y yo nunca volveré a llamarte Charlie —dijo Lily—. Nunca jamás.
—De acuerdo —contestó él—. Haremos como si esto nunca hubiera pasado. Excelente. Muy bien dicho. Vuelve a adoptar tu desprecio apenas velado.
—Vete a tomar por culo, Asher.
—¡Esa es mi niña!
A la mañana siguiente, cuando salió a dar su paseo, lo estaban esperando. Charlie se lo temía, y no se llevó un chasco. Se había pasado por la tienda para recoger un traje italiano que acababa de recibir y un encendedor para puros que llevaba dos años languideciendo en la vitrina de las curiosidades y que guardó en su bolso junto con el oso de porcelana refulgente que contenía el alma de una persona muerta hacía tiempo. Salió a la calle, se quedó parado justo encima de la boca del sumidero y saludó con la mano a los turistas que pasaban en el funicular.
—¡Buenos días! —dijo alegremente. Cualquiera que lo viera pensaría que estaba saludando al día, porque por allí no había nadie.
—Le arrancaremos los ojos como ciruelas maduras —siseó una voz de mujer desde el sumidero—. Haznos subir, Carne. Haznos subir para que bebamos a lengüetazos la sangre del boquete que vamos a abrirte en el pecho.
—Y para que trituremos tus huesos como caramelos con nuestras mandíbulas —añadió otra voz, también femenina.
—Sí —dijo la primera voz—, como caramelos.
—Sí —añadió una tercera.
Charlie notó que se le ponía la carne de gallina en todo el cuerpo, pero se sacudió aquella sensación y procuró mantener la voz firme.
—Pues hoy sería un buen día para eso —dijo—. Estoy como nuevo porque he dormido en una cama estupenda, con mi edredón de plumas. No como otras, que se pasan la noche en una alcantarilla.
—¡Cabrón! —siseó un coro de mujeres.
—Bueno, ya hablaremos en la siguiente manzana.
Subió tranquilamente por la calle, adentrándose en el barrio chino. Paseaba con aplomo por la acera con su bastón espada y el traje metido en una bolsa ligera que llevaba echada al hombro. Intentó silbar, pero pensó que tal vez fuera un poco tópico. Cuando llegó a la siguiente esquina, ellas ya estaban allí.
—Voy a sorberle el alma a la niña por la fontanela mientras tú miras, Carne.
—¡Um, qué bonito! —dijo Charlie mientras apretaba los dientes y procuraba no parecer tan horrorizado—. Ya gatea bastante bien, así que no te saltes el desayuno ese día, porque, como tenga su cuchara de goma, seguramente te dará una paliza.
Se oyó un chillido de ira procedente de la alcantarilla y una cháchara áspera y sibilante.
—No puede decir eso. ¿Verdad? ¿Es que no sabe quiénes somos?
—En el siguiente cruce, a la izquierda. Nos vemos allí.
Un joven chino vestido de hip-hop miró a Charlie y se hizo rápidamente a un lado como si no quisiera contagiarse de la locura que aquejaba a aquel Lo pak[10] tan bien vestido. Charlie se tocó la oreja y dijo:
—Disculpa. Auriculares inalámbricos.
El chico asintió con la cabeza bruscamente, como si ya lo supiera y, a pesar de las apariencias en sentido contrario, no se hubiera tropezado al oírle, sino que se hubiera quedado más fresco que un malvado hijo de perra, así que no me toques las narices, mamón. Cruzó con el semáforo en rojo, renqueando un poco bajo el peso del subtexto.
Charlie entró en la tintorería El Dragón Dorado. El señor Hu, que atendía el mostrador y a quien Charlie conocía desde los ocho años, lo saludó tensando cálida y expansivamente la ceja izquierda, lo cual era su forma habitual de saludar y un buen indicio para que Charlie supiera que aún seguía vivo. Un cigarrillo humeaba al final de una larga boquilla negra inserta en su dentadura.
—Buenos días, señor Hu —dijo Charlie—. Hace un día precioso, ¿eh?
—¿Traje? —dijo el señor Hu con la vista clavada en el traje que Charlie se había echado al hombro.
—Sí, hoy solo uno —contestó Charlie. Llevaba a limpiar sus mejores mercancías a El Dragón Dorado y desde hacía unos meses, con toda la ropa de difuntos que había recibido, les proporcionaba mucho trabajo. Les encargaba también los arreglos de su ropa, pues el señor Hu era considerado el mejor sastre con tres dedos de la costa oeste, y quizá del mundo entero. Hu Tres Dedos, lo llamaban en el barrio chino, aunque, para hacerle justicia, tenía ocho en realidad: solo le faltaban los dos más cortos de la mano derecha.
—¿Arreglo? —preguntó Hu.
—No, gracias —dijo Charlie—. Este es para revender, no para mí.
Hu agarró el traje, le puso una etiqueta y luego gritó en mandarín:
—¡Un traje para el Diablo Blanco! —Y una de sus nietas salió corriendo de la parte de atrás, cogió el traje y desapareció más allá de la cortina antes de que Charlie pudiera verle la cara.
—Un traje para el Diablo Blanco —le repitió a alguien en la trastienda.
—Miércoles —dijo Hu Tres Dedos. Dio a Charlie el recibo.
—Otra cosa… —dijo Charlie.
—De acuerdo, martes —repuso Hu—, pero sin descuento.
—No, señor Hu, sé que hace mucho tiempo que no lo necesito, pero me preguntaba si todavía tiene usted su otro negocio.
El señor Hu cerró un ojo y se quedó mirándolo un momento antes de contestar.
—Venga —dijo por fin, y desapareció tras la cortina dejando a su espalda una nube de humo de tabaco.
Charlie lo siguió por la trastienda, a través de un infierno ruidoso y humeante de líquidos limpiadores y máquinas de planchar por el que pululaba una docena de escurridizos empleados, hasta un despacho que había al fondo, minúsculo y recubierto de contrachapado, cuya puerta Hu cerró con llave para llevar a cabo su transacción, como hicieran por primera vez hacía más de veinte años.
La primera vez que Hu Tres Dedos condujo a Charlie Asher a través de la tenebrosa trastienda de la tintorería El Dragón Dorado, el macho beta, que entonces contaba diez años, estaba convencido de que el chino iba a secuestrarlo y a venderlo como esclavo tintorero, a hacerlo picadillo y a convertirlo en dim sum, o a obligarlo a fumar opio y a enfrentarse simultáneamente a cincuenta luchadores de kung fu mientras aún estaba en pijama (a la edad de diez años, Charlie tenía una noción muy somera de la cultura de sus vecinos); pero a pesar de su miedo se sentía impulsado por una pasión que llevaba arraigada en sus genes millones de años: la búsqueda del fuego. En efecto, fue un macho beta sumamente habilidoso quien descubrió el fuego, aunque, como era de esperar, un macho alfa se lo arrebatara casi enseguida (los alfa fracasaron en el descubrimiento del fuego, pero, como no entendían que no había que agarrar el palo por el lado caliente y anaranjado, se les atribuye en cambio la invención de la quemadura de tercer grado). Pese a todo, la chispa originaria brilla todavía en las venas de todo macho beta. Mientras que los chavales alfa se dan muy pronto a las chicas y el deporte, los beta siguen dedicándose a la pirotecnia hasta bien entrada la adolescencia y a veces incluso pasada esta. Quizá los machos alfa dirijan los ejércitos de este mundo, pero son los beta quienes hacen saltar las cosas por los aires.
¿Y qué mejor galardón para un proveedor de petardos que la amputación de dos dígitos esenciales? Hu Tres Dedos. Cuando Hu abrió sobre la mesa su gruesa maleta de tres pisos para mostrar sus mercancías, el joven Charlie sintió que había cruzado los fuegos del infierno y que al fin había llegado al paraíso, y entregó de buena gana su fajo de billetes de dólar sobados y hechos un higo. Y mientras las largas pavesas plateadas del cigarro de Hu caían sobre las mechas como nieve mortífera, Charlie escogió sus golosinas. Estaba tan emocionado que casi se meó encima.
El Charlie que, siendo ya un tratante de la muerte, salió esa mañana de la tintorería El Dragón Dorado con un paquete compacto bajo el brazo sentía una emoción similar, puesto que, aunque iba en contra de su naturaleza, se disponía de nuevo a lanzarse a la brecha. Se acercó a la rejilla del sumidero y, agitando el oso de porcelana refulgente que había sacado del bolso, gritó:
—¡Eh, zorras! Voy una manzana más allá y luego otras cuatro más arriba. ¿Os venís?
—El Diablo Blanco por fin se ha vuelto loco —dijo la undécima nieta de Hu Tres Dedos, Cindy Lou Hu, que estaba junto al mostrador, al lado de su venerado y digitalmente discapacitado ancestro.
—Su dinero no está loco —sentenció Tres Dedos.
Charlie se había fijado en aquel callejón en uno de sus paseos camino del distrito financiero. Quedaba entre las calles Montgomery y Kearney, y tenía todo cuando un buen callejón debía tener: salidas de incendios, contenedores de basura, diversas puertas de acero adornadas con grafitos, una rata, dos gaviotas, porquerías varias, un hombre desmayado bajo unos cartones y media docena de señales de «Prohibido aparcar», tres de ellas con orificios de bala. Era el ideal platónico de un callejón, pero lo que lo distinguía de otros callejones de la zona era que poseía dos entradas a la red de alcantarillado separadas por menos de cincuenta metros, una al fondo de la calle y otra en medio, oculta entre dos contenedores. Como últimamente había desarrollado un buen ojo para las alcantarillas, Charlie no había tenido más remedio que fijarse en ellas.
Escogió la que quedaba escondida, se agachó a unos dos metros y abrió el paquete de Hu Tres Dedos. Sacó ocho M-80 y, con el cortaúñas de su llavero, cortó las mechas, que eran de cinco centímetros e impermeables, hasta dejarlas en un centímetro de largo, más o menos (un M-80 es un petardo muy gordo que, según se dice, posee la potencia explosiva de un cuarto de cartucho de dinamita. Los chavales de pueblo los usan para volar buzones o las tuberías de la escuela, pero en las ciudades han sido sustituidos en gran medida como instrumento predilecto de travesuras por la pistola Glock de nueve milímetros).
—¡Chicas! —gritó Charlie a la alcantarilla—. ¿Estáis ahí? Perdonad, no sé cómo os llamáis. —Desenfundó la espada del bastón, la dejó junto a su rodilla y a continuación sacó del bolso el oso de porcelana y lo colocó al lado de su otra pierna—. ¡Ahí tenéis!
Se oyó un feroz siseo procedente de la rejilla y, aunque a Charlie le parecía que estaba completamente a oscuras, el sumidero se volvió aún más negro. Vio formas circulares y plateadas moverse entre la negrura, como monedas girando en medio de un océano oscuro, solo que a pares: eran ojos.
—Dánoslo, Carne. Dánoslo —susurró una voz de mujer.
—Venid a cogerlo —contestó Charlie mientras intentaba dominar el mayor caso de acojone que había experimentado nunca. Era como si le estuvieran aplicando hielo seco en la espalda, y le costaba un arduo esfuerzo no ponerse a tiritar.
La sombra del sumidero empezó a esparcirse por el pavimento; al principio fueron solo un par de centímetros, pero Charlie lo notó: era como si la luz hubiera cambiado. Pero no había cambiado. La sombra cobró la forma de una mano de mujer y se movió otros quince centímetros hacia el oso refulgente. Fue entonces cuando Charlie empuñó la espada y golpeó con ella a la sombra. La hoja no dio contra el pavimento, sino contra algo más blando, y se oyó un chillido ensordecedor.
—¡Pedazo de mierda! —gritó la voz, furiosa, aunque no dolorida—. Asqueroso ca…
—Hay que estar a los vivos y a los muertos, señoras —-dijo Charlie—. A los vivos y a los muertos[11]. Vamos, intentadlo otra vez.
Otra sombra en forma de mano salió de la alcantarilla por la izquierda; luego apareció otra a la derecha. Charlie apartó el oso del sumidero al tiempo que sacaba el mechero del bolsillo. Encendió las cortas mechas de cuatro petardos y los arrojó a la alcantarilla mientras las sombras se estiraban hacia él.
—¿Qué era eso?
—¿Qué ha tirado?
—Muévete, no puedo…
Charlie se tapó los oídos. Los M-80 estallaron y Charlie sonrió. Enfundó la espada, recogió sus bártulos y corrió a la otra alcantarilla. En un espacio tan reducido, el ruido sería tremendo, brutal incluso. Charlie seguía sonriendo.
Oía un coro de gritos y juramentos en media docena de lenguas muertas; algunos se superponían, como si alguien estuviera girando el dial de una emisora de onda corta que abarcara el tiempo y el espacio. Se puso de rodillas y aplicó el oído a la alcantarilla, con cuidado de mantenerse a distancia. Las oyó llegar, persiguiéndolo bajo la calle. Confiaba en que no pudieran salir, pero aunque salieran tenía la espada, y la luz del sol era su territorio. Encendió otros cuatro M-80, estos con la mecha más larga, y los arrojó uno a uno por la alcantarilla.
—¿Quién es carne ahora? —dijo.
—¿Qué? ¿Qué ha dicho? —dijo una voz en la alcantarilla.
—No oigo una mierda.
Charlie agitó el oso de porcelana delante del sumidero.
—¿Queréis esto? —Arrojó dentro otro M-80—. Os gusta, ¿eh? —gritó mientras tiraba el tercer petardo—. ¡Así aprenderéis a no clavarme el pico en el brazo, malditas arpías!
—Señor Asher —dijo una voz detrás de él.
Charlie miró hacia atrás y vio a Alphonse Rivera, el inspector de policía, de pie ante él.
—Ah, hola —dijo. Entonces se dio cuenta de que llevaba en la mano un M-80 encendido y añadió—. Disculpe un segundo. —Tiró el petardo a la alcantarilla. En ese momento comenzaron a estallar todos a la vez.
Rivera, que se había apartado unos pasos, tenía la mano metida en la chaqueta, presumiblemente junto a la pistola. Charlie guardó el oso de porcelana en el bolso y se puso de pie. Oía a las voces chillar y maldecir.
—Maldito fracasado —chilló una de las oscuras—. Voy a tejer un cesto con tus tripas para llevar en él tu cabeza cortada.
—Eso, eso —dijo otra voz—. Un cesto.
—Creo que eso ya se lo has dicho —dijo una tercera.
—No es cierto —dijo la primera.
—¡Callaos de una puta vez! —gritó Charlie a la alcantarilla, y miró luego a Rivera, que había sacado su arma y la sujetaba junto a su costado.
—¿Tiene —dijo— problemas con… alguien de la alcantarilla?
Charlie sonrió.
—No las oye, ¿verdad? —Las maldiciones seguían, pero en un idioma que sonaba como si su correcta pronunciación requiriera gran cantidad de moco: gaélico, alemán o algo parecido.
—Oigo con toda claridad un pitido en mis oídos, señor Asher, a causa de sus petardos, que obviamente son ilegales, pero, aparte de eso, no oigo nada, no.
—Ratas —dijo Charlie, y levantó inconscientemente una ceja como diciendo: «¿Te vas a tragar esa chorrada?»—. Odio las ratas.
—Ajajá —dijo Rivera inexpresivamente—. ¿Las ratas tienen por costumbre clavarle el pico en los brazos? ¿Cree usted que sienten el deseo secreto de robar sus figurillas de animales?
—Entonces, ¿lo ha oído? —preguntó Charlie.
—Pues sí.
—Le habrá extrañado, ¿no?
—Sí —contestó el policía—. Pero lleva usted un traje muy bonito. ¿Es de Armani?
—No, de Canali —repuso Charlie—. Pero gracias.
—No es lo que yo me pondría para bombardear alcantarillas, pero cada cual es cada cual. —Rivera no se había movido. Estaba junto al bordillo de la acera, a unos cinco metros de Charlie, con el arma todavía junto al costado. Un corredor que pasaba por allí aprovechó la ocasión para acelerar. Charlie y Rivera lo saludaron educadamente con una inclinación de cabeza.
—Y usted que es un profesional —dijo Charlie—, ¿adónde iría con este traje?
Rivera se encogió de hombros.
—No se le estará yendo la mano con algún fármaco que le hayan recetado, ¿verdad?
—Ojalá —dijo Charlie.
—¿Se ha pasado toda la noche bebiendo, su mujer lo ha echado de casa y la mala conciencia lo está volviendo loco?
—Mi mujer falleció.
—Lo siento. ¿Cuánto tiempo hace?
—Va para un año.
—Pues eso no va a servirle —dijo Rivera—. ¿Tiene algún antecedente de enfermedad mental?
—No.
—Bueno, pues ahora ya lo tiene. Enhorabuena, señor Asher. La próxima vez podrá usarlo.
—¿Me verá la prensa cuando llegue al juzgado? —preguntó Charlie mientras pensaba cómo iba a explicarles aquello a los del Servicio de Atención a la Infancia. Pobre Sophie, su padre no solo era la Muerte, sino también un presidiario. Iba a pasarlo fatal en el colegio—. Esta chaqueta está hecha a medida. No creo que pueda taparme la cabeza con ella. ¿Voy a ir a la cárcel?
—Conmigo, no. ¿Cree que me resultaría fácil explicar esto? Soy inspector de policía, no detengo a la gente por tirar petardos y gritar a las alcantarillas.
—Entonces, ¿por qué ha sacado la pistola?
—Hace que me sienta más seguro.
—Ya lo veo —dijo Charlie—. Seguramente le he parecido un poco perturbado.
—¿Usted cree?
—Bueno, ¿y qué hacemos ahora?
—¿Eso es el resto de su arsenal? —Rivera señaló con la cabeza la bolsa de papel que Charlie tenía bajo el brazo.
Charlie asintió.
—¿Qué le parece si lo tira a la alcantarilla y nos olvidamos del asunto?
—Ni lo sueñe. No sé qué harán si se apoderan de los petardos.
Fue ahora Rivera quien levantó una ceja.
—¿Las ratas?
Charlie tiró la bolsa a la alcantarilla. Oyó murmullos allá abajo, pero intentó que Rivera no se diera cuenta de que estaba escuchando.
El inspector enfundó la pistola y se estiró las solapas.
—¿Y recibe trajes como ese en la tienda muy a menudo? —preguntó.
—Ahora más que antes. Últimamente compro muchas partidas de ropa de difuntos —dijo Charlie.
—Todavía tiene mi tarjeta, llámeme si le llega algún traje italiano de la talla cuarenta, de lana ligera o media, o también de seda cruda.
—Sí, la seda es perfecta para nuestro clima. Cómo no, se lo reservaré encantado. Por cierto, inspector, ¿cómo es que está en un callejón, en la parte de atrás de una bocacalle, un martes por la mañana?
—Eso no tengo por qué decírselo —dijo Rivera con una sonrisa.
—¿No?
—No. Que tenga un buen día, señor Asher.
—Igualmente —contestó Charlie. Así que, ¿ahora lo seguían por encima y por debajo de la calle? ¿Qué, si no, hacía allí un detective de homicidios? Ni El gran libro ni Minty Fresh habían mencionado a la pasma. ¿Cómo iba uno a mantener en secreto sus tratos con la muerte si lo vigilaba la policía? Su euforia por haber plantado cara al enemigo, cosa que se oponía profundamente a su naturaleza, se evaporó de pronto. No sabía muy bien por qué, pero algo le decía que acababa de cagarla.
En el subsuelo, las Morrigan se miraron con asombro.
—No lo sabe —dijo Macha mientras se examinaba las garras, que brillaban como acero inoxidable bruñido a la luz tenue que llegaba desde arriba. Su cuerpo empezaba a mostrar el relieve azul metalizado de las plumas, y sus ojos no eran ya simples discos plateados, sino que poseían toda la agudeza de los de un ave rapaz. En un tiempo lejano, transformada en corneja cenicienta, había sobrevolado los campos de batalla del norte, se había posado sobre los soldados agonizantes y les había sacado el alma a picotazos. Los celtas llamaban a las cabezas cortadas de sus enemigos «la cosecha de bellotas de Macha», pero ignoraban que a Macha no le importaban nada sus tribus ni sus ofrendas, sino solo su sangre y sus almas. Hacía mil años que no veía así sus garras de mujer.
—Sigo sin oír nada —dijo su, hermana Nemain, que se acicalaba las plumas negras y azuladas del cuerpo y siseaba de placer al pasarse las puntas de las garras, afiladas como dagas, sobre los pechos. Ella también tenía colmillos, que hollaban sus labios negros y delicados. Su tarea consistía en verter ponzoña sobre aquellos a los que marcaba para morir. No había guerrero más fiero que el tocado por el veneno de Nemain, pues, sin nada que perder, se echaba al campo de batalla sin miedo, presa de un frenesí que le daba la fuerza de diez hombres y arrastraba a otros a su destino.
Babd pasó sus garras redescubiertas por la pared de la alcantarilla, abriendo profundas hendiduras en el cemento.
—Me encantan mis garras. Había olvidado hasta que las tenía. Apuesto a que podemos ir Arriba. ¿Queréis ir Arriba? Me apetece subir. Podemos hacerlo esta noche. Podríamos arrancarle las piernas y ver cómo se arrastra entre su propia sangre. Sería divertido. —Babd era la chillona: se decía que su grito hacía retroceder a los ejércitos en el campo de batalla y que filas de cien soldados morían de pavor al oírlo. En ella se conjugaba todo lo que era furioso y feroz, y no especialmente brillante.
—Ese Carne no lo sabe —repitió Macha—. ¿Para qué ceder nuestra ventaja cuando acaba de empezar el ataque?
—Porque sería divertido —contestó Babd—. ¿Vamos Arriba? ¿A divertirnos? Ya sé: en vez de un cesto, puedes tejer un sombrero con sus tripas.
Nemain lanzó un poco de veneno con sus garras y la ponzoña, una línea humeante, siseó sobre el cemento.
—Deberíamos decírselo a Orcus. Seguro que se le ocurre algún plan.
—¿Sobre lo del sombrero? —preguntó Babd—. Tienes que decirle que ha sido idea mía. Le encantan los sombreros.
—Tenemos que decirle que Carne Nueva no lo sabe.
Las tres descendieron como humo por las cañerías, camino del gran barco, para dar la noticia de que su más reciente enemigo no sabía, entre otras cosas, lo que era, ni lo que lo había traído a este mundo.