aris se echó a llorar en cuanto se llevaron a Sam; Merthin, en cambio, no podía aparentar sentirse afligido. Para Gwenda aquello era una tragedia y lo sentía muchísimo por Wulfric. Con todo, para el resto del mundo no era nada malo que ahorcaran a Sam. Jonno Reeve trataba de hacer cumplir la ley. Tal vez ésta estuviera mal hecha o fuera injusta u opresiva, pero eso no autorizaba a Sam a asesinar a Jonno. Después de todo, Nate Reeve también había perdido a un hijo, y el hecho de que el hombre no cayera bien a nadie no disculpaba la acción.
Mientras un ladrón se sentaba en el banquillo, Merthin y Caris abandonaron la sala del tribunal y se dirigieron al salón destinado a taberna. Merthin pidió vino y le sirvió una copa a Caris. Al cabo de un momento, Gwenda se acercó al lugar en el que estaban sentados.
—Es mediodía —dijo—. Tenemos sólo dieciocho horas para salvar a Sam.
Merthin la miró sorprendido.
—¿Qué propones? —preguntó.
—Tenemos que conseguir que Ralph le pida al rey que lo perdone.
Eso parecía muy improbable.
—¿Y cómo piensas convencerlo?
—Es evidente que yo no puedo hacerlo —respondió Gwenda—. Pero vosotros sí.
Merthin se sintió entre la espada y la pared. No creía que Sam mereciera que lo perdonaran pero, por otra parte, le costaba mucho negarse a ayudar a una madre suplicante.
—Ya traté una vez de convencer a mi hermano para que te ayudara, ¿no lo recuerdas?
—Claro que lo recuerdo —respondió Gwenda—. Fue cuando a Wulfric no le permitían heredar las tierras de su padre.
—Se negó en redondo.
—Ya lo sé —repuso ella—, pero tienes que intentarlo.
—No creo que sea el más indicado.
—¿A quién escucharía si no?
En eso tenía razón. Merthin tenía pocas probabilidades de éxito, pero cualquier otra persona no tenía ninguna.
Caris notó su reticencia y tomó partido por Gwenda.
—Por favor, Merthin —empezó—. Imagínate cómo te sentirías si la condenada fuera Lolla.
Merthin estaba a punto de responder que las muchachas no se enfrascan en peleas cuando se dio cuenta de que, en el caso de Lolla, todo era posible. Exhaló un suspiro.
—Me parece que es una batalla perdida —opinó, y se volvió hacia Caris—, pero lo haré por ti.
—¿Por qué no hablas con él ahora mismo? —preguntó Gwenda.
—Porque aún está en la sala del tribunal.
—Casi es hora de comer, terminarán pronto. Puedes esperarlo en sus aposentos privados.
Merthin no pudo por menos de admirar la determinación de la mujer.
—Muy bien —accedió.
Salió del salón y rodeó el edificio hasta la fachada posterior. Un guardia se apostaba ante la cámara privada del juez.
—Soy el hermano del conde —dijo Merthin al centinela—. Me llamo Merthin, y soy el mayordomo de Kingsbridge.
—Sí, mayordomo, ya os conozco —respondió el guardia—. Podéis esperar dentro.
Merthin entró en la pequeña cámara y se sentó. Se sentía incómodo al tener que pedirle un favor a su hermano. Habían perdido la confianza decenios atrás, pues hacía ya mucho tiempo que Ralph se había transformado en una persona a quien Merthin no reconocía; no podía comprender a un hombre capaz de violar a Annet y matar a Tilly, y le parecía imposible que alguien semejante fuera aquél a quien en una época había llamado «hermano». Desde que habían muerto sus padres, sólo se reunían con motivo de formalidades y aún en esas ocasiones hablaban muy poco. Era muy osado por su parte tratar de utilizar su relación como excusa para pedirle un favor. Por Gwenda, no lo habría hecho; sin embargo, no podía negárselo a Caris.
No tuvo que esperar demasiado. Al cabo de unos minutos, el conde entró acompañado del juez. Merthin observó que la cojera de su hermano —debida a la herida que había sufrido en una de las guerras francesas— empeoraba con la edad.
Sir Lewis reconoció a Merthin y le estrechó la mano. Ralph hizo lo propio y dijo con ironía:
—Es todo un placer recibir una de las poco frecuentes visitas de mi hermano.
No le faltaba razón, y Merthin lo reconoció con un asentimiento.
—Sin embargo —repuso—, supongo que si alguien está autorizado a pedirte clemencia, ése soy yo.
—¿Y qué has hecho tú para tener que pedir clemencia? ¿Acaso has matado a alguien?
—Aún no.
Sir Lewis soltó una risita.
—Entonces, ¿de qué se trata? —preguntó Ralph.
—Tanto tú como yo conocemos a Gwenda desde que éramos pequeños.
Ralph asintió.
—Una vez le disparé a su perro con el arco que te habías hecho tú mismo.
Merthin había olvidado aquel incidente; recordándolo, observó que era un claro indicio de cómo iba a evolucionar Ralph.
—Tal vez estés en deuda con ella por eso.
—Me parece que el hijo de Nate Reeve valía más que un maldito perro, ¿a ti no?
—No quería decir eso; me refiero a que podrías compensar tu crueldad de entonces siendo clemente ahora.
—¿Compensar? —le espetó Ralph alzando la voz en señal de enojo, y en ese momento Merthin supo que era una causa perdida—. ¿Compensar? —Se llevó la mano al tabique nasal torcido—. ¿Y cómo se compensa esto? —Señaló a Merthin con gesto agresivo—. Te diré por qué no pienso perdonar a Sam. Hoy, en el juicio, he observado a Wulfric mientras declaraban a su hijo culpable de asesinato, y ¿sabes lo que he visto en él? Miedo. Ese insolente me tiene miedo. Por fin he conseguido doblegarlo.
—¿Tanto significa eso para ti?
—Colgaría a seis hombres sólo para ver esa expresión.
Merthin estaba a punto de darse por vencido, pero se acordó del pesar de Gwenda e insistió por última vez.
—Bueno, pues ahora ya tienes lo que querías, ¿no? —repuso—. Salva al muchacho, pídele al rey que lo perdone.
—No. Quiero mantener a Wulfric a raya.
Merthin pensó que valdría más no haber ido a ver a Ralph. Presionarlo sólo servía para que sacara lo peor de sí mismo. Su rencor y su sed de venganza lo horrorizaban. No quería volver a hablar con él jamás, y la sensación le resultaba familiar, pues no era la primera vez que la experimentaba. No obstante, siempre representaba un duro golpe darse cuenta de cómo era su hermano en realidad.
Se dio media vuelta.
—Bueno, tenía que intentarlo —dijo—. Adiós.
Ralph adoptó un tono jovial.
—Ven a comer al castillo —lo invitó—. El sheriff preparará una buena mesa. Y tráete a Caris. Philippa está conmigo; os lleváis bien, ¿no?
Merthin no tenía ninguna intención de ir.
—Lo hablaré con Caris —respondió. Sabía que su esposa preferiría comer con Lucifer antes que con Ralph.
—Entonces, tal vez te vea luego.
Merthin desapareció.
Regresó al salón. Caris y Gwenda lo observaron acercarse expectantes. Merthin negó con la cabeza.
—He hecho lo que he podido —dijo—. Lo siento.
Gwenda ya imaginaba que ése sería el resultado. Se sentía frustrada pero no estaba sorprendida. Creía que, antes que nada, debía intentarlo a través de Merthin. La otra medida de que disponía era mucho más drástica.
Dio las gracias a Merthin mecánicamente, salió de la posada y se dirigió al castillo, en lo alto de la colina. Wulfric y David habían ido a una taberna de los arrabales donde ofrecían una copiosa comida por un cuarto de penique. De todos modos, no habría servido de mucho que Wulfric estuviera presente; su firmeza y honestidad no ayudaban a la hora de negociar con Ralph y los de su calaña.
Además, no podía permitir que Wulfric supiera cómo pensaba persuadir a Ralph.
Mientras avanzaba por la cuesta oyó pasos de caballos tras ella. Se detuvo y se dio media vuelta. Eran Ralph y su séquito, acompañados por el juez. Guardó silencio mientras miraba fijamente a Ralph para asegurarse de que reparaba en ella al pasar. Seguro que se imaginaría que acudía a verlo.
Minutos después, Gwenda penetraba en el patio del castillo; sin embargo, una reja impedía el acceso a la casa del sheriff. Se dirigió a la entrada del edificio principal y habló con el vigilante.
—Soy Gwenda de Wigleigh —se presentó—. Por favor, dile al conde Ralph que tengo que hablar con él en privado.
—Claro, claro —respondió el vigilante—. Mira a tu alrededor; toda esa gente está esperando para ver al conde, al juez o al sheriff.
Había veinte o treinta personas aguardando en el patio, algunas con pergaminos enrollados.
Gwenda estaba dispuesta a correr grandes riesgos con tal de salvar a su hijo de la horca, pero sólo tendría la oportunidad de hacerlo si conseguía hablar con Ralph antes del alba.
—¿Cuánto dinero quieres? —preguntó al vigilante.
El hombre la observó con un poco menos de desprecio.
—No te prometo que te reciba.
—Puedes darle mi nombre.
—Dos chelines. Veinticuatro peniques de plata.
Era mucho dinero, pero Gwenda llevaba en el portamonedas todos sus ahorros. Con todo, no estaba dispuesta a entregarle el dinero todavía.
—¿Cómo me llamo? —le preguntó.
—No lo sé.
—Pues te lo acabo de decir. ¿Cómo vas a explicarle al conde Ralph quién soy si no te acuerdas?
El vigilante se encogió de hombros.
—Repítemelo.
—Soy Gwenda de Wigleigh.
—Muy bien. Se lo diré.
Gwenda introdujo la mano en la bolsa, extrajo un puñado de pequeñas monedas de plata y separó veinticuatro. Para un jornalero, la cantidad representaba las ganancias de dos semanas. Pensó en cuánto había tenido que deslomarse para conseguirlo; y ahora aquel simple portero ocioso y altanero iba a obtener lo mismo por no hacer casi nada.
El vigilante le tendió la mano.
—¿Cómo me llamo? —volvió a preguntarle.
—Gwenda.
—¿Gwenda qué más?
—De Wigleigh —añadió él—. Es la aldea del asesino de esta mañana, ¿no?
Ella le entregó el dinero.
—El conde me recibirá —dijo en el tono más convincente de que fue capaz.
El vigilante se guardó el dinero en el bolsillo.
Gwenda retrocedió hasta el patio, no muy segura de haber empleado bien el dinero.
Al momento, descubrió a una figura familiar de cabeza pequeña y anchos hombros. Se trataba de Alan Fernhill. Estaba de suerte. El hombre cruzaba el patio desde las cuadras y se dirigía a la entrada. El resto de peticionarios no lo reconoció. Gwenda se interpuso en su camino.
—Hola, Alan —lo saludó.
—Llámame sir Alan.
—Felicidades. ¿Le dirás a Ralph que necesito verlo?
—No hace falta que te pregunte por qué.
—Dile que quiero hablar con él en privado.
Alan arqueó las cejas.
—No te ofendas, pero la última vez eras una muchacha. Ahora eres veinte años mayor.
—¿No te parece que será mejor que decida él?
—Claro. —El hombre sonrió de modo ofensivo—. Seguro que se acuerda de aquella tarde en la posada Bell.
Aquella vez, Alan había estado presente. Había sido testigo de cómo Gwenda se despojaba del vestido y había contemplado su cuerpo desnudo. Luego, había visto cómo se dirigía a la cama y se arrodillaba de espaldas encima del colchón. Y había soltado una grosera carcajada cuando Ralph comentó que la vista era más espléndida por detrás.
Gwenda ocultó la repugnancia y la vergüenza que sentía.
—Espero que lo recuerde —dijo en el tono más indiferente de que fue capaz.
Los otros peticionarios se apercibieron de que Alan debía de ser alguien importante y empezaron a congregarse a su alrededor, hablando, suplicando y rogando. Él los apartó y entró en el vestíbulo.
Gwenda se dispuso a esperar.
Al cabo de una hora tuvo claro que Ralph no pensaba recibirla antes de comer. Descubrió una zona del suelo no muy cubierta de barro y se sentó con la espalda recostada en la pared de piedra sin quitar la vista de la entrada al vestíbulo.
Pasó otra hora, y otra más. Las comidas de los nobles solían durar toda la tarde. Gwenda se preguntó cómo podían comer y beber tanto. ¿Acaso no reventaban nunca?
Ella no había probado bocado en todo el día, pero estaba demasiado nerviosa para sentir hambre.
Hacía un día gris propio del mes de abril, y pronto empezó a oscurecer. Gwenda estaba tiritando en contacto con el frío suelo, pero no se movió de allí. Era su única oportunidad.
Los sirvientes salieron y prendieron las antorchas del patio. Por detrás de los postigos de algunas ventanas empezó a observarse luz. Caía la noche y Gwenda fue consciente de que sólo faltaban unas doce horas para que amaneciera. Pensó en Sam, sentado en el suelo de alguna de las mazmorras subterráneas del castillo, y se preguntó si tendría frío. Reprimió las ganas de llorar.
«No todo ha terminado», se dijo, pero sus ánimos estaban flaqueando.
Entonces, una figura alta tapó la luz procedente de la antorcha más cercana. Gwenda levantó la cabeza y vio a Alan. El corazón le dio un vuelco.
—Acompáñame —dijo él.
Gwenda se puso en pie de un salto y avanzó hacia la puerta del vestíbulo.
—Por ahí no.
Ella lo miró con expresión inquisitiva.
—Has dicho en privado, ¿no? —preguntó Alan—. No va a recibirte en la cámara que comparte con la condesa. Ven por aquí.
Ella lo siguió y entró tras él por una pequeña puerta adyacente a las cuadras. Atravesaron varias cámaras y luego subieron por una escalera. Alan abrió una puerta que daba a una estrecha alcoba. Gwenda entró. Él no la siguió sino que cerró la puerta desde fuera.
Era una alcoba de techo bajo, y una cama ocupaba todo el espacio. Ralph se encontraba de pie junto a la ventana en ropa interior. Las botas y sus prendas exteriores formaban una pila en el suelo. Tenía el rostro enrojecido por la bebida, pero hablaba con claridad y sin arrastrar las palabras.
—Quítate el vestido —le ordenó con una sonrisa anticipatoria.
—No —respondió Gwenda.
Él la miró perplejo.
—No pienso quitarme la ropa —aclaró.
—¿Por qué le has dicho a Alan que querías verme en privado?
—Precisamente para que creyeras que estaba dispuesta a acostarme contigo.
—Si no… ¿para qué has venido?
—Para implorarte que pidas al rey el indulto.
—¿Sin ofrecerme tu cuerpo?
—¿Para qué? Una vez lo hice y luego no cumpliste tu promesa. Negaste el trato. Te ofrecí mi cuerpo, pero no entregaste a mi marido sus tierras. —Permitió que su tono trasluciera el desprecio que sentía—. Seguro que volverías a hacer lo mismo. No tienes honor ni palabra; me recuerdas a mi padre.
Ralph se sonrojó. Era un insulto decirle a un conde que no se podía confiar en él, y aún resultaba más ofensivo compararlo con un jornalero sin tierras que se dedicaba a cazar ardillas en el bosque.
—¿Así es como piensas convencerme? —preguntó en tono airado.
—No, pero obtendrás ese indulto.
—¿Por qué motivo?
—Porque Sam es hijo tuyo.
Ralph la miró fijamente durante un instante.
—Ajá —exclamó con desdén—. Si piensas que voy a creérmelo, vas lista.
—Es hijo tuyo —repitió Gwenda.
—No puedes demostrarlo.
—No, ciertamente no puedo —admitió ella—. Pero sabes muy bien que me acosté contigo en la posada Bell de Kingsbridge nueve meses antes de que naciera Sam. Es verdad que también me acosté con Wulfric. Puedes preguntarte cómo sé entonces quién es su padre. Sólo tienes que mirar al muchacho. Algunos de sus gestos recuerdan a Wulfric, sí, ha tenido tiempo de aprenderlos en veintidós años, pero mira sus facciones.
Vio que en el rostro de Ralph se dibujaba una expresión pensativa y supo que algo de lo que había dicho había dado en el blanco.
—Y, sobre todo, fíjate en su carácter —insistió, llevando el agua a su molino—. Ya has oído las declaraciones. Sam no se limitó a defenderse de Jonno, tal como habría hecho Wulfric. Tampoco lo ayudó a levantarse después de tirarlo al suelo, que habría sido lo propio de Wulfric. Mi marido es fuerte y se enoja con facilidad, pero es un hombre bondadoso. Sam no. Golpeó a Jonno con la pala, con una fuerza que habría dejado inconsciente a cualquiera; luego, antes de que cayera al suelo, volvió a golpearlo con más fuerza aún, a pesar de que ya era incapaz de defenderse. Y encima, antes de que el cuerpo laxo de Jonno alcanzara el suelo, lo golpeó por tercera vez. Si los campesinos de Oldchurch no se hubieran abalanzado sobre Sam para sujetarlo, él habría continuado asestándole palazos con la maldita herramienta hasta dejarlo destrozado. ¡Tenía ansias de matar! —Gwenda notó que estaba llorando y se enjugó las lágrimas con la manga del vestido.
Ralph la observaba con expresión horrorizada.
—¿De dónde le viene ese instinto asesino, Ralph? —preguntó—. Escarba en tu negro corazón. Sam es tu hijo. Y, que Dios me perdone, también es hijo mío.
Cuando Gwenda se hubo marchado, Ralph se sentó en la cama de la pequeña cámara y se quedó mirando la llama de la vela. ¿Era posible? Gwenda era capaz de mentir si lo creía necesario, por supuesto, no tenía por qué confiar en ella. Pero era cierto que Sam podía ser tanto hijo suyo como de Wulfric. Ambos se habían acostado con Gwenda en el momento crucial. Nunca sabría con certeza cuál era la verdad.
La mera posibilidad de que Sam fuera hijo suyo bastaba para llenar a Ralph de horror. ¿Estaría a punto de hacer ahorcar a su propio hijo? Entonces, el espantoso castigo que había tramado para Wulfric recaería sobre sí mismo.
Ya era de noche. El ahorcamiento tendría lugar al amanecer. No disponía de mucho tiempo para tomar una decisión.
Cogió la vela y salió de la pequeña cámara. Había acudido allí con la expectativa de satisfacer un deseo carnal y, en cambio, había recibido la noticia más espeluznante de toda su vida.
Se dirigió al exterior y cruzó el patio hasta el edificio que albergaba las mazmorras. En la planta baja se encontraban las cámaras de los ayudantes del sheriff. Entró y habló con el hombre que estaba de guardia.
—Quiero ver al asesino, Sam de Wigleigh.
—Muy bien, mi señor —respondió el calabocero—. Os mostraré el camino. —Condujo a Ralph a la cámara contigua guiándose con un farol.
Vio un enrejado en el suelo y notó un hedor. Ralph miró a través del enrejado. La celda se encontraba unos tres metros por debajo, tenía las paredes de piedra y el suelo muy sucio. No había en ella mobiliario alguno. Sam estaba sentado en el suelo con la espalda contra la pared. Junto a él había una jarra de madera que debía de contener agua. Un pequeño agujero en el suelo hacía las veces de retrete. Sam levantó la cabeza y luego apartó la mirada con indiferencia.
—Ábreme —ordenó Ralph.
El calabocero abrió el enrejado con una llave. Éste giró gracias a unos goznes.
—Quiero bajar.
El carcelero se sorprendió, pero no se atrevió a contradecir a un conde. Tomó una escalera de mano apoyada en la pared y la deslizó por el hueco de entrada a la mazmorra.
—Andad con cuidado, por favor, mi señor —dijo nervioso—. Recordad que ese villano no tiene nada que perder.
Ralph descendió llevando la vela. El olor era repugnante, pero apenas prestó atención a eso. Llegó al pie de la escalera y se volvió.
Sam lo miró con resentimiento.
—¿Qué queréis? —preguntó.
Ralph lo observó. Se puso en cuclillas y acercó la vela al rostro de Sam para examinar sus facciones, tratando de compararlas con el rostro que veía cuando se miraba al espejo.
—¿Qué ocurre? —insistió Sam, asustado por la intensa mirada de Ralph.
El conde no le respondió. ¿Era aquél su hijo? Tal vez, pensó. No sería de extrañar. Sam era bien parecido, y a Ralph de joven le decían que era atractivo, antes de romperse la nariz. Esa mañana, en el tribunal, Ralph había pensado que el rostro de Sam le recordaba a alguien. Se concentró y rebuscó en su memoria tratando de descubrir de quién se trataba. Aquella nariz recta, los ojos oscuros, el grueso pelo que tantas muchachas envidiaban…
Por fin dio con la respuesta.
Sam se parecía a la madre de Ralph, la difunta lady Maud.
—Santo Dios… —exclamó con voz susurrante.
—¿Qué? —preguntó Sam con una voz que revelaba el miedo que sentía—. ¿Qué ocurre?
Ralph tenía que decir algo.
—Tu madre… —empezó, pero se le fue la voz. La emoción le atenazaba la garganta y le dificultaba el articular las palabras. Lo intentó de nuevo—. Tu madre me ha suplicado que pida el indulto… y me ha convencido.
Sam lo observó con recelo pero no dijo nada. Pensaba que Ralph había acudido allí para burlarse de él.
—Dime —prosiguió Ralph—. Cuando agrediste a Jonno con la pala… ¿tenías la intención de matarlo? Puedes decirme la verdad, ya no tienes nada que temer.
—Pues claro que tenía la intención de matarlo —respondió Sam—. Quería hacerme volver.
Ralph asintió.
—Yo habría hecho lo mismo —dijo. Hizo una pausa sin dejar de mirar a Sam, y luego repitió—: Yo habría hecho lo mismo.
Se puso en pie y se dirigió a la escalera, pero vaciló un momento, se volvió y depositó la vela al lado de Sam. Luego ascendió hacia la salida.
El calabocero tapó el hueco con el enrejado y lo cerró con llave.
—No habrá ahorcamiento —dijo Ralph—. Haré que indulten al preso. Voy a hablar ahora mismo con el sheriff.
Al salir de la cámara, el calabocero estornudó.