6

Héroes de velocidad variable

En el callejón de detrás de Oportunidades Asher, el Emperador de San Francisco daba de comer focaccia de aceitunas a sus tropas con la mano mientras intentaba impedir que la baba de perro le pringara el desayuno.

—Paciencia, Holgazán —dijo Emperador al boston terrier, que brincaba a la vista de la rosca de pan plano del día anterior como una Super Ball peluda, mientras Lazarus, el solemne golden retriever, esperaba tranquilamente su parte. Holgazán contestó con un resoplido impaciente (de ahí la baba de perro). Había acumulado un tremendo apetito porque esa mañana el desayuno llegaba tarde. El Emperador había dormido en un banco junto al Museo Marítimo, y durante la noche su rodilla artrítica se había salido del abrigo de lana y quedado al relente, y la caminata hasta la panadería italiana del North Beach que les daba gratis las sobras del día anterior se había convertido en un calvario lento y doloroso.

El Emperador gruñó y se sentó sobre un cajón de leche vacío. Era un tipo grande y bamboleante como un oso, con los hombros anchos, aunque un poco quebrantados por llevar encima el peso de la ciudad. Una blanca maraña de pelo y barba orlaba su cara como una nube de tormenta. Sus tropas y él llevaban toda la vida patrullando la ciudad, hasta donde le alcanzaba la memoria, aunque, pensándolo bien, quizá solo fuera desde el miércoles. No estaba del todo seguro.

El Emperador decidió lanzar una arenga a las tropas acerca de la importancia de la compasión frente a la marea creciente de la hijoputez y la política de las alimañas en el cercano reino de los Estados Unidos (tenía la impresión de que su público estaba más atento a sus proclamas cuando la focaccia aderezada con carne estaba aún a buen recaudo en la despensa de los bolsillos de su abrigo, en cuyas lanosas profundidades reposaba en ese momento una de pepperoni con parmesano, de modo que los reales lebreles se hallaban en éxtasis). Pero justo cuando se aclaraba la garganta para empezar, una furgoneta dobló chirriando la esquina, se puso a dos ruedas al pasar por entre una hilera de cubos de basura y se detuvo a menos de quince metros de allí. La puerta del conductor se abrió y un hombre flaco y trajeado saltó de ella cargado con un bastón y un chaquetón de piel y se fue derecho a la puerta trasera de la tienda de Asher. Pero antes de que hubiera subido dos escalones, cayó al suelo de cemento como si hubiera recibido un golpe desde atrás, rodó de espaldas y empezó a golpear el aire con el bastón y el abrigo. El Emperador, que conocía a casi todo el mundo, reconoció en él a Charlie Asher.

Holgazán se puso a ladrar como loco, pero Lazarus, siempre tan prudente, gruñó una sola vez y echó a correr hacia Charlie.

—¡Lazarus! —gritó el Emperador, pero el retriever siguió adelante seguido por su compañero de armas de ojos saltones.

Charlie se había puesto de pie y blandía el bastón como si luchara a espada con algún fantasma, con el chaquetón como escudo. El Emperador, que vivía en la calle, había visto a mucha gente batallar con demonios invisibles, pero Charlie Asher parecía estar anotándose algunos tantos. El bastón hacía un ruido chirriante al chocar contra el puro aire. Pero no, allí había algo, ¿una especie de sombra?

El Emperador se levantó y se acercó cojeando a la refriega, pero antes de que diera dos pasos Lazarus dio un salto y pareció abalanzarse sobre Charlie; se elevó, sin embargo, por encima del tendero y clavó los dientes en un sitio por encima de su cabeza. Luego se quedó allí colgado, con las mandíbulas hundidas en el sólido gaznate del aire.

Charlie aprovechó la ocasión para retroceder y blandir el bastón por encima del golden retriever flotante. Se oyó un golpe y Lazarus soltó su presa, pero entonces fue Holgazán quien se lanzó contra el enemigo invisible. Erró su objetivo, fuera este cual fuese, y acabó encestado en un cubo de basura.

—¡Suelta, mamón! —chilló la sombra.

El chaquetón de Charlie pareció salir arrancado de su mano, se elevó en línea recta sobre el edificio de cuatro plantas y desapareció.

Charlie se volvió con el bastón en guardia, pero lo que hubiera habido allí parecía haberse ido.

—¿No se supone que tienes que posarte encima de la puerta y nada más y ponerte poético y todo ese rollo6? —gritó al cielo. Luego, por si las moscas, añadió—: ¡Cabronazo!

Lazarus ladró y luego gimió. Un ladrido agudo y metálico salió del cubo de basura de Holgazán

—Vaya, esto no se ve todos los días —dijo el Emperador mientras se acercaba cojeando a Charlie.

—¿Lo ha visto?

—Bueno, no, verlo no lo he visto. Solo he visto una sombra, pero notaba que había algo ahí. Porque había algo, ¿no, Charlie?

Charlie asintió con la cabeza mientras procuraba recobrar el aliento.

—Volverá. Me sigue por toda la ciudad. —Hurgó en su bolsillo en busca de las llaves—. Deberían entrar conmigo en la tienda, su majestad. —Charlie conocía al Emperador, desde luego. Todo en mundo en San Francisco conocía al Emperador.

El Emperador sonrió.

—Eres muy amable, pero estamos perfectamente a salvo. De momento tengo que liberar a mi pupilo de su prisión galvanizada. —El hombretón volcó el cubo de basura y Holgazán salió resoplando y sacudiendo la cabeza como si estuviera listo para arrancar el culo a cualquier bestia o animal lo bastante tonto como para hacerle enfadar (y eso habría hecho, siempre y cuando no levantaran del suelo por encima del nivel de la rodilla o menos).

Charlie seguía teniendo problemas con la llave. Sabía que tenía que cambiar la cerradura, pero esta funcionaba si se la trataba con un poco de tacto, así que nunca hacía de ello una prioridad. ¿Quién iba a pensar que alguna vez tendría que resguardarse a toda prisa en la tienda para escapar de un pájaro gigante? Luego oyó un chillido y al volverse vio aparecer sobre el tejado no uno, sino dos cuervos enormes que se lanzaron en picado hacia el callejón. Los perros lanzaron a los intrusos alados una salva frenética de ladridos y Charlie puso tanto empeño en girar la llave en la cerradura que notó cómo un músculo atrofiado vibraba y se desgarraba en su cadera.

—Ahí vuelven. ¡Cubridme! —Charlie lanzó el bastón al Emperador y se preparó para el impacto, pero en cuanto el bastón tocó la mano del viejo los pájaros desaparecieron. Casi se oyó el chasquido del aire al rellenar el sitio que habían ocupado. Los perros se detuvieron a medio ladrido; Holgazán gimoteó.

—¿Qué pasa? —dijo el Emperador—. ¿Qué pasa?

—Se han ido.

El Emperador miró el cielo.

—¿Estás seguro?

—Por ahora.

—He visto dos sombras. Esta vez las he visto de verdad —dijo el Emperador.

—Sí, ahora eran dos.

—¿Qué son?

—No tengo ni idea, pero cuando su majestad cogió el bastón… en fin, desaparecieron. ¿De verdad los ha visto?

—Estoy seguro. Eran como un humo con muy malas intenciones.

Por fin la llave giró en la cerradura y la puerta de la trastienda se abrió.

—Debería entrar. A descansar. Pediré algo de comer.

—No, no, mis hombres y yo debemos seguir nuestra ronda. Esta mañana había decidido componer una arenga y tenemos que visitar al impresor. Te hará falta esto. —El Emperador le ofreció el bastón como si le entregara una espada del reino.

Charlie hizo ademán de cogerlo y luego se lo pensó mejor.

—Majestad, creo que será mejor que se lo quede. Me parece que le vendrá bien usarlo. —Charlie señaló con la cabeza la rodilla chirriante del Emperador.

El Emperador sostuvo con firmeza el bastón.

—Yo no rindo culto a lo material, ¿sabes?

—Lo sé.

—Creo firmemente que el deseo está en el origen de la mayor parte del sufrimiento humano, tú eres consciente de ello, y que ninguna culpa es más horrenda que el deseo de la ganancia material.

—Yo dirijo mi negocio conforme a esos mismos principios. Aun así, insisto en que se quede con el bastón… como favor hacia mí, si no es inconveniente.

Charlie se descubrió imitando el habla ceremoniosa del Emperador, como si hubiera sido transportado a una corte real en la que a los nobles se les distinguiera por las migajas de pan que adornaban sus barbas y la guardia real no le hiciera ascos a chuparse las pelotas.

—Bueno, como favor lo acepto. Es una hermosa pieza de artesanía.

—Y, lo que es más importante, le permitirá hacer su ronda con toda puntualidad.

El Emperador delató el deseo de su fuero interno al dejar volar una amplia sonrisa y apretar el bastón contra su pecho.

—Está muy bien, sí. Charlie, he de confesarte algo, pero te pido que me concedas la credibilidad debida a un hombre que acaba de ver, junto a un amigo, la sombra de dos cuervos gigantescos.

—Desde luego. —Charlie sonrió, a pesar de que apenas un momento antes creía que, durante los meses anteriores, había perdido la sonrisa en alguna parte.

—Espero que no me consideres mezquino, pero en cuanto toqué este bastón, tuve la sensación de que llevaba esperándolo toda mi vida.

Entonces, sin saber por qué, Charlie dijo:

—Lo sé.

Unos minutos antes, en el interior de la tienda, Lily había estado cavilando. No con su cavilar habitual, reacción a un mundo poblado por idiotas en el que la vida no tenía sentido y el simple acto de existir era intrascendente, sobre todo si tu madre olvidaba comprar café. Se trataba en este caso de un cavilar más específico, que había empezado cuando, al llegar al trabajo, Ray le dijo que le tocaba a ella llevar la diadema del aspirador y se empeñó en que, si se ponía la diadema, pasara el aspirador a la tienda (de hecho, a Lily le gustaba ponerse la diadema de pedrería falsa que Charlie, en una descarada muestra de astucia burguesa, había ordenado que llevara, entonces y solo entonces, el que cada día tuviera que barrer y pasar el aspirador. Era a barrer y a pasar el aspirador a lo que le ponía reparos. Se sentía manipulada, utilizada y tenía, en general, la impresión de que se aprovechaban de ella, y no precisamente en el sentido más gozoso de la expresión). Ese día, sin embargo, después de ponerse la diadema, pasar el aspirador y meterse por fin un par de tazas de café en el cuerpo, su cavilar no se detuvo, sino que siguió acrecentándose hasta convertirse en una congoja a gran escala cuando comenzó a comprender que tendría que tomar una decisión acerca del problema de su carrera universitaria, porque, a pesar de lo que dijera El gran libro de la muerte, no había sido elegida como oscuro acólito de la destrucción. Menuda mierda.

Estaba en la trastienda mirando las cosas que Charlie había amontonado allí la víspera: zapatos, lámparas, paraguas, figuritas de porcelana, juguetes, un par de libros, un viejo televisor en blanco y negro, y un cuadro de un payaso sobre terciopelo negro.

—¿Y dijo que estas cosas brillaban? —le preguntó a Ray, que estaba en la puerta que daba a la tienda.

—Sí. Y me hizo pasarles el contador Geiger a todas.

—¿Por qué coño tienes tú un contador Geiger, Ray?

—Lily, ¿por qué tienes en la nariz un pendiente en forma de murciélago?

Lily obvió la pregunta y cogió la rana de cerámica de la tarde anterior, que llevaba ahora una etiqueta pegada en la que se leía, escrito con la meticulosa letra mayúscula de Charlie: «No vender ni exponer».

—¿Esto era una de esas cosas? ¿Esto?

—Con eso fue con lo primero que se acojonó —dijo Ray como si tal cosa—. Tu supervisora intentó comprar la rana. Así fue como empezó todo.

Lily estaba impresionada. Retrocedió hacia la mesa de Charlie y se sentó en la silla giratoria de roble chirriante.

—¿Tú ves algo que brille o que lata, Ray? ¿Lo has visto alguna vez?

Ray movió la cabeza de un lado a otro.

—Tiene mucho estrés, con la muerte de Rachel y el tener que ocuparse de la niña. Creo que a lo mejor le vendría bien buscar ayuda. Lo sé porque cuando dejé el cuerpo… —Ray hizo una pausa.

Se oía un alboroto en el callejón, perros que ladraban y gente gritando. Luego alguien metió una llave en la cerradura de la puerta trasera. Un segundo después entró Charlie un poco jadeante, con la ropa algo manchada y una manga de la chaqueta rota y salpicada de sangre.

—Asher —dijo Lily—, estás herido. —Desocupó rápidamente la silla mientras Ray agarraba a Charlie por los hombros y lo hacía sentarse.

—Estoy bien —dijo Charlie—. No es para tanto.

—Voy a por el botiquín —dijo Ray—. Quítale la chaqueta, Lily.

—Estoy bien —repitió Charlie—. Dejad de hablar de mí como si no estuviera aquí.

—Está delirando —dijo Lily mientras intentaba quitarle la chaqueta—. ¿Tienes analgésicos, Ray?

—No necesito analgésicos —dijo Charlie.

—Cállate, Asher, no son para ti —respondió Lily automáticamente, y entonces pensó en el libro, en la historia de Ray, en las anotaciones que había en las cosas de la trastienda, y se estremeció. Por lo visto Charlie Asher no era el infeliz que ella siempre había creído—. Perdona, jefe. Deja que te echemos una mano.

Ray volvió de la tienda con un pequeño botiquín de plástico. Subió la manga de Charlie y empezó a limpiar las heridas con gasa y peróxido.

—¿Qué ha pasado?

—Nada —contestó Charlie—. Que he resbalado y me he caído en un camino de grava.

—La herida está muy limpia. No tiene grava. Habrá sido una caída de aupa.

—Es una larga historia. —Charlie suspiró—. ¡Ay!

—¿Qué era todo ese jaleo en el callejón? —preguntó Lily, que necesitaba urgentemente fumarse un cigarro pero era incapaz de marcharse. No podía creer que Charlie Asher fuera el elegido. ¿Cómo iba a serlo? Era tan, tan indigno… Él no entendía los oscuros puntos flacos de la vida como los entendía ella. Y sin embargo era él quien veía los objetos refulgentes. Era él. Lily estaba abatida.

—Eran los perros del Emperador, que andaban detrás de una gaviota que había en el contenedor. Nada importante. Me caí de un porche en Pacific Heights.

—Ah, esa venta —dijo Ray—. ¿Qué tal te ha ido?

—No muy bien. El marido estaba hecho polvo por la pena y le dio un ataque al corazón mientras yo estaba allí.

—Será broma.

—No, se emocionó pensando en su mujer y se desplomó. Le hice la reanimación cardiopulmonar hasta que llegaron los de emergencias y se lo llevaron al hospital.

—Y —dijo Lily—, ¿te llevaste el…? ¿Te llevaste algo en especial?

—¿Qué? —Charlie puso unos ojos como platos—. ¿Qué quieres decir con especial? No había nada especial.

—Tranquilo, jefe, quería decir que si nos van a traer la ropa de la abuela. —Es él, pensó Lily. El muy cabrón.

Charlie sacudió la cabeza.

—No sé, es muy raro. Es todo muy raro. —Se estremeció al decirlo.

—¿Cómo que raro? —preguntó Lily—. ¿Raro en sentido tenebroso y guay, o raro porque eres Asher y no te enteras de qué va el rollo?

—¡Lily! —exclamó Ray—. Vete a la tienda. Quítale el polvo a algo.

—Tú no eres mi jefe, Ray. Solo estoy demostrando mi preocupación.

—No pasa nada, Ray. —Charlie parecía estar pensando en cómo definir exactamente el concepto de «raro», pero no se le ocurría nada. Por fin dijo—: Pues, para empezar, la ropa de esa mujer está muy lejos de nuestro alcance. El marido dijo que me llamó, porque somos la primera tienda de segunda mano que aparece en la guía, pero no parecía de los que hacen cosas así.

—Eso no es tan raro —dijo Lily. Confiesa de una vez, pensó.

—Has dicho que estaba hecho polvo por la pena —dijo Ray mientras embadurnaba con pomada antibiótica las heridas de Charlie—. Puede que ahora haga las cosas de otra manera.

—Sí, y también estaba cabreado con su mujer por cómo murió.

—¿Y cómo murió? —preguntó Lily.

—Comió gel de silicato —dijo Charlie.

Lily miró a Ray buscando una explicación, porque lo del gel de silicato le sonaba a chorrada tecnológica, que era el peculiar campo de memez en el que estaba especializado Ray. Este dijo:

—Es el desecante que embalan con los aparatos electrónicos y otras cosas sensibles a la humedad.

—¿Eso que pone «No comer»? —preguntó Lily—. Por Dios, qué idiotez. Todo el mundo sabe que no hay que comerse lo que pone «No comer».

Charlie dijo:

—El señor Mainheart estaba deshecho.

—No me extraña —dijo Lily—. Se casó con una imbécil integral.

Charlie hizo una mueca.

—Lily, no está bien decir eso.

Ella se encogió de hombros y puso los ojos en blanco. Odiaba que Charlie se pusiera paternal.

—Vale, vale. Me voy fuera a fumar.

—¡No! —Charlie se levantó de un salto y se interpuso entre ella y la puerta trasera—. Vete delante. A partir de ahora, si tienes que fumar, fumas delante de la tienda.

—Pero si dijiste que cuando fumo delante de la tienda parezco una puta menor de edad.

—He cambiado de idea. Has madurado.

Lily cerró un ojo para ver si de ese modo escudriñaba mejor su alma y descubría sus intenciones ocultas. Después se alisó la falda negra de vinilo, que emitió un chillido torturado cuando la tocó.

—Insinúas que tengo el culo gordo, ¿no es eso?

—Desde luego que no —insistió Charlie—. Solo digo que tu presencia delante de la tienda es un aliciente y que seguramente atraerá a los turistas que pasen en el funicular.

—Ah, vale. —Lily cogió de la mesa su paquete de cigarrillos al clavo, pasó por delante del mostrador y salió fuera a cavilar, a lamentarse, en realidad, porque pese a sus esperanzas ella no era la Muerte. Aquel libro era de Charlie.

Esa tarde, a última hora, Charlie estaba vigilando la tienda mientras se preguntaba por qué había mentido a sus empleados cuando vio un destello rojo pasar por delante del escaparate. Un segundo después, una pelirroja asombrosamente pálida entró por la puerta. Llevaba un vestido de fiesta corto y negro, y zapatos negros de zorrón. Recorrió el pasillo como si estuviera haciendo una prueba para un vídeo musical. El pelo le caía en largos rizos sobre los hombros y la espalda, como un gran velo rojizo. Sus ojos eran de un verde esmeralda. Al ver que Charlie la miraba, sonrió y se detuvo a unos cinco metros de distancia.

Charlie sintió un sobresalto casi doloroso que parecía proceder de la zona de su entrepierna y un segundo después se dio cuenta de que se trataba de un reflejo sexual automático. No había vuelto a sentir algo parecido desde la muerte de Rachel, y se sintió vagamente avergonzado.

Ella lo examinaba, mirándolo como se miraba un coche de segunda mano. Charlie estaba seguro de que se había puesto colorado.

—Hola —dijo—, ¿puedo ayudarla?

La pelirroja sonrió otra vez, solo un poco, y metió la mano en un bolsito negro en el que él no había reparado.

—He encontrado esto —dijo, y levantó una pitillera de plata, un objeto que Charlie ya no veía a menudo, ni siquiera en el negocio de los saldos. La pitillera refulgía y latía como los objetos de la trastienda—. Pasaba por el barrio y no sé por qué he pensado que este era su sitio.

Se acercó al mostrador y dejó la pitillera delante de Charlie.

Este apenas podía moverse. Se quedó mirando a la pelirroja sin darse cuenta siquiera de que, para no mirarla a los ojos, le estaba mirando el canalillo; ella, por su parte, parecía observar su cabeza y sus hombros como si siguiera el rastro de unos insectos que revolotearan a su alrededor con un zumbido.

—Tócame —dijo ella.

—¿Eh? —Él levantó la mirada y vio que hablaba en serio. Ella extendió la mano; llevaba las uñas bien cuidadas y pintadas del mismo rojo intenso que su carmín. Charlie le tocó la mano.

Ella se apartó al instante.

—Estás caliente.

—Gracias. —En ese momento, Charlie se dio cuenta de que ella no lo estaba. Tenía los dedos fríos como el hielo.

—Entonces, ¿no eres uno de nosotros?

Él intentó descubrir a qué «nosotros» se refería. ¿A los irlandeses? ¿A los hipotensos? ¿A los ninfomaníacos? ¿Y por qué se le pasaba aquello por la cabeza?

—¿Uno de nosotros? ¿Qué quieres decir con «nosotros»?

Ella dio un paso atrás.

—No. Tú no te llevas solo a los débiles y a los enfermos, ¿verdad? Tú te llevas a cualquiera.

—¿Llevarme? ¿A qué te refieres?

—Ni siquiera lo sabes, ¿no?

—¿Saber qué? —Charlie se estaba poniendo muy nervioso. Como macho beta que era, le costaba trabajo desenvolverse bajo la mirada de una mujer hermosa, aunque aquella en concreto diera grima—. Espera. ¿Tú ves brillar esto? —Le enseñó la pitillera.

—No veo el resplandor. Solo me dio la impresión de que este era su sitio —contestó ella—. ¿Cómo te llamas?

—Charlie Asher. Esto es Oportunidades Asher.

—Bueno, Charlie, pareces un buen tipo y no sé qué eres exactamente, ni parece que tú lo sepas. No lo sabes, ¿no?

—He sufrido algunos cambios —respondió Charlie, y se preguntó por qué se sentía impelido a contarle aquello.

La pelirroja asintió con la cabeza como si confirmara algo para sus adentros.

—Está bien. Sé lo que es… eh… encontrarse de pronto en una situación en la que fuerzas que escapan a tu control te convierten en alguien o en algo para lo que no hay manual de instrucciones. También sé lo que es vivir en la ignorancia. Pero alguien, en alguna parte, sabe. Alguien puede decirte qué está pasando.

—¿De qué estás hablando? —Pero Charlie sabía de qué estaba hablando. Lo que no sabía era cómo lo sabía.

—Haces que se muera la gente, ¿verdad, Charlie? —dijo ella como si hubiera hecho acopio de valor para decirle que tenía restos de espinacas entre los dientes. Más como un favor que como un reproche.

—¿Cómo lo…? ¿Cómo lo…?

—Porque es lo que hago yo. No como tú, pero es lo que hago. Encuéntralos, Charlie. Haz memoria y busca a quien estaba allí cuando cambió tu vida.

Charlie la miró, miró luego la pitillera y volvió a clavar los ojos en la pelirroja, que ya no sonreía, sino que retrocedía hacia la puerta. Intentando mantenerse en contacto con la normalidad, se concentró en la pitillera y dijo:

—Supongo que puedo tasarla…

Oyó tintinear la campanilla de la puerta y cuando levantó la vista ella se había ido.

No la vio pasar por los escaparates que flanqueaban la puerta; sencillamente, había desaparecido. Charlie se acercó corriendo a la entrada de la tienda y salió a la acera. El funicular de la calle Masón estaba coronando la colina junto a la calle California; Charlie oyó su campanilla. La fina niebla que subía de la bahía arrojaba nimbos de colores alrededor de los letreros de neón de los otros comercios, pero en la calle no había ninguna pelirroja despampanante. Se acercó a la esquina y miró por Vallejo, pero de la pelirroja no había ni rastro; solo estaba el Emperador, sentado contra el edificio, con sus perros.

—Buenas tardes, Charlie.

—Majestad, ¿ha visto pasar a una pelirroja por aquí hace un momento?

—Oh, sí. Hablé con ella. Pero no sé si tendrás alguna oportunidad, Charlie, creo que está casada. Y me advirtió que me alejara de ti.

—¿Por qué? ¿Se lo dijo?

—Me dijo que eras la Muerte.

—¿Yo? —dijo Charlie—. ¿Yo? —Se le cortó la respiración a la altura de la garganta mientras repasaba de memoria lo sucedido ese día—. ¿Y qué si lo soy?

—¿Sabes, hijo? —dijo el Emperador—, yo no soy un experto en los tratos con el bello sexo, pero tal vez deberías ahorrarte esa información hasta la tercera cita, más o menos, cuando te hayan conocido un poco mejor.