Las chicas
Las cosas volvieron a su cauce en la Ciudad de los Dos Puentes y todos los dioses de las tinieblas que se habían alzado para derramarse sobre el mundo recordaron cuál era su lugar y regresaron a sus dominios en lo más profundo del Averno.
Jane y Cassie se casaron en una ceremonia civil que durante los años siguientes sería alternativamente deslegitimada y sancionada una docena de veces. Pese a todo, fueron felices y en su hogar reinó el buen humor.
Sophie se fue a vivir con sus tías, Jane y Cassandra. Creció hasta convertirse en una mujer alta y guapa, y con el tiempo ocupó su lugar como Luminatus, pero hasta entonces fue al colegio, jugó con sus cachorros y se lo pasó en grande mientras esperaba que su padre fuera a buscarla.
Los tenderos
Aunque Minty Fresh siempre había creído en ese adagio que afirma que hay una crisis a cada instante, su fe en él fue de índole un tanto académica hasta que empezó a salir con Lily Severo. Entonces se hizo eminentemente práctica. Gracias a Lily, la vida subió para él varios peldaños en la escala del interés, hasta el punto de que su faceta de Mercader de la Muerte se convirtió en la más prosaica de sus empresas. Se hicieron famosos por todo San Francisco (el gigante vestido en tonos pastel, siempre acompañado de la chef bajita y gótica), pero la ciudad estuvo a la altura y tomó nota cuando abrieron la Casa del Jazz y la Pizza Gourmet en North Beach, en el edificio que antaño había albergado Oportunidades Asher.
En cuanto a Ray Macy, el inspector Rivera le organizó una cita con Carrie Lang, la dueña de la tienda de empeños de Fillmore y, como tenían en común el amor por las películas de detectives y las armas de fuego, así como una profunda desconfianza hacia el género humano, congeniaron casi enseguida. Ray se enamoró perdidamente y, fiel a su carácter de macho beta, le fue leal como un perro, aunque en el fondo siempre sospechara que era una asesina en serie.
Rivera
El inspector Alphonse Rivera se había pasado casi toda su vida intentando cambiar de vida. Había trabajado en media docena de departamentos policiales distintos, en una docena de puestos diversos y, aunque era muy buen policía, siempre parecía estar intentando largarse. Después de la debacle de los Mercaderes de la Muerte y las cosas extrañas e inexplicables que habían pasado, estaba sencillamente exhausto. Había habido una época, aunque breve, en la que había podido abandonar el trabajo policial y abrir una tienda de libros raros, y tenía la sensación de que tal vez aquel había sido el único momento de su vida en que había sido realmente feliz. Ahora, a los cuarenta y nueve años, estaba dispuesto a intentarlo de nuevo: a prejubilarse y a leer, y a vivir en un mundo tranquilo y rutinario, repleto de libros.
Así que sintió cierta alegría cuando, dos semanas después de la muerte de Charlie Asher, descubrió en su buzón un sobre voluminoso que solo podía contener un libro. Aquello era como un presagio, pensó al sentarse a la mesa de la cocina para abrir el paquete. Era, en efecto, un libro: lo que parecía un libro infantil, muy raro y estrafalario. Lo abrió y lo hojeó hasta llegar al primer capítulo. Así que ahora eres la Muerte. Esto es lo que vas a necesitar.
El Emperador
El Emperador disfrutó de un alegre reencuentro con sus tropas y siguió gobernando benévolamente San Francisco hasta el fin de sus días. Por guiar a Charlie al Inframundo y por su coraje sin límites, la Luminatus concedió a Holgazán la fuerza y la resistencia de un cancerbero. Sería tarea del Emperador explicar cómo su compañero, ahora todo negro, era capaz de vencer a un guepardo a la carrera y masticar las ruedas de un Toyota, pese a que empapado nunca había pesado más de tres kilos y medio.
Audrey
Audrey siguió trabajando en el centro budista y haciendo el vestuario para un grupo teatral de la ciudad, pero aceptó también un puesto de voluntaria en una residencia para desahuciados, donde ayudaba a la gente a pasar al otro lado como había hecho tantas veces en el Tíbet. Su trabajo en la residencia le proporcionaba, además, acceso a cuerpos que habían sido abandonados por sus almas hacía poco, y aprovechaba esas oportunidades para devolver a las ardillas al flujo humano del nacer y el renacer. Durante un tiempo, mientras practicó el p’howa de los no muertos, hubo en la ciudad notables ejemplos de personas que se recuperaban de una enfermedad terminal.
No abandonó, sin embargo, su trabajo con el pueblo ardilla, pues era esta una habilidad a la que había llegado después de mucho tiempo y esfuerzo, y que podía ser tremendamente satisfactoria. Al menos así se sentía mientras miraba su última obra de arte en la sala de meditación del centro budista Tres Joyas.
Tenía la cara de un cocodrilo: sesenta y ocho dientes afilados y ojos que brillaban como abalorios de cristal negro. Sus manos eran las garras de un rapaz, con negras uñas de aspecto perverso manchadas de sangre seca. Sus pies eran palmeados como los de un pájaro acuático, con uñas para sacar del lodo a sus presas. Lucía una túnica de seda morada, guarnecida de marta cibelina, y un sombrero a juego con una estrella de mago bordada en hilo de oro.
—Solo es temporal, hasta que encontremos a alguien —dijo Audrey—. Pero créeme, estás fantástico.
—No, no lo estoy. Solo mido medio metro.
—Sí, pero te he puesto un rabo de veinticinco centímetros.
Charlie se abrió la túnica y miró hacia abajo.
—Vaya, fíjate en eso —dijo—. Es genial.