os sacerdotes decían que el domingo era día de descanso, pero para Gwenda nunca había sido así. Ese día, después de acudir a la iglesia por la mañana y luego comer, ayudó a Wulfric a trabajar en el huerto que había detrás de la casa. Era un buen terreno, medía un cuarto de hectárea y tenía un gallinero, un peral y un granero. En el pedazo más lejano, donde cultivaban verduras y hortalizas, Wulfric cavaba surcos y Gwenda sembraba guisantes.
Los muchachos habían acudido a otra aldea para jugar al balón, actividad que solían practicar para distraerse los domingos. El balón era para los campesinos el equivalente a los torneos de los nobles: una falsa batalla en la que a veces las heridas eran reales. Gwenda sólo rezaba por que sus hijos regresaran a casa ilesos.
Ese día Sam regresó temprano.
—La pelota ha reventado —explicó, malhumorado.
—¿Dónde está Davey? —Quiso saber Gwenda.
—No ha venido a jugar.
—Creía que estabais juntos.
—No, muchas veces se marcha por su cuenta.
—No lo sabía —dijo Gwenda, frunciendo el entrecejo—. ¿Adónde va?
Sam se encogió de hombros.
—No me lo cuenta.
A lo mejor había quedado con alguna muchacha, pensó Gwenda; Davey era reservado en todo. Si fuera así, ¿de quién podría tratarse? En Wigleigh no había muchas mozas entre las que elegir. Los que habían sobrevivido a la peste se habían vuelto a casar enseguida, ansiosos por repoblar la tierra, y los que habían nacido desde entonces eran demasiado jóvenes. Tal vez se estuviera viendo con alguien de la aldea vecina y se dieran cita en el bosque. Los encuentros secretos eran más frecuentes que los disgustos.
Cuando Davey llegó a casa al cabo de unas horas, Gwenda le pidió explicaciones. Él no hizo el menor intento de negar que se había escabullido.
—Si queréis, os mostraré lo que he estado haciendo —dijo—. No puedo guardar el secreto toda la vida. Venid conmigo.
Lo siguieron todos: Gwenda, Wulfric y Sam. Los domingos se vigilaba que nadie trabajara en el campo y Hundredacre aparecía desierto cuando los cuatro lo atravesaron expuestos al tempestuoso viento primaveral. Unas cuantas parcelas se veían descuidadas, pues aún había aldeanos que poseían más tierra de la que podían trabajar. Annet era una de esas personas; sólo contaba con su hija Amabel para ayudarla a menos que contratara a algún jornalero, lo cual seguía resultando difícil. Su cultivo de avena se estaba llenando de malas hierbas.
Davey los guio unos ochocientos metros por el bosque hasta detenerse en un calvero apartado de la ruta que la gente solía frecuentar.
—Aquí está —dijo.
Por un momento, Gwenda no supo a qué se refería. Se encontraba en el límite de un pedazo de tierra anodino en el que crecían pequeños arbustos detrás de los árboles. Entonces volvió a fijarse en los arbustos. Eran de una especie que nunca hasta entonces había visto. El tallo era esquinado y las hojas apuntadas se agrupaban de cuatro en cuatro. Por la forma en que cubría el terreno, Gwenda creyó que se trataba de una planta trepadora. Por la pila de raíces que observó a un lado dedujo que Davey las había estado arrancando.
—¿Qué es? —preguntó.
—Se llama rubia. Compré las semillas a un marinero cuando estuvimos en Melcombe.
—¿En Melcombe? —se extrañó Gwenda—. Eso fue hace tres años.
—Es el tiempo que ha tardado en crecer. —Davey sonrió—. Al principio temía que no brotara nada. El marinero me dijo que la planta necesitaba suelo arenoso y que no toleraría mucho la sombra. Cavé en este claro y planté las semillas, pero el primer año sólo obtuve tres o cuatro plantas muy débiles, y ya creía que había tirado el dinero. Entonces, al segundo año, las raíces se extendieron bajo tierra y salieron unos cuantos brotes; y este año las plantas cubren toda la superficie.
Gwenda se quedó asombrada de que su hijo hubiera mantenido aquello en secreto durante tanto tiempo.
—¿Y para qué sirve la rubia? —preguntó—. ¿Sabe bien?
Davey se echó a reír.
—No se come. Se desentierran las raíces, se dejan secar y luego se muelen para obtener una sustancia que tiñe de rojo. Es muy cara. Madge Webber la compra en Kingsbridge a siete chelines el galón.
El precio era desorbitado, calculó Gwenda. El trigo, que era el cereal más caro, se vendía a siete chelines el cuarto, y un cuarto eran sesenta y cuatro galones.
—¡Vale sesenta y cuatro veces más que el trigo!
Davey sonrió.
—Por eso lo planté.
—¿Qué es lo que plantaste? —Se oyó decir a alguien.
Todos se volvieron y vieron que Julian Reeve se apostaba junto a un espino tan encorvado y retorcido como él. Mostraba una sonrisa triunfal: los había pillado con las manos en la masa.
Davey elaboró una rápida respuesta:
—Es una planta medicinal, se llama… orozuz —dijo. Gwenda pensó que era evidente que había contestado lo primero que le había venido a la cabeza, pero Nate no estaba seguro de que no dijera la verdad—. A mi madre le va bien cuando enferma del pecho.
Nate miró a Gwenda.
—No sabía que solieras enfermar del pecho.
—En invierno —respondió Gwenda.
—Conque una planta medicinal, ¿eh? —dijo Nate en tono escéptico—. Hay suficiente para sanar a todo Kingsbridge. Además, veo que estás arrancando las raíces para obtener más.
—Me gusta hacer las cosas bien —repuso David.
La respuesta no era muy convincente y Nate la pasó por alto.
—Este cultivo no está autorizado —dijo—. En primer lugar, los siervos necesitan un permiso para plantar cualquier cosa; no pueden andar por ahí cultivando lo que les dé la gana, sería un caos. En segundo lugar, en los bosques del señor no se puede plantar nada, ni siquiera hierbas medicinales.
Ninguno encontró respuesta para eso. Las reglas eran las reglas, aunque resultaran frustrantes. Muchos campesinos sabían que podían ganar dinero con cultivos que no eran los habituales pero que tenían mucha demanda y, por tanto, se vendían muy caros. Era el caso del cáñamo para trenzar cuerdas, el lino para la ropa interior de calidad y las cerezas, cuyo sabor deleitaba a las damas ricas. Sin embargo, muchos señores y alguaciles se negaban a conceder los permisos necesarios por puro conservadurismo.
Nate mostraba una expresión maligna.
—Uno de los hijos es un fugitivo y un asesino —dijo—, y el otro desobedece al señor. Menuda familia…
Tenía todo el derecho de estar enojado, pensó Gwenda. Sam había matado a Jonno y se había librado de la horca. Nate odiaría a su familia el resto de sus días.
El hombre se agachó y arrancó de forma brusca una de las plantas.
—Tendrás que responder por esto ante el tribunal señorial —dijo con satisfacción. Luego, se volvió y se marchó cojeando entre los árboles.
Gwenda y su familia lo siguieron. Davey permaneció impertérrito.
—Nate me impondrá una multa, la pagaré y ya está —concluyó—. Aun así ganaré dinero.
—¿Y si ordena que se destruya la plantación? —preguntó Gwenda.
—¿Cómo?
—Podrían incendiarla o arrollarla.
Wulfric se mostró en desacuerdo.
—Nate no sería capaz de hacer eso, la aldea no lo aprobaría. Lo normal en estos casos es poner una multa.
—Me preocupa lo que pueda decir el conde Ralph —repuso Gwenda.
Davey hizo un ademán de desaprobación con la mano.
—No hay razón para que una nimiedad así llegue a oídos del conde.
—Sabes que Ralph está muy pendiente de nuestra familia.
—Sí, es cierto —respondió Davey pensándolo bien—. Aún no entiendo por qué perdonó a Sam.
El muchacho no era estúpido.
—Tal vez lady Philippa lo convenciera —comentó Gwenda.
—Esa mujer se acuerda de ti, madre. Me lo dijo cuando estuve en casa de Merthin —intervino Sam.
—Debo de haber hecho algo que le ha caído en gracia —dijo Gwenda improvisando la respuesta—. Aunque a lo mejor sólo lo hizo por compasión, ella también es madre. —No era una respuesta muy convincente, pero no se le ocurría nada mejor.
En el tiempo que había transcurrido desde que liberaran a Sam, todos habían mantenido conversaciones frecuentes sobre cuál era el motivo que había movido a Ralph a indultarlo. Gwenda fingía estar tan perpleja como los demás. Por suerte, Wulfric no era desconfiado.
Llegaron a casa. Wulfric miró al cielo y dijo que todavía quedaba una hora de luz, así que se dirigió al huerto para acabar de sembrar los guisantes. Sam se prestó a ayudarlo. Mientras, Gwenda se sentó a remendar un desgarrón de las calzas de Wulfric, y Davey se sentó frente a ella y le confesó:
—Voy a contarte otro secreto.
Ella sonrió. No le importaba que su hijo tuviera secretos siempre que los compartiera con su madre.
—Adelante.
—Me he enamorado.
—¡Qué bien! —La mujer se inclinó hacia delante y lo besó en la mejilla—. Me alegro mucho por ti. ¿Cómo es la muchacha?
—Muy guapa.
Antes de saber lo de la planta, Gwenda había estado haciendo conjeturas sobre la posibilidad de que Davey estuviera viéndose con alguna joven de otra aldea. Pues bien, estaba en lo cierto.
—Me lo imaginaba —confesó.
—¿De verdad? —Él pareció inquietarse.
—No te preocupes, no es nada malo. Sólo es que se me ha ocurrido que cabía la posibilidad de que estuvieras viéndote con alguna muchacha.
—Solemos encontrarnos en el claro donde cultivo la rubia. Más o menos, así es como empezó todo.
—¿Cuánto tiempo hace que os veis?
—Más de un año.
—Así, la cosa va en serio.
—Quiero casarme con ella.
—Me complace oírte decir eso. —Gwenda miró a su hijo con cariño—. Sólo tienes veinte años, pero si has encontrado a la persona adecuada, eres suficientemente mayor para casarte.
—Me alegro de que pienses así.
—¿De qué aldea es?
—De ésta, de Wigleigh.
—¡Ah! —Gwenda se sorprendió. No se le había ocurrido que allí hubiera ninguna muchacha apropiada—. ¿Quién es?
—Se trata de Amabel, madre.
—¡No!
—No grites.
—¡No! ¡La hija de Annet! ¡No puede ser!
—No tienes por qué enfadarte.
—¿Que no tengo por qué enfadarme? —Gwenda se esforzó por calmarse. La confesión le había sentado como una bofetada. Respiró hondo varias veces—. Escúchame bien: llevamos más de veinte años enemistados con esa familia. Esa arpía de Annet le rompió el corazón a tu padre y después no lo ha dejado en paz ni un momento.
—Lo siento, pero todo eso es agua pasada.
—No, no lo es. ¡Annet sigue flirteando con tu padre a la menor oportunidad!
—Ése es vuestro problema, no el nuestro.
Gwenda se puso en pie y la labor cayó al suelo.
—¿Cómo puedes hacerme una cosa así? ¡Esa furcia formará parte de la familia! Mis nietos serán también los suyos. Entrará y saldrá de esta casa siempre que quiera, volverá loco a tu padre con su coquetería y se reirá de mí en mis narices.
—No voy a casarme con Annet.
—Amabel es igual que ella. Mírala… ¡Son igualitas!
—No es verdad.
—¡No puedes hacernos esto! ¡Te lo prohíbo!
—No puedes prohibírmelo, madre.
—Claro que puedo, eres demasiado joven para casarte.
—Eso no durará siempre.
Procedente de la puerta, se oyó la voz de Wulfric.
—¿A qué vienen tantos gritos?
—Davey dice que quiere casarse con la hija de Annet, pero yo no pienso permitírselo. —La voz de Gwenda se alzó hasta tornarse estridente—. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!
El conde Ralph sorprendió a Nathan Reeve cuando le dijo que quería ver la extraña plantación de Davey. Nate mencionó la cuestión de pasada, durante una visita rutinaria a Earlscastle. Un pequeño cultivo en el bosque era una infracción de poca importancia y solía solucionarse imponiendo una multa. Nate era un hombre materialista, alguien que siempre andaba detrás de sobornos y comisiones, y no podía imaginarse la obsesión que Ralph tenía con la familia de Gwenda: el odio que sentía hacia Wulfric, el deseo que Gwenda le despertaba y la reciente sospecha, probablemente cierta, acerca de la paternidad de Sam. Por eso Nate se quedó atónito cuando Ralph le dijo que inspeccionaría la plantación la siguiente vez que visitara la zona.
Ralph viajó de Earlscastle a Wigleigh a caballo, acompañado por Alan Fernhill, un agradable día entre Semana Santa y Pentecostés. Cuando llegaron a la pequeña casa señorial de madera encontraron a Vira, la vieja ama de llaves, encorvada y con el pelo cano pero todavía activa. Le pidieron que les preparara la comida. Luego se encontraron con Nate y se adentraron tras él en el bosque.
Ralph reconoció la plantación. No era un hombre de campo pero conocía bien la diferencia entre un tipo de arbusto y otro, y durante sus viajes con el ejército había conocido muchas plantas que no solían crecer de forma natural en Inglaterra. Sin bajar de la silla, se inclinó y arrancó un puñado de raíces.
—Esto es rubia —dijo—. La vi en Flandes. De ella se obtiene el tinte de color rojo que lleva su mismo nombre.
—El muchacho me dijo que se llamaba orozuz y que era una planta medicinal que servía para curar las afecciones del pecho.
—Creo que sí que tiene un uso medicinal, pero no es por eso por lo que la gente la planta. ¿Cuánto dinero supondrá la multa?
—Lo normal es un chelín.
—No es suficiente.
Nate se puso nervioso.
—El incumplir las costumbres causa muchos problemas, señor. Creo que sería mejor no…
—Déjalo correr —dijo Ralph. Arreó al caballo y éste empezó a trotar por encima del calvero, pisoteando los arbustos—. Vamos, Alan —ordenó.
Alan lo imitó y ambos empezaron a trazar círculos a medio galope hasta aplastar toda la vegetación. Al cabo de un minuto, los arbustos habían quedado reducidos a la nada.
Ralph notó que el hecho de destruir la plantación lo había dejado conmocionado, por muy ilegal que ésta fuera. A los campesinos no les gustaba ver que se malograban las cosechas. Ralph había aprendido en Francia que la mejor manera de minar la moral de la población era quemando los campos de cultivo.
—Ya es suficiente —concluyó, y enseguida lo invadió el hastío.
La insolencia que había demostrado Davey al plantar los arbustos lo había irritado, pero no era ése el único motivo por el que había viajado hasta Wigleigh. La verdad era que quería volver a ver a Sam.
Mientras cabalgaban de vuelta a la aldea, Ralph examinó los campos en busca del joven de recio pelo moreno. Debido a su altura, Sam destacaría a distancia entre los atrofiados siervos que se encorvaban sobre sus palas. Por fin lo divisó, a lo lejos, en Brook Field. Refrenó a su caballo y aguzó la vista por el paisaje ventoso para observar al hijo de veintidós años cuya existencia había desconocido durante tanto tiempo.
Sam y el hombre que creía que era su padre, Wulfric, andaban tras el pequeño arado conducido por un caballo de labranza. Algo no acababa de funcionar, pues no cesaban de detenerse y ajustar los arreos. Resultaba fácil observar las diferencias entre ambos cuando estaban juntos: Wulfric tenía el pelo leonado mientras que el de Sam era moreno; el primero tenía el pecho fuerte y grueso, como un buey, y Sam, en cambio era delgado a pesar de tener los hombros muy anchos; su constitución era más parecida a la de un caballo. Wulfric se movía con lentitud y prudencia mientras que Sam lo hacía con brío y elegancia.
La sensación de mirar a un extraño y pensar que era su hijo resultaba muy curiosa. Ralph se creía inmune a las emociones mujeriles. Si hubiera estado pendiente de los sentimientos, la compasión o los remordimientos, no podría haber vivido tal como lo hacía. No obstante, el descubrimiento de Sam amenazaba con amedrentarlo.
Se marchó rápidamente de allí y se dirigió a medio galope a la aldea; luego, la curiosidad y la emoción lo hicieron sucumbir de nuevo y ordenó a Nate que saliera a buscar a Sam y lo llevara hasta la casa.
No sabía muy bien qué iba a decirle al muchacho; no sabía si hablar con él, provocarlo o invitarlo a comer con ellos. Tendría que haber previsto que Gwenda no le dejaría elegir. La mujer se presentó allí junto con Nate y Sam, y Wulfric y Davey los siguieron.
—¿Qué queréis de mi hijo? —preguntó, dirigiéndose a Ralph más como si se tratara de un igual que de su señor.
Ralph habló sin pensar.
—Sam no nació para labrar la tierra como un siervo cualquiera —dijo.
Vio que Alan Fernhill lo observaba con sorpresa.
Gwenda se quedó perpleja.
—Sólo Dios sabe para qué hemos nacido —respondió para ganar tiempo.
—Cuando quiera saber cosas acerca de Dios se las preguntaré a un sacerdote, no a ti —le espetó Ralph—. Tu hijo tiene el valor propio de un soldado, y para darse cuenta no hace falta rezar. A mí me resulta obvio, igual que lo sería para cualquier veterano que hubiera luchado en las guerras.
—Bueno, pues no lo es; es un campesino, hijo de campesinos, y su destino es cultivar la tierra y criar ganado como su padre.
—Deja estar a su padre. —Ralph recordó lo que Gwenda le había dicho en el castillo del sheriff, en Shiring, cuando acudió para persuadirlo de que indultara a Sam—. El muchacho tiene instinto asesino —dijo—. Eso es peligroso tratándose de un campesino, pero es una cualidad inestimable en un soldado.
El semblante de Gwenda expresó temor en cuanto empezó a adivinar el propósito de Ralph.
—¿Adónde queréis ir a parar?
El propio Ralph se dio cuenta del punto al que lo llevaba la lógica de su discurso.
—Permite que Sam haga algo útil, en lugar de comportarse con temeridad. Permite que se forme en el arte de la guerra.
—Eso es ridículo. Es demasiado mayor.
—Tiene veintidós años. Es una edad algo avanzada, pero es fuerte y sirve para ello. Puede hacerlo.
—No veo cómo.
Gwenda ponía trabas de tipo práctico, pero Ralph adivinó que estaba fingiendo y supo que el verdadero motivo de ello era que abominaba la idea. Eso lo hizo decidirse. Con una sonrisa triunfal, prosiguió:
—Pues es muy fácil. Será escudero. Puede venir a vivir a Earlscastle.
Gwenda se sintió como si acabaran de asestarle una puñalada. Cerró los ojos un instante y su rostro aceitunado palideció. Hizo el amago de articular la palabra «no», pero fue incapaz de pronunciarla.
—Lo has tenido en casa veintidós años; es suficiente tiempo —concluyó Ralph. «Ahora me toca a mí», pensó, pero en vez de eso dijo—: Ya es todo un hombre.
Comoquiera que Gwenda se había quedado callada por el momento, Wulfric intervino:
—No lo permitiremos —le espetó—. Somos sus padres, y no os lo consentiremos.
—No he pedido vuestro consentimiento —replicó Ralph con desdén—. Yo soy el conde, y vosotros sois mis siervos. No os pido nada, os lo ordeno.
—Además —terció Nate Reeve—, Sam ya tiene más de veintiún años, así que es él quien tiene que decidirlo, no su padre.
De pronto, todos se volvieron a mirar a Sam.
Ralph no estaba seguro de qué diría el muchacho. Muchos jóvenes de todas las clases sociales soñaban con convertirse en escuderos, pero no sabía si Sam se contaba entre ellos. La vida en el castillo era lujosa y emocionante, si se comparaba con el esfuerzo de deslomarse en el campo. Sin embargo, por otra parte, los hombres de armas solían morir jóvenes; o, aún peor, resultaban lisiados y se veían obligados a vivir el resto de sus desdichados días mendigando en las puertas de las tabernas.
No obstante, en cuanto Ralph observó el semblante de Sam supo la respuesta. El muchacho sonreía de oreja a oreja y los ojos le brillaban de entusiasmo. No veía el momento de partir.
Gwenda logró emitir unas palabras:
—¡No lo hagas, Sam! —exclamó—. No caigas en la tentación. No permitas que tu madre vea cómo te dejan ciego con una flecha, o cómo algún caballero francés te mutila con su espada. ¡O cómo los cascos de su caballo te dejan paralítico!
Wulfric intervino.
—No vayas, hijo. Quédate en Wigleigh y disfruta de una larga vida.
Sam empezó a mostrar vacilación.
—Muy bien, muchacho —terció Ralph—. Ya has oído a tu madre, y al padre campesino que te crio. La decisión está en tus manos. ¿Qué piensas hacer? ¿Quieres vivir toda tu vida en Wigleigh labrando la tierra junto a tu hermano, o quieres marcharte?
Sam sólo tardó unos instantes en responder. Miró a Wulfric y Gwenda con cara de culpabilidad; luego se volvió hacia Ralph.
—Sí —dijo—. Sí que quiero ser escudero. ¡Gracias, mi señor!
—Bien hecho —aprobó Ralph.
Gwenda se echó a llorar y Wulfric la rodeó con el brazo. El hombre alzó la cabeza para mirar a Ralph y preguntó:
—¿Cuándo debe partir?
—Hoy mismo —respondió Ralph—. Puede venir a Earlscastle conmigo y con Alan después de comer.
—¡Tan pronto no! —protestó Gwenda.
Pero nadie le hizo caso.
—Ve a tu casa y recoge todo lo que quieras llevarte —ordenó Ralph a Sam—. Puedes comer con tu madre. Luego regresa aquí y espérame en la cuadra. Mientras, Nate conseguirá un caballo para que puedas montarlo hasta Earlscastle. —Se dio media vuelta y dio por terminada la conversación con Sam y su familia—. ¿Dónde está mi comida?
Wulfric y Gwenda salieron junto con Sam, pero Davey se quedó atrás. ¿Se habría dado cuenta de que habían destruido su plantación? ¿O se trataba de otra cosa?
—¿Qué quieres? —le preguntó Ralph.
—Mi señor, tengo que pediros ayuda.
Parecía demasiado bueno para ser verdad. El insolente campesino que había plantado rubia en el bosque sin permiso se dirigía a él con actitud suplicante. Qué día tan agradable.
—Tú no puedes ser escudero, has heredado la constitución de tu madre —le dijo, y Alan se echó a reír.
—Quiero casarme con Amabel, la hija de Annet —anunció el joven.
—A tu madre no le gustará.
—Me falta menos de un año para ser mayor de edad.
Ralph conocía a Annet, por supuesto; habían estado a punto de ahorcarlo por su culpa. Su vida estaba tan vinculada a la de la mujer como lo estaba a la de Gwenda. Recordó que toda su familia había muerto durante la epidemia de peste.
—Annet todavía posee parte de las tierras de su padre.
—Sí, señor, y está dispuesta a que se me transfieran cuando me case con su hija.
En cualquier otro caso, no habría rechazado una petición así, aunque todos los señores cobraban un impuesto, el denominado tributo de traspaso, por la transmisión del patrimonio. No obstante, no tenía la obligación de acceder. El derecho que tenía el señor de negarse a su antojo y arruinar la vida de sus siervos era una de las cosas que más atenazaban a los campesinos. Sin embargo, al gobernante le suponía una forma de imponer disciplina que resultaba sumamente efectiva.
—No —respondió Ralph—. No se te transferirán las tierras. —Esbozó una sonrisa—. Tu prometida y tú podéis comer rubia.