89

En cuanto despertó, lo primero que hizo Merthin fue pensar en Lolla. Hacía tres meses que había desaparecido y él había enviado mensajes a las autoridades de Gloucester, Monmouth, Shaftesbury, Exeter, Winchester y Salisbury. Las cartas que procedían de él, como mayordomo de una de las grandes ciudades del país, se tomaban seriamente en consideración, y había recibido respuestas a todas. Sólo el alcalde de Londres se había mostrado poco dispuesto a ayudarlo, diciéndole en su misiva que la mitad de las jóvenes de la ciudad habían huido de sus padres y que no le incumbía al alcalde mandarlas de vuelta a casa.

Merthin había hecho indagaciones por su cuenta en Shiring, Bristol y Melcombe. Había hablado con los dueños de todas las tabernas y les había dado una descripción de Lolla. Todos habían visto muchas mujeres jóvenes de pelo oscuro, a menudo en compañía de apuestos maleantes que se llamaban Jake, Jack o Jock; pero nadie estaba seguro de haber visto a la hija de Merthin, o de haber oído el nombre de Lolla.

Algunos de los amigos de Jake también habían desaparecido, así como alguna amiga, aunque las mujeres desaparecidas eran unos años mayores que su hija.

Lolla podía estar muerta, Merthin lo sabía, pero se negaba a abandonar toda esperanza. Era poco probable que hubiera contraído la peste. El nuevo brote estaba arrasando pueblos y ciudades, y se estaba llevando a la mayoría de los niños de menos de diez años. Pero los supervivientes del primer brote, como Lolla y él, debían de ser personas que, por algún motivo, tenían la fuerza necesaria para no sucumbir a la enfermedad o, en muy pocos casos, como él mismo, para recuperarse tras haberla contraído; y, así, en esta segunda ocasión tampoco enfermaban. Sin embargo, la peste era sólo uno de los peligros que acechaban a una muchacha de dieciséis años que había huido de casa, y la fecunda imaginación de Merthin lo torturaba, de madrugada, con pensamientos sobre lo que podía haberle ocurrido.

Una de las ciudades que no sufrió el azote de la peste fue Kingsbridge. La enfermedad había afectado a una de cada cien casas del casco antiguo, por lo que sabía Merthin a partir de las conversaciones que mantenía a gritos a través de la puerta de la ciudad con Madge Webber, que hacía las veces de mayordomo intramuros mientras Merthin se encargaba de otros asuntos fuera. En los arrabales de Kingsbridge, y otras ciudades, la peste había matado a una de cada cinco personas. Pero ¿habían conseguido los métodos de Caris vencer a la peste o tan sólo la habían retrasado? ¿Resistiría la enfermedad y lograría superar las barreras que ella había levantado? ¿Causaría una devastación tan grande como la última vez? No lo sabrían hasta que el brote hubiera seguido su curso, que podía durar meses o años.

Suspiró y se levantó de su solitaria cama. No había visto a Caris desde que había ordenado el cierre de la ciudad. Ella vivía en el hospital, a unos cuantos metros de su casa, pero no podía abandonar el edificio. La gente podía entrar en él, pero no salir. Caris había decidido que no tendría credibilidad a menos que trabajara codo con codo con las monjas, así que estaba atrapada.

Merthin tenía la sensación de que se había pasado la vida separado de ella, lo cual no servía para aliviarle la desazón. De hecho, tenía más ganas de verla ahora, que ya habían alcanzado la madurez, que cuando eran jóvenes.

Su ama de llaves, Em, se levantó antes que él y Merthin la encontró en la cocina, pelando conejos. Comió un pedazo de pan, tomó un sorbo de cerveza y se fue.

La carretera principal, al otro lado de la isla, ya estaba llena a rebosar de campesinos que llevaban provisiones. Merthin y un equipo de ayudantes hablaba con cada uno de ellos. Los que traían productos normales al precio pactado eran los más fáciles de gestionar: Merthin les hacía cruzar el puente para que depositaran los bienes frente a la puerta de la torre de entrada, y les pagaba cuando regresaban con el carro vacío. Sin embargo, con aquéllos que llevaban productos de temporada, como frutas y verduras, negociaba el precio antes de dejarlos descargar. Para algunos envíos especiales, ya había llegado a un acuerdo unos días antes, al hacer el pedido: pieles para los mercaderes de cuero; piedras para los albañiles, que habían reanudado la construcción de la aguja bajo las órdenes del obispo Henri; plata para los joyeros; hierro, acero, cáñamo y madera para los artesanos de la ciudad, que tenían que seguir trabajando, a pesar de que estuvieran aislados temporalmente de sus clientes. En último lugar, estaban los envíos únicos, para los que Merthin tenía que recibir instrucciones de alguien de la ciudad. Ese día había llegado un vendedor de brocado italiano que quería venderlo a los sastres de la ciudad; un buey de un año para el matadero; y Davey, de Wigleigh.

Merthin escuchó la historia de Davey con asombro y deleite. Admiraba a aquel muchacho por la iniciativa que había demostrado para comprar semillas de rubia y cultivarlas para producir el costoso tinte. No le sorprendió saber que Ralph había intentado sabotear el proyecto: al igual que la mayoría de los nobles, su hermano sentía un gran desprecio por todo lo que estuviera relacionado con el comercio o la manufactura. Pero Davey tenía valor, además de ser inteligente, y no se había rendido. Incluso había pagado a un molinero para que moliera las raíces secas.

—Al acabar, cuando el molinero limpió la muela, su perro bebió del agua utilizada —le contó Davey a Merthin—, y luego el can meó rojo durante una semana, ¡de modo que sabemos que el tinte funciona!

Ahora estaba allí, con un carro cargado con los antiguos costales de harina de cuatro galones, llenos de lo que creía que era el valiosísimo tinte de rubia.

Merthin le dijo que cogiera uno de los sacos y lo llevara hasta la puerta. Cuando llegó, llamó al centinela que había al otro lado. El hombre se encaramó a las almenas y miró abajo.

—Este saco es para Madge Webber —le gritó Merthin—. Asegúrate de que lo recibe en persona, ¿de acuerdo, centinela?

—Lo que mandéis, mayordomo —respondió el centinela.

Como siempre, los familiares de algunas víctimas de la peste de las aldeas aledañas llevaban a sus parientes enfermos hasta la isla. La mayoría sabía que no había remedio para la peste y se limitaba a dejar morir a sus seres queridos, pero aún quedaban algunos que eran lo bastante ignorantes, u optimistas, para creer que Caris podría obrar un milagro. Los enfermos eran abandonados frente a las puertas del hospital, como las mercancías a las puertas de la ciudad. Las monjas salían a buscarlos de noche, cuando los familiares se habían ido. De vez en cuando, había algún afortunado superviviente que recuperaba la salud, pero la mayoría de los pacientes salían por la puerta trasera y eran enterrados en un nuevo cementerio, situado en el extremo más alejado del edificio del hospital.

A mediodía, Merthin invitó a Davey a almorzar. Mientras daban buena cuenta de una empanada de conejo y de un plato de guisantes nuevos, el muchacho le confesó que estaba enamorado de la hija de la vieja enemiga de su madre.

—No sé por qué mi madre odia a Annet, pero fuera lo que fuese, ocurrió hace mucho tiempo y no tiene nada que ver conmigo ni con Amabel —exclamó Davey, con la indignación de los jóvenes cuando se rebelan contra la irracionalidad de los padres. Cuando Merthin asintió, comprensivo, el chico le preguntó—: ¿Tus padres se opusieron alguna vez a tus planes?

Merthin lo pensó durante un instante.

—Sí —dijo—. Yo quería ser escudero para poder llegar a convertirme en caballero y luchar por el rey. Así que me quedé desconsolado cuando me colocaron de aprendiz de un carpintero. Sin embargo, en mi caso, al final resultó bien.

A Davey no le gustó mucho la anécdota.

Por la tarde se cerraba el acceso al puente en el extremo de la isla, y se abrían las puertas de la ciudad. Entonces salían grupos de porteadores para recoger las mercancías que se habían dejado y las entregaban a sus destinatarios.

No había ningún mensaje de Madge sobre el tinte.

Ese día Merthin tuvo un segundo visitante. Hacia el final de la tarde, cuando la actividad comercial empezaba a disminuir, llegó el canónigo Claude.

El obispo Henri, amigo y protector de Claude, era ahora arzobispo de Monmouth. Sin embargo, aún no se había elegido a su sustituto en Kingsbridge. Claude quería el puesto y había ido a Londres a ver a sir Gregory Longfellow. Iba de vuelta a Monmouth, donde seguiría ejerciendo de mano derecha de Henri por el momento.

—Al rey le gusta la postura adoptada por Philemon sobre los impuestos del clero —dijo mientras degustaban una empanada fría de conejo y una copa del mejor vino de Gascuña que tenía Merthin—. Y a los altos cargos eclesiásticos les complació su sermón contra la disección y sus planes de construir la capilla de la Virgen. Por otra parte, a Gregory no le gusta Philemon porque dice que no es una persona de fiar. Al final, el rey ha pospuesto la votación, argumentando que los monjes de Kingsbridge no pueden celebrar elecciones mientras estén en St.-John-in-the-Forest.

Merthin dijo:

—Supongo que el rey cree que no tiene sentido elegir al nuevo obispo mientras la peste siga propagándose de este modo y la ciudad permanezca cerrada.

Claude asintió con la cabeza.

—Sin embargo, obtuve un pequeño logro. Están buscando un embajador inglés del Papa, y el elegido tendrá que vivir en Aviñón. Me atreví a proponer a Philemon y parece que a Gregory no le desagradó la idea ya que, como mínimo, no la descartó.

—¡Muy bien!

La posibilidad de que enviaran a Philemon muy lejos le levantó el ánimo a Merthin. Deseaba poder hacer algo para ayudar a Claude, pero ya le había escrito una carta a Gregory, en la que expresaba el apoyo de la hermandad municipal, y ése era el límite de su influencia.

—Una nueva más, y triste —dijo Claude—. Cuando iba de camino a Londres, me detuve en St.-John-in-the-Forest. Henri todavía es el abad, en sentido estricto, y me envió allí para reprender a Philemon por haber huido de Kingsbridge sin permiso alguno, lo cual, en realidad, fue una pérdida de tiempo. En fin, resulta que Philemon ha adoptado las precauciones de Caris y no me dejó entrar, pero hablamos a través de la puerta. De momento, los monjes han logrado eludir la peste, pero tu viejo amigo, el hermano Thomas, ha fallecido de muerte natural. Lo siento.

—Que Dios lo tenga en su gloria —dijo Merthin, apenado—. Al final ya se encontraba muy débil y empezaba a perder la cabeza.

—Sin duda el traslado a St. John no le ayudó.

—Thomas me alentó a seguir adelante cuando yo era un joven maestro constructor.

—Resulta extraño que a veces Dios se lleve a los hombres buenos y deje a los malos.

Claude partió temprano a la mañana siguiente.

Mientras Merthin se ocupaba de sus tareas cotidianas, uno de los carreteros volvió de la puerta de la ciudad con un mensaje. Madge Webber estaba en las almenas y quería hablar con Merthin y Davey.

—¿Crees que me comprará la rubia? —le preguntó Davey mientras cruzaban el puente.

Merthin no sabía qué decirle.

—Eso espero —contestó.

Se detuvieron frente a la puerta cerrada y alzaron la vista. Madge se inclinó por encima de la muralla y gritó:

—¿De dónde ha salido ese tinte?

—Lo he cultivado yo —respondió Davey.

—¿Y quién eres?

—Davey de Wigleigh, hijo de Wulfric.

—Ah, ¿el hijo de Gwenda?

—Sí, el pequeño.

—Pues ya he probado tu tintura.

—Funciona, ¿no? —preguntó el joven, emocionado.

—Es muy flojo. ¿Moliste las raíces enteras?

—Sí, ¿qué otra cosa debería haber hecho?

—Deberías haberles quitado las vainas antes de molerlas.

—No lo sabía. —El muchacho se quedó abatido—. Entonces, ¿no sirve mi tinte?

—Como te he dicho, es flojo. No puedo pagarte lo mismo que por un tinte puro.

Davey estaba tan consternado que Merthin se compadeció de él.

Madge le preguntó:

—¿Cuánto tienes?

—Nueve sacos más de cuatro galones como el que te he dado —respondió Davey, desanimado.

—Te pagaré la mitad del precio habitual, tres chelines y seis peniques el galón. Eso hace un total de catorce chelines el saco, es decir, siete libras por los diez sacos.

La cara de Davey era el vivo reflejo de la alegría. Merthin deseó que Caris estuviera ahí con él, para poder compartirla.

—¡Siete libras! —repitió Davey.

Madge, que lo creía decepcionado, le dijo:

—No puedo pagarte más, la tintura no es lo bastante fuerte.

Sin embargo, siete libras eran una fortuna para Davey. Equivalían al sueldo de varios años de trabajo de un jornalero. Miró a Merthin y exclamó:

—¡Soy rico!

Merthin se rio y le dijo:

—No lo gastes todo de golpe.

El día siguiente era domingo. Merthin acudió al oficio matinal en la pequeña iglesia de la isla, erigida en honor de santa Isabel de Hungría, santa patrona de los curanderos. Luego se fue a casa y cogió una sólida pala de roble de su cabaña de jardinero. Con la pala al hombro, cruzó el puente exterior, dejo atrás los arrabales y se adentró en su pasado.

Intentó recordar la ruta que había seguido por el bosque treinta y cuatro años antes con Caris, Ralph y Gwenda. Le parecía imposible. Los únicos senderos que había eran los que abrían los ciervos. Los arbolillos de entonces habían crecido mucho y los robles más grandes habían sido talados por los leñadores del rey. Aun así, para su sorpresa, todavía quedaban algunos puntos de referencia reconocibles: una fuente que brotaba de la tierra y donde recordaba que Caris se había arrodillado para beber, cuando sólo tenía diez años; una roca inmensa que a ella le pareció que había caído del cielo; una hondonada cenagosa, en la que ella se manchó las botas de barro.

A medida que avanzaba, los recuerdos de aquel día se volvieron más vívidos. Recordaba que el perro, Brinco, los había seguido, y que Gwenda había seguido a su perro. Sintió de nuevo el placer de que Caris entendiera su broma. Se sonrojó al recordar la torpeza con la que se comportó ante ella, cuando hizo la reverencia… y la facilidad con la que su hermano menor manejaba el arma.

Recordó, sobre todo, a Caris cuando no era más que una niña. Ni tan siquiera habían llegado a la adolescencia, pero él ya se había quedado prendado de su inteligencia, su arrojo y de la forma natural en que había asumido el mando del pequeño grupo. No era amor, sino una suerte de fascinación que no distaba mucho del amor.

Los recuerdos lo distrajeron y, en lugar de encontrar el camino, se desorientó. Empezó a sentirse como si estuviera en un lugar del todo desconocido, pero entonces, de repente, llegó a un claro y supo que estaba en el lugar adecuado. Los arbustos eran más grandes; el tronco del roble, más ancho; y el claro se había convertido en un pequeño prado cuajado de flores, a diferencia del aspecto que había mostrado ese día de noviembre de 1327. Pero no le cabía la menor duda: era como una cara que no había visto en muchos años, había cambiado pero seguía siendo inconfundible.

El Merthin de entonces, más bajito y flacucho, se había escondido bajo ese arbusto para que no lo viera el hombre que avanzaba entre la maleza. Recordó que Thomas, exhausto y jadeante, se apoyó con la espalda en el roble y sacó la espada y la daga.

En su cabeza volvieron a tener lugar los hechos de aquel día. Dos hombres enfundados en unas libreas de color verde y amarillo alcanzaron a Thomas y le pidieron una carta. Thomas intentó distraerlos y les dijo que alguien los observaba tras un arbusto. Merthin estaba convencido de que los demás niños y él serían asesinados, pero, en ese momento, Ralph, que sólo tenía diez años, mató a uno de los hombres de armas, haciendo gala de los reflejos rápidos y mortales que tan útiles habían de resultarle en las guerras de Francia, años más tarde. Thomas liquidó al otro hombre, aunque sufrió una herida que le acabó provocando la pérdida del brazo izquierdo, a pesar del tratamiento que le dieron en el hospital del priorato de Kingsbridge, o tal vez como consecuencia de éste. Luego Merthin ayudó a Thomas a enterrar la carta.

—Justo ahí —le dijo Thomas—. Enfrente del roble.

Ahora Merthin sabía que en esa carta había un secreto, tan importante que varios personajes prominentes tenían mucho miedo de que se descubriera algún día. Ese secreto le había servido de protección a Thomas, quien, a pesar de todo, había buscado refugio en un monasterio y había pasado la vida allí.

«Cuando me muera —le dijo Thomas a Merthin—, quiero que desentierres la carta y se la entregues a un sacerdote».

Merthin levantó la pala y empezó a cavar.

No estaba convencido de que eso fuera lo que Thomas quería. La carta enterrada era una precaución para impedir que Thomas fuera asesinado. Sin embargo, había muerto por causas naturales. ¿Aún querría que desenterrara la carta? Merthin no lo sabía, pero tomaría la decisión cuando la hubiera leído. Sentía una curiosidad irrefrenable por saber qué decía.

No recordaba a ciencia cierta el emplazamiento de la bolsa, y falló en el primer intento. Cuando había cavado medio metro, se dio cuenta del error: el hoyo sólo tenía treinta centímetros de profundidad, estaba convencido. Volvió a intentarlo unos cuantos centímetros más a la izquierda.

Esta vez acertó.

Cuando había cavado treinta centímetros, la pala tocó algo que no era tierra. Era blando, pero no cedía. Dejó la pala y siguió excavando con los dedos. Notó un trozo de cuero viejo y medio podrido. Acabó de quitar la tierra con sumo cuidado y extrajo el objeto en cuestión. Era la bolsa que Thomas llevaba atada al cinturón hacía tantos años.

Se limpió las manos de barro y la abrió.

Dentro había una bolsa hecha de lana aceitada, aún intacta. Deshizo el nudo del cordón y sacó un pergamino, enrollado y sellado con cera.

Lo trató con muchísimo cuidado, pero, aun así, la cera se desmenuzó en cuanto la tocó. Desenrolló el pergamino lentamente que, por suerte, no había sufrido ningún daño; se habia conservado perfectamente a pesar de haber permanecido enterrado durante treinta y cuatro años.

Enseguida vio que no se trataba de un documento oficial, sino de una carta personal. Lo supo por la caligrafía, que reproducía los garabatos de un noble, y no la escritura elaborada de un clérigo.

Empezó a leerla. El encabezamiento rezaba:

«De Eduardo, el segundo que ostenta tal nombre, rey de Inglaterra, en el castillo de Berkeley; transcrita por su fiel sirviente, sir Thomas de Langley; a su amado hijo mayor, Eduardo; un saludo regio y amor paternal».

Merthin se asustó. Era un mensaje del antiguo rey al nuevo. Le temblaba la mano con la que sostenía el documento, alzó la vista y miró a su alrededor, como si fuera a haber alguien espiándolo entre los arbustos.

«Mi bienamado hijo, dentro de poco llegará a tu conocimiento que he muerto. Debes saber que eso no es cierto».

Merthin frunció el ceño. No era lo que esperaba.

«Tu madre, la reina, la esposa de mi corazón, ha corrompido y trastornado a Roland, conde de Shiring, y a sus hijos, que me han enviado a unos asesinos; sin embargo, Thomas me previno y los asesinos hallaron la muerte».

De modo que Thomas no había matado al rey, sino que lo había salvado.

«Estoy convencido de que tu madre, tras fracasar en su primer intento por matarme, volverá a intentarlo de nuevo, puesto que ella y su adúltero consorte no podrán sentirse a salvo mientras yo siga con vida. Así pues, he decidido vestirme con las ropas de uno de los asesinos, un hombre de mi altura y que guarda cierto parecido conmigo, y he sobornado a varias personas para que afirmen que el cadáver es el mío. Tu madre sabrá la verdad cuando vea el cuerpo, pero fingirá que no ocurre nada, ya que mientras me den por muerto, no supondré ninguna amenaza para ella, y ningún rebelde o rival al trono puede reivindicar que cuenta con mi apoyo».

Merthin se quedó atónito. La nación entera había creído que Eduardo II había muerto: había engañado a toda Europa.

Pero ¿qué le ocurrió luego?

«No te diré adónde pienso ir, pero debes saber que tengo la intención de abandonar mi reino de Inglaterra y no regresar jamás. Sin embargo, rezo para poder verte de nuevo algún día, antes de morir».

¿Por qué Thomas había enterrado la carta en lugar de entregarla? Porque temía por su vida y consideraba la carta como la mejor arma para defenderse. Cuando la reina Isabel decidió continuar fingiendo que su marido había muerto, tuvo que eliminar a las pocas personas que sabían la verdad. Merthin recordó entonces que cuando aún era un adolescente, el conde de Kent fue condenado por traición y decapitado por afirmar que Eduardo II aún estaba vivo.

La reina Isabel mandó a varios hombres a matar a Thomas, y lo atraparon a las afueras de Kingsbridge. Sin embargo, Thomas se deshizo de ellos, con la ayuda de Ralph, que sólo tenía diez años. Después, Thomas debió de amenazarla con revelar todo el engaño, cuya prueba era la vieja carta del rey. Esa noche, mientras se encontraba en el hospital del priorato de Kingsbridge, Thomas negoció con la reina, que envió al conde Roland y a sus hijos como intermediarios. Les prometió que guardaría el secreto, con la condición de que fuera aceptado como monje. En el monasterio se sentiría a salvo y, en caso de que la reina tuviera la tentación de no cumplir su promesa, les dijo que la carta se encontraba en un lugar a salvo y que no lo revelaría hasta su muerte. La reina, así pues, debía mantenerlo con vida.

El viejo prior Anthony sabía algo al respecto, y cuando agonizaba se lo contó a la madre Cecilia que, en su lecho de muerte, le repitió parte de la historia a Caris. La gente era capaz de guardar un secreto durante décadas, pero se sentía obligada a revelar la verdad cuando les rondaba la muerte. Caris también había visto el documento comprometedor de la donación de Lynn Grange al priorato con la condición de que Thomas fuera aceptado como monje. Ahora Merthin entendía por qué las indagaciones, en absoluto ingenuas, de Caris sobre el documento en cuestión habían causado tantos problemas. Sir Gregory Longfellow había convencido a Ralph de que entrara en el monasterio y robara los cartularios de las monjas, con la esperanza de encontrar la comprometedora carta.

¿Acaso el poder destructivo de esa hoja de papel vitela había menguado con el paso del tiempo? Isabel había tenido una vida larga, pero había muerto hacía tres años. El propio Eduardo II debía de estar también muerto, y si aún estaba con vida tendría setenta y siete años. ¿Temería Eduardo III que se revelara que su padre estaba vivo cuando el mundo lo consideraba muerto? Ahora era un rey muy fuerte y consolidado como para sentirse amenazado, pero tendría que hacer frente a una gran vergüenza y humillación.

¿Qué debía hacer Merthin?

Se quedó donde estaba, sentado en la hierba del bosque, entre las flores silvestres, durante un buen rato. Al final, enrolló el pergamino, lo volvió a guardar en la bolsa de lana, y lo metió todo en la vieja bolsa de cuero.

La puso en el agujero y la enterró de nuevo. También tapó el primer agujero y alisó la tierra que cubría ambos. Arrancó unas cuantas hojas de los arbustos y las esparció frente al roble. Retrocedió y observó lo que había hecho. Se sentía satisfecho: los hoyos ya no eran visibles a la mirada distraída.

Entonces se volvió y regresó a casa.