91

La peste empezó a remitir en septiembre. El hospital de Caris fue quedando vacío de forma gradual, a medida que morían pacientes y no llegaban otros a sustituirlos. Las habitaciones desocupadas se barrieron y fregaron, y se quemaron troncos de enebro en las chimeneas, lo cual impregnó el hospital de una penetrante fragancia otoñal. A principios de octubre enterraron a la última víctima en el camposanto del hospital. Un sol rojizo y casi ahumado se alzaba sobre la catedral de Kingsbridge al tiempo que cuatro jóvenes y fuertes monjas bajaban el cuerpo amortajado a una fosa excavada en la tierra. El cadáver era de un encorvado tejedor de Outhenby, pero cuando Caris miró la sepultura, vio a su vieja enemiga, la peste, enterrada en la fría tierra. Se dirigió a ella en voz baja:

—¿Has muerto de veras o volverás de nuevo?

Cuando las monjas regresaron al hospital después del funeral, no tenían nada que hacer.

Caris se lavó la cara, se peinó y se puso el vestido nuevo que guardaba para esa ocasión en especial. Era el rojo intenso del escarlata Kingsbridge. Y entonces salió del hospital por primera vez en medio año.

Se dirigió de inmediato al huerto de Merthin.

Los perales del vergel proyectaban sus alargadas sombras bajo el sol de la mañana. Las hojas empezaban a cobrar cierto tono rojizo y a secarse, aunque había un par de frutas maduras que todavía colgaban de las ramas, redondas y marrones. Arn, el jardinero, estaba cortando leña con el hacha. Al ver a Caris se sorprendió y se asustó en un primer momento; pero entonces se dio cuenta de qué significaba el aspecto que lucía y esbozó una sonrisa. Dejó el hacha en el suelo y entró corriendo en la casa.

En la cocina, Em estaba calentando las gachas sobre un fuego vivo. Se quedó contemplando a Caris como si fuera una aparición divina. Se sintió tan conmovida que la besó en las manos.

Caris subió la escalera y entró en la alcoba de Merthin.

Él estaba de pie junto a la ventana aún sin vestir, sólo con una camisa y las calzas, contemplando el río que discurría justo delante de la casa. Se volvió hacia ella, y a Caris le dio un vuelco el corazón al ver su rostro conocido e irregular, su mirada de vivaz inteligencia y ágil sentido del humor siempre en la punta de la lengua. Sus ojos color miel la miraron enamorados y su boca se iluminó con una sonrisa de bienvenida. No parecía sorprendido: debía de haberse dado cuenta de que cada vez había menos pacientes que llegaban al hospital y habría estado esperando que ella volviera a aparecer cualquier día. Era un hombre cuyas esperanzas se habían hecho realidad.

Ella se situó a su lado, junto a la ventana. Él le pasó un brazo por los hombros, y ella lo rodeó por la cintura. Caris vio que tenía unas cuantas canas más que hacía seis meses en la barba, y la línea del nacimiento del pelo había retrocedido unos centímetros; a menos que fuera un efecto de su imaginación.

Durante un instante, ambos se quedaron contemplando el río. En la grisácea luz de la mañana, el agua tenía un color plomizo. La superficie no dejaba de cambiar de tonalidad ni un instante: reflectante como un espejo o profundamente negra con formas irregulares; eternamente cambiante, eternamente inmutable.

—Se acabó —dijo Caris.

Y se fundieron en un beso.

*

Merthin anunció una feria especial de otoño para celebrar la reapertura de la ciudad. Se celebraría durante la última semana de octubre. La temporada del comercio de la lana había terminado, aunque de todas formas, los vellones ya no eran el bien principal con el que se negociaba en Kingsbridge, y miles de personas acudían a comprar el paño escarlata por el que la ciudad ya era famosa.

En el banquete nocturno del sábado que inauguraba la feria, la hermandad celebró un homenaje dedicado a Caris. Aunque Kingsbridge no se había librado por completo del azote de la peste, había sufrido muchas menos bajas que otras ciudades, y la mayoría de sus habitantes sentían que le debían la vida a las precauciones que había tomado Caris. Era la heroína del pueblo. Los miembros de la hermandad insistieron en dejar constancia de sus logros, y Madge Webber ideó una nueva ceremonia en la que se le hizo entrega a Caris de una llave de oro, que simbolizaba la llave de las puertas de la ciudad. Merthin se sentía muy orgulloso.

Al día siguiente, domingo, Merthin y Caris acudieron a la catedral. Los monjes seguían en St.-John-in-the-Forest, así que el encargado de oficiar la ceremonia fue el padre Michael de la iglesia de St. Peter, en la ciudad. Lady Philippa, condesa de Shiring, acudió al oficio.

Merthin no había visto a Philippa desde el funeral de Ralph. Ella no había derramado muchas lágrimas por su hermano, esposo suyo. En circunstancias normales, el conde debería haber sido enterrado en la catedral de Kingsbridge, pero la ciudad estaba cerrada y lo habían enterrado en Shiring.

Su muerte seguía siendo un misterio. Habían encontrado su cuerpo en un pabellón de caza, con una puñalada en el pecho. Alan Fernhill estaba tendido en el suelo a su lado, también muerto a puñaladas. Al parecer, ambos habían almorzado juntos, porque había restos de comida en la mesa. Había signos evidentes de lucha, pero no quedaba claro si Ralph y Alan se habían infligido esas mortales heridas entre sí o si alguien más había estado implicado. No habían robado nada: encontraron dinero en ambos cuerpos, sus costosas armas seguían a su lado y dos valiosos caballos pastaban en el claro de la entrada a la casa. Tras analizar esos detalles, el juez de Shiring encargado de investigar el caso se decantó por la teoría de que se habían matado entre ellos.

En otro sentido, no había misterio que valiera. Ralph siempre había sido un hombre violento, y no era de extrañar que hubiese sufrido una muerte violenta. Quien a hierro mata a hierro muere, dijo Jesús, aunque no fuera éste un versículo muy pronunciado por los sacerdotes durante el reinado de Eduardo III. Si había algo curioso era el hecho de que Ralph había muerto en una riña a pocos kilómetros de su propia casa después de haber sobrevivido a tantas campañas militares, tantas batallas sangrientas y tantas cargas de la caballería francesa.

Merthin se había sorprendido a sí mismo llorando en el funeral. Se preguntó por qué estaba triste. Su hermano había sido un hombre malvado que había causado muchas desgracias, y su muerte era una bendición. Merthin no había vuelto a acercarse a él desde que había asesinado a Tilly. ¿Qué había que lamentar? Al final, Merthin decidió que se sentía triste por lo que Ralph podría haber sido: un hombre no de una violencia desatada, sino contenida, cuyas agresiones hubieran tenido un propósito noble y no sólo el de alcanzar la gloria personal; un hombre que hubiera aspirado a hacer justicia. Quizá en algún momento había sido posible que Ralph hubiera llegado a ser así. Cuando ambos jugaban juntos, a los cinco o seis años, haciendo flotar barquitos de madera en un charco fangoso, Ralph no era cruel ni vengativo. Ésa era la razón de las lágrimas derramadas por Merthin.

Los dos hijos de Philippa habían asistido al funeral; ese día estuvieron junto a su madre. El mayor, Gerry, era el hijo que Ralph había tenido con la pobre Tilly. El pequeño, Roley, era el que todos creían hijo de Ralph, aunque en realidad era de Merthin. Por suerte, Roley no era un muchacho pelirrojo bajito y alegre, como Merthin, sino que iba a ser alto y esbelto, como su madre.

Roley tenía bien agarrada una pequeña talla de madera, que entregó con solemnidad a Merthin. Era un caballo, y, según Merthin apreció, lo había hecho bastante bien para tener sólo diez años. La mayoría de los niños habría tallado al animal de pie, sobre sus cuatro patas, pero Roley lo había hecho en movimiento, con las patas en distintas posiciones y la crin ondeando al viento. El chico había heredado la capacidad de su padre para imaginar objetos complejos en tres dimensiones. Merthin sintió que se le formaba un nudo inesperado en la garganta. Se agachó y besó a Roley en la frente.

Dedicó a Philippa una sonrisa de agradecimiento. Supuso que ella había animado al pequeño a que le regalara el caballo, pues sabía cuánto significaría para él. Miró a Caris y se dio cuenta de que ella también entendía el significado del regalo; aunque no comentó nada al respecto.

La atmósfera de la vasta iglesia era jovial. El padre Michael no era un orador carismático y ofició la misa con un sonsonete desapasionado. Pero las monjas entonaron los cánticos más hermosos que se habían escuchado jamás y un sol optimista irradiaba su luz a través de las vidrieras de intensos colores.

Después fueron a dar una vuelta por la feria y a disfrutar del fresco aire otoñal. Caris iba tomada del brazo de Merthin y Philippa caminaba al otro lado del maestro constructor. Los dos niños iban corriendo por delante mientras el escolta de Philippa y su dama de honor les seguían unos pasos por detrás. Merthin vio que las ventas iban bien. Los artesanos y mercaderes de Kingsbridge habían empezado a recuperar su fortuna. Tras aquel último azote de la epidemia, la ciudad iba recobrando la normalidad antes que del anterior.

Los miembros más ancianos de la hermandad, la antigua cofradía gremial, rondaban por allí controlando los pesos y las medidas de los productos. Había cantidades fijadas para el peso de los costales de lana, la anchura y longitud de los retales, el tamaño de una fanega, etcétera, con la finalidad de que los compradores supieran con exactitud qué estaban adquiriendo. Merthin animó a los miembros del gremio a realizar esas inspecciones haciendo grandes alardes de su actividad, para que los compradores apreciaran lo mucho que vigilaba la ciudad a sus mercaderes. Si los inspectores sospechaban que alguien intentaba estafar a sus clientes, lo investigarían con discreción y luego, si se demostraba su culpabilidad, lo expulsarían del mercado con disimulo.

Los dos hijos de Philippa corrían animados de un puesto al siguiente. Mirando a Roley, Merthin le preguntó a Philippa en voz baja:

—Ahora que Ralph ha desaparecido, ¿hay algún motivo por el que Roley no deba saber la verdad?

Ella se quedó pensativa.

—Me gustaría poder contárselo, pero ¿sería por su bien o por el nuestro? Lleva diez años creyendo que Ralph es su padre. Hace dos meses lloró sobre la tumba de Ralph. Le causaría una tremenda impresión el saber que es hijo de otro hombre.

Hablaban entre susurros, pero Caris los escuchó e intervino:

—Estoy de acuerdo con Philippa. Debes pensar en el niño, no en ti mismo.

Merthin entendió el sentido de lo que estaban diciéndole. Era una pequeña tristeza en un día de felicidad.

—Además, existe otro motivo —añadió Philippa—. Gregory Longfellow vino a verme la semana pasada. El rey quiere nombrar a Gerry conde de Shiring.

—¿A los trece años? —preguntó Merthin.

—El título de conde siempre es hereditario, aunque las baronías no lo sean. De todas formas, yo administraría el condado durante los próximos tres años.

—Como hiciste durante la época en que Ralph estuvo luchando en Francia. Te aliviará que el rey no te pida que vuelvas a contraer matrimonio.

Ella hizo una mueca.

—Soy demasiado mayor.

—Así que Roley sería el segundo en la línea sucesoria para heredar el título de conde, siempre que sigamos manteniendo nuestro secreto. —«Si a Gerry le ocurriera algo —pensó Merthin—, mi hijo se convertiría en conde de Shiring. Eso me gusta».

—Roley sería un buen gobernante —comentó Philippa—. Es inteligente y bastante luchador, pero no es cruel como Ralph.

La malvada naturaleza del difunto conde se había manifestado desde muy temprana edad; tenía diez años, la edad de Roley, cuando había matado al perro de Gwenda.

—Pero Roley podría preferir otra clase de futuro. —Merthin volvió a mirar el caballo tallado en madera.

Philippa sonrió. No sonreía muy a menudo, pero cuando lo hacía resultaba encantadora. Todavía era una mujer hermosa.

—Acéptalo y siéntete orgulloso de él —dijo la condesa.

Merthin recordó lo orgulloso que se había sentido su padre cuando Ralph se había convertido en conde. Aunque supo que él jamás se sentiría así. Se sentiría orgulloso de Roley hiciera lo que hiciese, siempre que hiciera lo correcto. Tal vez el chico llegara a ser cantero y esculpiera santos y ángeles en la roca. Tal vez llegara a ser un sabio y bondadoso noble. O tal vez llegara a conseguir otros logros, hazañas que sus padres jamás hubieran imaginado.

Merthin invitó a Philippa y a los chicos a almorzar, y todos abandonaron el recinto de la catedral. Atravesaron el puente en dirección contraria al flujo de carros que se dirigían cargados a la feria. Cruzaron juntos la isla de los Leprosos y entraron en la casa a través del huerto.

En la cocina encontraron a Lolla.

En cuanto la joven vio a su padre, rompió a llorar. Él la abrazó y ella sollozó en su hombro. Sin importar dónde hubiera estado, debía de haber olvidado la costumbre de asearse, porque olía a pocilga, aunque Merthin se sentía muy feliz para molestarse en olerla.

Pasó un buen rato antes de que las palabras sollozantes de la muchacha resultaran inteligibles. Cuando por fin habló con claridad, dijo:

—¡Han muerto todos! —Entonces volvieron a brotarle las lágrimas. Pasado un rato, se tranquilizó y habló con más sentido—: Han muerto todos —repitió y dejó de gimotear—. Jake y Boyo, Netty y Hal, Joanie y Chalkie y Ferret, uno a uno, ¡y yo no pude hacer nada para evitarlo!

Merthin supuso que habrían estado viviendo en el bosque, un grupo de jóvenes jugando a ser ninfas y pastores. Los detalles fueron revelándose poco a poco. Los chicos mataban algún que otro ciervo de vez en cuando y otras veces estaban fuera todo el día y regresaban con un tonel de vino y algo de pan. Lolla afirmó que habían comprado los víveres, pero Merthin imaginó que se habrían dedicado a asaltar a los caminantes. Lolla había creído que podrían vivir de esa forma para siempre, no había pensado en que la situación podía cambiar en invierno. Sin embargo, al final, había sido la peste y no el mal tiempo lo que había puesto fin al idílico sueño.

—¡Estaba tan asustada! —se lamentó Lolla—. Necesitaba a Caris.

Gerry y Roley la escuchaban boquiabiertos. Idolatraban a su prima mayor, Lolla. Aunque hubiera regresado a casa llorando, el relato de su aventura no hacía más que acrecentar su coraje a ojos de los muchachos.

—No quiero volver a sentirme así jamás —afirmó Lolla—. Tan indefensa, con todos mis amigos enfermos y muriendo a mi alrededor…

—Lo entiendo —dijo Caris—. Así me sentí yo cuando murió mi madre.

—¿Me enseñarás a cuidar a la gente? —le preguntó Lolla—. De verdad que quiero ayudarles, como haces tú, no sólo con cánticos y enseñándoles la estampa de un santo. Quiero entender de huesos y de sangre, de hierbas y cosas que puedan curar a las personas. Quiero poder hacer algo cuando haya alguien enfermo.

—Por supuesto que te lo enseñaré si es eso lo que deseas —dijo Caris—. Será un placer.

Merthin no daba crédito. Lolla llevaba unos años con un comportamiento rebelde y arisco, y parte de su rechazo a la autoridad lo había justificado diciendo que Caris, su madrastra, no era su progenitora y, por tanto, no merecía su respeto. Su padre estaba encantado con el cambio. Casi podía decirse que había valido la pena la agonía que había sufrido su hija.

Pasados unos minutos entró una monja en la cocina.

—La pequeña Annie Jones está sufriendo un ataque, y no sabemos por qué —le dijo a Caris—. ¿Puedes venir?

—Por supuesto —respondió Caris.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó Lolla.

—No —respondió su madrastra—. Ésta será tu primera lección: debes estar siempre limpia. Ahora ve a asearte. Mañana podrás acompañarme.

Justo cuando Caris se iba, entró Madge Webber.

—¿Habéis oído las noticias? —preguntó con mala cara—. Philemon ha vuelto.

*

Ese domingo, Davey y Amabel contrajeron matrimonio en la pequeña iglesia de Wigleigh.

Lady Philippa dio permiso para que utilizaran la casa señorial como lugar de celebración del banquete. Wulfric mató un cerdo y lo asó en una fogata del patio. Davey había comprado pasas, y Annet había preparado unos bollos rellenos con ellas. No había cerveza, pues gran parte de la cebada cosechada se había podrido en los campos por falta de recolectores, pero Philippa había enviado a Sam con el regalo de un barril de sidra.

Gwenda seguía pensando, a diario, en lo sucedido en el pabellón de caza. En plena noche se quedaba mirando a la oscuridad y veía el rostro de Ralph con su cuchillo clavado en la boca, la empuñadura saliéndole entre los dientes mugrientos y la espada de Sam ensartada en el pecho, que lo había dejado clavado a la pared.

Cuando Sam y ella habían retirado sus armas, tras sacarlas con aprensión del cuerpo de Ralph, y el cadáver había caído al suelo, dio la impresión de que los hombres se habían dado muerte entre sí. Gwenda había manchado con sangre las inmaculadas armas de ambos y las había dejado donde estaban tirados. Una vez fuera, había desamarrado a los caballos para que pudieran sobrevivir unos días, en caso de ser necesario, hasta que alguien los encontrara. Luego, Sam y ella se habían alejado caminando.

El juez de Shiring había supuesto que los proscritos podrían tener algo que ver con las muertes, aunque al final llegó a la conclusión que Gwenda esperaba. No recayó ninguna clase de sospecha ni sobre Sam ni sobre ella. Se habían librado del cargo de asesinato.

Le había contado a Sam una versión censurada de lo que había ocurrido entre Ralph y ella. Le dijo que había sido la primera vez que intentaba forzarla y que la había amenazado con matarla si se negaba. Sam estaba espantado con la idea de haber asesinado al conde, pero no le cabía la menor duda de que había sido un acto justificado. Gwenda se dio cuenta de que tenía el carácter adecuado para convertirse en soldado; jamás sufriría las agonías del remordimiento por haber matado a alguien.

Ni ella tampoco, aunque a menudo recordaba la escena con aprensión. Había matado a Alan Fernhill y había acabado con Ralph, pero no sentía ni una pizca de arrepentimiento. El mundo era un lugar mejor sin esos dos personajes. Ralph había muerto con la agonía de saber que había sido su propio hijo quien le había asestado una puñalada en el corazón, y eso era justo lo que se merecía. Gwenda estaba segura de que, con el tiempo, la visión de lo que había hecho dejaría de asaltarla por las noches.

Apartó el recuerdo de su mente y echó un vistazo alrededor de la cámara principal de la casa señorial, a los alegres y juerguistas aldeanos.

Ya se habían comido el cerdo, y los hombres estaban dando cuenta de los últimos restos de sidra. Aaron Appletree sacó su gaita. La aldea no tenía tamborileros desde el fallecimiento del padre de Annet, Perkin. Gwenda se preguntó si Davey asumiría el papel de tambor.

Wulfric quería bailar, como le sucedía siempre que tenía la tripa llena de cerveza. Gwenda fue su pareja en el primer baile; no paraba de reír mientras intentaba seguir el ritmo de sus payasadas. Él la levantó por los aires, la agitó, la apretujó contra su cuerpo y al final la soltó, momento en que empezó a dar vueltas a su alrededor sin parar de brincar. Carecía por completo de sentido del ritmo, pero su alegre entusiasmo era contagioso. Después de aquello, Gwenda confesó que estaba agotada, y Wulfric bailó con su nueva nuera, Amabel.

Luego, claro está, bailó con Annet.

Él le puso la vista encima en cuanto terminó la música y se separó de Amabel. Annet estaba sentada en un banco en el lateral de la cámara principal de la casa. Llevaba un vestido verde de diseño juvenil, demasiado corto para su edad, pues se le veían los tobillos. La prenda no era nueva, pero ella le había bordado en el escote unas flores amarillas y rosas. Como siempre, se había dejado unos cuantos cabellos sueltos en el peinado, y le caían sobre la cara. Era veinte años mayor para lucir ese aspecto, pero no era consciente de ello, ni Wulfric tampoco.

Gwenda sonrió cuando empezaron a bailar. Quería parecer feliz y despreocupada, pero se dio cuenta de que su expresión debía de ser más similar a una mueca que a una sonrisa, y dejó de fingir. Apartó la mirada de la pareja y miró a Davey y a Amabel. Tal vez Amabel no saliera a su madre. Había heredado parte de la coquetería de Annet, pero Gwenda jamás la había pillado flirteando con otros, y en ese momento parecía tener ojos sólo para su marido.

Gwenda recorrió la estancia con la mirada y localizó a su otro hijo, Sam. Estaba con los otros muchachos jóvenes, narrando una historia, gesticulando, sosteniendo las riendas de un caballo imaginario y a punto de caerse. Tenía a su audiencia embelesada. Seguramente envidiaban la suerte que había tenido de convertirse en escudero.

Sam continuaba viviendo en Earlscastle. Lady Philippa había seguido manteniendo a la mayoría de los escuderos y hombres de armas, por si su hijo Gerry los necesitaba para salir a montar o a cazar con ellos, y para sus prácticas con la espada y la lanza. Gwenda esperaba que durante el período de regencia de Philippa, Sam adoptara un código moral más inteligente y piadoso de lo que habría aprendido durante el mandato de Ralph.

No quedaba mucho más por mirar, y Gwenda volvió a dirigir la mirada hacia su marido y la mujer con la que él había deseado casarse en el pasado. Tal como Gwenda había temido, Annet estaba sacando todo el partido posible a la embriaguez y la desinhibición de Wulfric. Le dedicaba sensuales miradas cuando se apartaban bailando del grupo y al aproximarse entre sí, ella se le pegaba como una lapa, eso fue lo que vio Gwenda.

El baile parecía interminable, Aaron Appletree repetía la animada melodía sin parar con su gaita. Gwenda conocía bien los gestos de su marido y en ese momento vio el mismo brillo que afloraba a sus ojos cuando estaba a punto de pedirle que yaciera con él. Gwenda pensó, furiosa, que Annet sabía muy bien lo que estaba haciendo. Se removía inquieta en el banco, mientras deseaba que la música dejase de sonar, intentando no exteriorizar su ira.

Sin embargo, estaba bullendo de indignación cuando la música finalizó con una floritura. Había decidido conseguir que Wulfric se tranquilizara y se sentara a su lado. Lo tendría cerca durante el resto de la tarde, y no habría ningún problema.

Justo en ese momento, Annet lo besó.

Mientras él continuaba con las manos en su cintura, ella se mantuvo de puntillas, inclinó la cabeza hacia delante y lo besó en los labios, breve pero apasionadamente; y Gwenda estalló de rabia.

Se levantó de un salto y cruzó a grandes zancadas la estancia. Cuando pasó junto a la pareja de recién casados, su hijo Davey vio la expresión de su cara e intentó detenerla, pero ella no le hizo el menor caso. Fue directamente hacia Wulfric y Annet, que todavía seguían mirándose embobados, como un par de idiotas. Tocó a Annet en el hombro con un dedo y dijo a voz en grito:

—¡Deja en paz a mi marido!

—Gwenda, por favor… —empezó a decir Wulfric.

—¡No digas ni media palabra! —espetó Gwenda—. ¡Mantente alejado de esta ramera!

Annet le lanzó una mirada desafiante.

—A las rameras no les pagan por bailar.

—Estoy segura de que sabes muy bien qué es lo que hacen las rameras para que les paguen.

—¡Cómo te atreves!

Davey y Amabel intervinieron. Amabel le dijo a Annet:

—Por favor, no armes un escándalo, madre.

—Si no he sido yo, ¡ha sido Gwenda! —protestó.

—No soy yo la que intenta seducir al marido de otra —refutó Gwenda.

—Madre, estás estropeando la boda —dijo Davey.

Gwenda estaba demasiado enfurecida para atender a razones.

—Siempre hace lo mismo. Lo dejó plantado hace veintitrés años, pero ¡jamás lo ha dejado en paz!

Annet rompió a llorar. A Gwenda no le sorprendió. Las lágrimas eran otra de sus tácticas para salirse siempre con la suya.

Wulfric se acercó para darle unas palmaditas en el hombro a Annet, y Gwenda le gritó:

—¡Ni se te ocurra tocarla!

Su marido retrocedió de un salto, como si se hubiera quemado la mano.

—Tú no lo entiendes —se lamentó Annet entre sollozos.

—Te entiendo demasiado bien —respondió Gwenda.

—No, no es cierto —negó Annet. Se enjugó las lágrimas y miró a Gwenda de una forma tan directa y cándida que a la esposa de Wulfric le sorprendió—. No entiendes lo que has ganado. Él es tuyo. No entiendes que él te adora, te respeta y te admira. No entiendes la forma en que te mira cuando hablas con otras personas.

Gwenda estaba desconcertada.

—Bueno —masculló entre dientes, aunque en realidad no sabía qué otra cosa decir.

Annet prosiguió:

—¿Acaso mira a mujeres más jóvenes? ¿Intenta escapar de ti? ¿Cuántas noches no habéis dormido juntos en estos veinte años: dos… tres? ¿Es que no te das cuenta de que no podrá amar a otra mujer mientras viva?

Gwenda miró a Wulfric y comprendió que todo aquello era cierto. En realidad, era algo que saltaba a la vista. Lo sabía ella y todo el mundo. Intentó recordar por qué estaba tan furiosa con Annet, pero por alguna razón, el motivo de su enfado se le había olvidado por completo.

El baile se había detenido y Aaron había dejado la gaita. Todos los aldeanos se habían reunido en torno a las dos mujeres, las madres de la pareja nupcial.

—Fui una muchacha estúpida y egoísta, tomé una decisión estúpida y perdí al mejor hombre que he conocido en toda mi vida —dijo Annet—. Y tú lo conseguiste para ti. Algunas veces no puedo resistir la tentación de imaginar que ocurrió a la inversa, y que es mío. Así que le sonrío y le toco un brazo; y él es bueno conmigo porque sabe que me rompió el corazón.

—Te lo rompiste tú sola —aclaró Gwenda.

—Es cierto. Y tú eres la afortunada muchacha que se benefició de mi estupidez.

Gwenda estaba anonadada. Jamás había considerado a Annet una persona triste. Para ella, Annet siempre había sido un personaje poderoso y amenazador, siempre planeando la forma de recuperar a Wulfric. Pero eso jamás iba a ocurrir.

—Sé que detestas los momentos en que Wulfric es amable conmigo —prosiguió Annet—. Me gustaría decir que no volverá a ocurrir, pero conozco mis debilidades. ¿Tienes que odiarme por ello? No permitamos que esto estropee la alegría de la boda y la felicidad de los nietos que ambas deseamos. En lugar de considerarme una enemiga eterna, ¿no podrías pensar en mí como una mala hermana que a veces se comporta mal y se te atraviesa, pero que aun así merece ser tratada como un miembro más de la familia?

Tenía razón. Gwenda siempre había considerado a Annet una cara bonita con la cabeza hueca, pero en esa ocasión Annet estaba demostrando ser la más inteligente de las dos, y para Gwenda fue una lección de humildad.

—No sé —respondió—. Podría intentarlo.

Annet dio un paso adelante y besó a Gwenda en la mejilla. Gwenda notó las lágrimas de Annet en su cara.

—Gracias —le dijo Annet.

Gwenda dudó un instante, pero luego rodeó a Annet por los huesudos hombros y la abrazó.

A su alrededor, los aldeanos prorrumpieron en aplausos y vítores.

Unos segundos después, la música volvió a sonar.

*

A principios de noviembre, Philemon preparó un oficio de agradecimiento por el final de la peste. El arzobispo Henri llegó con el canónigo Claude y con sir Gregory Longfellow.

Merthin imaginó que Gregory debía de estar en Kingsbridge para anunciar el nombre escogido por el rey como nuevo obispo. En teoría comunicaría a los monjes la identidad del hombre elegido por el monarca y la elección final dependería de los religiosos, pero en la práctica, los monjes solían escoger a quien hubiera elegido el rey.

Merthin no lograba adivinar el resultado en la expresión de Philemon y supuso que Gregory todavía no había desvelado la opción del rey. La decisión lo era todo para Merthin y para Caris. Si Claude conseguía el cargo, todos sus problemas habrían terminado, pues era un hombre moderado y razonable. Pero si Philemon se convertía en obispo, tendrían que enfrentarse a más años de peleas y litigios.

Henri dirigió el oficio, pero Philemon predicó el sermón. Dio gracias a Dios por haber contestado a las plegarias de los monjes de Kingsbridge y haber librado a la ciudad de las peores consecuencias de la peste. No mencionó que los monjes habían huido a St.-John-in-the-Forest y habían abandonado a su suerte a los ciudadanos; ni que Caris y Merthin habían ayudado a Dios a responder a las plegarias de los monjes clausurando las puertas de la ciudad durante seis meses. Tal como pronunció la prédica, daba la impresión de que él mismo hubiera salvado Kingsbridge.

—Me hace hervir la sangre —le dijo Merthin a Caris, sin molestarse en comentarlo en voz baja—. ¡Está tergiversando los hechos!

—Tranquilízate —lo calmó Caris—. Dios sabe la verdad y también la gente de la ciudad. Philemon no engaña a nadie.

Estaba en lo cierto, por supuesto. Tras una batalla, los soldados del bando victorioso siempre daban gracias a Dios, pero eso no quitaba que conocieran la diferencia entre un buen general y uno malo.

Tras el oficio, Merthin fue invitado, en calidad de mayordomo, a almorzar en el palacio del prior en compañía del arzobispo. Lo sentaron junto al canónigo Claude. En cuanto bendijeron la mesa, se inició un murmullo generalizado de conversación, y Merthin se dirigió a Claude en un tono grave y apresurado.

—¿Sabe ya el arzobispo a quién ha escogido el rey como obispo?

Claude contestó con una negación de cabeza casi imperceptible.

—¿Eres tú?

La negación silenciosa de Claude volvió a ser mínima.

—Entonces, ¿es Philemon?

Esta vez, asintió de forma casi imperceptible.

Merthin se sintió demolido. ¿Cómo era posible que el rey hubiera escogido a alguien tan irracional y cobarde como Philemon cuando podía contar con un hombre competente y juicioso como Claude? Pero conocía la respuesta: Philemon había jugado bien sus cartas.

—¿Gregory ya ha dado instrucciones a los monjes?

—No. —Claude se acercó a Merthin—. Seguramente se lo anunciará a Philemon de modo extraoficial esta noche después de la cena y luego llamará a los monjes a capítulo, mañana por la mañana.

—Así que tenemos hasta el final del día.

—¿Para qué?

—Para conseguir que cambie de opinión.

—No serás capaz de hacerlo.

—Voy a intentarlo.

—Jamás lo conseguirás.

—No olvides que estoy desesperado.

Merthin jugueteaba con los pies, comió poco y luchó por no perder la paciencia hasta que el arzobispo se levantó de la mesa; entonces se dirigió a Gregory.

—Si me acompañáis dando un paseo hasta la catedral, me gustaría comentaros algo que tengo la certeza de que os interesará muchísimo —dijo, y Gregory asintió en silencio.

Caminaron juntos por la nave, donde Merthin sabía que nadie andaría merodeando para poder escucharlos. Inspiró hondamente. Lo que estaba a punto de hacer era muy arriesgado. Iba a intentar convencer al rey de que hiciera lo que a él le convenía. Si no lo lograba, podían acusarlo de traición y condenarlo a muerte.

—Hace tiempo que se rumorea que en algún lugar de Kingsbridge —empezó a decir— existe un documento que al rey le encantaría destruir.

Gregory se quedó de piedra, pero dijo:

—Continúa. —Era una buena confirmación.

—La carta estaba en posesión de un caballero que ha muerto recientemente.

—¿Ha muerto? —preguntó Gregory, sorprendido.

—Es evidente que sabéis muy bien de qué estoy hablando.

Gregory dio una respuesta de leguleyo:

—Digamos, para facilitar la discusión, que sí lo sé.

—Me gustaría prestar al rey el servicio de devolverle ese documento, sin importar de qué se trate. —Sabía perfectamente de qué se trataba, pero él también podía adoptar una actitud cautelosa, tal como había hecho Gregory.

—El rey se sentiría agradecido —respondió Gregory.

—¿Cuánto de agradecido?

—¿En qué estás pensando?

—En un obispo más comprensivo que Philemon con los habitantes de Kingsbridge.

Gregory se quedó mirándolo.

—¿Estás intentando chantajear al rey de Inglaterra?

Merthin sabía que corría peligro según lo que respondiera.

—Aquí en Kingsbridge somos mercaderes y artesanos —respondió, en un intento de parecer razonable—. Compramos y vendemos, negociamos. Yo sólo intento negociar con vos. Quiero venderos algo y os he informado del precio. No hay chantaje ni coacción que valga. Yo no estoy obligando a nadie a aceptar lo que no quiere. Si no os interesa lo que vendo, fin de la cuestión.

Llegaron al altar. Gregory se quedó contemplando el crucifijo que lo coronaba. Merthin sabía exactamente lo que debía de estar pensando. ¿Debía detener a Merthin, llevarlo a Londres y torturarlo para que revelara el emplazamiento del documento? ¿O resultaría más sencillo y conveniente para Su Majestad nombrar a otro hombre para el cargo de obispo de Kingsbridge?

Se hizo un largo silencio. La catedral estaba fría y Merthin se arrebujó la capa un poco más. Al final, Gregory preguntó:

—¿Dónde está el documento?

—Por aquí cerca. Os llevaré hasta él.

—Muy bien.

—¿Y nuestro acuerdo?

—Si el documento es el que tú crees, será un honor cumplir con mi parte del trato.

—¿Y nombraréis al canónigo Claude obispo?

—Sí.

—Gracias —dijo Merthin—. Tendremos que adentrarnos un poco en el bosque.

Llegaron al extremo de la calle principal y cruzaron el puente, y el vaho de su aliento se hizo visible por el frío. El sol invernal les proporcionaba una calidez muy débil a medida que se adentraban en el bosque. Merthin encontró el camino con facilidad, pues no hacía más que un par de semanas que había realizado el mismo recorrido. Reconoció el manantial, la gran roca y el valle cenagoso. No tardaron en llegar al claro en el que se alzaba el imponente roble de ancho tronco, y Merthin fue directamente al lugar donde había enterrado el pergamino.

Se le cayó el alma a los pies cuando vio que alguien se le había adelantado.

Se había tomado la molestia de aplanar la tierra y cubrirla de hojas secas, pero, a pesar de todo, alguien había descubierto el escondite. Había un agujero de treinta centímetros de profundidad y un montón de tierra recién excavada a su vera. Y el hoyo estaba vacío.

Se quedó mirando el agujero, horrorizado.

—¡Oh, maldición! —exclamó.

—Espero que esto no sea una jugarreta… —le advirtió Gregory.

—¡Dejadme pensar! —espetó Merthin.

Gregory se calló.

—Sólo hay dos personas que conocen la existencia de este documento —dijo Merthin, pensando en voz alta—. Yo no se lo he contado a nadie, así que debe de haber sido Thomas. Antes de morir estaba un poco senil. Creo que fue él quien destapó el secreto.

—Pero ¿a quién se lo habrá contado?

—Thomas pasó sus últimos meses de vida en St.-John-in-the-Forest, y los monjes prohibieron la entrada a todos los demás, así que tiene que haber sido un monje.

—¿Cuántos son?

—Unos veinte, más o menos. Pero no pueden ser muchos los que conozcan la historia como para entender el verdadero sentido de los cuentos de un viejo sobre una carta enterrada.

—Todo eso está muy bien, pero ¿dónde está la carta?

—Creo que lo sé —contestó Merthin—. Dadme una oportunidad más.

—Muy bien.

Regresaron caminando a la ciudad. Al cruzar el puente estaba poniéndose el sol en la isla de los Leprosos. Entraron en la catedral, cuyo interior empezaba a oscurecerse, se dirigieron hacia la torre sudoeste y ascendieron por la angosta escalera de caracol hacia la pequeña cámara donde se guardaban los disfraces para la representación de los misterios.

Merthin llevaba once años sin pisar esa estancia, pero los almacenes polvorientos no solían cambiar mucho, sobre todo en las catedrales, y ése estaba idéntico. Encontró la piedra suelta de la pared y tiró de ella.

Todos los tesoros de Philemon estaban detrás de la piedra, incluyendo la nota de amor grabada en madera. Y allí, entre los presentes, había una bolsa hecha de lana. Merthin la abrió y sacó de su interior un pergamino de papel de vitela.

—Lo había imaginado —dijo—. Philemon le sonsacó el secreto a Thomas cuando éste empezó a perder la cordura.

Sin duda alguna, Philemon estaba guardando la carta para utilizarla como moneda de cambio si el obispado no era para él, pero ahora era Merthin quien podría utilizarla.

Entregó el pergamino a Gregory.

Gregory lo desenrolló. Se quedó anonadado al leerlo.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. Esos rumores eran ciertos. —Volvió a enrollar el pergamino. Por su mirada, se habría dicho que había descubierto aquello que había estado buscando durante años.

—¿Es lo que esperabais? —preguntó Merthin.

—¡Oh, sí!

—¿Y el rey se sentirá agradecido?

—Sobremanera.

—¿Así que vuestra parte del trato…?

—Será cumplida —dijo Gregory—. Tendrás a Claude como obispo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Merthin.

*

Ocho días después, a primera hora de la mañana, Caris se encontraba en el hospital enseñando a Lolla cómo realizar un vendaje, cuando entró Merthin.

—Quiero enseñarte algo —dijo—. Acompáñame a la catedral.

Era un frío y despejado día de invierno. Caris se envolvió en un grueso abrigo rojo. Mientras cruzaban el puente en dirección a la ciudad, Merthin se detuvo y señaló con el dedo.

—El chapitel está terminado —anunció.

Caris levantó la vista. Vio la forma de la aguja a través de la maraña de endeble andamiaje que todavía la rodeaba. El chapitel era de una altura y gracilidad inmensas. A medida que iba ascendiendo con la mirada por la afilada torre, Caris tuvo la sensación de que podría seguir subiendo hasta el infinito.

—¿Y éste es el edificio más alto de Inglaterra? —preguntó.

Merthin sonrió.

—Sí.

Pasaron por la calle principal y entraron a la catedral. Merthin subió delante por la escalera del interior de la torre central. Estaba acostumbrado a la subida, pero Caris estaba resollando cuando salieron al aire libre en la cúspide de la torre, por el corredor que rodeaba la base del chapitel. Allí arriba, la brisa era gélida y cortante.

Contemplaron la vista mientras Caris contenía la respiración. Todo Kingsbridge se extendía a sus pies, de norte a oeste: la calle principal, la zona comercial, el río y la isla donde se encontraba el hospital. El humo salía de cientos de chimeneas. Personas en miniatura se movían apresuradas por las calles, a pie, a caballo o en carro, con bolsas de herramientas, enormes cestas con alimentos o pesados sacos; eran hombres, mujeres y niños, gordos y delgados, vestidos con harapos o bien abrigados con caros ropajes, la mayoría de color verde o marrón, pero con destellos de azul eléctrico y escarlata. Esa visión maravilló a Caris. Cada individuo tenía una vida distinta, todas ellas ricas y completas, con dramas en el pasado y retos de futuro, recuerdos felices y penas secretas, y una multitud de amigos, enemigos y seres queridos.

—¿Lista? —preguntó Merthin.

Caris asintió en silencio.

La ayudó a subir por el andamio. Era un conjunto poco resistente de cuerdas y ramas; a ella siempre la ponía nerviosa, aunque no le gustaba decirlo: si Merthin podía subir por él, ella también lo haría. El viento balanceaba ligeramente la estructura, y los faldones del vestido de Caris restallaban contra sus piernas como las velas de un barco. El chapitel era tan alto como la torre, y la ascensión por la escalera de cuerda era agotadora.

Se detuvieron a medio camino para descansar.

—El chapitel es muy sencillo —explicó Merthin, sin necesidad de tomar aliento—. No tiene más que una moldura en espiral en las aristas.

Caris recordó que otras agujas que había visto estaban ornamentadas con entramados decorativos, franjas de piedras o baldosas coloreadas, y huecos similares a ojivas. La sencillez del diseño de Merthin estaba destinada a ser eterna.

Merthin señaló hacia abajo.

—¡Mira lo que está ocurriendo!

—Preferiría no tener que mirar al suelo…

—Creo que Philemon se marcha a Aviñón.

Caris tenía que verlo. Estaba de pie en una amplia plataforma de paneles, aun así tuvo que agarrarse con ambas manos al poste que la sostenía para asegurarse de que no iba a perder el equilibrio y caer al vacío. Tragó saliva y dirigió la mirada al suelo, hacia el lado perpendicular a la torre.

Valió la pena el esfuerzo. Un carromato tirado por dos bueyes salía del palacio del prior. Una escolta formada por un monje y un hombre de armas, ambos a caballo, esperaba con paciencia. Philemon estaba junto al carromato mientras los monjes de Kingsbridge iban aproximándose, uno a uno, a besarle la mano.

Cuando terminaron, el hermano Sime le entregó un gato blanco y negro, y Caris reconoció al descendiente del minino de Godwyn, Arzobispo.

Philemon subió al carro y el conductor fustigó a los bueyes. El vehículo salió pesadamente por la puerta en dirección a la calle principal. Caris y Merthin contemplaron cómo cruzaba el doble puente y desaparecía en las afueras.

—Gracias a Dios que se ha ido —dijo Caris.

Merthin miró hacia arriba.

—No queda mucho para llegar a la cima —anunció—. Pronto serás la mujer que haya llegado más alto en Inglaterra. —Reemprendió la ascensión.

El viento soplaba con más fuerza, pero pese al nerviosismo, Caris se sentía extática. Era el sueño de Merthin, y él lo había hecho realidad. Todos los días durante cientos de años, todas las personas de kilómetros a la redonda contemplarían el chapitel y pensarían en lo hermoso que era.

Llegaron a la cima del andamio y se quedaron en el nivel que rodeaba la punta de la aguja. Caris intentó olvidar que no había barandilla en la plataforma que impidiera su caída.

En la punta de la aguja había una cruz. Desde el suelo parecía pequeña, pero Caris vio en ese momento que era más alta que ella.

—Siempre hay una cruz en la punta de la aguja —explicó Merthin—. Es una convención arquitectónica. Aparte de eso, cada práctica varía. En Chartres, la cruz tiene una imagen del sol. Yo he hecho algo distinto.

Caris la miró. En la base de la cruz, Merthin había colocado un ángel de piedra del tamaño de una persona adulta. La figura arrodillada no estaba mirando a la cruz, sino hacia el oeste, a la ciudad. Al contemplarlo con mayor detenimiento, Caris vio que los rasgos del ángel no eran convencionales. La redondeada cara era sin duda femenina y le resultaba familiar, con esos rasgos definidos y ese pelo corto.

Entonces se dio cuenta de que se trataba de su propio rostro.

Se quedó perpleja.

—¿Aceptarán que lo dejes? —preguntó.

Merthin asintió en silencio.

—Media ciudad ya piensa que eres un ángel.

—Pero yo no —respondió ella.

—No —dijo él con su habitual sonrisa que a ella tanto le gustaba—. Pero tú eres lo más parecido a un ángel que yo haya visto.

De pronto se levantó una ráfaga de viento. Caris se agarró a Merthin. Él la abrazó con fuerza, aguantándose con seguridad sobre los pies separados. La ráfaga remitió con la misma prontitud con que había empezado, pero Merthin y Caris siguieron fundidos en un abrazo, encaramados a la cima del mundo, durante largo tiempo.