aris tenía que impedir que Philemon fuera nombrado obispo. Era el plan más audaz que el prior había puesto en práctica hasta la fecha, pero había llevado a cabo los preparativos con sumo cuidado y tenía posibilidades de lograr su objetivo. Si lo conseguía, recuperaría el control del hospital, lo que le permitiría destruir el trabajo de toda su vida. Y no sólo eso, también podría hacer cosas mucho peores: resucitaría la ortodoxia desaforada del pasado. Ordenaría a sacerdotes despiadados como él en los pueblos, cerraría las escuelas para muchachas y pronunciaría sermones contra el baile.
Caris no tenía voz en la elección del obispo, pero había otras formas de ejercer presión.
Empezó con el obispo Henri.
Merthin y ella se desplazaron hasta Shiring para ver al obispo en su palacio. Durante el trayecto, Merthin miraba con ansia a todas las chicas de pelo oscuro que se cruzaban en su camino, y cuando no había ninguna, escudriñaba los bosques que se extendían a ambos lados del camino. Estaba buscando a Lolla, pero llegaron a Shiring sin encontrar ni rastro de ella.
El palacio del obispo se alzaba en la plaza principal, frente a la iglesia y junto a la Lonja de la Lana. No era día de mercado, por lo que la plaza estaba bastante vacía, salvo por el patíbulo que habían montado allí de forma permanente, una clara advertencia para los maleantes sobre el castigo que la gente del condado les imponía a todos aquéllos que quebrantaban la ley.
El palacio era un edificio de piedra sin pretensiones, que tenía una capilla y una gran sala en la planta baja, y una serie de estudios y estancias privadas arriba. El obispo Henri le había dado al lugar un estilo que Caris creía que debía de ser francés. Cada estancia parecía un cuadro. No es que estuviera decorado de un modo extravagante, como el palacio de Philemon de Kingsbridge, en el que la abundancia de alfombras y joyas parecía indicar que se trataba de la cueva de un ladrón. El hogar de Henri, en cambio, estaba decorado de un modo agradablemente ingenioso: un candelabro de plata situado, para reflejar la luz de una ventana; el brillo pulido de una antigua mesa de roble; las flores primaverales en la fría chimenea; un pequeño tapiz de David y Jonatan en la pared.
El obispo Henri no era un enemigo, pero tampoco era un aliado, pensó Caris, hecha un manojo de nervios, mientras lo esperaban en la gran sala. A buen seguro le diría que él intentaba no inmiscuirse en las peleas de Kingsbridge. Ella, con mayor cinismo, creía que tomara la decisión que tomase, lo haría teniendo en cuenta sus propios intereses. No le gustaba Philemon, pero quizá no permitiría que eso afectara a su juicio.
Henri entró seguido, como siempre, por el canónigo Claude. Ninguno de los dos parecía haber envejecido. Henri era un poco mayor que Caris, y Claude tal vez tenía diez años menos, pero ambos parecían unos jovenzuelos. Caris se había dado cuenta de que el clero acostumbraba a envejecer bien, mejor que los aristócratas. Sospechaba que se debía a que la mayoría de los sacerdotes —con algunas notables excepciones— llevaban una vida moderada. Su régimen de ayuno los obligaba a comer pescado y verdura los viernes, las festividades de algunos santos y durante toda la cuaresma y, en teoría, no podían emborracharse. Sin embargo, los nobles y sus esposas sucumbían a unas orgías en las que abundaba la carne y el vino corría a raudales. Tal vez por eso tenían la cara llena de arrugas, la piel ajada y el cuerpo encorvado, mientras que los clérigos se mantenían en forma y ágiles durante más tiempo, en sus tranquilas y austeras vidas.
Merthin felicitó a Henri por su ordenación como arzobispo de Monmouth y, luego, fue directo al grano.
—El prior Philemon ha detenido los trabajos de la torre.
Henri preguntó con una calculada neutralidad:
—¿Por algún motivo?
—Hay un pretexto y un motivo —respondió Merthin—. El pretexto es que hay un error de diseño.
—¿Y cuál es ese supuesto fallo?
—Dice que una aguja octogonal no se puede construir sin una cimbra, lo cual acostumbra a ser cierto, pero se me ha ocurrido una forma de salvar ese problema.
—¿Que es…?
—Bastante sencilla. Construiré una aguja redonda, que no requerirá una cimbra, y, luego, le aplicaremos al exterior un revestimiento de piedras finas y argamasa en forma de octágono. Así, visualmente será una aguja octogonal, pero estructuralmente seguirá siendo un cono.
—¿Se lo has dicho a Philemon?
—No. Si lo hago, hallará otro pretexto.
—¿Cuál es su verdadero motivo?
—Quiere construir una capilla para la Virgen.
—Ah.
—Forma parte de una campaña para congraciarse con las más altas autoridades eclesiásticas. No hace mucho pronunció un sermón contra la disección cuando el arcediano Reginald se encontraba en Kingsbridge. Y les ha dicho a los consejeros del rey que no hará campaña contra los impuestos del clero.
—¿Qué trama?
—Quiere ser obispo de Shiring.
Henri enarcó las cejas.
—Philemon siempre ha tenido mucho valor, eso hay que admitirlo.
Claude habló por primera vez.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dijo Gregory Longfellow.
Claude miró a Henri y dijo:
—Si alguien lo sabe, esa persona es Gregory.
Caris se dio cuenta de que Henri y Claude no habían previsto que Philemon sería tan ambicioso. Para asegurarse de que fueran conscientes de la importancia de esa revelación, les dijo:
—Si Philemon logra su cometido, vos, como arzobispo de Monmouth, tendréis que invertir un sinfín de horas para zanjar las disputas entre el obispo Philemon y los ciudadanos de Kingsbridge. Ya sabéis que en el pasado ha habido mucha fricción.
Claude dijo:
—Lo sabemos, no te quepa duda.
—Me alegro de que estemos de acuerdo —repuso Merthin.
Claude dijo, pensando en voz alta:
—Debemos presentar un candidato alternativo.
Eso era, justamente, lo que Caris esperaba que dijera.
—Tenemos a alguien en mente —admitió ella.
Claude preguntó:
—¿A quién?
—A ti.
Hubo un silencio. Caris se dio cuenta de que a Claude le gustaba la idea. Suponía que debía de estar celoso del ascenso de Henri y que preguntaría si su destino iba a ser siempre el de hacer de ayudante del obispo. Sin duda alguna, era muy capaz para asumir las tareas del cargo episcopal, ya que conocía muy bien la diócesis y ya se encargaba de gran parte de la administración práctica.
Sin embargo, ambos hombres debían de estar pensando en sus vidas personales. Caris estaba convencida de que casi eran marido y mujer: los había visto besarse. Sin embargo, hacía tiempo que habían dejado atrás la pasión arrebatadora de los inicios de toda relación, y su intuición le decía que soportarían pasar algún tiempo separados.
Les dijo:
—Aún trabajaríais juntos gran parte del tiempo.
Claude añadió:
—El arzobispo tendría muchos motivos para visitar Kingsbridge y Shiring.
Henri dijo:
—Y el obispo de Kingsbridge tendrá que venir a menudo a Monmouth.
A lo que Claude respondió:
—Sería un gran honor ser obispo. —Guiñó un ojo y añadió—: Sobre todo bajo vos, arzobispo.
Henri desvió la mirada, fingiendo que no había captado el doble sentido.
—Creo que es una idea magnífica —dijo.
—La hermandad municipal de Kingsbridge apoyará a Claude, os lo puedo garantizar —intervino Merthin—. Pero vos, arzobispo Henri, tendréis que presentar el candidato al rey.
—Por supuesto.
—¿Puedo hacer una última recomendación? —preguntó Caris.
—Por favor.
—Encontradle otro cargo a Philemon. Proponedlo, no sé, como arcediano de Lincoln. Algo que pudiera gustarle pero que lo alejara muchos kilómetros de aquí.
—Es una idea sensata —admitió Henri—. Si opta a dos cargos, disminuirán sus posibilidades de obtener uno de ellos. Estaré atento.
Claude se puso en pie.
—Esto es muy emocionante —exclamó—. ¿Os quedaréis a comer con nosotros?
En ese momento entró un sirviente y se dirigió a Caris.
—Hay alguien que pregunta por vos, señora —dijo el hombre—. Es un muchacho, pero parece muy alterado.
Henri le ordenó:
—Hazlo entrar.
Apareció un chico de unos trece años. Estaba sucio, pero su ropa no era barata y Caris supuso que procedía de una familia acaudalada, pero que debía de estar sufriendo alguna crisis.
—¿Podéis venir a mi casa, madre Caris?
—Ya no soy monja, muchacho, pero ¿qué problema tenéis?
El chico habló muy rápido.
—Mi padre y mi madre están enfermos, al igual que mi hermano, y mi madre le ha oído decir a alguien que os encontrabais en el palacio del obispo y me ha pedido que viniera a buscaros porque sabe que ayudáis a los pobres, aunque ella puede pagaros, pero ¿podéis acompañarme, por favor?
Aquel tipo de petición no era nada extraña, y Caris siempre llevaba una bolsa de cuero con medicamentos.
—Por supuesto que iré —le dijo ella—. ¿Cómo te llamas?
—Giles Spicers, madre, y debo esperaros para conduciros hasta casa.
—De acuerdo. —Caris se volvió hacia el obispo—. Seguid con la comida, por favor. Me reuniré con vos en cuanto pueda. —Cogió la bolsa y siguió al muchacho.
Shiring debía su existencia al castillo del sheriff que había en la colina, del mismo modo en que Kingsbridge se la debía al priorato. Cerca de la plaza del mercado se encontraban las espléndidas casas de los ciudadanos más prominentes de la ciudad, los mercaderes de lana, los ayudantes del sheriff y otros funcionarios de la Corona, como los magistrados encargados de defender los intereses del rey. Un poco más allá estaban las casas de los mercaderes y artesanos medianamente prósperos, orfebres, sastres y boticarios. El padre de Giles era corredor de especias, y la familia vivía en una calle de ese barrio. Al igual que la mayoría de las casas de esa clase, la planta baja, que servía de almacén y tienda, era de piedra, mientras que la vivienda, situada en el primer piso, era de madera. Ese día tenían el comercio cerrado a cal y canto. Giles subió la escalera exterior acompañado de Caris, que notó el olor familiar de la enfermedad en cuanto entró en la estancia. Luego vaciló. Aquel olor tenía algo especial, algo que despertó un recuerdo que, por algún motivo, la aterró.
En lugar de meditar sobre ello, cruzó la sala y entró en la alcoba, donde halló la espantosa respuesta.
Había tres personas tumbadas en colchones en la cámara: una mujer de su misma edad, un hombre algo mayor y un adolescente. El hombre era el que se encontraba en peor estado. No paraba de gruñir y de sudar, aquejado por la fiebre. El cuello abierto de su camisa dejaba al descubierto un sarpullido de manchas de color negro y púrpura en el pecho y la garganta. Además, tenía los labios y la nariz manchados de sangre.
Tenía la peste.
—Ha vuelto —dijo Caris—. Dios me asista.
Por un instante, el miedo la paralizó. Se quedó inmóvil, observando la escena, presa de la impotencia. Siempre había sido consciente de que, en teoría, la peste podía volver, lo cual era uno de los principales motivos por los que había escrito el libro, pero aun así, no estaba preparada para encajar el golpe que suponía volver a ver el sarpullido, la fiebre y las hemorragias.
La mujer se incorporó y se apoyó en un codo. Su estado no era tan grave, tenía el sarpullido y fiebre, pero no sangraba.
—Dame algo de beber, por el amor de Dios —dijo.
Giles cogió una jarra de vino y, por fin, Caris salió de su estado de aturdimiento.
—No le des vino porque eso le dará más sed —le dijo al muchacho—. He visto un barril de cerveza en la otra estancia, dale una jarra.
La mujer miró a Caris.
—Sois la priora, ¿no es verdad? —le preguntó. Caris no la corrigió—. La gente dice que sois una santa. ¿Podéis sanar a mi familia?
—Lo intentaré, pero no soy una santa, sólo una mujer que ha observado a gente enferma y sana.
Extrajo una mascarilla de lino y se tapó la boca y la nariz. Hacía diez años que no veía un caso de peste, pero se había acostumbrado a tomar esa precaución cuando tenía que tratar con pacientes cuyas enfermedades podían ser contagiosas. Humedeció un paño limpio con agua de rosas y le limpió el rostro a la mujer. Como siempre, aquel gesto alivió a la paciente.
Giles volvió con una jarra de cerveza y la mujer bebió. Caris le dijo:
—Dales de beber siempre que quieran, pero sólo cerveza o vino aguado.
Se acercó al padre, al que no quedaba mucho tiempo de vida. No hablaba de manera coherente y era incapaz de fijar la vista en Caris, que le lavó la cara y le limpió las manchas de sangre seca que tenía alrededor de la nariz y la boca. Al final, fue a atender al hermano menor de Giles. Hacía poco que había sucumbido a la enfermedad, y aún estornudaba, pero era lo bastante mayor para darse cuenta del grave estado en el que se encontraba y parecía aterrorizado.
Cuando acabó le dijo a Giles:
—Intenta que estén cómodos y dales de beber porque no puedes hacer nada más. ¿Tienes algún familiar más? ¿Algún tío o primo?
—Viven todos en Gales.
Intentó recordar que debía avisar al obispo Henri de que quizá tendría que ocuparse de un muchacho huérfano.
—Madre me ha dicho que os pague —dijo el niño.
—No he podido hacer mucho por vosotros. Puedes pagarme seis peniques.
Giles cogió seis peniques de la bolsa de cuero que había junto a la cama de la madre.
La mujer se incorporó de nuevo y, algo más calmada, le preguntó:
—¿Qué nos ocurre?
—Lo siento —dijo Caris—, es la peste.
La mujer asintió con la cabeza, en un gesto fatalista.
—Es lo que me temía.
—¿No reconoces los síntomas de la última vez?
—Vivíamos en una aldea de Gales, por lo que logramos rehuirla. ¿Vamos a morir todos?
A Caris no le gustaba engañar a la gente sobre cuestiones tan importantes.
—Siempre sobreviven unas cuantas personas, pero no muchas.
—Que Dios tenga piedad de nosotros, entonces —dijo la mujer.
—Amén —respondió Caris.
Durante el camino de vuelta a Kingsbridge, Caris meditó sobre la peste. Sabía que iba a propagarse tan rápido como la última vez y que acabaría con la vida de miles de personas, lo cual la enfureció. Era como la carnicería sin sentido de la guerra, salvo que en la contienda bélica, era causada por los hombres, mientras que la peste no. ¿Qué iba a hacer? No podía quedarse con los brazos cruzados mientras volvían a repetirse los crueles hechos acontecidos trece años atrás.
No había ningún remedio para la peste, pero había descubierto formas de enlentecer su avance mortífero. Mientras su caballo trotaba por el camino en mal estado que atravesaba el bosque, Caris no hacía más que pensar en lo que sabía sobre la enfermedad y cómo combatir contra ella. Merthin guardaba silencio, consciente de que algo atribulaba a su esposa, aunque se imaginaba en qué estaba pensando.
Cuando llegaron a casa, Caris le explicó lo que quería hacer.
—Sin duda tendremos que hacer frente a alguna oposición —le advirtió él—. Tu plan es drástico. Aquéllos que no perdieron a la familia y a los amigos la última vez creerán que son invulnerables y dirán que tu reacción es exagerada.
—Ahí es donde puedes ayudarme —dijo ella.
—En tal caso, creo que es mejor que dividamos en grupos a la gente que puede ponerse en contra y que tratemos de convencerlos por separado.
—De acuerdo.
—Tenemos que convencer a tres grupos: la hermandad, los monjes y las monjas. Empecemos con la hermandad: convocaré una reunión y no invitaré a Philemon.
Por aquel entonces, la hermandad —la antigua cofradía gremial— se reunía en la Lonja del Paño, un nuevo edificio de piedra situado en la calle principal, que permitía a los mercaderes hacer negocios cuando hacía mal tiempo. Su construcción se había financiado con los beneficios obtenidos del paño escarlata Kingsbridge.
Sin embargo, antes de la reunión de la hermandad, Caris y Merthin se reunieron individualmente con los miembros más importantes para intentar lograr su apoyo por adelantado, una técnica que Merthin había empezado a poner en práctica desde hacía años. Su lema era: «Nunca convoques una reunión hasta que el resultado vaya a ser el deseado».
Caris fue a ver a Madge Webber, que se había casado de nuevo. Para regocijo de todo el mundo, había cautivado a un hombre tan apuesto como su primer marido, y quince años más joven que ella. Se llamaba Anselm y parecía adorarla, aunque ella seguía teniendo la misma figura oronda de siempre, y una mata de pelo canoso tocada con una variada selección de exóticos sombreros. Aun así, lo más sorprendente era que, a pesar de tener más de cuarenta años, había dado a luz una niña muy sana llamada Selma, que ya tenía ocho años y asistía a la escuela de las monjas. La maternidad no había alejado a Madge de los negocios, y seguía dominando el mercado del paño escarlata Kingsbridge, con Anselm como lugarteniente.
Aún vivía en la gran casa de la calle principal a la que Mark y ella se habían trasladado cuando empezaron a obtener ganancias con el tejido y teñido de telas. Caris los encontró a ella y a Anselm recibiendo un envío de paño rojo, intentando encontrarle sitio en el almacén lleno a rebosar que tenían en la planta baja.
—Me estoy proveyendo de existencias para la feria del vellón —dijo Madge.
Caris esperó mientras su amiga comprobaba el envío y luego subieron a la vivienda y dejaron a Anselm a cargo del comercio. Al entrar en la sala, Caris recordó vívidamente el día en que, trece años antes, la llamaron para que acudiera a ver a Mark, la primera víctima de la peste de Kingsbridge. De pronto se sintió deprimida.
Madge se lo notó en la expresión de la cara.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó.
Era imposible ocultar ciertas cosas a las mujeres del mismo modo que a los hombres.
—Hace trece años vine aquí porque Mark estaba enfermo —dijo Caris.
Madge asintió.
—Eso fue el inicio de la peor época de mi vida —dijo con toda naturalidad—. Aquel día tenía un marido maravilloso y cuatro hijos sanos. Al cabo de tres meses, era una viuda sin hijos que no tenía nada por lo que vivir.
—Fueron días de profunda pena.
Madge fue hasta el aparador, donde guardaba los vasos y una jarra, pero en lugar de ofrecerle una bebida, se quedó mirando a la pared.
—¿Quieres que te diga una cosa muy extraña? —le preguntó—. Cuando se murieron, fui incapaz de decir «amén» al padrenuestro. —Tragó saliva y siguió hablando en voz más baja—. Sé lo que significa en latín porque me lo enseñó mi padre; «Fiat voluntas tua: hágase tu voluntad». No podía decirlo. Dios me había quitado a mi familia, y aquello ya era suficiente tortura, no quería someterme más. —Se le arrasaron los ojos en lágrimas al recordar aquellos hechos—. No quería que prevaleciera la voluntad de Dios, quería recuperar a mis hijos. «Hágase tu voluntad». Sabía que iría al infierno, pero, a pesar de los pesares, no podía decir amén.
Entonces Caris le dijo:
—Ha vuelto la peste.
Madge se tambaleó y tuvo que aferrarse al aparador para no caer. De repente, su robusta figura parecía frágil, y envejeció varios años de golpe cuando todo atisbo de confianza se esfumó de su rostro.
—¡No! —exclamó.
Caris le acercó un banco y la agarró del brazo mientras se sentaba.
—Siento haberte asustado —dijo Caris.
—No —repitió Madge de nuevo—. No puede regresar. No puedo perder a Anselm y Selma. No puedo soportarlo, no puedo soportarlo.
Estaba tan pálida y demacrada que Caris tenía miedo de que fuera a sufrir un ataque, por lo que le sirvió un vaso de vino. Madge se lo bebió y recuperó algo de color.
—Ahora la entendemos mejor —dijo Caris—. Tal vez podremos luchar contra ella.
—¿Luchar contra ella? ¿Cómo vamos a hacerlo?
—Eso es lo que he venido a contarte. ¿Ya te encuentras un poco mejor?
Al final, Madge miró a su amiga a los ojos.
—Luchar contra ella —repitió Madge—. Es lo que tenemos que hacer, por supuesto. Cuéntame cómo.
—Tenemos que cerrar la ciudad, las puertas, guarnecer las murallas e impedir que entre alguien.
—Pero la ciudad tiene que comer.
—La gente llevará los víveres a la isla de los Leprosos. Merthin actuará como intermediario y pagará a los mercaderes porque él contrajo la peste y sobrevivió, y nadie la ha contraído dos veces. Los mercaderes deberán dejar las provisiones en el puente y, cuando se hayan ido, la gente podrá salir de la ciudad para recoger la comida.
—¿Podrá la gente abandonar la ciudad?
—Sí, pero no los dejaremos regresar.
—¿Y qué ocurrirá con la feria del vellón?
—Eso será lo más duro —dijo Caris—. Habrá que anularla.
—¡Pero los mercaderes de Kingsbridge perderán centenares de libras!
—Eso es mejor que morir.
—Si hacemos lo que tú dices, ¿lograremos eludir la peste? ¿Sobrevivirá mi familia?
Caris titubeó, ya que intentaba resistirse a la tentación de mentirle.
—No te lo puedo prometer. Cabe la posibilidad de que la peste ya haya llegado aquí. Ahora mismo podría haber alguien muriéndose en las casuchas que hay junto al río, sin nadie que pueda ayudarlo, por lo que me temo que no podremos eludir la enfermedad del todo. Pero creo que mi plan te dará muchas posibilidades de poder pasar la Navidad junto a Anselm y Selma.
—Entonces lo haremos —dijo Madge, convencida.
—Tu apoyo es vital —le confesó Caris—. Sinceramente, tú perderás más dinero que cualquier otro mercader por la anulación de la feria, por ese motivo es más probable que la gente te haga caso. Tienes que decirles lo grave que es la situación.
—No te preocupes, se lo diré.
—Una idea muy sensata —dijo el prior Philemon.
Merthin se sorprendió. No recordaba que el prior hubiera aceptado jamás de buena gana una propuesta de la hermandad.
—Entonces nos apoyarás —dijo, para asegurarse de que había oído bien.
—Sí, claro —le confirmó el prior, que estaba comiendo un cuenco de pasas a dos carrillos, y no le ofreció ninguna a Merthin—. Aunque esa regla, por supuesto, no afectará a los monjes.
Merthin lanzó un suspiro. Debería habérselo imaginado.
—Al contrario, será de obligado cumplimiento para todo el mundo —replicó.
—No, no —lo corrigió Philemon, con un tono de voz como quien corrige a un niño—. La hermandad no tiene poder para restringir los movimientos de los monjes.
Merthin vio un gato a los pies de Philemon. Era gordo, como él, y parecía muy mezquino. Era igual al gato de Godwyn, Arzobispo, aunque ese bicho debía de llevar mucho tiempo muerto. Quizá era un descendiente suyo. Merthin dijo:
—La hermandad tiene poderes para cerrar las puertas de la ciudad.
—Pero nosotros tenemos derecho para entrar y salir cuando nos plazca. No estamos sujetos a la autoridad de la hermandad, eso sería absurdo.
—Aun así, la hermandad controla la ciudad, y hemos decidido que nadie pueda entrar mientras duren los efectos de la peste.
—No puedes dictar leyes para el priorato.
—Pero sí para la ciudad, y resulta que el priorato sí que está en la ciudad.
—¿Me estás diciendo que si hoy me voy de Kingsbridge, mañana me negaréis la entrada?
Merthin no estaba del todo convencido. Sería muy vergonzoso, cuando menos, que el prior de Kingsbridge tuviera que quedarse frente a las puertas, pidiendo que lo dejaran entrar. Lo cierto era que había albergado la esperanza de que Philemon aceptara la restricción ya que no quería poner a prueba la determinación de la hermandad por una cuestión tan peliaguda. Aun así, intentó que su respuesta pareciera tajante.
—Sin duda.
—Me quejaré al obispo.
—Dile que no puede entrar en Kingsbridge.
Caris se dio cuenta de que las monjas del convento apenas habían cambiado en diez años. Al fin y al cabo, así eran los conventos: se suponía que las monjas debían pasar toda la vida en ellos. La madre Joan aún era la priora, y la hermana Oonagh dirigía el hospital bajo la supervisión del hermano Sime, aunque poca gente acudía allí en busca de ayuda médica, ya que la mayoría prefería el hospital de Caris en la isla. Los pacientes de Sime, fervientemente religiosos en gran parte, eran atendidos en el viejo hospital, al lado de las cocinas, ya que en el nuevo edificio se alojaba a los huéspedes.
Caris se sentó con Joan, Oonagh y Sime en la vieja botica, que ahora se usaba como despacho particular de la priora, y les explicó su plan.
—La gente que viva más allá de las murallas del casco antiguo y que caiga víctima de la peste será atendida en mi hospital de la isla. Mientras dure la peste, las monjas y yo nos quedaremos en el edificio día y noche. Nadie podrá salir de él, salvo los pocos que logren recuperarse.
Joan le preguntó:
—¿Y qué haremos aquí, en el casco antiguo?
—Si la peste llega a la ciudad a pesar de todas las precauciones, podría haber demasiadas víctimas para el espacio que tenéis. La hermandad ha ordenado que las víctimas de la peste y su familia deben permanecer en sus casas. Esta regla es aplicable a todo aquél que viva en una casa afectada por la peste: padres, hijos, abuelos, sirvientes y aprendices. Todo aquél que abandone una de las casas afectadas será ahorcado.
—Es una medida muy drástica —dijo Joan—, pero si impide la horrible carnicería de la última peste, merece la pena.
—Sabía que lo entenderías.
Sime no decía nada. Parecía que las noticias de la peste le habían bajado los humos.
Oonagh preguntó:
—¿Y cómo comerán las víctimas, si deben permanecer encarceladas en su casa?
—Los vecinos pueden dejarles comida en la puerta, pero nadie podrá entrar, salvo los monjes médicos y las monjas, que visitarán a los enfermos pero no deben tener ningún contacto con los sanos. Irán del priorato a la casa y de la casa al priorato, sin entrar en ningún otro edificio ni detenerse a hablar con alguien en la calle. Deberán llevar siempre mascarilla y lavarse las manos cada vez que toquen a un paciente.
Sime parecía aterrorizado.
—¿Eso nos protegerá? —preguntó.
—Hasta cierto punto —respondió Caris—, pero no por completo.
—¡Pero entonces será muy peligroso que atendamos a los enfermos!
Oonagh le respondió.
—No tenemos miedo. Sólo podemos aguardar la llegada de la muerte, puesto que es el momento del ansiado reencuentro con Cristo.
—Sí, por supuesto —dijo Sime.
Al día siguiente, todos los monjes abandonaron Kingsbridge.