La oscuridad se sube a la parra
—Hola, Ray —dijo Charlie cuando bajó las escaleras que daban a la tienda. Siempre intentaba hacer mucho ruido al bajar y normalmente vociferaba un «hola» antes de tiempo para advertir a sus empleados de su llegada. Había desempeñado diversos trabajos antes de volver para hacerse cargo del negocio familiar, y sabía por experiencia que a nadie le gustaba tener un jefe sigiloso.
—Hola, Charlie —dijo Ray. Estaba a la entrada, sentado en un taburete, detrás del mostrador. Rondaba los cuarenta, era alto, tenía poco pelo e iba por la vida sin volver la cabeza jamás. No podía. Seis años antes, cuando trabajaba como policía en San Francisco, un tipo de una banda callejera le había pegado un tiro en el cuello, y esa fue la última vez que Ray miró por encima del hombro sin usar un espejo. Vivía de una generosa pensión de invalidez que le pagaba el municipio y trabajaba para Charlie a cambio de no pagar el alquiler de su apartamento del cuarto piso; así la transacción quedaba fuera de los libros de cuentas de los dos.
Se volvió en el taburete para mirar a Charlie.
—Oye… eh… quería decirte que, ya sabes, tu situación, quiero decir tu pérdida… Rachel le caía bien a todo el mundo. Ya sabes, si puedo hacer algo…
Era la primera vez que Charlie lo veía desde el entierro, así que aún tenían que vadear el embarazoso brete del segundo pésame.
—Ya has hecho más que suficiente haciéndote cargo de mis turnos. ¿En qué estás trabajando? —Charlie intentaba desesperadamente no mirar los diversos objetos de la tienda que brillaban con una luz rojiza.
—Ah, esto. —Ray se dio la vuelta y se echó hacia atrás para que Charlie viera la pantalla del ordenador, en la que aparecían unas cuantas filas de fotografías de mujeres asiáticas jóvenes y sonrientes—. Se llama Filipinasdesesperadas.com.
—¿Ahí es donde conociste a la señorita Tequerrésiempre?
—No se llamaba así. ¿Te lo contó Lily? Esa chica tiene problemas.
—Sí, bueno, los adolescentes, ya se sabe —dijo Charlie. De pronto se había fijado en una señora de edad que, vestida de tweed, estaba rebuscando entre las estanterías de curiosidades de la parte delantera de la tienda. Llevaba en la mano una rana de porcelana que relucía con un brillo rojizo y apagado.
Ray pinchó en una de las fotos, que abrió un perfil.
—Mira esta, jefe. Dice que le gusta remar. —Se giró en el taburete y miró a Charlie moviendo las cejas.
Charlie apartó los ojos de la mujer de la rana refulgente y miró la pantalla.
—Se refiere a remar en barca, Ray.
—No, qué va. Mira, dice que en la universidad fue timonel. —Volvió a menear las cejas y levantó el brazo para que entrechocaran sus manos.
—También se refiere al remo —dijo Charlie, que dejó al ex policía con el brazo colgando—. La persona que va en la parte de atrás de la barca y grita a los remeros se llama timonel.
—¿En serio? —preguntó Ray, desilusionado. Se había casado tres veces y sus tres mujeres lo habían abandonado debido a su incapacidad para desarrollar las habilidades sociales de un adulto normal. Ray se comportaba ante el mundo como un policía, y aunque a muchas mujeres aquello les parecía atractivo en un principio, esperaban que con el tiempo Ray dejara aquella actitud, junto con el arma reglamentaria, en el armario de los abrigos cuando llegaba a casa. Pero no lo hacía. Cuando empezó a trabajar en Oportunidades Asher, a Charlie le costó dos meses que dejara de ordenar a los clientes: «Circulen, aquí no hay nada que ver». Ray pasaba mucho tiempo desilusionado consigo mismo y con la humanidad en general.
—¡Pero, hombre! ¡Remar, no veas…! —dijo Charlie intentando animarlo. Le caía bien el ex policía, a pesar de su torpeza. Ray era esencialmente un buen tipo, generoso y fiel, trabajador y puntual, y, lo que era más importante, estaba perdiendo el pelo más deprisa que el propio Charlie.
Ray suspiró.
—Quizá debería buscar otra página web. ¿Hay alguna palabra que signifique que tus criterios son inferiores a los de la desesperación?
Charlie leyó un poco la página.
—Esta chica tiene un master en literatura inglesa por Cambridge, Ray. Y mírala. Es preciosa. Y tiene diecinueve años. ¿Por qué estará desesperada?
—Eh, espera un segundo. Un master a los diecinueve años, esa chica es demasiado lista para mí.
—No, no lo es. Está mintiendo.
Ray se volvió en el taburete como si Charlie le hubiera pinchado la oreja con un lápiz.
—¡No!
—Mírala, Ray. Parece una de esas modelos asiáticas que anuncian delicias de calamar con sabor a manzana amarga.
—¿Eso existe?
Charlie señaló el lado izquierdo del escaparate.
—Ray, permíteme presentarte al barrio chino. Barrio chino, este es Ray. Ray, el barrio chino.
Ray sonrió, azorado. A dos manzanas de allí había una tienda que solo vendía trozos de tiburón seco y cuyos escaparates estaban repletos de fotografías de hermosas chinas, sujetando bazos y ojos de tiburón como si acabaran de recibir un premio de la Academia.
—Bueno, la verdad es que en el perfil de la última mujer que conocí a través de esta página había unos cuantos errores y omisiones.
—¿Como cuáles? —Charlie miraba a la mujer del traje de tweed y la rana brillante, que se iba acercando al mostrador.
—Pues decía que tenía veintitrés años, que medía un metro cincuenta y dos y pensaba ciento cinco libras, así que pensé, Vale, a lo mejor puedo pasar un buen rato con una mujer pequeñita. Y resultó que eran ciento cinco kilos.
—Entonces, ¿no era lo que esperabas? —dijo Charlie. Sonrió a la mujer que se acercaba y sintió que su pánico empezaba a crecer. ¡Iba a comprar la rana!
—Un metro cincuenta y dos y ciento cinco kilos. Tenía la complexión de un buzón de correos. Eso podría haberlo pasado por alto, pero es que ni siquiera tenía veintitrés años, tenía sesenta y tres. Uno de sus nietos intentó vendérmela.
—Señora, lo siento, no puede llevarse eso —dijo Charlie a la mujer.
—Uno oye a menudo esa frase —prosiguió Ray—, pero rara vez se conoce a alguien que de verdad intente venderte a su abuela.
—¿Por qué no? —preguntó la mujer.
—Cincuenta pavos —dijo Ray.
—¡Qué vergüenza! —contestó la mujer—. La etiqueta marca diez.
—No, cincuenta vale la abuela con la que está saliendo Ray —dijo Charlie—. La rana no está en venta, señora, lo siento. Está defectuosa.
—Entonces, ¿por qué la tienen en la estantería? ¿Y por qué tiene el precio puesto? Yo no le veo ningún defecto.
Evidentemente, no veía que la dichosa rana de porcelana no solo refulgía en sus manos, sino que había empezado a latir. Charlie alargó el brazo por encima del mostrador y se la quitó.
—Es radioactiva, señora. Lo siento. No puede comprarla.
—Yo no salía con ella —dijo Ray—. Solamente fui a Filipinas a conocerla.
—No es radioactiva —dijo la mujer—. Solo intenta subirme el precio. Muy bien, le doy veinte por ella.
—No, señora, se trata de una cuestión de seguridad pública —contestó Charlie mientras intentaba poner cara de preocupación y sujetaba la rana contra su pecho como si quisiera proteger a la mujer de su peligrosa energía—. Además, es ridícula. Habrá notado usted que esta rana está tocando un banjo con solo dos cuerdas. Es una parodia, en realidad. ¿Por qué no deja usted que mi compañero le enseñe otra cosa, como un mono tocando el címbalo? Ray, ¿podrías enseñarle algún mono a esta joven, por favor? —Charlie confiaba en ganar puntos con lo de «joven».
La mujer se apartó del mostrador sujetando el bolso delante de ella como un escudo.
—No sé si quiero comprarles nada, están los dos chiflados.
—¡Eh, oiga! —protestó Ray, como diciendo que allí solo había un chiflado de guardia y no era él.
Entonces la señora se acercó rápidamente a un estante de zapatos y cogió un par de Converse All Star del número 46. Las zapatillas también refulgían.
—Quiero estas.
—No. —Charlie le tiró la rana por encima del hombro a Ray, que la cogió a duras penas y estuvo a punto de dejarla caer—. Esas tampoco están en venta.
La señora del traje de tweed retrocedió hacia la puerta con las zapatillas a la espalda. Charlie la siguió por el pasillo y de vez en cuando intentaba echar mano de las All Star.
—Démelas.
La mujer levantó la mirada cuando, al darse de culo contra la puerta, la campanilla que había encima del quicio empezó a tintinear; Charlie aprovechó la ocasión para hacer una finta a la izquierda, se volvió luego hacia la derecha, la rodeó con el brazo y agarró los cordones de las zapatillas y, de paso, un puñado de culo gordo enfundado en tweed. Retrocedió rápidamente hacia el mostrador, lanzó las zapatillas a Ray, se dio la vuelta y, adoptando una postura de sumo, plantó cara a la señora del traje de tweed.
Ella seguía en la puerta, como si no supiera si asustarse o indignarse.
—Están para que los encierren. Pienso denunciarles ante la Oficina de Mejora Mercantil y ante la Cámara de Comercio municipal. Y usted, señor Asher, puede decirle a la señorita Severo que volveré. —Con esas, salió por la puerta y se fue.
Charlie se volvió hacia Ray.
—¿A la señorita Severo? ¿A Lily? ¿Venía a ver a Lily?
—Es la supervisora de su instituto —dijo Ray—. Ha venido un par de veces.
—Podías habérmelo dicho.
—No quería perder la venta.
—Entonces, ¿Lily…?
—Se escabulle por la puerta de atrás cuando la ve venir. La mujer también quería preguntarte si los justificantes de Lily eran auténticos. Le dije que sí.
—Pues Lily va a volver al instituto. Y, desde este mismo momento, yo vuelvo al trabajo.
—Estupendo. Esta mañana recibí un aviso. La venta del legado de una difunta, en Pacific Heights. Montones de ropa de mujer. —Ray dio unos golpecitos a un trozo de papel que había sobre el mostrador—. No estoy cualificado para encargarme de eso.
—Lo haré yo, pero primero tenemos que ponernos al día. Pon el cartel de «cerrado» y cierra la puerta, ¿quieres, Ray?
Ray no se movió.
—Claro, pero… Charlie, ¿seguro que estás listo para volver al trabajo? —Señaló con la cabeza las zapatillas y la rana que había sobre el mostrador.
—Ah, eso, creo que les pasa algo. ¿No ves nada raro en esas dos cosas?
Ray volvió a mirarlas.
—Pues no.
—¿Ni te fijaste en que, cuando le quité la rana, se fue derecha a por un par de zapatillas que no eran de su talla?
Ray puso en una balanza la verdad y el chollo que tenía allí, con un apartamento y un sueldo clandestino y un jefe que siempre había sido un buen tipo hasta que se volvió tarumba, y dijo:
—Sí, había algo raro en ella.
—¡Ajajá! —exclamó Charlie—. Ojalá supiera dónde conseguir un contador Geiger.
—Yo tengo un contador Geiger —dijo Ray.
—¿En serio?
—Claro, ¿quieres que lo traiga?
—Puede que luego —contestó Charlie—. Ahora cierra la puerta y ayúdame a recoger un poco la mercancía.
Durante la hora siguiente, Ray presenció cómo Charlie trasladaba de la tienda a la trastienda un montón de cosas elegidas aparentemente al azar y le ordenaba no volver a sacarlas bajo ningún concepto, ni vendérselas a nadie. Luego fue a buscar el contador Geiger que se había agenciado en un mercadillo callejero a cambio de una raqueta de tenis extragrande sin cuerdas y, siguiendo las instrucciones de Charlie, lo pasó por cada uno de aquellos objetos. Que, naturalmente, estaban tan inertes como el polvo.
—¿Y no ves nada que brille, ni que lata, ni nada de nada en este montón? —preguntó Charlie.
—Lo siento. —Ray sacudió la cabeza. Se sentía un poco avergonzado por tener que presenciar aquello—. Pero, para ser el primer día de vuelta al trabajo, ha estado muy bien —añadió para quitarle hierro al asunto—. A lo mejor deberías dejarlo, ir a ver cómo está la niña y llamar a eso de Pacific Heights por la mañana. Yo meteré todo esto en una caja y le pondré una marca para que Lily no lo venda ni lo cambie.
—Vale —dijo Charlie—. Pero tampoco lo tires. Pienso llegar al fondo de este asunto.
—Claro, jefe. Nos vemos por la mañana.
—Sí, gracias, Ray. Puedes irte a casa cuando termines.
Charlie volvió a su apartamento; por el camino iba mirándose las manos para ver si se le había pegado el resplandor rojizo del montón de objetos, pero sus palmas parecían las de siempre. Mandó a Jane a casa, dio de comer y bañó a Sophie y le leyó unas cuantas páginas de Matadero 5 para que se durmiera; luego se fue a la cama temprano y durmió espasmódicamente. A la mañana siguiente se despertó aturdido y, al ver la nota que había sobre su mesilla de noche, se sentó como impulsado por un resorte, con los ojos como platos y el corazón acelerado. Se fijó entonces en que esta vez no estaba escrita con su letra, y que el número era sin duda de teléfono, y suspiró. Era la cita que le había concertado Ray. La había puesto en la mesilla de noche para no olvidarse de ella. «Señor Michael Mainheart», leyó; y luego, subrayado dos veces, «ropa de mujer de primera calidad» y «pieles». El número de teléfono tenía un prefijo local. Charlie cogió la nota. Bajo ella había otro trozo de papel con el mismo nombre, escrito de su puño y letra y, bajo él, el número cinco. No recordaba haber escrito nada allí. En ese momento, una cosa grande y oscura pasó junto a la ventana de su dormitorio del segundo piso, pero cuando Charlie levantó la mirada aquella cosa había desaparecido.
Un manto de niebla cubría la bahía y desde Pacific Heights las grandes torres anaranjadas del Golden Gate emergían del banco de bruma como las zanahorias de las caras de dos muñecos de nieve siameses y adormilados. En los Heights, el sol de la mañana había despejado ya el cielo y los trabajadores iban de acá para allá, atendiendo los patios y jardines que rodeaban las mansiones.
Cuando llegó a casa de Michael Mainheart, lo primero que llamó la atención de Charlie fue que nadie se fijaba en él. Dos tipos que estaban trabajando en el jardín, y a los que saludó con la mano al pasar, no le devolvieron el saludo. Luego el cartero, que bajaba del amplio porche, lo echó del caminito y lo obligó a pisar la hierba mojada sin decir siquiera «perdón».
—¡Usted perdone! —-dijo Charlie sarcásticamente, pero el cartero llevaba auriculares e iba escuchando algo que lo impulsaba a menear la cabeza como una paloma cebada de anfetaminas, y siguió adelante. Charlie iba a gritarle algo devastadoramente ingenioso, pero al final se lo pensó mejor, porque, aunque hacía algunos años que no oía hablar de ningún empleado de correos que hubiera perpetrado una masacre, mientras «ser cartero5» evocara otra cosa que no fuera trabajar para Correos, tenía la impresión de que no debía tentar a la suerte.
Un día una perfecta desconocida lo llamaba chiflado y al siguiente un funcionario lo echaba de la acera: aquella ciudad se estaba convirtiendo en una jungla.
Charlie llamó al timbre y esperó a un lado de la puerta de cristal emplomado de un metro ochenta y pico de alto. Un momento después oyó unos pasos ligeros y amortiguados que se acercaban y una silueta diminuta apareció tras el cristal. La puerta se abrió lentamente.
—Señor Asher —dijo Michael Mainheart—, gracias por venir. —El anciano nadaba en un traje de espiguilla que debía de haber comprado treinta años antes, cuando era más robusto. Cuando estrechó la mano de Charlie, su piel parecía el envoltorio usado de un wonton, frío y un poco polvoriento. Charlie intentó no estremecerse cuando el viejo lo condujo a una gran rotonda de mármol cuyos ventanales de cristal emplomado alcanzaban el techo abovedado de doce metros de alto y en la que una escalera circular subía hasta un descansillo que llevaba a las alas superiores de la casa. Charlie se había preguntado a menudo cómo sería tener una casa con alas. ¿Cómo se las arreglaba uno para encontrar las llaves del coche?
—Pase por aquí —dijo Mainheart—. Voy a enseñarle dónde guardaba su ropa mi mujer.
—Lo acompaño en el sentimiento —dijo Charlie automáticamente. Había acudido a montones de avisos como aquel. «Conviene no quedar como un buitre», solía decirle su padre. «Alaba siempre la mercancía; puede que para ti sea una mierda, pero a lo mejor ellos se han dejado un trozo del alma en ella. Alábala, pero no te muestres codicioso. Se puede sacar provecho y de paso preservar la dignidad de todo el mundo».
—Hostias —dijo Charlie al entrar detrás del viejo en un vestidor del tamaño de su apartamento—. Quiero decir que su señora tenía un gusto exquisito, señor Mainheart.
Había allí filas y filas de ropa de alta costura de todo tipo, desde vestidos de noche a percheros de dos pisos repletos de trajes de punto, ordenados por colores y grado de formalidad: un opulento arco iris de seda, lino y lana. Jerseys de cachemira, abrigos, capas, chaquetas, faldas, blusas, lencería… El vestidor tenía forma de T, con un gran tocador y un espejo en el vértice y los accesorios en las alas (¡hasta el vestidor tenía alas!), zapatos a un lado, cinturones, pañuelos y bolsos de mano al otro. Un ala entera de zapatos italianos y franceses fabricados a mano a base de pieles de animales que habían llevado una vida feliz y sin mácula. Al fondo del vestidor, espejos de cuerpo entero flanqueaban el tocador, y Charlie distinguió de pasada su reflejo y el de Michael Mainheart, él con su traje gris de mil rayas de segunda mano y Mainheart con el suyo de espiguilla que le quedaba grande; dos estudios en gris y negro, austeros e inermes en medio de aquel vibrante jardín.
El anciano se acercó a la silla del tocador y se sentó con un chasquido y un silbido.
—Supongo que tardará algún tiempo en tasarlo —dijo.
Charlie se quedó en medio del vestidor y miró a su alrededor un segundo antes de contestar:
—Depende, señor Mainheart, de qué quiera deshacerse.
—De todo. Hasta del último trapo. No soporto sentirla aquí. —Se le quebró la voz—. Quiero que todo esto desaparezca. —Apartó la mirada de Charlie hacia el ala de los zapatos y procuró que no se le notara que estaba llorando.
—Entiendo —contestó Charlie, que no sabía muy bien qué decir. Aquella colección estaba muy lejos de su alcance.
—No, usted no lo entiende, joven. No podría entenderlo. Emily era mi vida. Me levantaba por la mañana por ella, iba a trabajar por ella, fundé mi negocio por ella. Estaba deseando llegar a casa por las noches para contarle qué tal me había ido el día. Me iba a la cama con ella y soñaba con ella cuando dormía. Era mi pasión, mi mujer, mi mejor amiga, el amor de mi vida. Y un día, sin previo aviso, se fue y mi vida quedó vacía. Usted no puede entenderlo.
Pero Charlie lo entendía.
—¿Tiene usted hijos, señor Mainheart?
—Dos varones. Vinieron para el entierro y luego se marcharon a casa con sus familias. Se ofrecen a hacer lo que pueden, pero…
—No pueden hacer nada —concluyó Charlie por él—. Nadie puede.
El anciano lo miró con el semblante tan afligido y estéril como el de un basset hound momificado.
—Solo quiero morirme.
—No diga eso —dijo Charlie, porque es lo que suele decirse—. Esa sensación pasará. —Cosa que dijo porque todo el mundo se la había dicho a él. A su modo de ver, estaba soltando un montón de tópicos de pacotilla.
—Ella era… —A Mainheart se le quedó trabada la voz al borde de un sollozo. Era un hombre fuerte, al mismo tiempo abrumado por su pena y avergonzado por mostrarla.
—Lo sé —dijo Charlie mientras pensaba en cómo seguía ocupando Rachel aquel lugar en su corazón, y en cómo se volvía a veces en la cocina para decirle algo y ella no estaba, y él se quedaba sin aliento.
—Era…
—Lo sé —lo interrumpió Charlie, intentando echar un cable a Mainheart, porque sabía lo que sentía. Era el sentido y el orden y la luz, y ahora que se ha ido el caos cae como una nube cargada de oscuridad.
—Era tan descomunalmente idiota…
—¿Cómo? —Charlie levantó la vista tan rápidamente que oyó chasquear una vértebra de su cuello. Aquello no se lo esperaba.
—La muy cretina comió silicato —dijo Mainheart, irritado y abatido.
—¿Qué? —Charlie sacudió la cabeza como si intentara que algo se desprendiera.
—Silicato.
—¿Qué?
—¡Silicato! ¡Silicato! ¡Silicato, imbécil!
A Charlie le entraron ganas de gritarle el nombre de algún arcano: «¡Pues simeticona! ¡Simeticona! ¡Simeticona, majadero!». Pero dijo:
—¿Esa cosa de la que se hacen las tetas falsas? ¿Se comió eso? —La imagen de una señora mayor y bien vestida papeándose una cucharada pringosa de relleno de tetas cruzó sus lóbulos cerebrales como una pesadilla balbuciente.
Mainheart se levantó apoyándose en el tocador.
—No, esos paquetitos que meten con las cámaras y los aparatos electrónicos.
—¿Esos que ponen «No comer»?
—Exacto.
—Pero si en la bolsita pone… ¿Se comió eso?
—Sí. El peletero puso unas bolsitas entre las pieles cuando instaló ese armario. —Mainheart señaló con el dedo.
Charlie se volvió; detrás de la amplia puerta del vestidor por la que habían entrado había un armario de cristal iluminado, dentro del cual colgaban cerca de una docena de abrigos de piel. El armario tenía seguramente su propio aparato de aire acondicionado para controlar la humedad, pero no fue en eso en lo que se fijó Charlie. Incluso a la luz del fluorescente empotrado del armario, uno de los chaquetones desprendía claramente un resplandor rojizo y palpitante. Charlie se volvió hacia Mainheart muy despacio. Intentaba no reaccionar exageradamente. No estaba seguro, de hecho, de qué constituía una exageración en aquel caso, así que procuró aparentar calma, aunque no estaba dispuesto a aguantar gilipolleces.
—Señor Mainheart, lamento la muerte de su esposa, pero ¿pasa algo aparte de lo que me ha dicho?
—Perdone, pero no entiendo qué quiere decir.
—Quiero decir —contestó Charlie— que por qué, de todos los tratantes de ropa usada de la zona de la bahía, decidió llamarme a mí. Hay gente mucho más cualificada que yo para encargarse de una colección de esta envergadura y calidad. —Se acercó con ímpetu al armario de las pieles y abrió la puerta, que hizo el mismo ruido que la goma de una nevera al abrirse, y agarró el chaquetón refulgente, el cual parecía de piel de zorro—. ¿O fue por esto? ¿Tuvo su llamada algo que ver con esto? —Charlie blandió el chaquetón como si empuñara el arma de un crimen ante el acusado. En resumen, pensó en añadir, ¿intenta usted putearme?
—Era usted el primer tratante de ropa usada que aparecía en la guía telefónica.
Charlie dejó caer el chaquetón.
—¿Asher Artículos de Segunda Mano?
—Empieza por A —dijo Mainheart lenta y cuidadosamente. Saltaba a la vista que intentaba contener las ganas de volver a llamarlo imbécil.
—Entonces, ¿no tiene nada que ver con este chaquetón?
—Bueno, algo tiene que ver. Me gustaría que se lo llevara junto con todo lo demás.
—¡Ah! —respondió Charlie, intentando recobrarse—. Señor Mainheart, le agradezco su llamada, y esta colección es desde luego muy bonita, realmente asombrosa, pero no dispongo de medios para ocuparme de esta clase de mercancía. Y seré sincero con usted aunque mi padre se revuelva en su tumba por decirle esto: la ropa de este armario vale probablemente un millón de dólares. Quizá más. Y, si se tiene tiempo y espacio para revenderla, seguramente dará beneficios por valor de un cuarto de esa suma. Yo no tengo tanto dinero.
—Podemos llegar a un acuerdo —dijo Mainheart—. Solo para sacarla de la casa…
—Podría llevarme parte en depósito, supongo…
—Quinientos dólares.
—¿Qué?
—Déme quinientos dólares y, si mañana se lo ha llevado todo de aquí, es suyo.
Charlie hizo amago de protestar, pero presintió que el fantasma de su padre se levantaría para arrearle en la cabeza con una escupidera si no se callaba. «Nosotros ofrecemos un servicio valioso, hijo. Somos como un orfanato del arte y los artefactos, porque estamos dispuestos a comerciar con lo que nadie quiere, a darle valor».
—No puedo hacer eso, señor Mainheart. Tendría la impresión de estar aprovechándome de su desgracia.
«Por el amor de Dios, tú eres un fracasado, tú no eres hijo mío. Yo no tengo hijo». ¿Era el fantasma de su padre el que hacía resonar cadenas en su cabeza? ¿Por qué, entonces, tenía la voz de Lily y hablaba como ella? ¿Podía ser avariciosa la conciencia?
—Me haría usted un favor, señor Asher. Un enorme favor. Si no se lo lleva usted, llamaré a Caritas. Le prometí a Emily que, si alguna vez le ocurría algo, no tiraría sus cosas a la basura. Por favor.
Había tanto dolor en la voz del anciano que Charlie tuvo que mirar para otro lado. Lo sentía por el viejo, porque le entendía. Pero no podía hacer nada por ayudarlo, no podía decirle «Ya se le pasará», como le decía todo el mundo a él. Aquello no se pasaba. Iba cambiando, pero no mejoraba. Y aquel tipo tenía cincuenta años más en los que empaquetar sus ilusiones, o, en su caso, su historia.
—Deje que me lo piense. Que eche un vistazo al almacén. Si puedo hacerme cargo, lo llamaré mañana, ¿le parece bien?
—Se lo agradecería —respondió Mainheart.
Luego, por alguna razón que no se explicaba, Charlie añadió:
—¿Puedo llevarme este chaquetón? Como ejemplo de la calidad de la colección, por si tengo que dividirla entre otros tratantes.
—Está bien. Permítame acompañarlo a la puerta.
Cuando entraron en la rotonda, una sombra cruzó las ventanas emplomadas, tres pisos más arriba. Una sombra de grandes dimensiones. Charlie se paró en los escalones y esperó a que el anciano reaccionara, pero Mainheart siguió bajando la escalera con paso tambaleante, cargando el peso en la barandilla. Cuando llegó a la puerta, se volvió hacia Charlie y le tendió la mano.
—Lamento mi… eh… mi estallido de antes. No soy el mismo desde que…
Cuando empezaba a abrir la puerta, una figura se posó fuera. Proyectaba a través del cristal la silueta de un pájaro de la altura de un hombre.
—¡No! —Charlie se lanzó hacia delante, apartó al viejo de un empujón y cerró la puerta de golpe ante la cabeza del pajarraco, cuyo grueso pico negro la atravesó y la rompió como una cizalla de podar setos; un paragüero se volcó y esparció su contenido por el suelo de mármol. La cara de Charlie quedó a pocos centímetros del ojo del pájaro. Charlie empujaba la puerta con el codo e intentaba impedir que el pico le segara una mano. El pájaro arañaba con las garras el cristal y, al revolverse para soltarse, agrietó uno de los gruesos paneles biselados.
Charlie apoyó la cadera contra la jamba de la puerta y se deslizó hacia abajo; tiró el chaquetón de zorro y cogió uno de los paraguas del suelo. Lo clavó entre las plumas del cuello del pájaro y se apartó un poco de la puerta: una de las garras negras se metió por el hueco y le arañó el antebrazo, desgarrándole la chaqueta, la manga de la camisa y la carne. Charlie empujó el paraguas con todas sus fuerzas y de ese modo consiguió meter la cabeza del pájaro por el agujero de la puerta.
El cuervo soltó un chillido y levantó el vuelo. Al alejarse, sus alas producían un susurro atronador. Charlie yacía de espaldas, sin aliento; miró fijamente los cristales emplomados, como si en cualquier momento la sombra del cuervo gigante pudiera volver. Luego miró a Michael Mainheart, que yacía acurrucado de lado, como una marioneta sin cuerdas. A su lado había un bastón con empuñadura de marfil labrado en forma de oso polar que se había salido del paragüero. El bastón refulgía con una luz rojiza. El anciano no respiraba.
—Ya la hemos jodido —dijo Charlie.