Un tranvía llamado confusión
Por la retaguardia del distrito del Castro cargó Charlie con un viejo bastón espada que había sacado de la tienda. Llevaba el bastón colocado a su lado en el asiento de la furgoneta, la mandíbula cargada cual bayoneta y el semblante como la efigie misma de una determinación pavorosa. Media manzana, media manzana, media manzana adelante, hacia el interior del valle de los bares de zumos a precio de oro y las mechas de fantasía, avanzaba el macho beta cargado de razones. ¡Y ay del incauto que osara joder vivo a aquel mortífero tratante de géneros de segunda mano, pues su astrosa existencia sería pasto de la mesa de saldos! Va a haber una escabechina en el barrio gay, pensó Charlie. Voy con la escopeta cargada en busca de justicia.
Bueno, lo de la escopeta cargada era un decir, porque no llevaba un arma de fuego, sino una espada oculta en un bastón; iba más bien con el garrote enhiesto en busca de justicia, lo cual no tenía la connotación de ángel vengador que andaba buscando. Estaba enfadado y dispuesto a patearle el culo a alguien, nada más. Así que, ya saben, ándense con ojo. (Con el garrote enhiesto era, dicho sea de paso, la segunda película más popular en los videoclubes del Castro, a punto de desbancar a Ha nacido una estrella: el montaje del director y solo superada por Policías sin pantalones, la número uno con diferencia).
Charlie dejó la calle Market y nada más doblar la esquina de la calle Noe vio el letrero de Fresh Music, hecho en vidrio cuadriculado de colores, estilo artesano, y sintió que el vello de la nuca se le erizaba al tiempo que el impulso de empuñar la espada se apoderaba de él. Su cuerpo había entrado en estado de lucha-o-huye, y por segunda vez esa semana Charlie fue en contra de su naturaleza de macho beta y decidió luchar. Pues que así sea, pensó. Que así sea. Se enfrentaría a su torturador y lo pondría en su sitio en cuanto encontrara un aparcamiento… que no encontró.
Rodeó la manzana pasando por bares y cafés, cosas que abundaban en el Castro. Subió y bajó por las bocacalles flanqueadas por hileras de impecables edificios Victorianos de precio exorbitante y no encontró acomodo para su leal corcel. Cuando llevaba media hora dando vueltas por el barrio, volvió hacia la parte alta de la ciudad y en Fillmore encontró sitio en un aparcamiento subterráneo; luego cogió el viejo tranvía que, bajando por la calle Market, llevaba al Castro. Era un lindo tranvía verde y chiquito, de factura italiana, con bancos de roble, barandillas de latón y ventanas con marco de caoba, una encantadora campanilla de bronce y una velocidad máxima de unos cuarenta kilómetros por hora. De esa guisa fue como Charlie Asher entró en batalla. Intentó imaginarse una horda de hunos colgados de los costados del tranvía, blandiendo temibles espadas y disparando flechas al pasar junto a los murales del distrito de Misión; quizá incluso una horda de piratas vikingos con los escudos sujetos a los flancos del coche y un gran timbal que resonaría mientras remaban dispuestos a saquear las tiendas de antigüedades, los bares sado, los bares de sushi, los bares de sushi sado (no pregunten) y las galerías de arte del Castro. Pero hasta la formidable imaginación de Charlie fracasó en ese empeño. Se bajó del tranvía entre Castro y Market y recorrió a pie una manzana hasta Fresh Music; luego se detuvo delante de la tienda y se preguntó qué cono iba a hacer.
¿Y si el que había llamado solo había pedido prestado el teléfono? ¿Y si entraba hecho una furia, dando voces y lanzando amenazas, y detrás del mostrador no había más que un chaval despistado? Pero entonces miró por la puerta y allí, detrás del mostrador, completamente solo, había un negro extraordinariamente alto, vestido de verde menta de la cabeza a los pies. Fue entonces cuando Charlie perdió los estribos.
—¡Tú la mataste! —gritó al irrumpir entre las hileras de discos hacia el hombre de menta. Mientras corría sacó la espada, o lo intentó, confiando en extraerla de la funda del bastón con un solo movimiento fluido y rebanar con ella el gaznate del asesino de Rachel. Pero el bastón llevaba mucho tiempo en la trastienda y, salvo las tres veces en que Abby, la amiga de Lily, había tratado de llevárselo (una comprándolo, aunque Charlie se negaba a vendérselo; y dos intentando robarlo) hacía años que nadie desenfundaba la espada. El botoncito de bronce que había que pulsar para soltar la hoja se había atascado, de modo que, al descargar el golpe mortal, Charlie blandió todo el bastón, que era más pesado (y más lento) que la espada. El hombre de verde, que era rápido para su altura, agachó la cabeza y Charlie se llevó por delante una fila entera de compactos de Judy Garland, perdió el equilibrio, rebotó contra el mostrador, se giró e intentó ejecutar de nuevo el movimiento desenfunda-y-golpea que había visto tantas veces en las películas de samurais y que tantas veces había ensayado de cabeza por el camino. Esta vez la espada salió de la funda y trazó un mortífero arco a metro y medio del hombre de menta, decapitando por completo un póster recortado a tamaño real de Barbara Streisand.
—¡A qué co-coño viene esto! —bramó el larguirucho.
Mientras recuperaba el equilibrio para lanzar un tajo de revés, Charlie vio que algo grande y oscuro descendía sobre él y en el último instante, cuando la caja registradora antigua caía sobre su cabeza, se dio cuenta de lo que era. Entonces hubo un destello, un tintineo y todo se volvió viscoso y oscuro.
Al volver en sí, Charlie se halló atado a una silla en el cuartito de atrás de la tienda de discos, el cual se parecía sensiblemente al de su tienda, de no ser porque las cajas apiladas en él estaban llenas de discos y compactos y no de toda clase de artículos de desecho. Aquel negro tan alto estaba de pie junto a él, y en un principio Charlie pensó que tal vez se estuviera convirtiendo en niebla o en humo, pero luego cayó en la cuenta de que eran solo sus ojos, que estaban enturbiados. Después, el dolor encendió el interior de su cabeza como una luz estroboscópica.
—¡Ay!
—¿Qué tal tu cuello? —preguntó el alto—. ¿Lo notas roto? ¿Sientes los pies?
—Adelante, mátame, puto cobarde —dijo Charlie mientras se revolvía en la silla intentando abalanzarse hacia su captor. Se sentía un poco como el Caballero Negro de Los caballeros de la mesa cuadrada de los Monty Python después de que le cortaran los brazos y las piernas. Estaba seguro de que, si aquel tipo daba un paso adelante, podría darle un cabezazo en los huevos.
El larguirucho le pisó los dedos de los pies con un mocasín de cuero que le quedaba como un guante, sobre el que descargó sus ciento veinte kilos de tratante de muerte y discos usados.
—¡Ay! —Charlie saltó e hizo girar la silla en un pequeño círculo de dolor—. ¡Me cago en la leche! ¡Ay!
—Entonces, ¿notas los pies?
—Acaba de una vez. Vamos. —Charlie estiró el cuello como si le ofreciera la garganta para que se la cortara. Su estrategia consistía en atraer a su captor hasta su radio de alcance, seccionarle luego la arteria femoral con los dientes y, a continuación, regodearse viendo cómo la sangre chorreaba por sus pantalones verde menta hasta el suelo. Se reiría a carcajada limpia, siniestramente, mientras veía cómo la vida escapaba de aquel malvado cabrón; luego saldría a la calle dando saltos con la silla, se montaría en el tranvía en Market, tomaría el autobús cuarenta y uno en Van Ness, se apearía de un salto en Columbus y recorrería brincando en la silla dos manzanas hasta llegar a su casa, donde alguien lo desataría. Tenía un plan (y un bono de autobús al que todavía le quedaban cuatro días), así que aquel hijo de puta se había equivocado de tío al que joder.
—No tengo intención de matarte, Charlie —dijo el alto mientras se mantenía a una distancia prudencial—. Perdona que haya tenido que darte con la caja. No me quedó más remedio.
—¡Habrías probado el filo letal de mi espada! —Charlie miró a su alrededor en busca de su bastón espada, por si acaso el hombre de verde lo había dejado a mano.
—Sí, bueno, estaba esa opción, pero me pareció mejor la que no incluía manchas de sangre y un funeral.
Charlie se esforzó por librarse de sus ataduras, que, se dio cuenta ahora, eran bolsas de plástico de la compra.
—Te la estás jugando con la Muerte, ¿sabes? Yo soy la Muerte.
—Sí, ya lo sé.
—¿Lo sabes?
—Claro. —El alto dio la vuelta a otra silla de madera y se sentó con el respaldo hacia delante, frente a Charlie. Con las rodillas a la altura de los codos parecía una inmensa rana arborícola de color verde, agazapada para lanzarse sobre un insecto. Charlie se fijó por primera vez en que tenía los ojos dorados, duros y llamativos en contraste con su piel oscura—. Yo también lo soy —dijo el malvado hombre rana de color verde menta.
—¿Tú? ¿Tú eres la Muerte?
—Una muerte, no la Muerte. No creo que exista la Muerte con mayúscula. Ya no, por lo menos.
Charlie no entendía nada, así que empezó a forcejear y a tambalearse hasta que el alto tuvo que alargar el brazo para sujetarlo e impedir que se cayera.
—Tú mataste a Rachel.
—No es cierto.
—Te vi allí.
—Sí, me viste. Ese es el problema. ¿Te importaría dejar de retorcerte? —Sacudió la silla de Charlie—. Pero no fui yo quien mató a Rachel. No es eso lo que hacemos. Ya no, por lo menos. ¿Es que ni siquiera le has echado un vistazo el libro?
—¿Qué libro? Dijiste algo de un libro por teléfono.
—El gran libro de la muerte. Te lo mandé a la tienda. Le dije a una mujer que había en el mostrador que iba a mandártelo, y recibí el acuse de recibo, así que sé que llegó.
—¿A qué mujer? ¿A Lily? Lily no es una mujer, es una cría.
—No, esta era una mujer más o menos de tu edad, con el pelo estilo nueva ola.
—¿Jane? No, no me dijo nada, y no he recibido ningún libro.
—Ah, joder. Eso explica por qué aparecen. Tú ni siquiera lo sabías.
—¿Quiénes? ¿Qué dices? ¿A quién te refieres?
La Muerte Verde Menta exhaló un profundo suspiro.
—Me parece que esto va para largo. Voy a hacer café. ¿Quieres un poco?
—Sí, claro, intenta inducir en mí una falsa sensación de seguridad para abalanzarte sobre mí después.
—Estás atado como un cerdo, hijoputa, no tengo que inducir en ti una puta mierda. Has estado jodiendo con el tejido mismo de la existencia humana y alguien tenía que bajarte los humos de una puta vez.
—Sí, claro, hazte el negrata conmigo. Juega la carta étnica.
Verde Menta se levantó y se dirigió hacia la puerta de la tienda.
—¿Quieres leche?
—Y dos azucarillos, por favor —respondió Charlie.
—Esto es guay, ¿por qué vas a devolverlo? —dijo Abby Normal. Abby era la mejor amiga de Lily, con la que estaba sentada en el suelo de la trastienda de Oportunidades Asher, hojeando El gran libro de la muerte. Abby se llamaba Alison en realidad, pero ya no toleraba la ignominia de lo que ella llamaba «su nombre de esclava diurna». Todo el mundo había aceptado mucho mejor su nuevo nombre que el que había elegido Lily, Darquewillow Elventhing, que siempre había que deletrear.
—Resulta que es de Asher, no mío —dijo Lily—. Se va a cabrear de verdad si descubre que lo cogí. Y ahora es la Muerte, supongo, así que podría meterme en un lío.
—¿Vas a decirle que tenías el libro? —Abby se rascó el pendiente de plata en forma de araña que llevaba en la ceja. No podía evitar toquetearse el piercing, que estaba recién hecho y no había cicatrizado aún. Abby, al igual que Lily, iba toda de negro, desde las botas al pelo; la diferencia era que ella lucía en la pechera de la camiseta un reloj de arena rojo de viuda negra, y era más flaca y más dejada que Lily en su tétrica impostura.
—No. Le diré que lo puse en un sitio equivocado. Eso pasa mucho aquí.
—¿Cuánto tiempo has creído que la Muerte eras tú?
—Como un mes.
—Y los sueños y los nombres y todas esas cosas de las que habla el libro, a ti no te ha pasado nada de eso, ¿no?
—Pensaba que todavía estaba desarrollando mis poderes. Hice un montón de listas de gente que quería que se muriera.
—Sí, yo también lo hago. ¿Y ayer descubriste que era Asher?
—Sí —dijo Lily.
—Vaya putada —contestó Abby.
—La vida es una mierda —repuso Lily.
—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó Abby—. ¿A la universidad?
Las dos asintieron con la cabeza, abatidas, y miraron las profundidades de sus respectivas lacas de uñas para no tener que compartir la humillación de que una de ellas hubiera pasado en un instante de semidiosa de las tinieblas a fracasada de andar por casa. Vivían con la esperanza de que ocurriera algo grande, oscuro y sobrenatural, así que, llegado el caso, se lo habían tomado con más alegría de la recomendable. A fin de cuentas, el miedo es un mecanismo de supervivencia.
—Entonces, ¿todas estas cosas son objetos alma? —preguntó Abby tan alegremente como le permitía su integridad. Señaló los montones de cosas que Charlie había marcado con carteles de «No vender»—. ¿Es como si llevaran dentro el alma de una persona?
—Según el libro, sí —dijo Lily—. Asher dice que las ve brillar.
—Me gustan las Converse All Star.
—Llévatelas, son tuyas —dijo Lily.
—¿En serio?
—Sí —contestó Lily. Sacó las Converse de la estantería y se las dio—. No va a echarlas de menos.
—¡Qué guay! Tengo unas medias de rejilla con las que van a quedar perfectas.
—Seguramente tienen dentro el alma de algún atleta sudoroso —dijo Lily.
—Pues que se ponga a mis pies —contestó Abby mientras hacía una pirueta y un arabesco (vestigios, junto con un desorden alimenticio, de diez años de clases de ballet).
—¿Así que soy como un ayudante de Santa Claus, solo que de la Muerte? —preguntó Charlie agitando su taza de café. El alto le había desatado un brazo para que pudiera bebérselo, y con cada gesto Charlie iba bautizando el suelo de la trastienda con torrefacto francés. El señor Fresh arrugó el ceño.
—¿De qué coño estás hablando, Asher? —Fresh se sentía culpable por haberle pegado con la caja registradora y haberlo atado, y ahora se preguntaba si el golpe no le habría causado algún tipo de lesión cerebral.
—Hablo del Papá Noel del supermercado, Fresh. Cuando eres pequeño y te das cuenta de que el Papá Noel del supermercado lleva barba postiza y de que hay por lo menos seis Papá Noel del Ejército de Salvación trabajando en Union Square, les preguntas a tus padres y te dicen que el verdadero Santa Claus está en el Polo Norte, muy liado, y que todos esos tipos son sus ayudantes, que le echan una mano en el curro. Eso es lo que estás diciendo, que somos ayudantes, pero no de Santa Claus, sino de la Muerte.
El señor Fresh estaba de pie junto a su mesa, pero volvió a sentarse frente a Charlie para poder mirarlo a los ojos. Muy suavemente dijo:
—Charlie, tú ahora sabes que eso no es cierto, ¿verdad? Me refiero a los ayudantes de Santa Claus y todo ese rollo.
—Claro que sé que no existe Santa Claus. Lo estoy usando como metáfora, zoquete.
El señor Fresh aprovechó la ocasión para alargar el brazo y darle una palmada en la frente. Pero enseguida se arrepintió.
—¡Eh! —Charlie dejó su taza y se frotó las entradas, que del golpe se le estaban poniendo rojas.
—No nos pongamos groseros —dijo el señor Fresh.
—Entonces, ¿me estás diciendo que hay un Santa Claus? —dijo Charlie, y se encogió esperando otro cachete—. Dios mío, ¿hasta dónde llega esta conspiración?
—No, no hay ningún Santa Claus de las narices. Solo te estoy diciendo que no sé qué somos. No sé si hay una Muerte con eme mayúscula, aunque el libro sugiere que antes la había. Solo digo que somos muchos, una docena por lo menos que yo conozca aquí, en la ciudad, y que vamos por ahí recogiendo las vasijas de las almas para encargarnos de que lleguen a las manos adecuadas.
—¿Y todo consiste en entrar por casualidad en tu tienda y comprar un disco? —Los ojos de Charlie se agrandaron al comprender—. El disco de Sarah McLachlan de Rachel. ¿Te lo llevaste tú?
—Sí. —Fresh miró al suelo, no porque estuviera avergonzado, sino para no ver el dolor en los ojos de Charlie.
—¿Dónde está? Quiero verlo —dijo Charlie.
—Lo vendí.
—¿A quién? Encuéntralo. Quiero que vuelva Rachel.
—No sé. A una mujer. No me dio su nombre, pero estoy seguro de que estaba destinado a ella. Ya te darás cuenta.
—¿Que me daré cuenta? ¿Por qué? —preguntó Charlie—. ¿Por qué yo? Yo no quiero matar a nadie.
—Nosotros no matamos a la gente, señor Asher. Eso lo has entendido mal. Sencillamente, facilitamos la ascensión del alma.
—Pues un tío se murió porque le dije una cosa y otro tuvo un ataque al corazón porque hice otra. Una muerte que resulta de tus actos es básicamente lo mismo que asesinar a alguien, a no ser que seas un político, ¿no? Así que, ¿por qué yo? No se me dan tan bien las gilipolleces. Así que, ¿por qué yo?
El señor Fresh consideró lo que Charlie estaba diciendo y sintió que algo siniestro le trepaba por la espalda. En todos aquellos años, no recordaba que sus actos hubieran causado directamente la muerte de nadie, ni había oído que tal cosa les ocurriera a los otros Mercaderes de la Muerte. Naturalmente, a veces aparecía uno en el momento preciso en que la persona fallecía, pero eso no sucedía a menudo, y nunca era la causa de la muerte.
—¿Y bien? —dijo Charlie.
El señor Fresh se encogió de hombros.
—Porque me viste. Seguro que has notado que nadie te ve cuando sales a recoger la vasija de un alma.
—Yo nunca he salido a recoger la vasija de un alma.
—Sí que has salido, y saldrás, o por lo menos deberías. Tiene usted que cumplir, señor Asher.
—Sí, eso ya me lo has dicho. ¿Así que somos… esto… invisibles cuando salimos a recoger esas vasijas de las almas?
—Invisibles del todo no, es solo que nadie nos ve. Puedes entrar en casa de la gente y no se dan cuenta de que estás allí, a su lado, pero si hablas con alguien en la calle, te verán, las camareras cogerán tu pedido y los taxis te pararán. Bueno, a mí no, que soy negro, pero podrían hacerlo, ¿sabes? Creo que es una cosa voluntaria o algo así. Lo he probado. Por cierto, los animales nos ven. Ten cuidado con los perros cuando vayas a recoger una vasija.
—Entonces, ¿es así como se llega a ser un…? ¿Cómo nos llaman?
—Mercaderes de la Muerte.
—Venga ya. ¿En serio?
—No viene en el libro. Me lo inventé yo.
—Pues está muy bien.
—Gracias. —El señor Fresh sonrió, aliviado por un instante por no tener que pensar en la significación de la insólita transición de Charlie a Mercader de la Muerte—. La verdad es que creo que es un personaje de la carátula de un disco, un tío detrás de una caja registradora, con los ojos rojos y brillantes, pero cuando se me ocurrió no lo sabía.
—Pues es perfecto.
—Sí, eso me pareció —dijo el señor Fresh—. ¿Más café?
—Sí, gracias. —Charlie alargó su taza vacía—. Así que viste a alguien. ¿Así fue como te convertiste en Mercader de la Muerte?
—No, así es como te convertiste tú. Creo que puede que seas… eh… —Fresh no quería confundir a aquel pobre diablo, pero por otro lado ignoraba qué había ocurrido—. Creo que quizá tú seas distinto a los demás. Yo no vi a nadie. Estaba trabajando de guardia de seguridad en un casino de Las Vegas cuando las cosas empezaron a torcerse (dicen que tengo un problema con la autoridad), así que me vine a San Francisco y abrí esta tienda, empecé a vender discos y compactos de segunda mano, al principio de jazz, sobre todo. Pasado un tiempo empezaron a pasar cosas raras: las vasijas de las almas que brillaban, la gente que entraba con ellas, yo que me las encontraba en ventas de particulares… No sé por qué fue, ni cómo, y no le dije nada a nadie. Luego me llegó el libro por correo.
—Y dale con el libro. ¿No tendrás una copia por ahí?
—Solo hay un ejemplar. Al menos, que yo sepa.
—¿Y se te ocurrió mandarlo por correo?
—¡Por correo certificado! —bramó Fresh—. Alguien de tu tienda firmó el resguardo. Creo que yo cumplí mi parte.
—Vale, lo siento, continúa.
—El caso es que cuando llegué aquí el Castro era un sitio muy triste. En la calle solo se veía gente muy mayor o muy joven, todos los demás estaban muertos o tenían el sida y andaban con bastones y arrastrando bombonas de oxígeno. La muerte estaba por todas partes. Era como si tuviera que haber un apeadero de almas, y yo estaba aquí, vendiendo mis discos. Luego apareció el libro en el correo. Entraban muchas almas. Los primeros años recogía vasijas todos los días, a veces dos o tres al día. Te sorprendería saber cuántos gais tienen el alma en la música.
—¿Las has vendido todas?
—No, vienen y van. Siempre hay alguna en inventario.
—Pero ¿cómo puedes estar seguro de que una persona se lleva el alma adecuada?
—Eso no es problema mío, ¿no crees? —El señor Fresh se encogió de hombros. Al principio se había preocupado por eso, pero por lo visto todo sucedía como debía, y él había caído en la rutina de confiar en el mecanismo o en el poder que se hallaba tras todo aquello, fuera cual fuese.
—Y, si piensas así, ¿por qué lo haces? Yo no quiero este trabajo. Tengo un empleo y una hija pequeña.
—Tienes que hacerlo. Créeme, después de recibir el libro, yo intenté escaquearme. Todos lo intentamos. Por lo menos, la gente con la que yo he hablado. Supongo que ya has visto lo que pasa si no lo haces. Empiezas a oír voces y luego aparecen las sombras. El libro las llama «moradores del Inframundo».
—¿Los cuervos gigantes? ¿Esos?
—Eran solo sombras y voces indistintas hasta que apareciste tú. Aquí está pasando algo raro. Y ha sido por ti. Dejaste que se llevaran la vasija de un alma, ¿verdad?
—¿Yo? Pero si has dicho que hay un montón de Mercaderes de la Muerte.
—Los otros saben lo que tienen que hacer. Fuiste tú. La cagaste. Me pareció ver pasar uno volando a principios de semana. Y luego, hoy, estaba dando un paseo y empecé a oír unas voces horribles. Horribles de verdad. Fue entonces cuando te llamé. Fuiste tú, ¿verdad?
Charlie asintió con la cabeza.
—No lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo?
—Entonces, ¿se llevaron una vasija?
—Dos —dijo Charlie—. Una mano salió de una alcantarilla. Fue mi primer día.
—Pues ya está —dijo Fresh, y se sujetó la cabeza entre las manos—. Ahora sí que estamos jodidos.
—Eso no lo sabes —contestó Charlie, que intentaba tomarse aquello por el lado bueno—. A lo mejor ya estábamos jodidos antes. Quiero decir que llevamos tiendas de segunda mano para muertos, y eso equivale a estar bien jodido.
El señor Fresh levantó la mirada.
—El libro dice que, si no hacemos nuestro trabajo, podría ponerse todo muy negro, convertirse en una especie de Inframundo. No sé cómo será el Inframundo, señor Asher, pero lo he entrevisto un par de veces y no me interesa averiguarlo. ¿Y a ti?
—Puede que sea Oakland —dijo Charlie.
—¿Oakland? ¿El qué?
—El Inframundo.
—¡Oakland no es el Inframundo! —El señor Fresh se puso en pie de un salto. No era un hombre violento, no le hacía falta con aquella estatura, pero…
—¿El barrio de Tenderloin? —sugirió Charlie.
—No me obligues a darte una bofetada. No nos apetece a ninguno de los dos, ¿verdad, señor Asher?
Charlie movió la cabeza de un lado a otro.
—He visto a los cuervos —dijo—, pero no he oído ninguna voz. ¿Qué voces son esas?
—Te hablan cuando vas por la calle. A veces oyes una que sale del respiradero de la calefacción, o de una tubería, o a veces de un desagüe. Son ellas. Voces de mujeres que se burlan de ti. Yo me he pasado años sin oírlas, casi llegaba a olvidarme de ellas, y luego, de repente, iba a recoger la vasija de un alma y oía una. Antes llamaba a los otros mercaderes para preguntarles si habían hecho algo, pero enseguida tuvimos que dejarlo.
—¿Por qué?
—Porque creemos que en parte es lo que las atrae. Se supone que no podemos tener ningún contacto entre nosotros. Tardamos un tiempo en darnos cuenta. En aquel entonces yo solo había encontrado a seis mercaderes en la ciudad, y una vez por semana quedábamos para comer, hablábamos de lo que sabíamos, comparábamos impresiones… Fue entonces cuando empezamos a ver las primeras sombras. De hecho, solo por si acaso, esta será la última vez que tú y yo tengamos contacto. —El señor Fresh volvió a encogerse de hombros y empezó a desatar a Charlie mientras se decía: Todo cambió aquel día en el hospital. Este tío lo ha cambiado todo y yo voy a mandarlo ahí fuera como un borrego al matadero. O puede que el que vaya a armar una matanza sea él. Este tío podría ser el auténtico…
—Espera, yo no sé nada —le suplicó Charlie—. No puedes mandarme por ahí a hacer una cosa así sin ponerme en antecedentes. ¿Qué pasa con mi hija? ¿Cómo sé a quién tengo que venderle las almas? —Estaba angustiado e intentaba preguntarlo todo antes de que Fresh lo desatara—. ¿Qué son los números que aparecen debajo de los nombres? ¿Tú recibes los nombres así? ¿Cuánto tiempo tengo que dedicarme a esto antes de jubilarme? ¿Por qué siempre vas vestido de verde menta? —Mientras el señor Fresh le desataba un tobillo, Charlie intentaba atarse el otro a la silla.
—Por mi nombre —dijo el señor Fresh.
—¿Cómo dices? —Charlie dejó de atarse.
—Visto de verde menta por mi nombre. Me llamo Minty.
Charlie olvidó por completo sus preocupaciones.
—¿Minty? ¿Te llamas Minty Fresh8?
Pareció que intentaba sofocar un estornudo, pero soltó una estruendosa carcajada. Luego agachó la cabeza.