7

Tanatostas

Aunque en ocasiones su imaginación de macho beta podía haber inducido a Charlie al apocamiento e incluso a la paranoia, cuando se trataba de aceptar lo inaceptable le resultaba tan eficaz como un rollo de papel higiénico de poliamida: a prueba de balas, aunque de uso un pelín áspero. La incapacidad para creer lo increíble no sería su perdición. Charlie Asher nunca sería un bicho aplastado en el parabrisas ahumado de una imaginación embotada.

Sabía que todas las cosas que le habían pasado el día anterior rebasaban los límites de lo real para la mayoría de la gente y, dado que el único testigo que podía corroborar lo ocurrido era un hombre que se creía el emperador de San Francisco, Charlie sabía que nunca podría convencer a nadie de que había sido perseguido y atacado por dos cuervos gigantes y malhablados, y declarado luego guía turístico del país de lo ignoto por una pitonisa despampanante con zapatos de putón.

Ni siquiera Jane se lo tragaría. Solo una persona lo habría hecho, podría haberlo hecho, y por enésima vez sintió la ausencia de Rachel hundirse en su pecho como un agujero negro en miniatura. Así fue como Sophie se convirtió en su cómplice.

La niña, vestida con un peto Elmo y unos Doctor Martens de bebé (regalo de la tía Jane) estaba incorporada en su silla de seguridad, en la barra del desayuno, junto a la pecera de los peces de colores (Charlie le había comprado seis peces de colores cuando la niña empezó a fijarse en las cosas que se movían. Una niña necesita mascotas. Charlie les había puesto nombres de abogados de la tele. En ese momento, Matlock estaba persiguiendo a Perry Mason e intentaba comerse una larga hebra de caca de pez que colgaba de su ojete).

Sophie empezaba a dar muestras del pelo negro de su madre y, si a Charlie no le fallaba la vista, tenía (además de un hilillo de baba) la misma expresión de divertido afecto hacia él que tenía Rachel.

—Así que soy la Muerte —dijo Charlie mientras intentaba preparar un sandwich de atún—. Papá es la Muerte, cielo. —Miró la tostada; no se fiaba del mecanismo automático del tostador, porque a veces a los tostadores les gustaba hacerte alguna putada.

—La Muerte —repitió, y el abrelatas se le resbaló, y se golpeó la mano vendada contra la encimera—. ¡Mierda!

Sophie hizo un gorgorito y soltó una burbuja de felicidad, cosa que Charlie interpretó como: «Cuéntamelo, papi. Continúa, por favor, te lo ruego».

—Ni siquiera puedo salir de casa por miedo a que alguien caiga muerto a mis pies. Soy la Muerte, cariño. Sí, claro, tú te ríes ahora, pero nunca te admitirán en una buena guardería teniendo un padre que pone a la gente a criar malvas.

Sophie dejó escapar otra burbuja de compasión. Charlie sacó a mano la tostada. Estaba poco hecha, pero si volvía a meterla en el tostador se quemaría, a no ser que la vigilara sin perder un segundo y volviera a sacarla con los dedos. Así que seguramente ya se habría infectado con algún patógeno extraño y debilitante propio de las tostadas poco hechas. ¡El mal de la tostada loca! Putos tostadores.

—Esta es la tostada de la Muerte, jovencita. —Le enseñó la tostada—. La tostada de la Muerte.

Puso el pan en la encimera y volvió a atarearse con la lata de atún.

—A lo mejor hablaba metafóricamente. Quiero decir que tal vez la pelirroja solo quería decir que soy, ya sabes, mortalmente aburrido. —Eso, desde luego, no explicaba las demás cosas extrañas que le habían pasado—. ¿Tú qué crees? —le preguntó a Sophie.

La miró en busca de una respuesta y vio que la niña tenía aquella sonrisa de listilla tan rachelesca (menos los dientes). Sus cuitas le hacían gracia y, curiosamente, Charlie se sintió mejor al saberlo.

El abrelatas volvió a resbalársele, salpicó de salsa de atún su camisa y lanzó al suelo su tostada, que se impregnó de pelusa. ¡Pelusa en su tostada! Pelusa en la tostada de la Muerte. ¿De qué coño servía ser el Señor del Inframundo si uno tenía que comerse una tostada poco hecha y encima con pelusa?

—¡Joder!

Recogió la tostada del suelo y la lanzó hacia el cuarto de estar por delante de Sophie. La niña la siguió con la mirada y miró luego a su padre con un chillido alborozado, como diciendo: «Hazlo otra vez, papi. ¡Hazlo otra vez!».

Charlie la sacó del asiento y la abrazó con fuerza; olía su aroma agridulce de bebé y sus lágrimas le manchaban el peto. Podía haber afrontado aquello si Rachel hubiera estado allí, pero no podía, no quería hacerlo sin ella.

Sencillamente, no saldría de casa. Esa era la solución. El único modo de mantener a la gente de San Francisco a salvo era encerrarse en casa. Así que durante los cuatro días siguientes se quedó en el apartamento con Sophie y mandó a la señora Ling, la del piso de arriba, a comprar comida. (Y, como la señora Ling, pusiera lo que pusiese en la lista, siempre hacía la compra en los mercados del barrio chino, Charlie estaba acumulando una colección ingente de verduras para las que no tenía ni nombre ni idea de cómo prepararlas). Al cabo de dos días, cuando un nuevo nombre apareció en la libreta junto a su cama, Charlie reaccionó escondiéndola debajo de la guía telefónica, en un cajón de la cocina.

Fue el quinto día cuando vio la sombra de un cuervo sobre la puerta del tejado del edificio de enfrente. Al principio no sabía si era un cuervo gigante o solo un cuervo de tamaño normal que proyectaba una sombra, pero cuando cayó en la cuenta de que era mediodía y de que cualquier sombra normal se proyectaría hacia abajo, el diminuto cuervo de la negación se esfumó en un suspiro. Bajó las persianas de ese lado del piso y se sentó en el dormitorio cerrado a cal y canto, con Sophie, una caja de pañales, una cesta llena de comida, una caja de seis botellas de leche para lactantes y otra de refrescos de naranja y se quedó allí escondido hasta que sonó el teléfono.

—¿Se puede saber qué haces? —preguntó una voz de hombre muy grave al otro lado de la línea—. ¿Es que estás loco?

Charlie se quedó de piedra; por el identificador de llamadas había esperado que fuera alguien que se había equivocado de número.

—Me estoy comiendo una cosa que creo que es o un melón o un calabacín. —Miró aquella cosa verde, que sabía a melón pero que parecía más bien un calabacín con pinchos (la señora Ling había llamado a aquella cosa «calle-y-coma-es-bueno-para-usted»).

El hombre dijo:

—La estás cagando. Tienes que cumplir con tu trabajo. Haz lo que dice el libro o todo lo que significa algo para ti te será arrebatado. Hablo en serio.

—¿Qué libro? ¿Quién es? —preguntó Charlie. Tenía la impresión de que aquella voz, que por alguna razón lo puso enseguida alerta, le sonaba de algo.

—Eso no puedo decírtelo, lo siento —dijo el otro—. Lo siento de verdad.

—Tengo identificador de llamadas, cretino. Sé desde dónde llamas.

—¡Huy! —dijo el hombre.

—Deberías haberlo pensado. ¿Qué clase de siniestro poder de las tinieblas te crees que eres si ni siquiera bloqueas tu identificador de llamadas?

En la pantallita del teléfono ponía «Fresh Music» y un número. Charlie llamó al número, pero nadie respondió. Corrió a la cocina, sacó del cajón el listín telefónico y buscó Fresh Music. Era una tienda de discos en la parte alta de Market, en el distrito de Castro.

El teléfono sonó otra vez y Charlie levantó el auricular de la encimera con tanta violencia que estuvo a punto de desconcharse un diente al responder.

—¡Serás cabrón! ¡Tú no tienes piedad! —gritó al teléfono—. ¿Tienes idea de por lo que estoy pasando, monstruo sin corazón?

—¡Que te jodan, Asher! —dijo Lily—. El hecho de que sea una cría no significa que no tenga sentimientos. —Y colgó.

Charlie volvió a llamar.

—Oportunidades Asher —contestó Lily—, negocio propiedad desde hace más de treinta años de una familia de burgueses con afición por las lavativas.

—Perdona, Lily, creía que era otra persona. ¿Por qué llamabas?

¿Moi? —dijo ella—. Je me fous de ta gueule, espèce de gaufre de douche.

—Lily, deja de hablar en francés. Ya te he pedido perdón.

—Aquí abajo hay un poli que quiere verte —respondió ella.

Charlie llevaba a Sophie atada al pecho, como un terrorista su bomba, cuando bajó por la escalera de atrás. La niña ya sostenía la cabeza, así que Charlie la había puesto de frente en la mochila para que pudiera mirar a su alrededor. Por cómo movía los brazos y las piernas mientras Charlie caminaba, parecía haberse lanzado desde un avión con un pardillo flacucho a modo de paracaídas.

El policía, que estaba de pie junto al mostrador, delante de Lily, parecía salido de un anuncio de coñac, con su traje cruzado de corte italiano en seda cruda color añil, su camisa de lino beis y su corbata amarilla. Rondaba los cincuenta, era hispano, fibroso, con rasgos afilados y el aire de un pájaro de presa. Llevaba el pelo peinado en línea recta hacia atrás y las canas de sus sienes daban la impresión de que se estaba moviendo hacia uno incluso cuando estaba quieto.

—Inspector Alphonse Rivera —dijo al tenderle la mano—. Gracias por bajar. La señorita dice que estaba usted trabajando el lunes pasado a última hora de la tarde.

El lunes. El día que había espantado a los cuervos en el callejón, el día que la pelirroja pálida entró en la tienda.

—No tienes que decirle nada, Asher —dijo Lily, que obviamente pretendía reafirmar su lealtad, a pesar de la afición a las lavativas de Charlie.

—Gracias, Lily, ¿por qué no te tomas un descanso y vas a ver cómo van las cosas en el abismo?

Ella refunfuñó, sacó algo del cajón de debajo de la caja registradora (presumiblemente su tabaco) y salió por la puerta de atrás.

—¿Por qué no está esa cría en la escuela? —preguntó Rivera.

—Lily es especial —dijo Charlie—. Ya sabe, estudia en casa.

—¿Por eso está tan alegre?

—Este mes está estudiando a los existencialistas. La semana pasada me pidió un día libre para matar a un árabe en la playa7.

Rivera sonrió y Charlie se relajó un poco. El policía se sacó una fotografía del bolsillo de la pechera y se la enseñó a Charlie. Sophie quiso cogerla. La fotografía era de un señor mayor, en traje de domingo, de pie junto a la escalinata de una iglesia. Charlie reconoció la catedral de San Pedro y San Pablo, que quedaba a unas pocas calles de Washington Square.

—¿Vio a este hombre el lunes por la noche? Ese día vestía abrigo gris oscuro y sombrero.

—No, lo siento. No lo vi —respondió Charlie. Y no lo había visto—. Estuve aquí, en la tienda, hasta eso de las diez. Entraron unos cuantos clientes, pero este tipo no.

—¿Está seguro? Se llama James O’Malley. No se encuentra bien. Cáncer. Su mujer dice que el lunes por la tarde salió a dar un paseo al anochecer y que ya no volvió.

—No, lo siento —dijo Charlie—. ¿Ha preguntado al conductor del funicular?

—Ya he hablado con los conductores que trabajaron esa noche. Creemos que pudo sufrir un ataque en alguna parte y no lo hemos encontrado. Después de tanto tiempo, no tiene buena pinta.

Charlie asintió, intentando parecer pensativo. Estaba tan aliviado porque el policía no hubiera ido a verlo por nada relacionado con él que se sentía casi mareado.

—Quizá debería preguntar al Emperador. Lo conoce, ¿no? Él ve más recovecos de la ciudad que la mayoría de la gente.

Rivera hizo una mueca al oír mencionar al Emperador, pero luego se relajó y volvió a sonreír.

—Es buena idea, señor Asher. Veré si puedo encontrarlo. —Le entregó una tarjeta—. Si se acuerda de algo, llámeme, ¿quiere?

—Lo haré. Eh, inspector —dijo Charlie, y Rivera se detuvo a unos pasos del mostrador—, ¿no es un caso muy rutinario para que lo lleve un inspector?

—Sí, normalmente de algo así se encargaría el personal de uniforme, pero puede que esté relacionado con otro asunto en el que estoy trabajando. Por eso he venido yo.

—Ah, vale —dijo Charlie—. Bonito traje, por cierto. No he podido evitar fijarme. Cosas del negocio.

—Gracias —contestó Rivera, y se miró las mangas con cierta melancolía—. Hace un tiempo tuve una breve racha de buena suerte.

—Me alegro por usted —dijo Charlie.

—Se pasó —añadió Rivera—. Un bebé muy mono. Cuídense, ¿eh? —Y salió por la puerta.

Charlie se dio la vuelta para subir las escaleras y estuvo a punto de chocar con Lily. Ella tenía los brazos cruzados bajo la leyenda de su camiseta («El infierno son los otros») y parecía más sentenciosa que de costumbre.

—Bueno, Asher, ¿tienes algo que decirme?

—Lily, no tengo tiempo para…

Ella le enseñó la pitillera de plata que le había dado la pelirroja. Seguía emitiendo un fulgor rojizo. Sophie intentó echar mano de ella.

—¿Qué pasa? —dijo Charlie. ¿Podía verlo Lily? ¿Distinguía ella el extraño resplandor?

Lily abrió la pitillera y la puso ante la cara de Charlie.

—Lee lo que hay grabado.

«James O’Malley», decía la inscripción ornamentada.

Charlie dio un paso atrás.

—Lily, no puedo… No sé nada de ese señor. Mira, tengo que decirle a la señora Ling que cuide de Sophie para ir un momento al Castro. Luego te lo explico, ¿vale? Te lo prometo.

Ella se quedó pensando un momento mientras lo miraba con reproche, como si lo hubiera sorprendido dándole cereales con sabor a frutas a su bête noire. Después, pareció aplacarse.

—Vete —dijo.