88

Gwenda se puso hecha una furia cuando vio lo que Ralph le había hecho a las plantas de rubia de David. La destrucción gratuita de las cosechas era un pecado. Debería haber un lugar especial en el infierno para los nobles que arrasaban lo que los campesinos habían cultivado con mucho sudor.

Sin embargo, Davey no se vino abajo.

—No creo que importe —aseguró—. Lo importante son las raíces, y no las ha tocado.

—Es que entonces habría tenido que esforzarse demasiado —dijo Gwenda con amargura, pero intentó animarse.

De hecho, las matas se recuperaron sorprendentemente rápido. A buen seguro, Ralph no sabía que la rubia se expandía bajo tierra. Durante mayo y junio, a medida que empezaron a llegar noticias a Wigleigh sobre los casos de peste, las raíces dieron nuevos brotes y, a principios de julio, Davey decidió que había llegado el momento de hacer la cosecha. Un domingo, Gwenda, Wulfric y Davey se pasaron toda la tarde desenterrando raíces. Primero tenían que remover la tierra que había alrededor de la planta, luego arrancarla, quitarle las hojas y dejar la raíz unida a un pequeño tallo. Era un trabajo muy duro para la espalda, como el que Gwenda había hecho toda la vida.

Dejaron la mitad de la plantación intacta, con la esperanza de que se regenerara por sí sola al año siguiente.

Llenaron una carretilla con raíces de rubia y recorrieron el camino de vuelta hasta Wigleigh, a través del bosque. Al llegar, descargaron las raíces en el granero y las esparcieron por el pajar para que se secaran.

Davey no sabía cuándo podría vender su cosecha porque Kingsbridge era una ciudad cerrada. La gente seguía comprando mercancías, pero sólo mediante los corredores. Él estaba haciendo algo nuevo y tendría que explicarle la situación a su posible comprador. Sería raro hacerlo a través de un intermediario, pero tal vez tendría que intentarlo. Primero tenía que secar las raíces y luego molerlas hasta hacerlas polvo, lo cual le llevaría su tiempo.

Davey no había vuelto a hablar sobre Amabel, pero Gwenda estaba convencida de que aún la veía, de que tan sólo fingía haberse resignado alegremente a su destino. Si de verdad hubiera dejado de verla, estaría muy deprimido.

Lo único que Gwenda podía hacer era esperar que lo superara antes de que cumpliera la edad necesaria para casarse sin permiso. Todavía no podía soportar la idea de que su familia se uniera a la de Annet, que no había dejado de humillarla flirteando con Wulfric, quien, a su vez, sonreía como un estúpido a cada comentario coqueto que le hacía. Puesto que Annet ya tenía más de cuarenta años, y la cara surcada de venillas y la rubia melena de mechones grises, su comportamiento no sólo era vergonzoso, sino grotesco; aun así, Wulfric reaccionaba como si todavía fuera una chiquilla.

«Y ahora —pensó Gwenda—, mi hijo ha caído en la misma trampa». Se ponía hecha una furia. Amabel era igualita a la Annet de hacía veinticinco años, una cara bonita con rizos al aire, un cuello largo y unos hombros blancos y estrechos, y unos pechos pequeños como los huevos que madre e hija vendían en los mercados. Se atusaba el pelo igual que su madre y miraba a los hombres del mismo modo: les lanzaba una mirada de falso reproche y les daba un golpe en el pecho con el dorso de la mano, con un gesto que fingía ser un manotazo pero que, en realidad, era una caricia.

Sin embargo, como mínimo Davey estaba sano y salvo físicamente. A Gwenda le preocupaba más Sam, que ahora vivía con el conde Ralph en el castillo, y estaba aprendiendo a ser un guerrero. En la iglesia, rezaba para que no lo hirieran cazando o mientras aprendía a usar la espada, o luchando en un torneo. Lo había visto todos los días durante veintidós años y, luego, de pronto se lo habían arrebatado. «Es duro ser mujer —pensó—. Quieres a tu hijo con toda el alma y, de repente, un día se va».

Durante varias semanas buscó una excusa para ir a Earlscastle y ver cómo se encontraba Sam. Entonces oyó que la peste había llegado hasta allí, lo cual hizo que tomara la decisión de inmediato. Pensaba ir antes de que empezara la cosecha. Wulfric no podía ir con ella ya que las tierras le daban mucho trabajo. Aun así, no le atemorizaba viajar sola. «Soy demasiado pobre para que me roben, y demasiado vieja para que me violen», decía en broma. Lo cierto es que era demasiado dura para que le ocurriera alguna de las dos cosas. Y llevaba consigo un cuchillo largo.

Cruzó el puente levadizo de Earlscastle un caluroso día de julio. Las almenas de la torre de entrada estaban custodiadas por un solitario cuervo, en cuyas plumas negras refulgía el sol, y que graznó al verla. A Gwenda le pareció que decía: «¡Vete! ¡Vete!». Había eludido la peste en una ocasión, pero quizá había sido una cuestión de suerte, de modo que estaba arriesgando la vida.

La escena que encontró al entrar en el castillo era muy normal, tan sólo algo más silenciosa de lo habitual. Había un leñador que estaba descargando un carro lleno de leña frente a una tahona, y un mozo desensillaba a un caballo sucio de polvo frente a los establos, pero no había un gran ajetreo. Se fijó en un pequeño grupo de hombres y mujeres que había frente a la entrada occidental de la pequeña iglesia, y cruzó el suelo adoquinado para indagar.

—Dentro hay víctimas de la peste —respondió una sirvienta a su pregunta.

Entró y sintió el pánico como si tuviera un bulto frío en el corazón.

Había diez o doce colchones de paja en el suelo, para que los enfermos pudieran estar de cara al altar, como en un hospital. La mitad de los pacientes parecían ser niños y también había tres adultos. Gwenda les examinó la cara con temor.

Ninguno de ellos era Sam.

Se arrodilló y rezó una plegaria de agradecimiento.

En el exterior, se acercó a la mujer con la que había hablado antes.

—Estoy buscando a Sam de Wigleigh —le dijo—. Es un nuevo escudero.

La mujer le señaló el puente que conducía al recinto interior.

—Inténtalo en la torre del homenaje.

Gwenda tomó la ruta que le habían señalado. El centinela que había en el puente no le hizo caso, por lo que subió las escaleras que llevaban a la torre.

La gran sala era oscura y fría. Un perro grande dormía en las losas heladas de la chimenea. Había bancos a lo largo de las paredes y un par de sillones grandes en el otro extremo de la estancia. Gwenda se fijó en que no había cojines, ni asientos tapizados ni tapices, lo que le permitió deducir que lady Philippa pasaba poco tiempo allí y no le preocupaba el mobiliario.

Sam se encontraba sentado cerca de una ventana con tres hombres más jóvenes. Tenían frente a ellos las distintas partes de una armadura, dispuestas en orden, desde la visera hasta las espinilleras. Cada hombre limpiaba una pieza. Sam estaba frotando el peto con un guijarro para intentar quitarle el polvo.

Se lo quedó mirando un momento. Llevaba ropa nueva, la librea roja y negra del conde de Shiring. Esos colores le sentaban muy bien a un hombre moreno y apuesto como él. Estaba relajado, charlando con los demás mientras trabajaban. Parecía estar sano y bien alimentado. Era lo que Gwenda había deseado, pero sintió una perversa punzada de decepción por el hecho de que estuviera tan bien sin ella.

Sam alzó la mirada y la vio. Al principio adoptó una expresión de sorpresa, luego de placer y, al final, divertida.

—Muchachos —dijo—, soy el mayor de todos vosotros y tal vez creáis que puedo cuidar de mí mismo, pero no es así. Mi madre me sigue dondequiera que vaya para asegurarse de que estoy bien.

Todos la vieron y se rieron. Sam dejó lo que estaba haciendo y se acercó hasta ella. Madre e hijo se sentaron en un banco de una esquina, cerca de la escalera que conducía al piso de arriba.

—Estoy disfrutando muchísimo —le dijo Sam—. Cada día nos ejercitamos en algún juego. Vamos de caza, practicamos la cetrería, la lucha, organizamos concursos de equitación y jugamos al balón. ¡He aprendido mucho! Me da un poco de vergüenza estar en un grupo lleno de adolescentes, pero puedo soportarlo. Sólo me falta aprender a manejar bien la espada y el escudo mientras monto a caballo.

Gwenda se dio cuenta de que su hijo ya hablaba distinto. Había perdido el ritmo lento del habla de la aldea y usaba palabras francesas para referirse a la cetrería y a la equitación. Se estaba adaptando a la vida de la nobleza.

—¿Y qué tal el trabajo? —le preguntó ella—. No puede ser sólo juegos.

—Sí, hay mucho trabajo. —Señaló a los otros muchachos que estaban limpiando la armadura—. Pero es fácil, comparado con cuando tenía que arar y escarificar la tierra.

Le preguntó por su hermano y Gwenda le dio todas las noticias que traía de casa: la rubia de Davey había vuelto a crecer y habían desenterrado las raíces; Davey seguía viendo a Amabel y nadie había enfermado aún a causa de la peste. Mientras hablaban, Gwenda sintió que la observaban y sabía que aquella sensación no era descabellada. Al cabo de un instante, miró hacia atrás.

El conde Ralph se encontraba en la escalera, frente a una puerta abierta; obviamente, acababa de salir de su estancia. Se preguntó cuánto tiempo llevaba observándola y lo miró a los ojos. El conde le lanzó una mirada muy intensa que ella no supo interpretar, pero cuando sintió que la mirada era incómodamente íntima, apartó la vista.

Cuando volvió a mirarlo, ya se había ido.

*

Al día siguiente, cuando ya había recorrido la mitad del camino de vuelta a casa, se le acercó un jinete muy rápido por detrás, que aminoró la marcha y se detuvo al llegar a su altura.

Gwenda deslizó la mano hasta la larga daga que llevaba en el cinturón.

El jinete era sir Alan Fernhill.

—El conde quiere verte —le dijo.

—Entonces debería haber venido él, en lugar de enviarte a ti —contestó ella.

—Siempre tienes una réplica para todo. Te crees muy lista, ¿verdad? ¿Piensas que eso te va a granjear el cariño de tus superiores?

Tenía razón. Gwenda no supo cómo reaccionar, tal vez porque durante todos los años que hacía que era el adlátere de Ralph, jamás le había escuchado ningún comentario inteligente. Si fuera tan lista le daría coba a gente como Alan, en lugar de mofarse de ella.

—De acuerdo —accedió, cansada—. El conde me ordena que acuda a verlo. ¿Debo caminar hasta el castillo?

—No. Tiene una casa en el bosque, no muy lejos de aquí, donde se detiene a veces para recuperar fuerzas durante una cacería. En este mismo momento se encuentra allí. —Señaló el bosque que se extendía más allá de la carretera.

A Gwenda no le gustaba mucho aquella situación, pero, como sierva, no tenía derecho a rechazar una llamada del conde. A pesar de todo, aunque se negara, estaba convencida de que Alan la tiraría al suelo y la ataría para llevarla allí.

—Muy bien —dijo ella.

—Si quieres, puedes sentarte delante de mí.

—No, gracias, prefiero caminar.

En esa época del año, la vegetación era espesa. Gwenda siguió al caballo por el bosque y se aprovechó del camino que iba abriendo a través de las ortigas y los helechos. El camino que dejaron atrás se perdió enseguida entre el follaje. Ella no paraba de preguntarse, nerviosa, qué capricho había impulsado a Ralph a organizar ese encuentro en el bosque. Tenía la sensación de que no podían ser buenas noticias ni para ella ni para su familia.

Recorrieron medio kilómetro más y llegaron a un edificio bajo con el tejado de paja. Gwenda pensó que se trataba de la cabaña del guardabosques. Alan ató las riendas a un árbol y la condujo al interior.

Por dentro, la casa tenía el mismo aspecto sencillo que había percibido en Earlscastle. El suelo era de tierra, las paredes, sin acabar, de adobe y cañas, y el techo no era más que la parte interior del tejado. El mobiliario era mínimo: una mesa, algunos bancos y una cama, formada por un armazón de madera y un colchón de paja. En la parte trasera había una puerta medio abierta que daba a la cocina, donde, a buen seguro, los sirvientes del conde preparaban la comida y la bebida para él y sus compañeros de caza.

Ralph estaba sentado a la mesa y tenía una copa de vino. Gwenda se detuvo frente a él, a la espera. Alan se apoyó en la pared, tras ella.

—Bueno, Alan te ha encontrado —dijo Ralph.

—¿No hay nadie más aquí? —preguntó Gwenda, hecha un manojo de nervios.

—Sólo tú, yo y Alan.

El nerviosismo de Gwenda aumentó un poco más.

—¿Por qué querías verme?

—Para hablar de Sam, por supuesto.

—Me lo has arrebatado. ¿Qué más hay que hablar?

—Es un buen chico, ya sabes… nuestro hijo.

—No lo llames así. —Miró a Alan, que no mostró el más mínimo atisbo de sorpresa: estaba claro que le había contado el secreto. Gwenda estaba consternada; Wulfric no debía averiguarlo jamás—. No digas que es nuestro hijo. Nunca te has portado como un padre con él. Ha sido Wulfric quien lo ha criado.

—¿Cómo iba a criarlo? ¡Ni tan siquiera sabía que era mío! Pero estoy intentando recuperar el tiempo perdido. Está progresando mucho, ¿te lo ha contado?

—¿Se mete en peleas?

—Por supuesto. Se supone que los escuderos deben pelear. Les sirve de práctica para cuando van a la guerra. Deberías haberle preguntado si gana.

—No es la vida que quería para él.

—Es la vida para la que estaba destinado.

—¿Me has hecho traer aquí para regodearte?

—¿Por qué no te sientas?

Se sentó a la mesa, frente a él, a regañadientes. El conde le sirvió vino en una copa y se la acercó, pero Gwenda no le hizo caso.

—Ahora que sé que tenemos un hijo juntos, creo que nuestra relación debería ser más íntima.

—No, gracias.

—Eres una derramaplaceres.

—No me hables de placeres. Has sido como una plaga en mi vida. Con todo mi corazón, desearía no haberte conocido jamás. No quiero intimar contigo, quiero alejarme de ti. No estarías lo bastante lejos ni aunque te fueras a Jerusalén.

A Ralph se le ensombreció el semblante a causa de la ira, y ella se arrepintió de lo que había dicho. En ese momento recordó el reproche que le había hecho Alan. Ojalá pudiera decir, simple y llanamente, no, sin tener que recurrir a esos comentarios hirientes. Pero Ralph acicateaba su ira como nadie.

—¿Es que no lo ves? —le preguntó Gwenda, que intentaba ser razonable—. Has odiado a mi marido durante, ¿cuánto? ¿Un cuarto de siglo? Te rompió la nariz y tú le rajaste la mejilla. Lo desheredaste y te obligaron a devolverle las tierras de su familia. Violaste a la mujer que amaba. Huyó y volviste a traerlo a rastras, con una soga al cuello. Después de todo eso, ni el hecho de que hayamos tenido un hijo juntos podrá conseguir que tú y yo seamos amigos.

—No estoy de acuerdo —replicó el conde—. Creo que podemos ser no sólo amigos, sino amantes.

—¡No! —Era el gran temor que había albergado en algún recoveco de su mente, desde que Alan se había detenido frente a ella en el camino.

Ralph sonrió.

—¿Por qué no te quitas el vestido?

Gwenda se puso tensa.

Alan se inclinó sobre ella por detrás y le quitó con movimiento raudo y ágil la daga que llevaba en el cinturón. Era obvio que se trataba de algo premeditado, y ocurrió demasiado rápido para que ella pudiera reaccionar.

Sin embargo, Ralph dijo:

—No, Alan… no será necesario. Lo hará por voluntad propia.

—¡No lo haré! —exclamó ella.

—Devuélvele la daga.

A regañadientes, Alan le dio la vuelta al cuchillo, lo agarró por la hoja y se lo ofreció.

Ella se lo arrebató y se puso en pie de un salto.

—Puedes matarme pero, por Dios, que me llevaré a uno de vosotros dos conmigo —los amenazó.

Retrocedió, empuñando el cuchillo con el brazo estirado, dispuesta a luchar.

Alan se dirigió a la puerta, con la intención de cortarle la salida.

—Déjala —le ordenó el conde—. No va a ir a ninguna parte.

Gwenda no sabía por qué Ralph estaba tan seguro de sí mismo, pero se equivocaba de medio a medio. Pensaba salir de esa cabaña y luego correr tan rápido como pudiera, y no se detendría hasta que cayera rendida.

Alan se quedó quieto.

Gwenda alcanzó la puerta, la palpó sin volverse y abrió el pestillo de madera.

Ralph le preguntó:

—Wulfric no lo sabe, ¿verdad?

Gwenda se quedó helada.

—¿No sabe qué?

—No sabe que soy el padre de Sam.

Ella respondió con un susurro:

—No, no lo sabe.

—Me pregunto cómo se sentiría si lo averiguara.

—Se moriría —dijo ella.

—Eso es lo que me imaginaba.

—No se lo digas, por favor —le suplicó Gwenda.

—No lo haré… siempre que hagas lo que te pido.

¿Qué podía hacer? Sabía que Ralph la deseaba y ella, en un momento de desesperación, se había aprovechado de ese hecho para poder verlo en el castillo del sheriff. Su encuentro en la taberna Bell hacía muchos años, un recuerdo vil para ella, había perdurado en la memoria de él como un momento glorioso, realzado por el paso del tiempo. Y ella le había metido en la cabeza la idea de revivir aquel momento.

Era culpa suya.

¿Podía convencerlo de algún modo?

—Ya no somos las mismas personas de hace tantos años —le dijo ella—. Nunca volveré a ser una muchacha joven e inocente. Deberías regresar con tus sirvientas.

—No quiero sirvientas, te quiero a ti.

—No. Por favor. —Intentó contener las lágrimas.

Ralph era implacable.

—Quítate el vestido.

Guardó el cuchillo y se desabrochó el cinturón.