finales de agosto, el conde Ralph realizó un recorrido por sus dominios de Shiring, acompañado por su ya eterno adlátere, sir Alan Fernhill, y su recién descubierto hijo, Sam. Disfrutaba de la compañía de Sam, su pequeño, que ya era todo un hombre. Sus otros hijos, Gerry y Roley, eran demasiado jóvenes para esa clase de viaje. Sam desconocía su paternidad, pero Ralph atesoraba ese secreto con placer.
Padre e hijo se sintieron horrorizados por lo que vieron a medida que avanzaban. Centenares de siervos de Ralph estaban muertos o agonizantes, y el grano estaba crecido y sin recolectar en los campos. Mientras pasaban de una aldea a otra, la indignación y desesperación de Ralph iban en aumento. Sus comentarios sarcásticos intimidaban a sus compañeros de viaje y su mal humor puso nervioso al caballo que montaba.
En cada aldea, así como en las tierras de los siervos, había algunas hectáreas destinadas al uso exclusivo del conde. Deberían haber sido cultivadas por sus jornaleros y por siervos que tenían la obligación de trabajar para él un día a la semana. Ésas eran las tierras que se encontraban en peor estado de todas cuantas habían visto. Muchos de sus empleados habían muerto, y también algunos de esos siervos que le debían horas de trabajo; otros siervos habían conseguido encontrar mejores tenencias después de la última oleada de peste, así que ya no tenían que trabajar para el señor feudal; y, para colmo de males, era imposible encontrar jornaleros a los que contratar.
Cuando Ralph llegó a Wigleigh rodeó la casa señorial y se asomó por la puerta del enorme granero de madera, que en esa época del año debería de haber estado lleno de grano y listo para moler, pero estaba vacío, y una gata había dado a luz a una numerosa camada de gatitos en lo alto del pajar.
—¿Con qué haremos el pan? —le preguntó furioso a Nathan Reeve—. Sin cebada para preparar la cerveza, ¿qué beberemos? ¡Por el amor de Dios! Será mejor que tengas un plan.
Nate le lanzó una mirada descarada.
—Lo único que podemos hacer es redistribuir las franjas de terreno —propuso.
A Ralph le sorprendió su hosquedad. Nate solía ser adulador.
Entonces el alguacil miró al joven Sam, y Ralph se dio cuenta de por qué habían cambiado las tornas. Nate odiaba a Sam por haber matado a su hijo Jonno. En lugar de castigar a Sam, Ralph lo había perdonado y luego lo había convertido en su escudero. No era de extrañar que Nate estuviera resentido.
—Tiene que haber uno o dos jóvenes en la aldea dispuestos a labrar un par de hectáreas más de tierra —dijo Ralph.
—Sí, claro, pero no están dispuestos a pagar el tributo de traspaso —puntualizó Nate.
—¿Quieren la tierra a cambio de nada?
—Sí. Ven que tenéis demasiada tierra pero no mano de obra suficiente para labrarla, y saben que están en buena posición para la negociación.
En el pasado, Nate siempre se había mostrado dispuesto a insultar a los campesinos que se daban aires de importancia, pero en ese momento parecía disfrutar con la disyuntiva que se le planteaba a Ralph.
—Actúan como si Inglaterra fuera suya y no de la nobleza —comentó Ralph con resentimiento.
—Es una desgracia, señor —se lamentó Nate con un poco más de educación, y se le puso una mirada algo ladina—. Por ejemplo, el hijo de Wulfric, Davey, quiere casarse con Amabel y tomar posesión de las tierras de su futura suegra. Sería lógico, Annet jamás ha sido capaz de administrar su propiedad.
Sam intervino.
—Mis padres no pagarán el tributo, se oponen a ese matrimonio.
—Pero Davey podría pagarlo de su bolsillo —dijo Nate.
Ralph se sorprendió.
—¿Cómo?
—Ha vendido la nueva cosecha que había plantado en el bosque.
—La cosecha de rubia. Está claro que no bastó con el trabajo que hicimos pisoteándolo todo. ¿Cuánto ha sacado?
—Nadie lo sabe. Pero Gwenda ha comprado una joven vaca lechera y Wulfric tiene un cuchillo nuevo… y Amabel llevaba un pañuelo amarillo recién estrenado el domingo en la iglesia.
Y a Nate le habían pagado una jugosa comisión, supuso Ralph.
—Detestaría tener que recompensar la desobediencia de Davey —manifestó—. Pero me encuentro en una situación desesperada. Que se quede la tierra.
—Tendréis que concederle un permiso especial para que contraiga matrimonio en contra de la voluntad de sus padres.
Davey se lo había pedido ya a Ralph, pero el señor feudal se lo había denegado, aunque eso había sido antes de que la peste diezmara al campesinado. No quería tener que cambiar de opinión en ese tipo de decisiones. No obstante, no era un precio demasiado alto por un futuro mejor.
—Le daré mi permiso —sentenció.
—Muy bien.
—Pero vayamos a verlo. Me gustaría hacerle la oferta en persona.
Nate se quedó asombrado, aunque, por supuesto, no puso objeción alguna.
Lo cierto era que Ralph quería volver a ver a Gwenda. Había algo en esa mujer que le perturbaba. El último encuentro con ella en el pabellón de caza no lo había dejado satisfecho por demasiado tiempo. Había estado pensando en ella durante semanas desde entonces. Últimamente obtenía poca satisfacción de la clase de mujeres con las que solía acostarse: prostitutas jóvenes, rameras de taberna y sirvientas. Todas fingían sentir un enorme placer con sus acometidas, aunque Ralph sabía que sólo querían el dinero que les entregaba después. Gwenda, por el contrario, no ocultaba el desprecio que sentía por él y se estremecía simplemente con su tacto; y eso, aunque fuera paradójico, lo excitaba, porque era sincero y, por tanto, real. Tras encontrarse con ella en el pabellón de caza, él le había entregado una bolsa de peniques de plata y Gwenda se la había tirado con tanta fuerza que le había dejado un cardenal en el pecho.
—Hoy están en Brook Field, recogiendo la cebada madura —le informó Nate—. Os llevaré hasta allí.
Ralph y sus hombres siguieron a Nate hacia la salida de la aldea y por la orilla de la corriente que discurría en la linde del vasto campo. Ya había llegado el tiempo ventoso a Wigleigh, pero ese día la brisa estival era suave y cálida, como los pechos de Gwenda.
Algunas franjas de terreno ya habían sido cosechadas, pero en otras, a Ralph le desesperó contemplar avena demasiado madura, cebada mezclada con malas hierbas y una parcela de centeno que había sido recolectado pero no recogido, así que la cosecha estaba desperdigada por el suelo.
Un año atrás había pensado que sus problemas económicos habían terminado. Tras la última guerra contra los franceses, había vuelto a Inglaterra con un prisionero, el marquis de Neuchâtel, y había negociado un rescate de cincuenta mil libras. Pero la familia del marquis no había sido capaz de reunir todo el dinero. Algo parecido le había ocurrido al rey francés, Juan II, a quien había capturado el príncipe de Gales en la batalla de Poitiers. El rey Juan se había quedado en Londres durante cuatro años, técnicamente como prisionero, aunque vivía con todas las comodidades en el Savoy, el nuevo palacio que había mandado construir el duque de Lancaster. Se había rebajado el rescate del rey, pero aun así no lo habían pagado en su totalidad. Ralph había enviado a Alan Fernhill a Neuchâtel para renegociar el precio de la libertad de su prisionero, y el adlátere del conde había rebajado el precio a veinte mil libras, pero, una vez más, la familia no había podido satisfacerlo. Entonces el marquis había perdido la vida a consecuencia de la peste, así que Ralph había vuelto a su condición de insolvente y tenía que preocuparse por las cosechas.
Era mediodía. Los campesinos estaban almorzando junto a los campos. Gwenda, Wulfric y Davey estaban sentados en el suelo bajo un árbol comiendo fiambre de cerdo con cebolla cruda. Todos se levantaron de golpe en cuanto vieron los caballos. Ralph se acercó a la familia de Gwenda y despidió a los demás con un ademán.
Gwenda llevaba un holgado vestido verde que impedía contemplar sus curvas. Con el pelo recogido en una coleta, se acentuaban aún más sus rasgos de ratoncilla. Tenía las manos sucias, con las uñas llenas de tierra. Pero cuando Ralph la miró, la imaginó desnuda, humillada, esperando a que la penetrara con una expresión de repugnancia resignada por lo que estaba a punto de hacerle, y se excitó.
Dejó de mirarla y se fijó en su marido. Wulfric le correspondió con una mirada templada, ni desafiante ni acobardada. Asomaban unas cuantas canas en su barba rojiza, aunque ésta seguía sin ocultar la cicatriz que Ralph le había dejado con su espada.
—Wulfric, tu hijo quiere casarse con Amabel y hacerse cargo de la propiedad de las tierras de Annet.
Gwenda respondió. No aprendería jamás a hablar sólo cuando se dirigían a ella.
—Ya me has robado un hijo, ¿es que ahora vas a llevarte al otro? —preguntó con amargura.
Ralph no le hizo caso.
—¿Quién pagará el heriot?
—Son treinta chelines —intervino Nate.
—No tengo ese dinero —respondió Wulfric.
—Yo sí puedo pagarlo —dijo Davey con toda tranquilidad.
«Debe de haber vendido muy bien su cosecha de rubia —pensó Ralph—, para ofrecerse a pagar con tanta ligereza una suma tan elevada de dinero».
—Bien —dijo—. En tal caso…
Davey lo interrumpió.
—Pero ¿con qué condiciones se ofrecen las tierras?
Ralph sintió cómo se ruborizaba.
—¿Qué quieres decir?
Nate intervino de nuevo.
—Con las mismas condiciones de propiedad que tiene Annet, por supuesto.
—Entonces se lo agradezco al conde, pero no voy a aceptar su graciosa oferta —respondió Davey.
—¿Qué diablos estás diciendo? —preguntó Ralph.
—Me gustaría poseer esas tierras, mi señor, pero sólo como tenencia libre, pagando la renta en efectivo, sin las obligaciones acostumbradas.
Sir Alan advirtió con tono amenazador:
—¿Osas regatear con el conde de Shiring, insolente perro sarnoso?
Davey estaba asustado, pero siguió mostrándose desafiante.
—No es mi deseo ofenderos, señor. Pero quiero ser libre para cultivar lo que pueda vender. No quiero plantar lo que decida Nate Reeve sin tener en cuenta los precios del mercado.
Ralph pensó que Davey había heredado de Gwenda esa obstinada determinación.
El conde de Shiring se expresó con ira:
—¡Nate se limita a expresar mis deseos! ¿Acaso te crees más listo que tu conde?
—Perdonadme, señor, pero el caso es que no obtendréis ningún beneficio de esas tierras hasta que alguien las adquiera.
Alan se llevó la mano a la empuñadura de la espada. Ralph vio la mirada que Wulfric le lanzó a su guadaña, tirada en el suelo, con su afilada hoja brillando a la luz del sol. Al otro lado de Ralph, el caballo del joven Sam empezó a agitarse con nerviosismo, por simpatía con la tensión del jinete. «Si se inicia un enfrentamiento —pensó Ralph—, ¿Sam se pondrá del lado de su señor o del de su familia?».
Ralph no quería pelear. Quería conseguir la cosecha, y asesinar a los campesinos no habría hecho más que empeorar las cosas. Hizo que Alan se contuviera con un gesto.
—Así es como la peste mina las buenas costumbres —comentó, hastiado—. Te daré lo que quieres, Davey, porque no tengo otra salida.
Davey tragó saliva y preguntó:
—¿Por escrito, mi señor?
—¿Además vas a exigirme una copia del título de propiedad?
Davey asintió con la cabeza, demasiado acongojado para hablar.
—¿Dudas acaso de la palabra de tu conde?
—No, mi señor.
—Entonces, ¿por qué exiges un contrato por escrito?
—Para evitar las posibles dudas en años venideros.
Todos decían lo mismo cuando exigían un título de propiedad. Eso significaba que si había un documento, el señor feudal no podría modificar a su antojo las condiciones de la tenencia. Era un nuevo cercenamiento de las tradiciones durante tanto tiempo respetadas. Ralph no quería hacer ni una sola concesión más, pero no le quedaba otra opción si quería obtener el beneficio que reportaban las cosechas.
Entonces se le ocurrió una forma de utilizar la situación en provecho propio, para conseguir algo que deseaba, y se animó.
—Está bien —concedió—. Te daré el contrato escrito, pero no quiero que los hombres abandonen los campos en época de cosecha. Tu madre puede ir a Earlscastle a recoger el documento la próxima semana.
Gwenda se encaminó hacia Earlscastle un sofocante día de verano. Sabía lo que Ralph quería de ella, y la perspectiva la hacía sentirse muy desgraciada. Al cruzar el puente levadizo para entrar al castillo fue como si los cuervos se burlaran de su pena.
El sol refulgía sin piedad sobre el recinto, cuyos muros impedían que corriera la brisa. Los escuderos estaban jugando en la entrada de los establos. Sam se encontraba entre ellos, demasiado concentrado en la diversión para percatarse de la presencia de su madre.
Los jóvenes habían atado un gato a un poste, a la altura de los ojos, de modo que el animal podía mover las patas y la cabeza. Un escudero debía matar al felino con las manos atadas a la espalda. Gwenda ya había visto jugar ese juego antes. La única forma en la que el escudero podía lograr su objetivo era dando cabezazos al pobre animal, aunque el gato, por supuesto, se defendía con uñas y dientes, atacando directamente la cara del individuo. El jugador, un muchacho de unos dieciséis años, había empezado a merodear alrededor del poste, bajo la atenta mirada del gato aterrorizado. De pronto, el joven dio un cabezazo. Aplastó la frente contra el vientre del gato, pero el felino le propinó un buen arañazo. El escudero gritó de dolor y retrocedió de un salto, con las mejillas cubiertas de sangre, y los otros escuderos prorrumpieron en sonoras carcajadas. Enfurecido, el jugador tomó carrerilla antes de arremeter contra el poste y volver a aplastar al gato. Recibió un arañazo más fuerte y se golpeó en la cabeza, lo que sus compañeros consideraron aún más divertido. La tercera vez puso más cuidado. Se acercó más e hizo un amago de ataque, lo que provocó que el gato diera un zarpazo en el aire; entonces, el chico golpeó directamente y con toda la intención la cabeza del animal. Al felino le salieron dos chorros de sangre por la boca y el hocico, y se quedó colgando del poste, inconsciente, aunque seguía respirando. El muchacho arremetió contra él una última vez para matarlo, y los demás lo jalearon y aplaudieron.
A Gwenda se le revolvió el estómago. No le gustaban mucho los gatos, pues prefería los perros, pero resultaba deleznable contemplar cómo atormentaban a una criatura indefensa. Suponía que los muchachos tenían que hacer esa clase de cosas para convertirse en hombres y poder matar a sus semejantes en las guerras. ¿De verdad tenía que ser así?
Siguió caminando sin hablar con su hijo. Empapada en sudor, cruzó el segundo puente y ascendió por los escalones hacia la torre del homenaje. La cámara principal estaba fresca, gracias a Dios.
Se alegraba de que Sam no la hubiera visto. Esperaba poder evitarlo mientras fuera posible. No quería que sospechara siquiera que algo andaba mal. No era un muchacho muy sensible, pero podía detectar la ansiedad que sentía su madre.
Dijo al guardián de la cámara para qué estaba allí, y él le prometió que se lo comunicaría al señor.
—¿Está lady Philippa en la residencia? —preguntó Gwenda, esperanzada. Tal vez Ralph se contuviera en presencia de su esposa.
Pero el guardián sacudió la cabeza.
—Se encuentra en Monmouth, con su hija.
Gwenda asintió con amargura y se sentó a esperar. No pudo evitar pensar en su encuentro con Ralph en el pabellón de caza. Cuando dirigió la vista hacia la pared gris y desprovista de adornos, lo vio mirándola mientras ella estaba desnuda, con la boca ligeramente abierta por la anticipación del placer. El gozo que Gwenda sentía gracias a la intimidad sexual con el hombre al que amaba, era inversamente proporcional al asco que sentía en esa misma situación con un ser al que despreciaba.
La primera vez que Ralph la había forzado, hacía más de veinte años, a Gwenda la había traicionado su propio cuerpo y había sentido placer físico, aunque estuviera experimentando repulsión espiritual. Lo mismo le había sucedido con Alwyn, el proscrito del bosque. Sin embargo, no le había ocurrido con Ralph en el pabellón de caza. Ella atribuía el cambio a la edad. Siendo una muchacha joven, presa constante del deseo, el acto físico había activado una respuesta mecánica, algo que ella no había podido evitar, aunque esa sensación la hubiera hecho sentir más avergonzada. Ahora, en la madurez, su cuerpo no era tan vulnerable, y los reflejos no estaban tan despiertos. Al menos podía sentirse agradecida por eso.
La escalera situada al fondo de la habitación llevaba a la cámara del conde. Había un ir y venir continuo de hombres: caballeros, sirvientes, terratenientes, alguaciles. Una hora después, el guardián le dijo a Gwenda que podía subir.
Tenía miedo de que Ralph quisiera yacer con ella de inmediato, aunque se sintió aliviada al ver que el conde tenía un día muy ajetreado. Con él se encontraban sir Alan y dos sacerdotes escribanos sentados frente a una mesa con útiles de escritura. Uno de los escribanos le entregó un pequeño pergamino de vitela.
Ella ni siquiera lo miró. No sabía leer.
—Ahí tienes —dijo Ralph—. Ahora tu hijo ya es un terrateniente libre. ¿No es eso lo que siempre había querido?
Lo que Gwenda siempre había anhelado era su propia libertad, y Ralph lo sabía. Jamás la había conseguido, pero el conde estaba en lo cierto, Davey sí. Eso significaba que la vida de su madre no había sido un completo sinsentido. Los nietos de Gwenda serían libres e independientes, y plantarían lo que se les antojara, pagarían la renta de sus tierras y se quedarían con todas sus ganancias. Jamás conocerían la miserable existencia de pobreza y hambruna para la que su abuela había nacido.
¿Valía la pena entonces todo lo que ella había padecido? No lo sabía.
Agarró el pergamino y se dirigió hacia la puerta.
Alan la siguió y le habló en voz baja justo cuando estaba saliendo.
—Duerme aquí esta noche, en la cámara principal —le ordenó. La estancia era el lugar en el que dormía la mayoría de los residentes del castillo—. Mañana preséntate en el pabellón de caza dos horas después del mediodía.
Intentó salir sin contestar.
Alan le cortó el paso con el brazo.
—¿Has entendido? —preguntó.
—Sí —respondió entre dientes—. Estaré allí por la tarde.
Alan la dejó marchar.
No habló con Sam hasta última hora de la tarde. Los escuderos pasaron toda la sobremesa entretenidos con diversos y violentos juegos. Gwenda se alegró de tener un tiempo para estar a solas. Se sentó en la fresca cámara a pensar. Intentó convencerse de que no le importaba nada tener un encuentro sexual con Ralph. Al fin y al cabo ya no era virgen. Llevaba veinte años casada. Habría practicado el acto miles de veces. Todo habría terminado en cuestión de minutos y no le dejaría huella. Lo haría y lo olvidaría.
Hasta la próxima vez.
Eso era lo peor de todo. Ralph podía seguir forzándola de forma indefinida. Su amenaza de revelar la verdadera paternidad de Sam la perseguiría mientras Wulfric siguiera vivo.
Estaba segura de que Ralph no tardaría en cansarse y en volver a desear los cuerpos turgentes de las jóvenes fulanas de su taberna.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Sam cuando llegó con los demás escuderos al anochecer para la cena.
—Nada —respondió ella, apresurada—. Davey me ha comprado una vaca lechera.
Sam parecía un poco celoso. Disfrutaba de la vida, pero los escuderos no recibían un salario. No necesitaban mucho dinero, pues les proporcionaban comida, bebida, alojamiento y vestimenta, pero de todas formas, a un joven siempre le gustaba llevar dinero contante y sonante en el portamonedas.
Hablaron sobre la inminente boda de Davey.
—Annet y tú pronto seréis abuelas —dijo Sam—. Tendrás que hacer las paces con ella.
—No seas tonto —espetó Gwenda—. No sabes lo que dices.
Ralph y Alan salieron de su estancia cuando se sirvió la cena. Todos los residentes y visitantes se reunieron en la cámara principal. El personal de cocina sirvió tres enormes lucios cocinados con hierbas aromáticas. Gwenda se sentó cerca de uno de los extremos de la mesa, bien alejada de Ralph, y él ni siquiera se percató de su presencia.
Después de cenar se tumbó para dormir sobre la paja del suelo, justo al lado de Sam. Era agradable dormir junto a su retoño, como había hecho cuando era pequeño. Recordaba haber escuchado su respiración infantil, plácida y satisfecha, en el silencio de la noche. A medida que fue quedándose dormida, pensó en cómo los hijos crecían y llegaban a desafiar las expectativas que tenían puestas en ellos sus padres. Su propio progenitor había querido tratarla como un producto con el que poder comerciar, pero ella se había rebelado contra ese destino y se había negado a que la trataran así. En ese momento, sus dos hijos estaban emprendiendo su propio camino, y en ninguno de los dos casos era lo que ella había imaginado. Sam se convertiría en caballero y Davey iba a casarse con la hija de Annet. «Si supiéramos de antemano cómo van a ser —pensó—, ¿anhelaríamos tanto tenerlos?».
Soñó con que iba al pabellón de caza de Ralph y veía que él no estaba allí, pero sí había un gato sobre la cama. Sabía que tenía que matar al felino, pero tenía las manos atadas a la espalda, así que golpeaba al animal con la cabeza hasta reventarlo.
Al despertar, se preguntó si podría matar a Ralph en el pabellón.
Había matado a Alwyn, hacía muchísimos años, clavándole su propio cuchillo en la garganta en sentido ascendente hasta que la punta le había salido por el ojo. También había matado a Sim Chapman, reteniéndole la cabeza bajo el agua mientras él se retorcía y forcejeaba, hasta que el agua del río le anegó los pulmones y se ahogó. Sólo si Ralph iba sin compañía al pabellón de caza, podría acabar con su vida si escogía bien el momento.
Pero no estaría solo. Los condes jamás iban a ningún lugar sin su séquito. Llevaría a Alan consigo, como ya había hecho antes. No solía viajar con un único compañero. Y menos probable era que viajara sin compañía alguna.
No obstante, nadie sabía que iba a reunirse allí con él. Si lo mataba y se alejaba del lugar, jamás sospecharían de ella. Nadie conocía sus motivos, eran un secreto, y en eso radicaba su posibilidad de éxito. Alguien podría darse cuenta de que había estado por allí cerca justo en ese momento, pero sólo le preguntarían si había visto a algún hombre sospechoso merodeando por los alrededores; a nadie se le ocurriría que una menuda mujer de mediana edad pudiera haber asesinado al corpulento Ralph.
¿Sería capaz de matarlos a los dos? Lo pensó, aunque en el fondo sabía que era algo imposible. Ambos hombres eran auténticos maestros en el arte de la violencia. Habían estado en la guerra, en repetidas ocasiones a lo largo de dos décadas y, más recientemente, en la campaña de invierno de hacía dos años. Tenían rápidos reflejos y sus reacciones eran letales. Numerosos caballeros franceses habían intentado asesinarlos y habían perdido la vida en el intento.
Podría matar a uno, sirviéndose de la astucia y del factor sorpresa, pero no a los dos.
Iba a tener que entregarse a Ralph.
Con gran pesar salió de la cámara y se lavó el rostro y las manos. Cuando regresó a la gran estancia, el personal estaba colocando el pan de centeno y la cerveza para el desayuno. Sam estaba mojando el pan seco en su bebida para reblandecerlo.
—Ya vuelves a tener esa misma mirada —le dijo—. ¿Qué te ocurre?
—Nada —respondió ella. Sacó su navaja y rebanó un pedazo de pan—. Tengo un largo camino por delante.
—¿Es eso lo que te preocupa? No deberías ir sola. A la mayoría de las mujeres no les gusta viajar solas.
—Yo soy más fuerte que la mayoría. —Le encantaba que su hijo se preocupara por ella. Era algo que su verdadero padre, Ralph, jamás había hecho. Después de todo, Wulfric sí había tenido alguna influencia en el muchacho. Pero le avergonzaba que hubiera interpretado su expresión facial y que hubiera adivinado su estado de ánimo—. No tienes por qué preocuparte por mí.
—Puedo acompañarte —se ofreció—. Estoy seguro de que el conde me autorizará a hacerlo. Hoy no necesita a los escuderos; se va a algún lugar con Alan Fernhill.
Eso era lo último que Gwenda quería. Si no lograba acudir a su cita, Ralph desvelaría el secreto. No podía ni imaginar el placer que sentiría su agresor al hacerlo. No necesitaba que lo provocaran demasiado.
—No —dijo con firmeza—. Quédate aquí. Nunca se sabe cuándo puede necesitarte tu conde.
—Hoy no me necesitará para nada. Debería acompañarte.
—Te lo prohíbo rotundamente. —Gwenda engulló el pan que tenía en la boca y se metió el resto en la bolsa—. Eres un buen muchacho al preocuparte por mí, pero no es necesario. —Lo besó en la mejilla—. Cuídate. No corras riesgos innecesarios. Si quieres hacerme un favor, sigue vivo.
Gwenda se alejó. Al llegar a la puerta, se volvió. Sam la estaba mirando con detenimiento. Su madre se obligó a dedicarle una sonrisa despreocupada. Y partió.
En el camino, Gwenda empezó a preocuparse por si alguien llegaba a descubrir su relación con Ralph. Aquellas cosas acababan saliendo a la luz de una forma u otra. Se había encontrado con él una vez, ahora iba a haber una segunda, y temía que pudiera haber más ocasiones en el futuro. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que alguien la viera abandonar el camino para dirigirse hacia el bosque en un momento determinado del recorrido y quisiera saber por qué lo hacía? ¿Y si alguien llegaba por accidente al pabellón de caza en el momento más inadecuado? ¿Cuántas personas se darían cuenta de que Ralph salía siempre con Alan justo cuando Gwenda viajaba desde Earlscastle a Wigleigh?
Hizo una parada en una taberna antes del mediodía y tomó algo de cerveza y queso. Los viajeros solían abandonar esos lugares en grupo por razones de seguridad, pero ella se quedó esperando atrás con tal de recorrer sola el camino. Cuando llegó al tramo en que tenía que adentrarse en el bosque, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la estaba vigilando. Creyó haber percibido un movimiento entre los árboles a medio kilómetro de distancia y entrecerró los ojos para ver mejor a lo lejos, intentando adivinar qué había visto; pero allí no había nadie. Estaba poniéndose demasiado nerviosa.
Volvió a pensar en matar a Ralph mientras avanzaba a través de la maleza estival. Si por algún golpe de suerte Alan no estaba allí, ¿encontraría una oportunidad de hacerlo? Pero Alan era la única persona en el mundo que sabía que ella iba a reunirse con Ralph en ese lugar. Si mataba a Ralph, su fiel adlátere sabría que había sido ella. Tendría que matarlo a él también. Y eso parecía imposible.
Había dos caballos en la entrada del pabellón. Ralph y Alan estaban dentro, sentados a una pequeña mesa, con los restos del almuerzo delante: media barra de pan, un hueso de jamón, la corteza de un trozo de queso y una jarra de vino. Gwenda cerró la puerta tras de sí.
—Aquí está, tal como te había prometido —anunció Alan con aire de satisfacción. Quedaba claro que le habían encomendado la misión de hacerla acudir al encuentro y que él se sentía aliviado de que hubiera obedecido las órdenes—. Justo a tiempo para el postre —dijo—. Como una pasa, arrugada pero dulce.
—¿Por qué no le dices que se vaya? —le preguntó Gwenda a Ralph.
Alan se levantó.
—Siempre con tus insolentes comentarios —espetó—. ¿Es que nunca aprenderás? —Pero salió de la estancia, entró en la cocina y cerró la puerta de golpe.
Ralph sonrió a Gwenda.
—Ven aquí —ordenó. Ella obedeció y se acercó—. Si quieres, le diré a Alan que no sea tan grosero contigo.
—¡Por favor, no! —suplicó ella, horrorizada—. Si empieza a ser agradable conmigo, todo el mundo se preguntará el porqué.
—Como gustes. —La agarró de una mano e intentó atraerla hacia sí más todavía—. Siéntate en mi regazo.
—¿No podríamos fornicar ya y acabar con esto de una vez?
Ralph soltó una risotada.
—Eso es lo que me gusta de ti: eres sincera.
Se levantó, la agarró por los hombros y la miró a los ojos; luego inclinó la cabeza y la besó.
Era la primera vez que lo hacía. Habían tenido relaciones dos veces sin besarse. En ese momento, Gwenda sintió ganas de vomitar. Cuando él presionó los labios contra su boca, ella se sintió más violada que cuando la había penetrado. Ralph abrió la boca y Gwenda notó el sabor a queso. Lo empujó para alejarse, asqueada.
—¡No! —exclamó.
—Recuerda lo que puedes perder.
—Por favor, no lo hagas.
Ralph empezó a enfadarse.
—¡Voy a poseerte! —gritó—. ¡Quítate el vestido!
—Por favor, deja que me vaya —le rogó. Él iba a decir algo, pero ella levantó la voz para no oírlo. Las paredes eran delgadas, y sabía que Alan la escucharía suplicar desde la cocina, pero no le importó—. ¡No me fuerces, te lo ruego!
—¡Me da igual lo que digas! —le gritó—. ¡Tiéndete en la cama!
—¡Por favor, no me obligues!
La puerta de entrada se abrió de golpe.
Tanto Gwenda como Ralph se volvieron a mirar.
Era Sam.
—¡Oh, Dios, no! —exclamó su madre.
Los tres se quedaron paralizados durante una fracción de segundo y, en ese instante, Gwenda adivinó lo que había ocurrido. Sam había seguido preocupado por ella y, desobedeciendo sus órdenes, fue tras su madre desde Earlscastle y se había mantenido oculto, pero nunca demasiado alejado de ella. La había visto salir del camino y adentrarse en el bosque; ella había detectado un rápido movimiento al mirar atrás, pero creyó haberlo imaginado. Sam había descubierto la cabaña y había llegado un par de minutos después que ella. Debió de quedarse fuera y oyó los gritos. Tuvo que resultar evidente que Ralph estaba intentando violar a Gwenda, aunque, recapitulando a toda prisa lo que habían dicho durante la refriega, Gwenda se dio cuenta de que no habían mencionado la verdadera razón por la que ella estaba entregando su cuerpo. El secreto no se había revelado, todavía.
Sam desenvainó su espada.
Ralph se levantó de un salto. Cuando Sam corrió hacia él, Ralph consiguió desenvainar su arma. Sam asestó un mandoble en dirección a la cabeza del conde, pero éste levantó su espada y consiguió atajar el golpe.
El hijo de Gwenda estaba intentando matar a su propio padre.
Sam corría un peligro terrible. No era más que un muchacho y estaba enfrentándose a un experto en el campo de batalla.
—¡Alan! —gritó Ralph.
Entonces Gwenda se dio cuenta de que Sam iba a enfrentarse no a un veterano, sino a dos.
La mujer cruzó a toda prisa la habitación. Cuando la puerta de la cocina se abrió, se mantuvo a un lado y pegada a la pared. Se sacó la alargada daga del cinto.
La puerta se abrió del todo y Alan irrumpió en la estancia.
Miró a los dos contendientes y no se fijó en Gwenda. Se quedó quieto durante un instante para analizar la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Sam volvió a levantar la espada en dirección al cuello de Ralph; una vez más, Ralph paró el golpe con su arma.
Alan se dio cuenta de inmediato de que su señor era víctima de un ataque enconado. Se llevó la mano a la empuñadura de la espada y dio un paso adelante. Entonces Gwenda lo apuñaló por la espalda.
Descargó la daga con toda la fuerza que pudo, recurriendo a su vigor de campesina; le desgarró los músculos de la espalda a Alan, y le atravesó los riñones, el estómago y los pulmones, con el objeto de llegar al corazón. El cuchillo tenía una hoja de veinticinco centímetros, era afilado y puntiagudo, y le rebanó los órganos vitales como la mantequilla, pero no lo mató de manera fulminante.
Alan lanzó un alarido de dolor y luego se calló de pronto. Se volvió hacia ella tambaleante y la asió con un torpe abrazo con el que pretendía derribarla. Ella lo apuñaló de nuevo, esta vez en el estómago, y repitió el movimiento ascendente hacia los órganos vitales. A Alan le salía la sangre a borbotones por la boca. Permaneció inmóvil y se le cayeron los brazos hacia los lados. Se quedó mirándola durante unos segundos con incredulidad, contemplando a aquella mujer menuda que había acabado con su vida. Entonces cerró los ojos y cayó desplomado al suelo.
Gwenda miró a los otros dos hombres.
Sam golpeaba y Ralph lo esquivaba; Ralph retrocedía y Sam avanzaba; Sam volvía a golpear y Ralph lo esquivaba de nuevo. Ralph se defendía con todas sus fuerzas, pero no atacaba.
El conde tenía miedo de matar a su hijo.
Sam, que desconocía la verdadera identidad de su oponente, no tenía esos escrúpulos consanguíneos, y atacaba una y otra vez, blandiendo su espada.
Gwenda sabía que la refriega no duraría mucho tiempo. Uno de los dos heriría al otro, y entonces se convertiría en una lucha a muerte. Con su cuchillo ensangrentado en alto, esperaba con desesperación un momento para intervenir y apuñalar a Ralph, tal como había hecho con Alan.
—Espera —dijo Ralph levantando la mano izquierda; pero Sam estaba furioso y siguió atacándolo sin detenerse. Ralph esquivó el mandoble y volvió a gritar—: ¡Espera! —Resollaba por el esfuerzo, aunque consiguió pronunciar unas palabras—: Hay algo que no sabes.
—¡Ya sé lo suficiente! —gritó Sam, y Gwenda detectó el nerviosismo infantil en su grave vozarrón de hombre. El muchacho propinó un nuevo mandoble.
—¡No lo sabes! —gritó Ralph.
Gwenda adivinó qué era lo que Ralph quería decirle a Sam. Iba a confesarle que era su padre.
Eso no debía ocurrir.
—¡Escúchame! —gritó Ralph, y al final Sam reaccionó. Retrocedió un paso, pero no bajó su espada.
Ralph resollaba, intentando tomar aliento para poder hablar, y durante ese minuto de silencio, Gwenda corrió hacia él.
Ralph se volvió para mirarla al tiempo que describía una semicircunferencia horizontal hacia el lado derecho. La hoja de su espada chocó con la daga de Gwenda y le arrancó el arma de la mano. Ella se encontró del todo indefensa y supo que si Ralph la alcanzaba con el mandoble de vuelta, la mataría.
Sin embargo, por primera vez desde que Sam había desenvainado, la guardia de Ralph quedó descubierta, y la parte frontal de su cuerpo quedó expuesta.
Sam dio un paso adelante y clavó la espada en el pecho de Ralph.
La afilada punta de la hoja atravesó la ligera túnica de verano de su padre y le penetró por el lado izquierdo del esternón. Debió de colarse entre las costillas, pues el filo se hundió aún más. Sam lanzó un grito triunfal sediento de sangre y clavó más su espada. Ralph retrocedió tambaleante por el impacto. Fue a dar contra la pared que tenía detrás y la golpeó con los hombros, pero aun así, Sam siguió presionando con todas sus fuerzas. La espada recorrió hasta el fondo el pecho de Ralph. Se oyó un extraño ruido sordo cuando la punta le asomó por la espalda y se clavó en la pared de madera.
Los ojos del conde se clavaron en el rostro de Sam, y Gwenda adivinó qué debía de estar pensando. Ralph sabía que la herida era fatal. Y, durante sus últimos segundos de vida, supo que había muerto a manos de su propio hijo.
Sam soltó la espada, pero ésta no cayó. Quedó clavada en la pared y dejó a Ralph empalado de forma espantosa. Sam retrocedió, horrorizado.
Ralph todavía no estaba muerto. Agitaba con debilidad los brazos en un esfuerzo por agarrar la espada y arrancársela del pecho, pero era incapaz de coordinar sus movimientos. A Gwenda la asaltó la terrible idea de que la horrenda visión recordaba al gato que los escuderos habían atado al poste.
Se agachó y recogió a toda prisa su daga del suelo.
Entonces, aunque pudiera parecer increíble, Ralph habló.
—Sam —dijo—. Soy… —Entonces le salió un repentino coágulo de sangre por la boca y le impidió seguir hablando.
«Gracias a Dios», pensó Gwenda.
El torrente de sangre se detuvo con la misma prontitud con que se había iniciado, y Ralph volvió a hablar.
—Soy…
En esa ocasión fue Gwenda quien lo calló. Se abalanzó sobre él de un salto y le clavó el cuchillo en la boca. Ralph emitió un espantoso grito ahogado de asfixia. La hoja le había desgarrado las cuerdas vocales.
Gwenda soltó el cuchillo y retrocedió.
Se quedó contemplando, horrorizada, lo que había hecho. El hombre que la había atormentado durante tanto tiempo estaba ensartado en la pared como si estuviera crucificado, con una espada atravesándole el pecho y un cuchillo clavado por la boca. No hacía ningún ruido, pero en los ojos se apreciaba que seguía con vida, pues miraba primero a Gwenda y luego a Sam y de nuevo a la mujer, mientras agonizaba con terror y desesperación.
Se quedaron paralizados, mirándolo, en silencio, a la espera.
Al final se le cerraron los ojos para siempre.