uando Merthin y Caris regresaron de Shiring y llegaron a Kingsbridge, se encontraron con que Lolla había desaparecido.
Arn y Em, que llevaban mucho tiempo sirviendo en la casa, estaban junto a la verja del jardín y parecían haberse pasado allí el día entero. Em empezó a hablar, pero enseguida rompió en llanto y sus palabras resultaban ininteligibles, así que fue Arn quien les comunicó la noticia.
—No encontramos a Lolla por ninguna parte —anunció con aflicción—. No sabemos dónde está.
Al principio, Merthin no lo comprendió.
—Llegará a la hora de cenar —repuso—. No te apures, Em.
—Ayer no vino, y antes de ayer tampoco —explicó Arn.
Entonces Merthin reparó en lo que querían decir. Se había escapado de casa. Una oleada de temor más intensa que el viento invernal le puso la carne de gallina y le atenazó el corazón. Su hija sólo tenía dieciséis años. Por un momento, fue incapaz de razonar. Sólo veía su imagen, entre la niñez y la edad adulta, con sus ojos castaños oscuros de profunda mirada, la boca sensual que había heredado de su madre y su alegre expresión de falsa seguridad.
Cuando recobró la sensatez, se preguntó a sí mismo qué había hecho mal. Solía dejar a Lolla al cuidado de Arn y Em durante unos días desde que tenía cinco años y nunca hasta entonces le había ocurrido nada malo. ¿Acaso algo había cambiado?
Se dio cuenta de que apenas había hablado con ella desde el Domingo de Pascua, dos semanas atrás, cuando la había asido por el brazo y la había arrancado de la compañía de las amistades de mala fama enfrente de la taberna White Horse. Ella había subido a su alcoba malhumorada y había permanecido allí mientras la familia se reunía para comer, y ni siquiera salió cuando arrestaron a Sam. Al cabo de unos días, cuando Merthin y Caris se habían despedido de ella al partir hacia Shiring, aún seguía enfurruñada.
Los remordimientos lo torturaban. La había tratado con dureza y la había hecho alejarse. ¿Estaría vigilándolo el espíritu de Silvia y lo despreciaría por no ser capaz de cuidar de su hija?
La imagen de los amigotes de Lolla acudió de nuevo a su mente.
—Ese Jake Riley debe de estar detrás de todo esto —concluyó—. ¿Has hablado con él, Arn?
—No, señor.
—Pues voy a hacerlo yo ahora mismo. ¿Sabes dónde vive?
—Se hospeda cerca de la pescadería que hay detrás de la iglesia de St. Paul.
Caris se dirigió a Merthin.
—Te acompaño.
Cruzaron el puente de vuelta a la ciudad y se encaminaron hacia el oeste. La parroquia de St. Paul comprendía la zona industrial que se extendía a orillas del río: mataderos, curtidores de piel, aserraderos, fábricas y tintoreros habían proliferado como los hongos en septiembre desde la invención del paño escarlata de Kingsbridge. Merthin se dirigió a la poco esbelta torre de la iglesia que sobresalía por encima de los tejados bajos de las viviendas. Descubrió la pescadería por el olor y llamó a la gran puerta destartalada de la casa contigua.
Le abrió Sal Sawyers, la pobre viuda de un carpintero que había trabajado a destajo y que había muerto de la peste.
—Jake va y viene, mayordomo —le explicó—. Hace una semana que no lo veo. Por mí, puede hacer lo que le dé la gana siempre que pague el arriendo.
—Cuando se marchó, ¿iba Lolla con él? —preguntó Caris.
Sal miró de reojo a Merthin.
—No me gusta criticar —dijo.
—Por favor, explícame cuanto sepas. No me ofenderé.
—La muchacha suele estar con él. Hace todo lo que Jake quiere, y no diré más. Si lo buscáis a él, la encontraréis a ella.
—¿Sabes adónde pueden haber ido?
—Él nunca me cuenta nada.
—¿Se te ocurre si alguien puede saberlo?
—No trae por aquí a ningún amigo, excepto a la muchacha. De todos modos, me parece que sus compinches suelen andar por la taberna White Horse.
Merthin asintió.
—Intentaremos localizarlos allí. Gracias, Sal.
—Todo irá bien —lo tranquilizó Sal—. La muchacha debe de estar pasando por una época rebelde, eso es todo.
—Espero que tengas razón.
Merthin y Caris volvieron sobre sus pasos hasta llegar a la taberna White Horse, que se encontraba junto a la orilla del río, cerca del puente. Merthin recordó la orgía que había presenciado allí en plena epidemia de peste, cuando el moribundo Davey Whitehorse había obsequiado a todo el mundo con cerveza gratis. Después, el lugar había permanecido cerrado durante varios años, pero ahora el negocio volvía a estar en pleno apogeo. Merthin solía preguntarse por qué gozaba de tanta popularidad. Los salones eran incómodos y sucios, y solían tener lugar peleas. Hacía más o menos un año que habían matado allí a un hombre.
Entraron en un salón saturado de humo. Era sólo media tarde, pero ya había aproximadamente una docena variopinta de bebedores sentados en los bancos. Un pequeño grupo se apiñaba en torno a un tablero de backgammon, y varias pilas no muy elevadas de peniques de plata indicaban que se estaba apostando dinero por el resultado. Una prostituta de mejillas enrojecidas llamada Joy observó esperanzada a los recién llegados, pero al ver quiénes eran adoptó de nuevo la indolente postura de aburrimiento. En un rincón, un hombre mostraba a una mujer un abrigo de apariencia muy cara. Al parecer, se lo estaba ofreciendo para que se lo comprara; no obstante, al ver a Merthin dobló rápidamente la prenda y la ocultó, por lo que él dedujo que debía de tratarse de mercancía robada.
El posadero, Evan, estaba tomando una comida tardía consistente en beicon frito. Se puso en pie, se limpió las manos en la túnica y dijo nervioso:
—Buenos días tengáis, mayordomo; es un honor veros por la casa. ¿Puedo serviros una jarra de cerveza?
—Estoy buscando a Lolla, mi hija —respondió Merthin con brusquedad.
—Hace una semana que no la veo —aseguró Evan.
Sal había dicho exactamente lo mismo de Jake, recordó Merthin.
—Tal vez esté con Jake Riley.
—Sí, he notado que se llevan bien —dijo Evan con mucho tacto—. Él hace más o menos el mismo tiempo que no aparece por aquí.
—¿Sabes adónde ha ido?
—Jake es bastante hermético —contestó—. Si uno le pregunta a qué distancia está Shiring, es de los que sacude la cabeza y responde que él no tiene por qué saberlo.
La ramera, Joy, estaba escuchando la conversación y los interrumpió.
—Pero es muy generoso —dijo—, todo hay que decirlo.
Merthin le dedicó una severa mirada.
—¿Y de dónde saca tanto dinero?
—De los caballos —explicó ella—. Anda por las aldeas comprando potros a los campesinos y luego los vende en las ciudades.
«Y probablemente también roba caballos a los viajeros descuidados», pensó Merthin con amargura.
—¿Por eso se ha marchado? ¿Ha ido a vender caballos?
—Es bastante probable —terció Evan—. Se acercan las fechas de la gran feria y debe de estar proveyéndose de mercancía.
—A lo mejor Lolla ha ido con él.
—No querría ofenderos, mayordomo, pero es muy posible que así sea.
—No eres tú quien me ofende —contestó Merthin.
Asintió a modo de breve despedida y salió de la taberna con Caris a la zaga.
—Eso es lo que ha hecho —dijo furioso—. Se ha fugado con Jake. Seguro que le parece la aventura del siglo.
—Me temo que tienes razón —convino Caris—. Espero que no se quede embarazada.
—Ojalá eso fuera lo peor que puede pasarle.
Se dirigieron a su casa de forma automática. Al cruzar el puente, Merthin se detuvo en el punto más elevado y paseó la mirada desde los tejados de los arrabales hasta el bosque que se extendía más allá. Su pequeña se encontraba en algún lugar perdido junto a un chalán de moral dudosa. Estaba en peligro y él no podía hacer nada para protegerla.
Cuando Merthin llegó a la catedral a la mañana siguiente para comprobar cómo progresaba la construcción de la nueva torre, vio que se habían interrumpido las obras.
—Órdenes del prior —respondió el hermano Thomas cuando Merthin le preguntó. Thomas tenía casi sesenta años y aparentaba su edad. Su físico marcial había dado paso a una postura encorvada y ahora caminaba arrastrando los pies por el recinto con paso inseguro—. Ha habido un derrumbamiento en el pasillo sur —añadió.
Merthin miró a Bartelmy French, un albañil de manos nudosas procedente de Normandía que se encontraba frente a la caseta afilando un cincel. Bartelmy sacudió la cabeza en señal negativa sin decir nada.
—El derrumbamiento tuvo lugar hace veinticuatro años, hermano Thomas —aclaró Merthin.
—Ah, sí, tienes razón —convino Thomas—. Ya no tengo tan buena memoria como antes, tú ya lo sabes.
Merthin le dio unas palmadas en el hombro.
—Todos nos estamos haciendo mayores.
—El prior está en lo alto de la torre, lo digo por si quieres verlo —terció Bartelmy.
Era evidente que Merthin quería verlo. Se dirigió al transepto del norte y, atravesando un pequeño pasaje abovedado, subió por una estrecha escalera de caracol construida en la parte interior del muro. Al traspasar del viejo crucero a la torre de nueva construcción, el color de las piedras cambiaba del gris oscuro propio de las nubes de tormenta al claro tono perla del crepúsculo matutino. El ascenso era largo, pues la torre medía ya más de noventa metros. Por suerte, estaba acostumbrado. Casi a diario desde hacía once años subía la escalera que cada vez medía un tramo más. Se le ocurrió pensar que Philemon, quien en aquel entonces estaba ya bastante grueso, debía de tener un motivo muy convincente para arrastrar un peso semejante por tantos escalones.
Cuando estaba casi arriba, Merthin atravesó la cámara que alojaba la gran rueda, un sinuoso mecanismo que tenía dos veces el tamaño de un hombre y que se utilizaba para levantar piedras, argamasa y madera hasta el nivel necesario. Cuando la aguja de la torre estuviera acabada, la rueda se quedaría allí para las reparaciones que futuras generaciones de maestros constructores tuvieran que realizar hasta que sonaran las trompetas el día del Juicio.
Emergió en lo alto de la torre. Soplaba un viento fuerte y frío no perceptible a nivel del suelo. Un pasaje de cristales emplomados recorría el interior de la parte más alta de la torre. Los andamios estaban dispuestos alrededor de un hueco de forma octogonal, a punto para los albañiles que fueran a construir la aguja. Cerca se apilaban las piedras a las que ya se había dado el acabado correspondiente y un montón de argamasa se estaba secando sobre un tablón de madera hasta quedar inservible.
Allí no había ningún peón. El prior Philemon se encontraba en el extremo más alejado junto a Harold Mason. Estaban enfrascados en su conversación y se interrumpieron con aire de culpabilidad al divisar a Merthin. Éste tuvo que gritar para vencer el sonido del viento y conseguir que lo oyeran.
—¿Por qué has interrumpido las obras?
Philemon tenía la respuesta preparada.
—Tu proyecto tiene un problema.
Merthin miró a Harold.
—Lo que quieres decir es que algunos no lo comprenden.
—Personas experimentadas opinan que es imposible construirlo —respondió Philemon en tono desafiante.
—¿Personas experimentadas? —repitió Merthin con sorna—. ¿Quién tiene experiencia en Kingsbridge? ¿Quién ha construido un puente? ¿Quién ha trabajado con los grandes maestros constructores de Florencia? ¿Quién ha visitado Roma, Aviñón, París y Ruán? Harold seguro que no. No lo digo con intención de ofenderte, Harold, pero tú ni siquiera has estado en Londres.
—No soy el único que piensa que es imposible construir una aguja octogonal sin cimbra.
Merthin estuvo a punto de hacer un comentario sarcástico, pero se contuvo. Se dio cuenta de que Philemon debía de tener algún motivo mayor. El prior había decidido librar aquella batalla intencionadamente, y para eso debía de contar con armas más temibles que la mera opinión de Harold Mason. Seguramente había conseguido el apoyo de algunos miembros del gremio, pero ¿cómo? Si más maestros albañiles estaban dispuestos a afirmar que era imposible construir la aguja que Merthin había proyectado, era porque les habían ofrecido algún incentivo. Seguramente les habían prometido trabajo.
—¿Qué es? —le espetó a Philemon—. ¿Qué quieres construir?
—No sé qué quieres decir —se defendió Philemon.
—Seguro que estás planeando construir otra cosa y has ofrecido a Harold y a sus amigos una parte del trabajo. ¿De qué se trata?
—No sé de qué me hablas.
—¿Acaso quieres un palacio más grande? ¿Una nueva sala capitular? No puede tratarse de un hospital, ya tenemos tres. Vamos, no veo por qué no quieres decírmelo, a menos que te avergüences de ello.
Eso movió a Philemon a responder.
—Los monjes quieren construir una capilla para la Virgen.
—Ajá.
Eso tenía sentido. El culto a la Virgen estaba ganando popularidad. La jerarquía eclesiástica lo aprobaba porque la oleada de devoción por María contrarrestaba el escepticismo y la herejía que venía afectando a las congregaciones desde la epidemia de peste. Muchas catedrales e iglesias estaban construyendo una pequeña capilla en el extremo este, la parte más sagrada del edificio, dedicada a la Madre de Dios. A Merthin no le gustaba el efecto estético porque en la mayoría de los templos la capilla de la Virgen aparecía como un añadido; aunque, de hecho, lo era.
¿Qué motivos debía de tener Philemon? Siempre estaba tratando de congraciarse con alguien, era su modo de proceder. Disponer en Kingsbridge de una capilla de la Virgen complacería sin duda al sector de mayor rango y más conservador del clero.
Era el segundo intento que Philemon hacía en ese sentido. El Domingo de Pascua, desde el púlpito de la catedral, había condenado la disección de cadáveres. Merthin se percató de que estaba organizando una campaña. Pero ¿con qué fin?
Decidió no hacer nada más hasta haber averiguado qué perseguía Philemon. Sin pronunciar palabra, desapareció de la cubierta y empezó a bajar los tramos de escalones y las escaleras de mano hasta la planta baja.
Merthin llegó a casa a la hora de comer y al cabo de unos minutos Caris volvió del hospital.
—El hermano Thomas está empeorando —le explicó a su mujer—. ¿Podemos hacer algo por él?
Caris negó con la cabeza.
—La senilidad no tiene cura.
—Me dijo que el pasillo sur se había derrumbado como si acabara de suceder.
—Es típico. Recuerda el pasado más lejano pero no sabe qué está ocurriendo hoy. Pobre Thomas. Es probable que degenere bastante rápido. Por lo menos está en un lugar que le resulta familiar, pueden pasar decenios y en los monasterios apenas cambia nada. La rutina diaria es probablemente la misma de antes. Eso le vendrá bien.
Sentados ante sendas raciones de estofado de cordero con puerros y menta, Merthin le refirió lo sucedido por la mañana. Ambos se habían enfrentado a los priores de Kingsbridge durante años; primero había sido Anthony; luego, Godwyn, y ahora, Philemon. Pensaban que al concederles un fuero municipal el constante tira y afloja se acabaría al fin. Sin duda las cosas habían mejorado, pero parecía que Philemon no se había dado por vencido.
—No me preocupa mucho la aguja —confesó Merthin—. El obispo Henri invalidará la propuesta de Philemon y ordenará que se prosiga con el proyecto en cuanto se entere. Quiere ser el obispo de la catedral más alta de toda Inglaterra.
—Philemon debe de saberlo —comentó Caris pensativa.
—Tal vez sólo quiera hacer el intento de construir la capilla de la Virgen y llevarse el mérito al culpar a otro de su fracaso.
—Tal vez —dijo Caris poco convencida.
Merthin se estaba formulando una pregunta más importante.
—¿Qué debe de perseguir en realidad?
—A Philemon sólo lo mueve la necesidad de sentirse importante —respondió Caris con mucha seguridad—. Deduzco que debe de andar tras un ascenso.
—¿Qué puesto debe de tener en la cabeza? El arzobispo de Monmouth se está muriendo, pero no creo que espere ocupar su lugar.
—Debe de saber algo que nosotros desconocemos.
Antes de que pudieran decir nada más, entró Lolla.
La primera reacción de Merthin fue sentirse tan aliviado que las lágrimas asomaron a sus ojos. Había regresado y estaba sana y salva. La miró de arriba abajo. No presentaba ningún daño aparente, caminaba con paso saltarín y su rostro mostraba la habitual expresión malhumorada.
Caris se dirigió a ella en primer lugar.
—¡Has vuelto! —exclamó—. ¡Estoy contentísima!
—¿De verdad? —dijo Lolla. Solía aparentar que creía caerle mal a Caris.
A Merthin no lo engañaba, pero a ella podía despertarle dudas, pues el hecho de no ser la madre de Lolla la hacía sentirse más vulnerable.
—Los dos estamos muy contentos —dijo Merthin—. Nos has dado un buen susto.
—¿Por qué? —le espetó Lolla. Dejó la capa en un colgador y se sentó a la mesa—. Estaba perfectamente.
—Pero nosotros no lo sabíamos y estábamos muy preocupados.
—Pues no deberíais preocuparos —dijo Lolla—. Sé cuidar de mí misma.
Merthin reprimió una contestación airada.
—Yo no lo tengo tan claro —respondió en el tono más suave que fue capaz de utilizar.
Caris intervino para tratar de calmar los ánimos.
—¿Adónde has ido? —le preguntó—. Has estado fuera dos semanas.
—A varios lugares.
—¿Qué te parece si nos dices un par a modo de ejemplo? —preguntó Merthin con severidad.
—En el cruce de Mudeford, en Casterham y en Outhenby.
—¿Y qué has estado haciendo allí?
—¿Qué es esto? ¿Una confesión? —dijo enfurruñada—. ¿Tengo la obligación de contestar a todas esas preguntas?
Caris apoyó la mano en el brazo de Merthin con intención de refrenarlo y se dirigió a Lolla.
—Sólo queremos saberlo para asegurarnos de que no has corrido peligro.
—A mí también me gustaría saber con quién has estado.
—Con nadie especial.
—Eso quiere decir que se trata de Jake Riley.
La muchacha se encogió de hombros y pareció violentarse.
—Sí —respondió, como si la información resultara trivial.
Merthin la había recibido dispuesto a perdonarla y abrazarla, pero ella se lo estaba poniendo cada vez más difícil. Tratando de mantener un tono neutral, dijo:
—¿Cómo os las habéis arreglado para dormir, Jake y tú?
—¡Eso es asunto mío! —gritó ella.
—¡No, no lo es! —gritó él a su vez—. También es asunto mío y de tu madrastra. Si te quedas embarazada, ¿quién se hará cargo del niño? ¿Acaso crees que Jake está preparado para sentar la cabeza y comportarse como un marido y un padre? ¿Has hablado de ello con él?
—¡No me digas nada más! —vociferó la muchacha. Estalló en lágrimas y subió la escalera a todo correr.
—A veces me gustaría disponer de una sola cámara, así no podría valerse de esa estrategia.
—No has sido muy amable con ella —dijo Caris en tono ligeramente desaprobatorio.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer? —replicó él—. ¡Habla como si no hubiera hecho nada malo!
—Pero en el fondo sabe que sí, por eso llora.
—Maldita sea —exclamó Merthin.
En ese momento llamaron a la puerta y un novicio asomó la cabeza.
—Perdón por molestaros, mayordomo —se disculpó—. Sir Gregory Longfellow se encuentra en el priorato y le gustaría intercambiar unas palabras con vos en cuanto os vaya bien.
—Vaya —repuso Merthin—. Dile que iré dentro de un momento.
—Gracias —respondió el novicio, y se marchó.
—Tal vez no sea mala idea darle tiempo para que se tranquilice —dijo Merthin a Caris.
—Y así te tranquilizas tú también —le espetó ella.
—No te estarás poniendo de su parte, ¿verdad? —preguntó él con un ligero tono de enfado.
Ella sonrió y le apoyó la mano en el brazo.
—Yo siempre estoy de tu parte —respondió—. Pero recuerdo muy bien lo que significa tener dieciséis años. A ella le preocupa tanto como a ti su relación con Jake, pero no se atreve ni a confesárselo a sí misma porque supondría un golpe para su orgullo. Por eso le sienta mal que digas la verdad. Ha construido un frágil muro para proteger su amor propio y tú amenazas con derribarlo.
—¿Y qué puedo hacer?
—Ayudarla a construir otro más sólido.
—No te entiendo.
—Ya lo entenderás.
—Será mejor que vaya a ver a sir Gregory. —Merthin se puso en pie.
Caris lo abrazó y lo besó en los labios.
—Eres un buen hombre y haces todo lo que puedes, y por eso te amo con toda mi alma —dijo.
Eso alivió su frustración y lo ayudó a tranquilizarse a medida que caminaba dando grandes zancadas, primero por el puente y luego por la calle principal hasta el priorato. Gregory no le caía bien. Era taimado y carecía de escrúpulos, y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para complacer a su señor, el rey, tal como había demostrado hacer Philemon cuando estaba al servicio del prior Godwyn. Merthin se preguntó con inquietud de qué querría hablarle Gregory. Probablemente se trataba de los tributos, pues eran la constante preocupación del rey.
En primer lugar Merthin se dirigió al palacio del prior, donde Philemon le anunció con aire petulante que sir Gregory se encontraba en el claustro de los monjes, en la parte sur de la catedral. Merthin se preguntó qué habría hecho para obtener el privilegio de celebrar allí la audiencia.
El abogado se estaba haciendo viejo. Su pelo se había tornado cano y su antes esbelta figura se había encorvado. Profundas arrugas surcaban ambos lados de su nariz de gesto despectivo como si fueran paréntesis y uno de sus ojos azules se veía empañado. Sin embargo, su otro ojo lo percibía todo con gran agudeza, y enseguida reconoció a Merthin a pesar de que hacía diez años que no se veían.
—Mayordomo —le anunció—: el arzobispo de Monmouth ha muerto.
—Descanse en paz —respondió Merthin de modo automático.
—Amén. El rey me ha pedido, ya que tenía previsto pasar por el burgo de Kingsbridge, que os dé recuerdos de su parte y que os comunique la importante noticia.
—Me complace. De todos modos, la muerte del arzobispo no ha sido inesperada; hacía tiempo que estaba enfermo. —Merthin pensó con recelo que era imposible que el rey le hubiera pedido a Gregory que acudiera a verlo sólo para comunicarle noticias importantes.
—Sois un hombre interesante, si me permitís que os lo diga —se explayó Gregory—. En primer lugar, conocí a vuestra esposa hace más de veinte años. Desde entonces, os he visto a ambos haceros con el control de la ciudad de forma lenta pero segura. Conseguís todo lo que os proponéis: el puente, el hospital, el fuero municipal y todo lo demás. Sois decididos y pacientes.
La actitud denotaba condescendencia, pero a Merthin le sorprendió detectar cierto respeto en el halago del abogado. De todos modos, se propuso no bajar la guardia: los hombres como Gregory sólo alababan a alguien si tenían un objetivo.
—Me dirijo a visitar a los monjes de Abergavenny, pues tienen que votar quién será el nuevo arzobispo. —Gregory se recostó en la silla—. Durante los inicios del cristianismo en Inglaterra, hace siglos, los monjes elegían a sus superiores. —Sólo los ancianos tenían la costumbre de explicar las cosas, pensó Merthin. De joven, Gregory no se habría molestado en hacerlo—. Hoy en día, sin embargo, los obispos y los arzobispos se consideran demasiado importantes y poderosos para ser elegidos por pequeños grupos de idealistas piadosos que viven apartados del mundo. Es al rey a quien corresponde hacer la elección, y Su Santidad el Papa ratifica su decisión.
«Sólo que no resulta tan sencillo —pensó Merthin—. Siempre tiene lugar alguna lucha por el poder». No obstante, no dijo nada.
Gregory prosiguió:
—Sin embargo, los monjes siguen celebrando su votación, y resulta más fácil controlarla que abolirla. De ahí mi viaje.
—Así que pensáis decir a los monjes a quién deben elegir —concluyó Merthin.
—Dicho sin rodeos, sí.
—¿Y qué nombre pensáis darles?
—¿No os lo he dicho? El de vuestro arzobispo, Henri de Mons. Es un hombre excelente: leal, digno de confianza, nunca causa problemas.
—Santo Dios.
—¿No estáis contento? —El aire relajado de Gregory se esfumó y dio paso a una actitud extremadamente atenta.
Merthin se dio cuenta de que ése era el motivo de la visita de Gregory: quería averiguar la opinión de los ciudadanos de Kingsbridge —a través de Merthin, como representante de sus habitantes— acerca de sus planes, y si se opondrían. Él recogía sus pensamientos. La perspectiva de tener un nuevo obispo resultaba amenazadora para la construcción de la aguja y para el hospital.
—Henri es una pieza clave para el equilibrio de esta ciudad —dijo—. Hace diez años, se acordó una especie de armisticio entre los mercaderes, los monjes y el hospital. De resultas de eso, los tres grupos han prosperado enormemente. —Para despertar el interés de Gregory, y también del rey, añadió—: La prosperidad es, por supuesto, lo que nos permite satisfacer unos tributos tan elevados.
Gregory admitió el argumento con una inclinación de cabeza.
—Es obvio que la marcha de Henri pone en peligro la estabilidad de nuestras relaciones.
—Depende de quién lo sustituya, me parece.
—Exacto —convino Merthin. «Estamos llegando al punto crucial», pensó—. ¿Tenéis a alguien en mente? —preguntó.
—El candidato obvio es el prior Philemon.
—¡No! —exclamó Merthin horrorizado—. ¿Por qué?
—Es un firme conservador, lo cual la jerarquía eclesiástica considera muy importante dado el escepticismo y la tendencia herética que corren.
—Por supuesto. Ahora entiendo por qué pronunció un sermón en contra de la disección. Y también por qué quiere construir una capilla para la Virgen. —«Debería haberlo previsto», pensó.
—Y se ha preocupado de que se sepa que no tiene ningún problema con los tributos que impone el clero, lo cual es un motivo constante de fricción entre el rey y algunos de los obispos.
—Philemon lleva tiempo planeando todo esto. —Merthin se enfadó consigo mismo por permitir que la cuestión lo sorprendiera.
—Supongo que desde que el arzobispo se puso enfermo.
—Es catastrófico.
—¿Por qué decís eso?
—Philemon es pendenciero y vengativo. Si se convierte en obispo creará constantes tensiones en Kingsbridge. Tenemos que impedirlo. —Miró a Gregory a los ojos—. ¿Por qué habéis venido a advertirme? —Sin embargo, nada más terminar de formular la pregunta, se le ocurrió la respuesta—. Vos tampoco queréis a Philemon. No hacía falta que yo os dijera lo conflictivo que resulta, ya lo sabíais. Pero no podéis prohibirle que acceda al cargo porque se ha ganado el apoyo del clero más influyente.
Gregory se limitó a sonreír con aire enigmático, por lo cual Merthin dedujo que tenía razón.
—Así, ¿qué queréis que haga?
—Si estuviera en vuestro lugar, empezaría por encontrar otro candidato para el cargo como alternativa a Philemon —propuso Gregory.
Ésa era la cuestión. Merthin asintió pensativo.
—Tengo que pensarlo —dijo.
—Por favor, hacedlo. —Gregory se puso en pie y Merthin se percató de que había dado la reunión por terminada—. Y comunicadme vuestra decisión —añadió.
Merthin salió del priorato y volvió caminando a la isla de los Leprosos mientras musitaba para sí. ¿A quién podía proponer como obispo de Kingsbridge? Los ciudadanos siempre habían tenido buena relación con el arcediano Lloyd, pero era demasiado mayor. De salir elegido, sólo serviría para tener que votar a otro candidato en el plazo de un año.
No se le había ocurrido ningún nombre cuando llegó a casa. Encontró a Caris en la cámara principal y estaba a punto de preguntarle sobre la cuestión cuando ella se le adelantó. Se puso en pie, tenía el rostro pálido y expresión asustada.
—Lolla ha vuelto a marcharse —dijo.